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Infiel

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Sé que no debía haberlo hecho, que debo serte fiel, pero no lo pude evitar, de verdad. No sé cómo pudo suceder, sólo sé que no era yo, que algo o alguien me influyó, trató de controlarme y lo logró. Quizás fue aquel tío, el que trató de controlar mi mente y me llevó a ponerte los cuernos, cariño. No sé. Ya sé que no me vas a creer, diga lo que diga, pero fue así.

Le conocí una noche en que tú estabas en uno de tus famosos viajes de negocios. Yo volvía a casa, después de haber cenado en casa de mi madre. Conducía mi blanco y viejo coche con tranquilidad, por las semioscuras calles de la ciudad y al llegar a aquel cruce, lo vi. Un coche rojo y nuevo acababa de saltarse el stop. Frené con rapidez, igual que el coche rojo al verme, pero inevitablemente chocamos. "¡Maldito desgraciado!" pensé desabrochándome el cinturón. Cogí los papeles de la guantera y me bajé. Y entonces como una aparición, le vi. Era alto, moreno, ojos marrones, pelo rizado y guapísimo.

-Lo siento, de verdad -fue lo primero que me dijo disculpándose- iba distraído.

-Ya, bueno -le dije enfadada, ya que me había roto el piloto derecho de mi coche.

-Venga mujer, si no has sido nada -dijo él tratando de apaciguar mis ánimos esbozando una amplia sonrisa juguetona.

Respiré hondo y le dije:

-Vale, vamos a hacer el parte.

Le sonreí, su mirada intensa y penetrante me tenía embrujada y casi hasta me impedía mirarle directamente a los ojos. Rellenamos los papeles y así supe que se llamaba Sebastián y que vivía cerca de donde estábamos. Cuando terminamos me preguntó:

-¿Puedo invitarte a tomar algo?

Le miré de nuevo a los ojos. Su intensa mirada me hizo sentir desnuda. Bajé los ojos al suelo y tímidamente le contesté:

-Vale.

Algo dentro de mí me decía que no lo hiciera, que debía regresar a casa inmediatamente, pero su intensa mirada me suplicaba que le siguiera hasta el pub que había unos metros más allá de donde habíamos aparcado nuestros coches para llenar el parte. Así que nos dirigimos hacía el pub. Era un local no muy grande, semioscuro, con una gran barra, algunas mesas esparcidas junto a la pared y una pequeña pista de baile en medio.

-¿Qué quieres tomar? -me preguntó cuando estuvimos en la barra.

-Una cerveza.

La camarera se acercó a nosotros y él le pidió las cervezas.

-Siento lo del coche, de verdad -me dijo, mirándome con cara inocente, mientras esperábamos la bebida.

-No te preocupes, son cosas que pasan -le dije, quitándole importancia al asunto.

Nuestros ojos volvieron a chocar y en mi mente se dibujaron nuestros cuerpos desnudos en una cama, acariciándose. Traté de apartar aquella imagen de mis pensamientos, por lo que miré hacía la pista de baile. Había sólo unas pocas personas bailando. La camarera dejó los vasos ante nosotros y yo cogí el mío y bebí, evitando mirar aquel guapo moreno que tenía enfrente.

-¿Te gusta bailar? -me preguntó.

Ineludiblemente tuve que volver a mirarle a los ojos.

-Sí -le respondí, imaginando sus rojos y carnosos labios sobre mi cuello.

-¿Quieres bailar? -me propuso, mientras en mi mente sus labios estaban ya sobre mi hombro desnudo y sus manos quitándome el sujetador.

-Bueno -acepté cerrando los ojos, tratando de despejar mi mente.

En ese momento empezó a sonar una canción lenta. Andamos los tres pasos que nos separaban de la pista y entonces, él me tomó por la cintura y me abrazó contra él. Empezamos a bailar, yo trataba de mirar a otro lado, pero al sentir su cuerpo pegado al mío, de nuevo la imagen de ambos desnudos sobre la cama, besándonos, apareció en mi cabeza.

Sentí su mano descender por mi espalda y apretarla, y sus labios besando mi cuello. Aquello me asustó y pensé: "No, soy una mujer casada", pero no podía apartarme de él, su sexo erecto crecía entre ambos, lo sentía sobre mi vientre y algo me decía que yo también le deseaba. Pero te juro que no era yo, alguien, quizás él, me controlaba, de verdad.

Continuamos bailando, y él se afanaba en la labor de amasar mis nalgas, cuando sentí sus labios sobre mi cuello, lo que hizo que mi piel se erizara. Ya sabes como me pongo cuando me besan ahí. Fue entonces, cuando pude tomar las riendas de mis actos y tratar de apartarme de él. Pero Sebas me lo impidió sujetándome con fuerza.

-¡Vamos, nena, no te hagas la estrecha, que se nota a la legua que te gusta! -me susurró al oído, y sujetando mi cara por la barbilla me hizo mirarle a los ojos y me besó.

Primero traté de resistirme, de verdad, te lo prometo. Pero luego algo me medía interiormente: "Déjate llevar y disfrútalo". Así que me dejé llevar y le correspondí el beso (aunque te juro que yo no quería, que no era yo la que estaba actuando así, alguien me controlaba, de verdad), nuestros labios se fundieron el uno en el otro y nuestras lenguas empezaron a saborearse mutuamente. Mis manos, como si no las controlara yo, empezaron a acariciar su espalda y mi sexo, inevitablemente, empezó a humedecerse.

Cuando nos separamos, me cogió de la mano y me dijo:

-Ven.

