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La mujer del disidente (04). El registro

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La sala a la que accedieron era la que normalmente se utilizaba para impartir cursos y conferencias a los reclusos. En la parte delantera había una tarima con una mesa en el centro. A un lado de la mesa había un atril y al otro, junto a la pared, una báscula. Tras la mesa había una regla dibujada en la pared, de la que utilizan los médicos para medir la estatura de los pacientes.

Los policías acercaron a Amalia a la parte delantera de la sala y, subiendo a la tribuna, desplazaron la mesa hacia un lateral, dejando solo la silla en mitad de la tarima. A continuación, indicaron a Amalia que subiera a la tarima y se sentara en la silla, de cara a todas las sillas del auditorio.

Amalia tímidamente subió a la tribuna y se sentó en la silla, cruzando las piernas. Los dos policías se sentaron en la primera fila de asientos.

Pasaron unos minutos durante los cuales Amalia permaneció estoicamente sobre la tribuna, sentada, con la vista perdida hacia el fondo de la sala para no cruzar la mirada con los dos hombres sentados en la primera fila, y esperando a que le dieran nuevas instrucciones. Dos reclusos accedieron a la sala por una de las puertas traseras empujando un carrito de limpieza. Al entrar se sorprendieron por encontrar la sala ocupada y ver aquella mujer sentada en una silla de cara al auditorio. Ante el silencio de los dos policías presentes, que parecieron no reparar en la presencia de los reclusos, éstos continuaron con la tarea que les había sido encomendada, sacaron unos paños y se pusieron a limpiar el polvo de las sillas. Aunque Amalia permanecía sentada, con las piernas cruzadas y con los brazos también cruzados sobre su pecho, la visión de una mujer hermosa con un vestido corto sentada en alto ante ellos, era muy alentadora para los dos hombres recluidos en aquella cárcel, en la que tanto internos como vigilantes eran todos hombres. Mientras limpiaban el polvo, disimuladamente levantaban la mirada hacia las piernas de la mujer. Lo hacían de manera furtiva, y Amalia percibía en ellos el temor de que les fuesen a llamar la atención por no centrarse en su trabajo, pero dado que los dos policías estaban hablando entre ellos de espaldas a los reclusos, Amalia era la única que estaba al tanto de lo llamativa que estaba siendo de cara a estos dos pobres hombres.

Amalia estuvo sentada en la silla cerca de un cuarto de hora, observando a los dos reclusos limpiar las sillas como único pasatiempo, pero meditando también en qué pasaría a continuación.

Mientras vagaba en sus pensamientos comenzó a oír llegar algún que otro vehículo, y al rato algunos policías comenzaron a entrar en la sala y a ocupar algunas de las sillas del auditorio. Ante el silencio de la sala, llenándose poco a poco de hombres que la observaban, Amalia empezó a ponerse muy nerviosa. La temperatura en la sala era fresca, y sentía un ligero airecillo sobre piernas y hombros, que la hacían sentir escalofríos. Podía notar como el vello de su cuerpo se empezaba a erizar.

Otros policías llegaron y algunos se pusieron a hablar entre ellos. Unos vestían uniforme, y otros, ropa de calle, seguramente los que acababan de llegar en sus vehículos.

Al cabo de un rato, cuando en la sala había unos veinte hombres, entraron el capitán y el teniente, y el resto de hombres se dirigieron a sus asientos. Los que estaban sentados se pusieron en pie y todos guardaron silencio. El capitán subió a la tarima y se colocó tras el atril, frente al auditorio. El teniente también subió, pero se acercó a la mesa que los dos policías que acompañaban a Amalia habían desplazado lateralmente al entrar en la sala, y abrió uno de los cajones. Sacó un mando a distancia y tras apretar un botón un timbre sonó por toda la prisión.

-Vamos a dar cinco minutos de cortesía -dijo el capitán desde el atril-.

El teniente, mientras tanto, subió una silla a la tarima y se sentó a la mesa, con lo en la plataforma estaba Amalia al medio y con ella los dos oficiales, uno a cada lado. El capitán de pie en el atril y su segundo al mando sentado a la mesa.

