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La penitencia

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Bienvenidos a una más de mis historias. Ahora les escribo un encuentro prohibido que tuve con un sacerdote años atrás cuando tenía 27 y aún estaba soltera.

En esa ocasión fui invitada como madrina de 1a Comunión de una sobrina. De acuerdo al protocolo eclesiástico debía confesarme antes del día de la misa así me di a la tarea de cumplir con ese requisito lo más próximo a la fecha de la celebración.

Un martes por la tarde fui a la vicaría correspondiente para informarme sobre los horarios en los que podía recibirme el párroco para la confesión ya que se trataba de una pequeña capilla franciscana que no oficia misa todos los días. Al ingresar al inmueble se me hizo extraño no encontrar a nadie atendiendo, las instalaciones estaban vacías. Supuse que no tardaría alguien en regresar por lo que esperé en una banca a ver quién se aparecía. Unos 10 minutos después se abrió una puerta interior por la cual ingresó un hombre que me dio las buenas tardes. Al voltear mi mirada hacia él no pude evitar mi sorpresa al verle: el religioso era un hombre de 40 años aproximadamente, alto, moreno claro, abundante cabello lacio negro peinado hacia un lado, de rostro perfectamente simétrico, mentón cuadrado, afeitado impecable, ojos grisáceos y labios carnosos, iba ataviado en una camisa clerical gris de manga corta que dejaba ver unos fuertes brazos y un pantalón negro entallado que resaltaba todos sus demás atributos que a cualquier mujer le llaman la atención en un hombre.

- “Buenas tardes hija, soy Ricardo, el presbítero de esta capilla, ¿en qué puedo ayudarte?” -pronunció el sacerdote con voz amable y varonil.

¡Madre mía! dije en mi mente de la grata impresión. Lo miraba casi babeando y con mi rostro sonrojado, él al ver mi reacción me invitó a pasar a su privado esbozando una radiante sonrisa. En una esquina del cubículo colocó dos sillas a modo que quedamos sentados uno frente al otro, nuestras rodillas casi se tocaban. Comencé a decirle el motivo de mi visita y él no me apartaba la vista de encima, me observaba de arriba abajo, hasta lo pillé dándole una ojeada a mi escote. Lejos de hacerme sentir incómoda con su mirada lasciva me comencé a excitar, la verdad desde el primer instante lo encontré increíblemente atractivo. Mis ojos solo veían al hombre, no al religioso.

Le pedí me confesara en ese momento, pero se rehusó alegando que ya era tarde, así que programé una visita para dentro de una semana. En el transcurso de los siguientes días anduve muy inquieta, no dejaba de pensar el encuentro programado y fantaseaba por las noches con el sacerdote en situaciones de mucho morbo por ejemplo que me obligaba a verlo hacerse una paja, que me violaba en una cripta oculta debajo del templo, que entre él y un monaguillo me follaban al mismo tiempo, en fin, muchísimas variantes lujuriosas y altamente pecaminosas.

Se llegó por fin el día de la cita y me presenté a la hora indicada. La vicaría no estaba abierta como la vez anterior, tuve que tocar el timbre varias veces hasta que el padre Ricardo se asomó por una ventana y enseguida abrió la puerta. Me hizo pasar y me pidió que lo siguiera argumentando que no podía confesarme en esas instalaciones, sino que lo tendría que acompañar hasta la capilla. Recorrimos la casa parroquial y luego atravesamos por una puerta que conecta a la sacristía. Parecía que no había nadie más ahí, la puerta principal del templo estaba atrancada, ni siquiera vi monaguillos o fieles dentro.

La forma de actuar del sacerdote era de lo más cotidiana, muy atento y relajado, casi ni me daba importancia. Su actitud era contraria a lo que yo imaginé en mis fantasías, debo reconocer que me sentí un poco desalentada.

A diferencia de la última vez que nos vimos, no vestía de civil, sino que portaba su indumentaria franciscana, ya saben, el hábito en color marrón oscuro y su cordón de tres nudos sobre su cintura. Me condujo hasta el ala izquierda del templo donde se ubican los confesionarios y se metió en uno de ellos. Se acomodó en el asiento central y corrió las cortinas púrpuras al tiempo que yo me hincaba sobre el reclinatorio que tenía por un costado.

