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Juegos de una dominadora

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No llegó a ser del todo consciente que le estaban agarrando por los brazos y le quitaban la ropa. Ella lo manipulaba tan suavemente que no llegó a sacarlo de su profundo sueño. Aquella mañana no tuvo paciencia para esperar a que se despertase y comenzaba el juego ella sola.

Poco después se sorprendió a sí mismo atado de pies y manos a la cama, inmovilizado, desnudo entre las sábanas. Acababa de caer víctima de una de sus ceremonias. A su lado ella lo observaba degustándose, disfrutando del cuerpo que tanto deseaba bañado por la luz de la mañana. Le encantaba ver su erección, su piel estremecida por las cálidas manos que lo acariciaban.

Colocándose junto a la cama se deshacía de su ropa interior delicadamente, deslizándola por sus piernas, provocándole como solo ella sabía. Se recreaba con cada prenda, sin prisas, dejando que él se retorciese de deseo e impotencia. Acercaba la lencería aun tibia a sus labios, su sexo al alcance de su boca, sentía el aliento que le quemaba. Rozaba su rostro con los senos, le acariciaba con el pelo. Le fascinaba excitar hasta el límite a su hombre.

Se sentó sobre él mientras le iba explicando las normas. Debía resistir hasta que ella le diese la orden. Por mucho que lo deseara él debía evitar la tentación de visitar la pequeña muerte del orgasmo. Subida encima, con el pene entre sus piernas, se acariciaba la cintura, los senos, el cuello en lo que le explicaba las instrucciones del juego cruel.

Agarraba con una mano el miembro, que palpitaba de deseo mientras se contoneaba, bailando al ritmo de los gemidos de su particular prisionero. El hacía lo imposible por contenerse, cerraba los ojos, intentaba olvidar el profundo placer que le regalaba aquel cuerpo sensual que lo cabalgaba. “Aun no”, decía ella con una sonrisa perversa, en lo que agitaba más despacio su pene a punto de explotar. Reía contemplando la expresión de su presa, estremeciéndose, completamente dominado por ella. Con los ojos rogaba compasión, con la boca quería morder aquella mujer perversa que lo hacía enloquecer. Acariciaba su piel, paseaba la legua por su vientre, agitaba su miembro a su antojo, para recordarle de vez en cuando que “Aun no”.

Bailaba sobre su víctima poseída por la lujuria, segura de saberse dominadora de ese cuerpo sudoroso que se retorcía bajo sus piernas. Disfrutaba con el juego íntimo y perverso, llevándolo al límite una y otra vez a su antojo. Paraba y volvía a comenzar para su desesperación, rogándole que le dejase poner fin a aquella tortura de placer.

Cuando lo sabía exhausto, se sentó a su lado y agarró su pene con firmeza apuntando hacia arriba, para seguidamente darle la orden, “Ahora”. En ese momento la explosión lanzó por el aire todo su deseo contenido, su rabia, llevándolo al éxtasis entre las risas de ella que disfrutaba viéndolo perderse con el placer de sus juegos. Le encantaba ser su dominadora.

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