Me llevó hasta uno de los reservados que había en el rincón más oscuro de la sala. Eran pequeños departamentos, cerrados, con un cómodo sofá y una mesita. Nada más entrar quise escapar de allí, pero de nuevo algo me lo impidió, y modosa, me senté en el sofá. Sebas se sentó a mi lado, pasando su brazo por detrás de mis hombros. Se pegó a mí y empezó a besarme, mientras una de sus manos ascendía por mi pierna y se perdía dentro de mi corta falda. Correspondí a sus besos, como llevada por una fuerza superior que me obligara a hacer aquello, y acaricié su torso por encima de la suave camisa que llevaba. Su mano estaba ya a las puertas de mi sexo, lo acarició suavemente por encima de la tela de las bragas. Mi sexo estaba húmedo, y aunque por una parte deseaba salir de allí, por otra deseaba que siguiera, por eso bajé mi mano hasta su sexo y lo apreté con suavidad por encima del pantalón.

"No, no sigas" me decía mi corazón, pero en mi cerebro sonaba otra voz diciendo: "Sigue, sigue y disfrútalo". Le bajé la cremallera del pantalón, introduje mi mano y busqué el erecto sexo, lo extraje y empecé a masajearlo. Mientras, mi amante, había apartado la tela de las bragas y hurgaba buscando mi clítoris. Yo seguía masajeando su pene de arriba abajo, sin dejar de besar su boca.

En mi mente no dejaba de pensar que aquello no estaba bien, era una mujer casada. Pero algo me impulsaba a continuar. Los gemidos de Sebastián, la humedad de mi sexo, la excitación de ambos, me hacían desear que aquello siguiera.

Sebastián introdujo un dedo dentro de mi vagina, y mi cuerpo se erizó excitado, mis manos corrían libres sobre su erecto falo, masajeándolo y jugueteando con sus huevos. Le deseaba, deseaba sentirle dentro de mí.

Repentinamente, el chico, sacó sus manos de entre mis piernas, se arrodilló frente a mí, me subió la corta falda hasta la cintura. Cogió mis bragas por la goma y muy despacio, me las quitó. Luego me hizo abrir las piernas y tirando de mis muslos, hizo que me quedara con el culo casi en el borde del sofá. Tras eso, hundió su cara entre mis piernas y sentí su lengua dar un fuerte lametón a mi clítoris, a continuación lo mordió y chupó, haciendo que mi cuerpo se estremeciera. Siguió dándome placer, haciendo que su lengua recorriera mis labios vaginales, introduciéndola dentro de mi vagina y sacándola y metiéndola como si fuera un pequeño pene. Mi cuerpo ardía de deseo y placer, estremeciéndose en un imparable viaje hacía la más tórrida sensualidad. Gemía excitada al ritmo de sus lamidas sobre mi sexo. Levantó su cara y me miró a los ojos, vi fuego en ellos y algo que me pareció imposible, su cara era la cara del mismísimo diablo. Guapo, atractivo, pícaro, seductor, persuasivo. Quería apartarle de allí, pero a la vez quería quemarme en su fuego, arder en su infierno. Volvió a concentrarse en la labor de lamer mi sexo, mientras mi corazón latía a cien por hora, pidiéndome que saliera de allí corriendo. Pero mi mente, recordando su intensa mirada me decía: "No, deja que siga". Y dejé que siguiera, hasta que mi sexo húmedo alcanzó el primer orgasmo. Sebastián se sentó, entonces, a mi lado, tras desabrocharse el pantalón y darle más libertad a su erecto sexo.

-¡Ven, zorrita! – me indicó con cierta maldad haciéndome sentar sobre su erecto falo.

Lo guie, erguido hacía mi húmedo sexo, observando los brillantes ojos de Sebas, y descendí, haciendo que el aparato entrara en mí con suma facilidad. Apoyando mis manos sobre sus hombros empecé a cabalgar, mirándole a los ojos, haciendo que su sexo entrara y saliera de mí una y otra vez, que resbalara por mi vagina y rozara mi punto G. Mi cuerpo se estremecí y el suyo, también, se acercó a mi, me abrazó, me besó en el cuello y me susurró al oído:

-Te gusta ¿eh?, zorrita.

-Sííí... -contesté en un gemido ahogado por el placer.

Claro que me gustaba, me hacía sentir en el cielo y a la vez en el más ardiente infierno.

Sus manos se movieron hacia mis nalgas, las atraparon, mientras yo me balanceaba sobre su erecta verga, sintiéndola hincharse. Introdujo su dedo anular en mi agujero trasero y un dulce escalofrío atravesó mi cuerpo.

Ya no existía nadie más que él y yo en mi mundo, en mi mente controlada por el deseo.

Nuestros cuerpos unidos empujaban el uno hacía el otro, en su afán por darse placer. Sus labios chupaban mi cuello y mi cuerpo ardía cada vez con más fuerza. Cabalgué veloz sobre aquel masculino sexo que se hinchaba imparable dentro de mí, hasta que sentí el ardoroso orgasmo haciendo que las paredes de mi vagina se convulsionaran sobre el hinchado pene, que finalmente se vació dentro de mí.

Cuando dejamos de estremecernos, mi amante se apoyó en el respaldo del sofá y caí abrazada a él. Fue el mejor polvo de mi vida y además con el mismísimo diablo. Lo pensé un instante y me asusté, así que me deshice de su abrazo, me puse en pie. Busqué mis bragas que estaban sobre el sofá. Las cogí, me las puse, mientras él guardaba su sexo y se abrochaba los pantalones.

-¡Adiós! -me despedí con urgencia de él y salí corriendo del local, hasta mi coche.

Entré y me encerré en él. Metí la llave en el contacto, arranqué y salí corriendo hacía casa.

Miré por el retrovisor antes de perder de vista el pub y me pareció ver su cara endiablada, sonriendo con maldad, en el asiento trasero. Giré la cabeza. Pero no, no había nadie. Y empecé a sentirme culpable.

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