Di comienzo a mi confesión, señalando una a una mis faltas acumuladas en tantos años, todo transcurrió normal hasta que pasamos al sexto mandamiento: no fornicarás. El padre Ricardo me detuvo al instante y me pidió que me reubicara hasta donde estaba él sentado porque no alcanzaba a escucharme muy bien, según eso. Me hinqué a sus pies apoyando mis manos entrelazadas sobre sus piernas al momento que él se inclinó hacia mí y apoyó su mano derecha sobre mi hombro izquierdo. Quedé justo al lado de su oído donde reanudé el tema de la fornicación, sin dar pormenores y tratando de resumirle mis aventuras sexuales acumuladas desde mi última confesión.

El sacerdote me insistió en relatar los detalles, decía que era necesario para poder purificar mi alma. Para su fortuna nunca he sido pudorosa por lo que me explayé contándole sobre las cosas que hacía con mi novio de ese entonces y con uno que otro amigo también jejeje. Podía escuchar sobre mi oreja como la respiración del padre se agitaba gradualmente, después intercambió su mano derecha por la izquierda la cual comenzó a mover por todo mi hombro, la llevó a mi espalda, la puso detrás de mi nuca.

Yo solo me relajé y disfrutaba lo que su mano me hacía, me estaba gustando el momento. Me esmeré más en contarle mis encuentros con otros chicos, hasta comencé a usar palabras como verga, coño, follar, culo, etc. lo que pareció encender más su temperatura ya que su mano se movía con más ahínco sobre mí. Sentir su vaho sobre mi oreja hizo que mi piel se erizara y por supuesto que toda esa atmósfera de encuentro prohibido, inmoral y aberrante me estaba encendiendo rápidamente, sobre todo por las muchas veces que fantaseé situaciones con un religioso.

No recuerdo en qué momento dejé de contarle mis pecados y en su lugar empecé a meter mis manos bajo su hábito, primero envolví sus tobillos con ellas, para después palpar sus duras pantorrillas y sus marcados muslos. Al llegar a su entrepierna esperaba encontrarme con su trusa o bóxer, me equivoqué: no llevaba ropa interior debajo. Sin destapar aún su hábito, todo a tientas, mis dedos toparon con sus testículos y el cura suspiró. Se lanzó directo a meter su lengua en mi oído mientras notaba sus jadeos de excitación. Mi avance fue lento, dedicándome primero a sus huevos, los masajeaba con mis dedos, los jalaba, estiraba su saco, los apretaba también. Mis movimientos bruscos sobre esa zona sensible le provocaban cierta molestia, pero a su vez placer, sabía que le agradaba como estaba tratando sus bolas.

En el ínter él me daba mordiscos en el lóbulo de mis orejas, pasaba su lengua por todo mi cuello hasta que una de sus manos se coló dentro de mi blusa y se deslizó por debajo de mi sujetador para aferrarse a mi seno. Le era fácil manipular mi pecho con su amplia mano, lo estrujaba como si estuviera amasando. Claramente eso me puso más caliente y le respondí dirigiendo una mano a su miembro, que al primer tacto no lo sentí totalmente duro.

Con mi mano derecha seguía manipulando sus huevos y con la izquierda le frotaba su polla que lentamente fue engrosando considerablemente entre mis dedos. Que excitante era tocarle por debajo de su túnica, percibir sus dimensiones y texturas únicamente con el tacto, sin haberle visto aún sus partes. Continúe con mis toqueteos hasta que alcanzó una dureza considerable. Fue entonces cuando de un movimiento rápido le levanté su hábito hasta medio abdomen y quedo ante mí su virilidad expuesta: una verga morena, venosa, bastante gruesa, con una cabeza abultada y lo que más me enamoró fue que estaba circuncidada. La tomé por la base y la admiré por breves instantes, realmente era suculenta.

El padre Ricardo se había encargado de sacarme ambas tetas por fuera de la blusa, pero al sentir como manipulaba su pija ya con ambas manos optó por reclinarse sobre el respaldo de la silla para disfrutarlo tranquilamente. Yo seguía ahí hincada con mis manos sobre su mástil que a cada apretón seguía creciendo, lo pajeaba muuuuy lento, deseaba volverle loco. Le miraba esos intrigantes ojos en tonos grises, fijamente, sin cruzar palabra, esperando a que me ordenara qué hacer.