-Reclusos! -exclamó el capitán dirigiéndose a los dos hombres que limpiaban al fondo de la sala- Vamos a realizar un registro a una nueva interna ¿Queréis hacer un descanso?

-Claro, señor -dijeron, dejando sus paños de limpiar en el carro y disponiéndose a abandonar la sala-.

-No os vayáis -dijo el capitán-. Podéis quedaros aquí descansando.

El teniente se levantó de su mesa y pidió a los dos presos que se acercaran, tras lo que les concedió un puesto privilegiado, sentándolos en dos sillas situadas en la primera fila de la sala.

Durante los cinco minutos de espera más policías continuaron entrando en la sala y se fueron sentando en sillas que quedaban libres. Al igual que antes, unos llevaban ropa de calle y otros vestían con uniforme. Dos policías entraron en la sala con una cámara grande de video, como las que se utilizan en los estudios de televisión, y la montaron justo enfrente de la tarima. Uno de los policías se sentó mientras que el otro permaneció de pie junto a la cámara. Amalia pudo ver cómo se encendía la lucecita que indicaba que la cámara ya estaba grabando. Una sensación de sudor frío le comenzó a recorrer todo el cuerpo. Sentía que aún sentada en la silla las piernas le empezaban a temblar y le fallaban las fuerzas.

-Bien -dijo el capitán cuando ya todos se habían acomodado y la sala permanecía en silencio-. Hemos esperado al cambio de turno para que todos vosotros podáis estar presentes y podáis conocer a nuestra nueva reclusa, Amalia Alonso.

-Amalia, ponte en pie -Ordenó el teniente-.

Amalia se levantó, sus piernas seguían temblando y su nerviosismo era patente a todos.

-Súbete en la silla -le indicó el teniente-, que todos te vean bien.

Amalia subió a la silla con cuidado de no caer y giró para mostrarse a todos los presentes. Había cogido frío y le estaba empezando a doler la barriga. Cruzó las manos sobre su estómago.

-Amalia es la mujer de un traidor -continuó el capitán desde el atril-. Antonio Navarro, a quién muchos de vosotros ya conocéis, es su esposo.

Los hombres presentes alternaban la mirada entre Amalia y el capitán, pero los dos reclusos no podían dejar de mirar a la mujer. Otro policía entró discretamente por la parte de atrás de la sala. Llevaba una cámara de fotos y comenzó a fotografiar a Amalia, de pie sobre la silla.

-Amalia va a ingresar en esta prisión como cómplice necesario en la comisión de un delito contra la seguridad del estado -continuó el capitán-. A continuación vamos a proceder a registrarla, para ello el sargento Morcillo, junto al agente Morales procederán a subir a la plataforma y a proceder al registro. Amalia, por su propia seguridad le ruego que se muestre colaboradora.

-No pueden hacer esto -protestó Amalia, con lágrimas en los ojos-. Queréis que me desnude delante de todos vosotros, ¿verdad? ¡Sois unos cerdos! Os valéis de vuestra posición para abusar de mi. Queréis denigrarme, humillarme, pero no yo no he hecho nada y esto no es justo. No lo puedo permitir.

-Amalia, créeme, es justo, precisamente porque la justicia nos ampara a nosotros, que somos la ley, no a ti, que por elección propia has pasado de ser una ciudadana a ser una criminal -le explicó el capitán-. Y si, en algo tienes razón... tu ingreso en prisión pasa porque antes se te efectúe un registro, y en efecto... dicho registro requiere que te desnudes. Pero es algo necesario y legal, recogido en los reglamentos de la prisión. Puede que para ti será una experiencia humillante y denigrante, es cierto, pero eres tú misma la que te has puesto en esa situación al delinquir.

-¡Yo no he hecho nadaaaa! -gritó Amalia- rompiendo a llorar enérgicamente-. No voy a colaborar en esto, tendrá que ser a la fuerza.

-Es mejor que colabores -le indicó el capitán-. Por tu propio bien. Si colaboras nadie te causará daño, te lo aseguro.

-¡NOOO!!! -gritó ella con rabia, bajándose de la silla y dándole una fuerte patada. La silla salió despedida contra la pared- Me tendréis que quitar la ropa a la fuerza, y me voy a resistir, os lo aseguro.

