Nuevos relatos publicados: 16

El ángel caído

  • 12
  • 17.732
  • 9,74 (19 Val.)
  • 2

Siempre recorro países y ciudades. Lo hago sin mayor preocupación en realidad, solo por el gusto de hacerlo. He sido testigo de las desgracias, penurias, alegrías y vicisitudes humanas. Sí, a los humanos, los conozco muy bien. Durante los últimos 1000 años terrestres, he sobrevolado la historia entera de la humanidad.

¿Qué quién soy? Soy un ángel.

Soy un ser sobrenatural, inmaterial y espiritual. Un “espíritu de luz” me han llamado también.

Mi deber principal es asistir y servir a dios, aunque la verdad, él no me necesita mucho. También he sido destinado, en muchos casos a la protección de los seres humanos. Además, los ángeles somos considerados criaturas de gran pureza. Quizás, al confundir estas prioridades y olvidar ese decoro, es que me he metido en los problemas que les voy a contar.

Como ángel, pertenezco a la orden inferior en la jerarquía angelical, y soy de los más conocidos por los hombres, dado que me están encargados los asuntos humanos, y frecuentemente soy invocado para asistirlos en sus penurias.

Eso fue justamente, lo que hizo Mariana. Me llamó para socorrerla en un problema que básicamente, no merecía la más mínima atención de mí parte. No me pareció que querer un desayuno con jugo de naranjas al día siguiente, fuera algo tan importante. En realidad, Mariana es una mujer un tanto superficial, vive sola, sin mayores preocupaciones, más ocupada de seguir el estilo vanguardista de sus amigas, que de cualquier otra cosa trascendente de este mundo o de su entorno.

Ahora, esa desfachatez para enfrentar la vida, me resultaba graciosa. Tarde o temprano, pensé, se enfrentaría a la realidad, y probablemente, sí necesitaría mí ayuda.

Quizás por eso decidí visitarla una noche.

Como una brisa me desplacé por la ciudad, hasta atravesar los muros de su departamento, quedando en su presencia. Dormía profundamente, vestida solo con una polera blanca sin mangas. La luz de la luna que entraba por la ventana, iluminaba su piel bronceada, otorgándole un brillo platinado a sus muslos y pantorrillas. Su cabello, negro como el carbón, y ondulado como el mar, coqueteaba con su rostro, medio mostrando y medio ocultando sus facciones.

La belleza que tenía ante mí, había logrado algo que nunca había vivido. Un impulso interno, un calor que manaba desde mí bajo vientre, comenzó a pedir su salida. En ese momento, necesité hacerla mía. Para ella, no habría daño, ni huellas. Para ella, al despertar, todo habrá sido un sueño.

Como un soplido de verano recorrí su cuerpo sin tocarlo; como la niebla se acopla con el musgo, transité su figura, reconociendo cada uno de sus detalles. Su piel se erizó suavemente, sus pezones se erectaron con suavidad, su boca se entreabrió mientras lentamente retozaba sobre la cama, acusando un estado extático que comenzaba a dominarla.

La besé en el alma, mientras mis manos recorrían su cuerpo, sus pechos turgentes se movían al compás de su respiración agitada. Abrí sus piernas con delicadeza para ponerme entre ellas. Mí miembro erecto y palpitante, amenazaba su fina hendidura. La tomé por las nalgas y, levantándola la comencé a penetrar. Su rostro excitado, su boca entreabierta y jadeante, sus ojos cerrados, sus senos duros y calientes, sus piernas abiertas recibiendo mí lanza, componían un cuadro excitante, morboso y cálido.

Comenzamos a flotar en el aire, y sin soltarla, comencé a bombear dentro de ella, de una forma nueva e incorpórea. Nada se resistía a mis movimientos, y su cuerpo solo estaba disponible para darme placer.

En su éxtasis, mientras la penetraba, balbuceaba algunas palabras ininteligibles. En algún momento entre quejidos y gemidos, logré entender que me preguntaba “¿quién eres…?”. “Aniel”, fue mí respuesta.