-"Si en verdad buscas la salvación tendrás que comenzar con tu penitencia Claudia. Primero hay que purificar tu boca, ¡vamos! -exclamó el párroco. Supe exactamente lo que debía hacer.

El primer lengüetazo que le propiné a su verga fue recorriendo lentamente toda su extensión, desde los huevos, subiendo por la base de su tronco hasta que topé con su cabezota oscura, a la que le di pinceladas circulares con la punta de mi lengua, para finalmente rodear con mi boca aquel pedazo de carne. Cuando la metí a mi boca el cura soltó un ahhhhh mientras cerraba los ojos. Me esmeré en comerle lo mejor que podía, la tragaba hasta donde podía, en verdad tenía un palo delicioso.

-"¿Estoy haciendo bien mi penitencia padre Ricardo?" -le pregunté con voz inocente mientras le daba lametones a la punta de su verga.

-"No está nada mal, pero necesitas esmerarte más, que se vea tu arrepentimiento" -replicó al tiempo que me tomó del cabello y me forzó hacia él para engullirme su polla hasta la garganta.

Así estuve un largo rato comiéndole el pito hasta que me detuvo, hizo levantarme y me giro para darle la espalda. Sus manos fueron directo a mis glúteos, los sobaba por encima del pantalón de lycra que por ser de una tela muy delgada podía sentir perfectamente sus manos masajeándolos con firmeza. Separó un poco mis piernas para meter su palma por entre ellas, frotándola contra mi cuca, la deslizaba desde atrás hasta adelante, las yemas de sus dedos alcanzaban a tocar mi bajo vientre y luego jalaba hacia atrás para que su palma frotara toda mi entrepierna. En el proceso de sus deliciosos frotamientos mi humedad traspasó la tela del pantalón, mi tanga no pudo contener la cantidad de flujo que emanaba de mi interior.

A continuación, se puso de pie para pegarse a mí por detrás, de modo que me rodeó con sus brazos por delante de mi cintura, se aferró a mis expuestos pechos con ambas manos, un rato después bajó su mano derecha por mi abdomen y la deslizó por debajo de mi pantalón para palpar mi mojada concha. Sus dedos bailaban sobre mi clítoris suavemente, de vez en vez los llevaba a la entrada de mi vagina para empaparlos y poder continuar estimulándome ese botoncito de placer. A estas alturas yo ronroneaba como una gatita con cada uno de sus movimientos, no sé cómo aguanté para no correrme en ese momento. Luego bajo mi pantalón y pantys hasta las rodillas, pensé que ensartaría su carne dentro de mí pero optó por girarme para quedar ambos frente a frente. Rápido metió su dedo índice y el anular de su mano derecha en mi coño para enseguida moverlos frenéticamente de afuera hacia adentro como una máquina de coser jajajaja, sentía sus dedos entrar por completo y la palma de su mano golpeteaba mi clítoris cada vez que topaba en mi vulva. Por si fuera poco, arqueaba sus dedos dentro de mi vagina de modo que estimulaba mí punto G deliciosamente, lo que provocó que en menos de 2 minutos explotara en un orgasmo intenso acompañado de tremenda salpicada de jugos que brotaron de mi interior, el famoso “squirting” o eyaculación femenina. Debo admitir que pocas veces me había corrido de esa manera, él sabía sin duda como tocar a una mujer.

-“Necesitas más purificación Claudia, te resta mucha penitencia aún” -me comentó seriamente.

Me tomó unos instantes recuperarme de ese éxtasis, las piernas se me doblaron por completo, por suerte Ricardo me sujetó para que no me cayera. Por mis muslos escurrían fluidos y miré el piso mojado producto de mi brutal corrida. El religioso se sentó nuevamente en el confesionario y me hizo que me montara poco a poco sobre su gruesa polla. Una vez que sentí sus bolas pegar con mis nalgas supe que ya tenía todo su miembro dentro, que de lo gruesa que era frotaba muy rico mis paredes vaginales. Di lo mejor de mí en esa cabalgata, en cada sentón, en cada arremetida de mis caderas sobre su palo. Mis pechos eran devorados por el padre como bebé hambriento, como si tuviera una sed insaciable de beber de ellos.