Amalia lloraba, temblaba y tenía los ojos rojos inyectados en rabia. Estaba decidida a retorcerse, a arañar, a golpear, a morder, o a lo que hiciera falta, con tal de que aquellos miserables no pudieran desnudarla. Cuatro policías sentados en las primeras filas se pusieron en pie y se dirigieron hacia ella sacando sus porras.

-¿Estás segura de que no vas a colaborar? -le preguntó el capitán-.

-Sí, lo estoy -dijo ella, cerrando fuertemente sus puños-.

-¿Cuántos dedos os quedan? -preguntó en alto el capitán- Poneos en pie, por favor.

Amalia se mostró desorientada, no sabía qué estaba preguntando el capitán, y no sabía a quién se dirigía.

Los dos presos sentados en la primera fila se pusieron en pie. Amalia respiraba fuerte, estaba dispuesta a defenderse, pero parecía que los cuatro policías que se abalanzaban hacia ella se habían detenido tras las palabras del capitán. Totalmente desconcertada se fijó en los dos reclusos.

-A mi me faltan tres, señor, con lo que aún me quedan siete -dijo uno de los reclusos-.

-A mi solo me falta el meñique izquierdo, señor -dijo el otro recluso levantando sus dos brazos y mostrando sus manos a los presentes-.

En efecto, Amalia pudo ver cómo a este hombre la faltaba un dedo, y dirigiendo la mirada al otro recluso también pudo ver cómo le faltaban varias falanges-.

-¿Por qué te falta un dedo, recluso? -le preguntó el capitán-.

-Fue un castigo, señor -respondió el preso-.

-¿Qué hiciste para merecer tal castigo? -le insistió el capitán-.

-Mordí a un agente, señor -contestó el preso-.

-¿Y por qué te falta solo un dedo, recluso? -le preguntó el capitán-.

-Supongo que porque me habré comportado mejor que mi compañero, señor -respondió el recluso, mientras algunos de los policías presentes soltaron unas risas-.

-¿Qué es esto? -preguntó Amalia-. ¿Me estáis amenazando con amputarme dedos si opongo resistencia?

-No, por favor -le contestó el capitán con voz serena-. No osaríamos mutilar a una mujer.

-Y menos aun cuando podemos recurrir a su marido -anunció el teniente, mientras abría otro cajón de la mesa y sacaba un instrumento con una abertura redonda y accionaba varias veces una cuchilla que se abatía cono una guillotina-.

El mero sonido del filo de la guillotina estremeció a Amalia.

-Sirve para dedos y para pollas -explicó el teniente-. Pero como somos condescendientes, solemos dejar la polla para el final.

-Es injusto, en esta cárcel se tortura -Amalia cayó sobre sus rodillas y lloraba sin parar, con su cabeza gacha y sus manos tapándole la cara-

-No es del todo cierto -afirmó el capitán-. Si un preso se comporta dignamente se le garantiza su seguridad.

-Amalia, elige mano y dedo. Traed al traidor -ordenó el teniente-.

Los cuatro hombres que se habían levantado se dirigieron a la puerta.

-Colaboraré -gritó Amalia antes de que los hombres pudieran salir, esperando que su decisión no la hubiera tomado ya demasiado tarde-.

-Ya has sido muy soberbia e impertinente. Tal comportamiento no puede quedar sin castigo -explicó el teniente-.

-¡Por favor! -exclamó Amalia-. No le hagan daño a mi marido. Ha sido culpa mía, él no ha hecho nada. Colaboraré y haré lo que sea necesario, pero no le hagan daño.

-Tenías que haberlo pensado antes de reaccionar, bonita. Tu actitud merece un castigo -fue la respuesta que obtuvo-.

-Por favor señor -rogó Amalia-. Estoy muy arrepentida, castíguenme a mi.

-El mínimo castigo que aplicamos es el meñique izquierdo -explicó el teniente-.

-No lo sabía, señor -se disculpó ella-. Perdónenme por esta vez. Me servirá de advertencia.

