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Luz a media noche

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Un súbito haz de luces entrecortadas le despertó a media noche. Del otro lado del oscuro y estrecho patio del edificio las estridencias de una bombilla agitaban su habitación. Sobresaltado se incorporó entre las sábanas para asomarse en busca del desalmado que le había arrojado violentamente de su sueño. Una ventana abierta de par en par mostraba un escenario incompleto, una cómoda al fondo con espejo, puertas entreabiertas con ropa colgada, ruido de pasos. A través de la persiana observaba la estancia vacía, sin cortinas, sin dueño. Se acomodó en la cama más curioso que indignado por conocer el causante de su desvelo, el origen de su enojo a esa hora en la que ya no es ayer ni tampoco mañana.

Por un lado de la estancia apareció una mujer luciendo un ceñido traje de noche rojo, con movimiento elegante y sensual. De piel oscura, brillante, intensos ojos negros y pelo azabache muy corto que dejaba a la vista su cuello desnudo. Se situó frente al espejo para contemplarse a sí misma mientras una mano deslizaba una interminable cremallera pegada a todo lo largo de su espalda. Al ir acariciando el endiablado mecanismo las curvas de su cuerpo la tela roja se separaba en dos partes como un telón que descubría una función prohibida, erótica, dejando a la vista una piel suave, caliente, sinuosa, perfecta.

El corazón le gateaba por el pecho buscando su boca para salir, la ropa le estorbaba al observar a la desconocida que se recreaba deshojando sin prisas sus curvas escondidas. Al descubrir el final de su espalda el vestido cayó al suelo, desvelando los encajes de su ropa interior, adorno de un trasero redondo, rotundo. Ella se observaba en silencio, paseando su mirada por todos los rincones de su cuerpo, por cada uno de los detalles de su piel.

En la habitación de enfrente las paredes ardían, las luces en el techo tiritaban de deseo. Contemplaba aquella elegante figura desde el cuello hasta sus pies, deslizándose por sus hombros, sus caderas, adornado por una ropa mínima, ardiente. La luz que le llegaba desde un lado ensalzaba los contrastes de la superficie de su espalda, sus interminables piernas rematadas con rojos tacones. La respiración le abandonó por un instante cuando ella se giró de perfil para juntar sus manos en la nuca y dibujar sus senos en el espejo. Delicados, eróticos, sensuales, se mecían suavemente bajo su atenta mirada. Inclinaba la cabeza para estudiarse mejor, gustándose, observando los matices, círculos, sombras de sus dos perfectos senos. Se deshizo de la poca ropa que le quedaba, inclinándose con delicadeza, recreándose, disfrutando de saberse deseada, descubriendo algo íntimo, palpitante.

En el piso de enfrente los muebles se cambiaban de lugar, los cristales sudaban y el invasor en silencio se deshacía en dolor agradable, ansiedad descontrolada, esperando una explosión que nunca llegaba. Erguida frente a la ventana se contemplaba a si misma por encima del hombro, dejando para él un sexo reluciente y suave. Se acariciaba las caderas, el vientre, su largo cuello, sus senos. Cuando los cristales ya tintineaban y antes de que estallasen ella alargó sigilosa la mano hacia un lado, para después de mirar fugazmente a su vecino a oscuras consumiéndose en llamas, apagó la luz y volvió a dejar al patio en tinieblas. La habitación de él se llenó de gritos ahogados, un ensayo de la muerte, deseo caliente corriendo por las piernas.

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