Luego de eso, mis embestidas se hicieron más profundas. Ella, con su cuerpo en absoluta tensión y su cabeza caída hacia atrás, devino en un orgasmo casi silencioso, expresado solamente en un suave sollozo en que pronunció mí nombre, invadida sin duda por un deseo y un éxtasis provocado por el novedoso ataque al que la sometía.

Incapaz de resistir más, la clave lo más profundo que pude y llené sus espacios con mis fluidos celestiales, en un paroxismo que nunca había vivido.

Ya más calmada, suavemente la deposité sobre la cama, y me acerqué para besar sus labios de coral, mientras que influida por el placer alcanzado, lenta y cadenciosamente se retorcía su somnolienta silueta.

Fue en ese instante, en que el cielo se abrió sobre mí, dejando un espacio oscuro y profundo. Fui arrastrado por una fuerza incontrarrestable ascendiendo a gran velocidad, mientras veía como se hacía más y más pequeña la figura de Mariana.

“No debí hacerlo”. “Lo sabía, pero es que no sé lo que me pasó”. “Perdón, no volverá a pasar”…

Todos mis argumentos fueron en vano. No hubo consideración ni clemencia. Se me recordó que mí rol es actuar como un protector de la gente en la tierra, y no andar cogiendo a las mujeres que encuentre. Y tienen razón, pero en ese momento, fui más humano que ángel.

En los hechos, fui expulsado del cielo y enviado a la tierra a pagar mí falta. De un momento a otro me encontré caminando en la calle, como un humano más, sin alas, sin abrigo, sin un techo que me cobijara, sin comida, sin agua… Por un momento, entendí mucho mejor los padecimientos de los mortales y sentí un profundo arrepentimiento.

Sin saber, qué hacer, decidí buscar a Mariana. No tenía otra opción. Era la única persona que conocía en este mundo. ¿Cómo acercarme a ella? ¿Qué le diría? ¿Querría ayudarme?

Cómo pude llegué a su edificio. Caminado por los alrededores, la vi. Estaba en la calle, esperando un bus. Me acerqué por detrás y la tomándola del brazo, le dije.

- ¡Mariana!

La verdad es que solo logré asustarla, dio un paso atrás zafando su brazo de mí mano con un tirón.

- ¿¡Qué te pasa!? –Me gritó

- ¿No me recuerdas? La otra noche estuvimos juntos…

- No te conozco. Aléjate.

- Pero Mariana, recuerda…

- ¡Ayuda por favor, Ayúdenme! –Gritó desesperada.

En ese momento se armó un pequeño alboroto. Una señora mayor comenzó a gritarme, luego llegaron dos hombres que me insultaban.

Eso, hasta que no sé de donde llegó la policía. Mariana estaba aún afectada y sumado al griterío optaron por llevarme detenido. Cuando me subían al carro policial, miré una vez más a Mariana y le grité…

- ¡Mariana, soy Aniel…!

Ella me miró de lejos, con una expresión distinta, mientras el auto se alejaba.

Al llegar al cuartel, un policía de apellido Gómez, según decía una piocha en su camisa. Me recibió.

- Nombre. –Me dijo secamente y sin mirarme a la cara.

- …Aniel. - Dije.

El policía con evidente disgusto levantó la mirada y me dijo.

- Nombre completo, idiota.

- Aniel. –Respondí.

- Mira, he tenido un mal día. Llevo dos turnos seguidos y mí paciencia es poca. Te lo voy a preguntar una vez más. ¡Nombre!.

- Es que solo me llamo Aniel.

El policía se puso de pie, era un tipo enorme, semi calvo y con evidente sobre peso.

- ¡González!

- Ordene mí Teniente.

- Lleve al detenido al calabozo, tómele huellas y verifique identidad. Lo vamos a pasar al tribunal por desacato a la autoridad.

- A la orden mí teniente.

González me tomó del brazo y me tironeó hacia un pasillo. Forcejeé con él. Quise librarme, pero en ese instante se abalanzó sobre mí otro policía, mientras el Teniente Gómez se puso en frente y me dio un golpe de puño en el estómago. Caí al suelo de dolor.