-Lo cierto es que no había sido previamente advertida de la consecuencia que trae la desobediencia -intercedió de nuevo el capitán-. Quizás por ello podríamos rebajarle ligeramente la pena a aplicar.

-Puedo ir donde el marido y partirle algunos dientes -se ofreció el sargento Morcillo, un hombre grande y de aspecto rudo y áspero-.

Amalia estaba desesperada. Se fijó en los dos reos de la primera fila, acobardados pero expectantes.

-Permitidme por favor realizar trabajos en la prisión, como los que realizan ellos -pidió Amalia señalando a los presos-. Aplicadme eso como castigo.

-Los trabajos son un privilegio, no un castigo -explicó el teniente-. Hay que ganárselos.

-Quizás se puedan modificar algo esos trabajos para que se puedan considerar castigo -intercedió de nuevo el capitán-. ¿Qué le parece, teniente? ¿Podríamos dejarlo en sus manos?

-No sería un castigo tan ejemplar como el del meñique, pero algo se me podría ocurrir para compensarlo -asintió el teniente, pensativo-.

-Bien, pues así será -indicó el teniente-. Amalia, no opondrás resistencia y aceptarás todas y cada una de las instrucciones que los agentes de esta prisión te den, y en el momento en que incumplas una orden directa se aplicará a tu marido el castigo que ya sabes. A cambio de tu obediencia se te garantizará tu integridad. Nadie te agredirá ni física ni sexualmente. ¿Queda claro?

-Sí, señor -ratificó ella. La idea de mantener su integridad física y moral la tranquilizaba, aunque no sabía hasta qué grado esos hombres iban a cumplir con su palabra-.

-Bien, pues elige un dedo de tu maridito para el momento que incumplas -le apremió el capitán-.

-No incumpliré, señor -se apresuró a decir ella-.

-Pues en ese caso no será necesario cortar ningún dedo, pero tienes que elegir uno para si se diera la posibilidad -le pidió el capitán-.

-El meñique de la mano izquierda -eligió ella, tratando de minimizar el posible daño-.

-Así sea -acordó el capitán apuntando la elección en un papel-. En cualquier caso, tu marido no recibirá comida alguna durante dos días, es lo mínimo que puedo ordenar.

Amalia asintió en apenada conformidad y se puso en pie, dispuesta a continuar con su humillación. Había pasado mucha tensión y había sudado, con lo que su vestido se le había ceñido al cuerpo. En la parte de arriba se le había pegado a los pechos, marcándolos por completo, y haciéndolos el centro de atención de todo el auditorio. Amalia humildemente dio la vuelta y se dispuso a recoger la silla que había desplazado con una patada.

-Así no -le dijo el capitán-. La lanzaste con violencia, como una perra rabiosa. Arrodíllate y ve a buscarla a cuatro patas, como la perra que eres.

Amalia se arrodilló y comenzó a gatear hacia la silla del fondo de la plataforma. El que se le respetara su integridad sexual parecía indicar que no iba a ser violada en la prisión, pero no parecía significar que no la fueran a humillar en extremo. Ahora todo su culo se marcaba en el vestido con sus movimientos. A cada avanzadilla que daba se podía ver el elástico de sus bragas marcándose a ese lado del vestido. La humillación a la que la iban a someter iba a estar muy sexualizada. Cuando llegó a la silla la colocó en pie y comenzó a traerla de vuelta, empujándola con sus manos y desplazándose con sus rodillas. Tras colocarla en su sitio volvió a subirse a ella, con cierta dificultad, debido a los zapatos de tacón.

-Amalia, súbete el vestido -le ordenó el capitán-.

Amalia subió su vestido hasta medio muslo.

-Más -le instó el capitán-.

Amalia, avergonzada, siguió subiendo el vestido hasta casi dejar sus bragas a la vista de todos los hombres. Podía ver la excitación en el auditorio. A los presos de la primera fila casi se les salían los ojos.

-Más -continuó pidiendo el capitán-.

Amalia subió aún más su vestido, hasta el ombligo. Sus piernas enteras y sus bragas quedaban expuestas a la vista de todos. Dado que cuando orinó no se pudo limpiar, algo de orina se había acumulado bajo la vagina, con lo que las bragas se le habían pegado al cuerpo, mostrando la forma de sus labios vaginales.