-"Que rica verga tiene padre Ricardo” -le dije con voz agitada.

-“Calla hija, vienes aquí a cumplir un castigo, ¡no a disfrutar!” -me dijo medio ofendido.

Ansiaba probar sus carnosos labios e intenté besarlo un par de veces más él se negó argumentando:

-"Eres una sucia pecadora, no a tratar de corromperme”.

Ese cura sí que era todo un caso. No entendí cuál era el problema de besarnos si bien que me tenía ya con toda su carne dentro. Aunque me extrañó esa actitud suya, la verdad es que aumentaba mi deseo por él, dejaba algo prohibido, algo intocable. En fin, el caso es que continué cabalgando su fierro por un par de minutos más y me llegó otro orgasmo intenso acompañado de convulsiones violentas. Descansé un momento sobre el pecho Ricardo, sintiendo mi vagina aun invadida pues no se había salido su tiesa vara.

Cuando él vio que mis fuerzas regresaron me llevó hasta una de las bancas de madera donde se sientan los fieles durante la misa y me colocó a lo largo apoyada sobre rodillas y antebrazos (posición de perrito) de modo que mi trasero quedó justo a la orilla de la banca. Presuroso se acomodó detrás de mí, abrió un poco su hábito para sacar su gorda polla, la enfiló hacia mi coñito y bruscamente la empujó sin reparos hasta que sus bolas chocaron en mis nalgas. Yo me aferraba a la banca con fuerza pues sus embestidas se tornaron bruscas y poderosas, cada choque de su pelvis con mis cachetes generaba un golpe sonoro que retumbaba en aquel silencioso templo. Ese padre me estaba dando una follada de campeonato, yo me sentía literalmente en la gloria jejeje.

-“¡Ahora verás el castigo que te espera por pecadora!” -expresó eufóricamente.

-“¡Toma esto!” -gritó al tiempo que sentí un azote en mis nalgas con lo que me pareció algún tipo de cuerda. Efectivamente, el sacerdote me estaba flagelando con el cordón que llevaba amarrado a la cintura, lo hacía con saña a manera de escarmiento. Sin duda a cada cordonazo que me propinaba sentía cierto grado de dolor, pero mis gustos por los coitos violentos convertían cada latigazo suyo en una ola de sensaciones deliciosas que solo alimentaban más mi libido.

-“¡Si padre Ricardo, castígueme! He sido una ramera sucia, ¡azóteme más fuerte por el amor de Dios!” -le grité entre gemidos.

El cura al oírme no dudó en seguir ajusticiándome con su soga sobre mis nalgas, mi espalda, mis muslos. Las estocadas a mi coño se tornaron más veloces y noté sus resoplidos anunciando su inminente corrida. De un movimiento súbito se salió de mí, me tomó del cabello, colocó su verga sobre mi cara y se comenzó a correr.

-“Yoooo… te absuelvo... de tus hmmm… pe... cados… en el nommmbre… del Padre…” -pronunciaba mientras vaciaba su espesa leche sobre mi rostro. Chorros cayeron sobre mi cabello, frente, mejillas, me dejo toda batida. Como no quería quedarme con las ganas de saborear un poco de los restos de semen que goteaban de su polla traté de chuparle, pero me lo impidió, tampoco quiso que con mis dedos llevara a mi boca el líquido que había esparcido sobre mi cara. Sacó un pañuelo, me limpió primero y después aseó su flácido miembro.

Enseguida nos vestimos, apenas y podía caminar, nunca pensé que un sacerdote follara tan bien. Me despedí de él y camino a casa pensé: “desde ahora tendré que pecar con más frecuencia si es que quiero más penitencias con el padre Ricardo”.

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Gracias a todos los que se toman el tiempo de valorar y comentar este relato, me alientan a seguir publicando más historias. Si desean escribirme en privado pueden contactarme a través del correo electrónico: [email protected].

Saludos cordiales a todos,

Claudia.

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