- Mientras me arrastraban a la celda les decía: ¡Es que no entienden! Me llamó Aniel, llegué del cielo y ¡tengo que encontrar a Mariana para ser perdonado!…

Estuve en una celda húmeda, fría y oscura durante un par de horas. El dolor de los golpes ya estaba pasando cuando apareció mí nuevo amigo terrenal, el Teniente Gómez. Sacó su bastón de seguridad y golpeando los barrotes de mí celda, me dijo:

- Parece que te vas a quedar más tiempo aquí. ¿Qué curioso que tus huellas no estén en el sistema? Eso es muy propio de los narcotraficantes…

Solo miraba el piso apoyado en el muro, entendiendo lo vulnerable que me encontraba en ese minuto.

- Mira lo que tengo. –Me dijo.

Al verlo, me di cuenta de que en una mano tenía su bastón de seguridad, mientras con la otra sostenía un puñado de condones. Los arrojó en la celda, mientras una risa diabólica se dibujaba en su rostro. Comenzó a abrir la reja del calabozo, mientras el miedo se apoderaba de mí. En ese instante escuché un grito atronador.

- ¿¡Qué pasa Teniente Gómez!?

Al instante, el policía compuso su postura, y respondió:

- Vigilaba que el prisionero estuviera cómodo mí Capitán.

- Hace una hora debió irse Gómez. No entiendo por qué está aquí.

- Es que como el prisionero es indocumentado, pensé que…

- Libere al prisionero.

- Pero mí Capitán…

- Gómez, lo más probable es que se trate de un indocumentado; o tal vez esté loco, o quizás diga la verdad, y efectivamente cayó del cielo. O quién sabe… ¡No me importa! ¿¡Ud. hará el papeleo!? ¿O le interesa otra cosa Gómez?

- No mí Capitán. Pero este hombre acosó a una mujer en la calle…

- Y la mujer está afuera esperándolo. Libérelo.

- Como mande mí Capitán.

Ahora dirigiéndose a mí, me dijo: -Si te vuelvo a ver por acá, lo vas a pasar mal. ¿Entendiste?

Sin decir palabra, asentí con la cabeza. Al salir del calabozo, vi a Mariana. Mudos salimos del cuartel y caminamos por la calle.

- Gracias. –Le dije.

- No agradezcas. La verdad, no sé porque lo hice.

- Fue porque me conoces.

- No. No te conozco.

- Soñaste conmigo, y lo sabes. Era un ángel y estuve en tu habitación. –Me miró con sorpresa y un poco de vergüenza.

- He venido a pedirte que me perdones.

- ¿Qué te perdone?

- Sí. No debí acercarme a ti. No debí…

- A ver, para un poco. Sígueme.

Entramos a una cafetería. Pidió un café y algo para comer.

- Debes tener hambre

- No te molestes, no es necesario.

- Yo tengo hambre, también.

Era verdad, además de hambre, en mí paso breve por la tierra, ya había sentido miedo, frío, sed, dolor, y no quería más. Estaba agotado, y lo peor, no sabía qué pasaría mañana. Comía con ganas y en silencio, cuando me habló.

- ¿Me puedes explicar qué pasa?

- Te decía que cometí una falta grave. Al intimar contigo rompí los códigos celestiales. Mí castigo es este. Fui enviado en forma humana, a pagar mí falta.

- Pero para mí fue como un sueño.

- Lo se Mariana. Pero aun así, fue un acto abusivo de mí parte. No hubo voluntad tuya, casi fue forzado.

- Pero Aniel, me gustó.

En un instante de silencio la miré, ella sonrió y hasta se sonrojó, y la verdad, yo también.

- ¿Y qué harás ahora?

Tomé aire profundamente, miré a la calle buscando una respuesta, y con lágrimas en los ojos, sin mirarla, le dije:

- No sé.

- Quédate conmigo esta noche. Mañana verás que hacer.

- Gracias. –le dije.

Al llegar a su departamento me indicó que dormiría en el sillón y me pasó frazadas para pasar la noche. Con un, buenas noches, se fue a su habitación y se encerró con llave.