-Bien, ahora serán el sargento Morcillo y el agente Morales los que procedan con el registro -dijo el capitán-.

Tanto el capitán como el teniente bajaron de la plataforma, mientas Amalia esperaba inmóvil con el vestido levantado. El grandullón del sargento Morcillo, junto a otro hombre sentado en las últimas filas, se acercaron pausadamente al escenario.

Tras subir, ambos agentes se acercaron a Amalia y la comenzaron a rodear observando sus formas de cerca. Tras dar un par de vueltas se quedaron por delante de ella, pero algo escorados, para no impedir la visión del resto de espectadores.

-Quítate el vestido -le ordenó el sargento Morcillo-.

A Amalia no le quedó más remedio que continuar subiéndose el vestido y dejar sus grandes pechos a la vista de todos. Tras sacarse el vestido por completo bajó las manos a su vientre, utilizándolo para taparse parcialmente.

-El vestido se lo vas a entregar a uno de los presos, que te lo va a custodiar durante el registro -le indicó el sargento-.

Amalia bajó de la silla y se dirigió al recluso de los siete dedos, a quien se le abrieron los ojos viendo como los pechos de Amalia se balanceaban con sus movimientos. Tras entregar el vestido dio media vuelta y volvió a subirse a la silla.

-Las bragas en los tobillos -le ordenó el sargento-.

Amalia obedeció, bajándose las bragas con gran vergüenza y dejándolas en sus tobillos, como le habían ordenado. Durante unos instantes así la dejaron, para aumentar su vergüenza. Su peluda vulva se veía claramente desde toda la sala, y aún con las piernas casi cerradas podía distinguirse la rugosidad de los labios de su coñito.

-Para tener unos pechos tan grandes, también tienes caderas -le dijo el agente Morales, denotando que Amalia tenía curvas, al contrario que otras mujeres pechugonas que eran rectas de cadera-.

-Baja de la silla y dale las bragas al otro preso, Amalia -le pidió el sargento-. Pero no te quites las bragas hasta que no llegues a donde él.

Amalia intentó bajar, pero veía que no podía hacerlo sin perder el equilibrio con las bragas en los tobillos y con los zapatos de tacón. Con cuidado tuvo que girar sobre si misma y agarrarse al respaldo de la silla. Tras descender fue hacia donde los presos dando pequeños pasitos, los que las bragas en los tobillos le permitían. Se acercó al otro recluso, retiró una de sus piernas de las bragas y se agachó para recogerlas con la mano. Al intentar sacarlas de la otra pierna se le engancharon con el tacón del zapato, con lo que para desengancharlas tuvo que realizar unos movimientos que para los reos de la primera fila evocaban un erótico baile. Tras recoger sus braguitas pudo notar en ellas la humedad de la orina y de su propio sudor. Se las entregó al preso y se giró para dirigirse de nuevo a la silla.

-Arrodíllate de nuevo y vuelve gateando, pero muuuy despacio - le ordenó el teniente-.

Amalia bajó de nuevo sobre sus rodillas y al agacharse dejó todo su culo a la vista de los dos prisioneros y del resto de hombres en la sala. Notaba el frescor de la sala en toda su piel. Muy lentamente fue avanzando hacia la silla, primero un brazo, después una rodilla, y a cada pasito notaba las miradas indiscretas de los asistentes hacia su culo, que se abría y dejaba expuesta su vagina en cada movimiento. Notaba como las corrientes de aire de la sala penetraban en lo más íntimo de su cuerpo, mientras gateaba como una gatita en celo, exponiendo sus partes más privadas a tantos hombres a la vez.

Al llegar a la silla, se disponía a subir de nuevo y permanecer de pie sobre la misma, pero el agente Morales se le adelantó y se sentó, con lo que ella quedaba de rodillas ante sus pies, mostrando su trasero desnudo a la sala y esperando nuevas instrucciones.

El sargento Morcillo se acercó a la mesa y sacó unos guantes del cajón, que se enfundó en sus manos. Amalia, asustada pudo ver las enormes manos que ese mostrenco tenía.

