Nuevos relatos publicados: 15

Quero (III): Humo

  • 2
  • 21.240
  • 8,29 (7 Val.)
  • 0

La abuela Quero se retrepó en el sofá y pulsó un botón que había en el reposabrazos, el que activaba su máquina de realidad virtual. Enseguida se le mostró un holograma con letras frente a ella en el que se le pedía cuáles iban a ser sus preferencias para esta nueva sesión. Primero se le indicaba que aspecto deseaba tener. La abuela Quero, como quería una sesión de índole sexual, se inclinó por el de una gitana romántica; pronto vio ante sí su propia figura rotando en el espacio de la habitación, una figura, eso sí, estilizada. Se vio joven de nuevo: su flequillo era rubio, pero rubio de verdad; sus tetas estaban enhiestas, y bien arreboladas; su vientre, liso, y sus muslos, perfectamente torneados; pronto empezó el programa a vestirla: llevaría un corpiño ajustado que dejara ver su ombligo, una falda larga sin correa y un pañuelo que le cubriera el cabello. Entonces se le requirió a que eligiera que compañía masculina prefería que la acompañara en la experiencia. Ella optó por un aguerrido bandolero de cuerpo duro y curtido. El programa aceptó; después se le preguntó por el escenario, la aventura, que quería vivir, y ella dijo tres palabras solo: huida, cueva, violación. Aceptó, y la abuela Quero se puso sus gafas de realidad virtual.

No podía creerlo. Estaba en mitad de una pedregosa sierra huyendo, saltando entre las rocas, de la mano de un hombre que olía a hierba y a sudor, y que no dudaba en pegar unos tiros con sus arcaicas pistolas, girando su cuerpo de vez en cuando, a unos carabineros que se aproximaban a pocos metros. Al punto, entraron juntos en una cueva astrosa; el bandolero miró hacia fuera, la miró a ella, y acto seguido tiró de su falda hacia abajo y la tumbó sobre la tierra. Qué excitante. La abuela Quero miraba en todas direcciones dentro de sus gafas. Ahora miró hacia abajo y vio la enorme verga penetrando en su vagina. Gimió. El placer se empezó a extender, desde su cuello hacia sus brazos conforme las arremetidas eran más feroces. Gritó. Pero algo fallaba.

Un olor a humo la desconcertó. Humo. El bandolero le mordía las tetas con fruición. Ella hacía unos minutos que había obtenido el orgasmo. Humo. Esto no estaba previsto. De pronto, sobre la montera que cubría la cabeza del bandolero que la montaba salvajemente, leyó algo: "Se ha debido dejar el horno encendido. Su comida está hecha. Apague el horno. Por favor, apague el horno". "¡Maldita sea, se me olvidó!"

La abuela Quero se sacó las gafas, tirándolas al suelo, y se incorporó de inmediato para ir a la cocina. "¡Maldita sea!", se decía una y otra vez.

Por suerte, o, más bien, por precisión tecnológica, el internet del horno había avisado con tiempo al internet de la máquina de realidad virtual: el asado, como ella, había quedado en su punto.

(8,29)