Me acomodé como pude, me costó mucho conciliar el sueño. A mitad de la noche me despertó un peso que sentí a mí lado.

- ¿¡Qué pasa!?

- Poniendo un dedo sobre mis labios, Mariana me calmó.

- No puedo dormir. – Me dijo.

Entonces me miró a los ojos con lujuria, mordiéndose los labios mientras tocaba mí pene, sobre las frazadas.

- Mariana, no debo…

- Ahora eres humano Aniel.

Mientras decía eso, tomo mí pene en sus manos y mientras lo frotaba me dijo, - Es hermoso, me gusta.

Acto seguido se acomodó y se lo llevó a la boca. Lo succionaba con pasión, mientras lo frotaba. Lo lamía a lo largo mientras me miraba con calentura. Pasaba la punta de la lengua por la rendija y se deleitaba viendo los efectos que producía en mí.

Si en nuestro primer encuentro, hice con ella lo que deseé, en esta oportunidad, me tenía a su merced.

Se subió sobre mí, alzando su polera puso sus tetas en mí cara. Mientras rasguñaba suavemente su espalda, comía sus pezones y dejándose caer, su vagina engulló de un golpe mí pene.

Nuevas sensaciones me recorrían, un placer nuevo y embriagador, la necesidad de penetrar ese cuerpo sin parar, y sobre todo, sin culpa.

Su pelvis batallaba contra la mía, procurando el mayor roce posible en favor de su clítoris. Mi boca y mi lengua, se desplazaban desde sus pezones a sus orejas, mientras nuestros jadeos y gemidos se hacían más violentos.

Se enderezó; con el rostro orientado al techo, su boca entreabierta, su pecho agitado y sus manos presionando sus tetas, emitió un gemido largo y profundo, que delataba que un orgasmo profundo recorría su ser.

Casi desmayada sobre mí, retomaba la respiración, aun gimiendo producto de las exquisitas sensaciones vividas.

Al rato me miró, y me dijo: - Dame más por favor.

La acosté en el sillón, poniendo sus piernas en mis hombros, la penetré profundamente. Una sensación de posesión de su persona me embriagó y comencé a bombearla muy profundo, muy rápido y muy rudo.

En un momento abrió sus piernas y tomando mí cabeza con sus manos me abrazó firme.

- ¡Dame, dame, dame!, susurraba – eres tan tierno, no pares por favor…

En ese momento, la tome de las nalgas, abriéndola, todo lo que pude, me proyecté hacia adelante, inundándola con mí semen espeso y caliente, que en cuatro chorros interminables, la llenó por completo, hasta casi rebalsarla.

Estaba tendido, exhausto sobre ella. Con mí verga incrustada en sus entrañas y con la respiración entrecortada, ambos, más muertos que vivos por la intensidad de nuestro combate amoroso.

- Aniel… -me dijo. “Te perdono”.

Cerré entonces los ojos, y un poderoso alivio sentí en pecho.

En ese instante, nuevamente el cielo se abrió sobre mí, mientras una fuerza poderosa me arrastraba hacia arriba. Esta vez, no quería ni deseaba regresar. Quería estar con Mariana. En un súbito instante, comencé a caer como un peso muerto, hasta que mis alas me permitieron retomar el vuelo.

Otra vez me sentía confundido, solo que en esta oportunidad, me dirigí directamente a ver a mi amada. Al llegar a ella, la vi durmiendo en el sillón con las piernas abiertas, como si alguien estuviese sobre ella.

En su sueño, de nuevo le di las gracias por su perdón, y llegamos a un acuerdo. Cada noche, que ella durmiera en ese sillón, llegaría a su sueño, a poseerla como su ángel protector, y a la mañana siguiente, golpearía su puerta, para tener su perdón y para servirla carnalmente.

Así han pasado algunos años, y seguirá pasando, hasta que su condición humana reclame una presencia más permanente a su lado; o hasta que mi Mariana, alcance el sueño eterno, momento desde el cual, volaremos juntos.

(9,74)