-Le llamamos el Zarpas -le dijo el otro policía riendo, al darse cuenta cómo Amalia reparaba en el tamaño de las manos de su compañero-.

-Así es -dijo el sargento-. Tú te puedes dirigir a mi como sargento Morales o como sargento Zarpas, como tú decidas. Tranquila, que no me lo tomaré a mal, es un mote cariñoso que me han puesto. De hecho, aquí casi todos tenemos un mote, ¿verdad Morales?

-Cierto, a mi me llaman el Botas -contestó el otro agente-. Aunque si quieres acortar también me puedes llamar 'señor' a secas.

Amalia bajó la mirada hacia las botas del hombre y vio como las llevaba por fuera del pantalón, al contrario de los demás policías que las llevaban cubiertas con el pantalón.

-Mira, se me ocurre un primer trabajo carcelario para la reclusa -señaló el teniente desde el lateral de la primera fila, donde estaba sentado-. ¡Limpiabotas!

-No es mala idea, no -dijo Morales-. Pero no tienes esponja ni nada húmedo con que limpiármelas. ¿Ahora qué hacemos?

-¡Con la lengua! -gritó alguien desde el público.

-Estas bragas están mojadas -dijo el recluso al que se las había entregado, sosteniéndolas en alto-.

-Ambas ideas son estupendas -dijo el agente Morales, el 'Botas'-. Amalia, gatea de nuevo a por tus bragas, pero quiero que las traigas en la boca.

Amalia que permanecía arrodillada a cuatro patas en el suelo se volvió y lentamente avanzó de nuevo hacia el recluso. A gatas las tetas caían por el efecto de la gravedad en todo su volumen, con lo que tal visión hacía sobrecoger de excitación a los dos reclusos hacia los que se dirigía.

El preso le colocó sus propias bragas en la boca y pudo notar el salado sabor de sus húmedas braguitas de encaje marrón, impregnadas de su propia orina y sudor. Humillada, volvió gateando hasta la silla, donde soltó las bragas sobre las botas del agente.

Sin necesidad de que nadie le dijera nada, dio la vuelta a sus bragas y con la parte interior, la más húmeda, comenzó a limpiar las botas del agente. Todo ello desnuda, de espaldas a un montón de hombres vestidos a los que les mostraba el culo, y siendo grabada desde atrás por una cámara de video. Al mismo tiempo, el fotógrafo giraba en derredor de ella buscando las mejores instantáneas. Cada click de la cámara la hacía estremecer, sabiendo que esas imágenes permanecerían para la posteridad y sin saber qué uso pretendían hacer de ellas.

Las botas del agente no estaban excesivamente sucias, solo tenían algo de polvo, dado que el agente no se las llevaba a casa, si no que las dejaba en un cuarto trastero de la prisión. Cuando Amalia había limpiado la primera de las dos botas notó como sus bragas se estaban secando, con lo que el polvo de la segunda bota no se iba con tanta facilidad.

-Para un segundo -le advirtió Morales-. Veo que ese paño ya está muy seco, habrá que enjuagarlo de nuevo.

Amalia se quedó indecisa, puesto que no veía ningún lavabo en la sala y no sabía qué hacer. Suponía que no le permitirían salir a por agua a ningún baño.

-Acércate de nuevo las bragas al coño y restriégatelas bien, a ver si estás lo suficientemente cachonda como para impregnarlas en tus jugos -le ordenó Morales-.

Amalia se llevó las bragas hacia su vagina por debajo de sus piernas, pero Morales le dio el alto.

-Así no -le dijo-. Ya que llevas un buen rato enseñándome las tetas, quiero que ahora te recuestes hacia atrás, abras bien las piernas y me mires a los ojos mientras te restriegas las bragas por el coño.

Amalia se dio la vuelta y se recostó abriendo las piernas hacia la silla. Humillada cogió las bragas y empezó a pasárselas por su vagina, mientras Morales sonreía sin disimulo. Mientras tanto el fotógrafo se situó detrás de Morales, y sobre su hombro comenzó a sacar instantáneas de Amalia en tan vulgar y grosera postura.

Cuando Amalia había pasado ya unas cuantas veces sus bragas por su vagina se incorporó de nuevo y volvió a ponerse de rodillas. Siguió limpiando la otra bota del policía mientras el fotógrafo se colocaba a su lado para fotografiarle las tetas.

-Ahora quiero que les des brillo, preciosa -le mandó el agente-. Con la lengua.

Amalia se inclinó aún más y rebajó su cabeza a la altura de las botas, casi hasta el suelo. Sacó la lengua y comenzó a lamer la superficie de las botas.

Estuvo un buen rato lamiendo, primero una y después la otra. El sabor era una mezcla de polvo y orina que le resultaba muy desagradable, pero continuó lamiendo hasta que le ordenaron parar.

-Ahora solo queda la planta de los pies -dijo el agente, cruzando una pierna sobre la otra y dejando la suela en alto-. ¿Esto cómo lo hacemos?

Amalia de nuevo estaba indecisa, en la suela de la bota ya había mucha más suciedad, principalmente hierba y barro, pero al sargento Morcillo, apoyado sobre la mesa, se le ocurrió una solución:

-Amalia, vas a juntar tus manos y te vas a dirigir a la última fila de asientos, que desde atrás no te han podido ver todavía bien -le dijo-. Los hombres de la última fila escupirán en tus manos y tu vendrás de nuevo hasta aquí con sus babas y las restregarás en las suelas. Después utilizarás tu pelo para frotar las suelas. Ah, y ve a gatas y con las bragas en la boca. Para la vuelta puedes volver andando.

Amalia de nuevo descendió sobre sus rodillas, posó sus manos en el suelo y cogió sus bragas con los dientes. Completamente desnuda se acercó al borde de la plataforma, descendió a cuatro patas como una perrilla, y recorrió gateando todo el pasillo. Los hombres que la miraban permanecían en silencio, observando su lento gatear y todas sus formas moviéndose armoniosamente. El silencio en la sala creaba una situación inquietante para Amalia, enfatizando la atención que los hombres estaban prestando a su cuerpo. La caída de sus pechos al moverse era muy excitante, así como la curvatura de sus caderas al pasar. Ya desde atrás se podía apreciar la abertura de su vagina y los pelillos de su entrepierna. El contraste de todo lo negro con la blanca piel era tremendamente obsceno. Según alzó la mirada pudo ver al fotógrafo, que más rápido que ella ya se había situado tras la última fila y continuaba capturando instantáneas.

Al llegar a la última fila se puso en pie y uno a uno iba pasando por delante de cada hombre ofreciéndole sus manos en forma de cuenco. Cada uno cogió saliva con fuerza y escupió en sus manos.

-Ya no te entran más -dijo el último hombre a observar sus manos rebosantes ya de saliva. Tras ello se enjuagó la garganta y en vez de escupir en sus manos le escupió directamente a la cara-.

Ella, sin esperárselo, notó el chorro junto a su ojo izquierdo, y resbalado por su mejilla. Con las manos unidas cargadas de saliva no pudo limpiarse el escupitajo, con lo que llorando, se dio la vuelta y volvió caminando hacia la plataforma. Al pasar era muy evidente el contraste entre el blanco de sus nalgas con el resto de su cuerpo, algo más moreno tras tomar el sol en biquini. Desde atrás el fotógrafo continuaba disparando su cámara. Desde por delante, ángulo que ahora estaba captando la cámara de video, en la parte superior de su cuerpo también se podía apreciar el contraste del blanco de sus pechos con respecto al moreno de su vientre, cuello y hombros. Desde detrás el contraste se apreciaba, aparte de en el culo, también por donde había estado la tira del sujetador del biquini.

Al llegar a la parte delantera de nuevo se colocó delante de la silla, se arrodilló, dejó sus bragas en el suelo y comenzó a desprender la saliva de sus manos sobre la suela del policía. Tras humedecerla se agachó aún más y agarrando su pelo lo restregó para esparcir la saliva y limpiar la bota. Tras terminar con una bota el agente cruzó la otra pierna y Amalia, que aún conservaba algo de saliva sobre una mano, repitió la operación con la otra suela. Cuando hubo terminado con ambas permaneció arrodillada a la espera de más instrucciones.

-Ahora ven hacia aquí -le ordenó el sargento Morcillo-.

Amalia se dirigió a la mesa, donde estaba sentado el sargento, quién le ordenó que apoyara ambas manos sobre la superficie de la mesa y que abriera sus piernas. Amalia así lo hizo, obviamente dejando ver su coño abierto a la vista de todos los hombres sentados tras ella. El sargento dejó unos instantes para que el fotógrafo y el cámara captaran tan grosera postura, y con sus guantes enfundados comenzó a abrir con fuerza sus labios vaginales y a introducir su gordo dedo índice. Obscenamente metía y sacaba con fuerza su dedo, friccionando con dolor las pareces vaginales de Amalia, quién resistía entre lágrimas y gritos de dolor. Si no la iban a violar, este registro se iba a parecer bastante. Tras considerar que ya había hurgado lo suficiente, el sargento sacó su dedo, e intencionadamente pellizcó su clítoris y tiró con fuerza, arrancándole bruscamente varios pelillos. Amalia soltó un chillido de dolor, que fue recibido con admiración por el público asistente, que respondió con un murmullo.

-Ahora te vas a tumbar sobre la mesa, boca arriba, y vas a abrir tus piernas para que registremos tu ano -le ordenó el sargento-.

Amalia estoicamente tuvo que subirse a la mesa, tumbarse de espaldas sobre la fría mesa y abrir sus piernas.

-Ponte las rodillas de pendientes -añadió el sargento.- No sabes la de cosas extrañas que puede llegar a ocultar una mujer en su cuerpo.

Amalia con esfuerzo subió sus piernas como para hacer abdominales, pero las mantuvo abiertas en alto. El fotógrafo se situó frente a ella y sin disimulo se puso a hacer zoom sobre su coño.

De repente, el agente Morales le sujetó desde atrás las piernas por detrás de las rodillas y con fuerza se las unió a las orejas, levantándole el culo y dejando su agujero completamente a la merced del sargento Morcillo.

El sargento de nuevo abrió su ano con el índice y el pulgar de su mano izquierda y la penetró analmente con el gordo dedo de su mano derecha. El dolor de Amalia fue enorme, que nunca antes había sido penetrada por ahí. El sargento metió y sacó varias veces el dedo, hasta que consideró que ya había tenido bastante y lo sacó con fuerza, dejando a Amalia muy dolorida.

Mientras Amalia se recuperaba de su dolor los dos hombres comenzaron a retirar todo el mobiliario que quedaba sobre la plataforma. Amalia bajó de la mesa para que también la pudieran retirar.

-Ahora junto a la pared -le ordenaron-.

Amalia se situó pegada a la pared, en el frontal de la sala. Tanto el fotógrafo como el cámara se acercaron. En esta ocasión el fotógrafo colocó su cámara sobre un trípode.

-Súbete aquí -le ordenó el sargento señalándole la báscula-.

Amalia subió y el agente apuntó su peso en una libreta. Tras hacerla bajar la situaron contra la pared y procedieron a fotografiarla de frente, de espaldas y ambos perfiles. Amalia notó como en algunas capturas hacían zoom, enfocándole la cara, los pechos o su vagina. Por último el agente Morales acercó la silla y la colocó contra la pared. La hicieron sentar y de nuevo tomaron más imágenes de ella, primero con las piernas cerradas, tal cual se había sentado ella y después obligándole a abrir las piernas.

-Hemos terminado -indicó el sargento-. Ya te puedes vestir.

Amalia buscó sus bragas, que al principio no encontraba, hasta que las vio tiradas en el suelo, a unos dos metros de la plataforma. Aunque ella no se había percatado, estaba claro que las habían tirado con desprecio cuando retiraron los muebles, lanzándolas como si fueran basura. Fue a buscarlas y se las puso, aunque le dio asco colocarse una prenda tan íntima después de toda la suciedad que contenían. Después cogió el vestido y también se lo colocó.

El teniente se levantó de su asiento.

-Podéis llevarla a su celda -indicó-.

Morales y el sargento Morcillo le esposaron las manos a su espalda y abandonaron la sala junto a su prisionera.

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