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Historia del chip (029) Un lugar público - Enko 001

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Enko se preparó para salir. Le dio un último vistazo a la corbata y cogió las llaves y el móvil. Fue en metro. Isabel estaba esperando dónde siempre. Sabía que no había nada debajo de la corta falda y sólo un incómodo sujetador de cuarto de copa cubriría sus pechos, aparte de la blusa delicada y elegante que llevaba. Completaba el conjunto un par de pendientes clásicos, un collar apretado y los tacones obligados. En su perfecto maquillaje, lo recibió con impaciencia. Sin dudarlo, introdujo la lengua en la de él. No quería que notase titubeo alguno sobre sus intenciones: era una cita destinada a follar.

El hecho de que estuviese en un lugar público, -una cafetería-, no hubiera sido suficiente excusa. Enko no permitía fallos. Dicho de otra manera, sus amantes lo pagaban con creces. El perfecto roce de los pechos y los pezones hacía el encuentro todavía más penoso para Isabel. Odiaba con todas sus fuerzas ese tipo de sujetadores, pero si no lo hubiera llevado puesto, sabía que Enko se hubiera ido. Era inflexible. Pero lo que Isabel no sabía de Enko era que tenía habilidades especiales. Muy especiales. Entre ellas, la capacidad de sintetizar sustancias químicas que podían alterar la conducta y la percepción de cualquier persona.

—¿Has llevado el sujetador todo el día? — preguntó Enko indiferente a quién pudiera oírlos.

Isabel enrojeció.

—Sí, amor. Tal y como lo tenemos establecido.

—Así me gusta. ¿Y el tanga?

—En el guantero del coche.

—¿Quieres hacer el amor?

Isabel tenía que decir explícitamente que sí.

— Quiero que me folles, amo.

— ¿Dónde has reservado?

— En el Hilton de la esquina.

— Pues… ¿a qué esperamos?

Isabel movió las caderas con fuerza de un lado a otro, al igual que los pechos. Aparentando indiferencia al contacto de sus pezones contra el tejido. En cuanto estaba con Enko, su cuerpo pensaba automáticamente en hacer el amor. Su vagina se humedecía, sus pezones se endurecían, sus labios se preparaban para besar, su estómago se contraía, lo mismo que sus pantorrillas. Sus piernas trataban de alargarse y una sonrisa aparecía en su cara.

No era consciente de todo el proceso. Sólo del deseo llevar a la cama a Enko o, -si no era posible-, hacer que la contemplase o la tocase. Estuvo contando el tiempo hasta que por fin llegaron al hotel, hicieron el check-in y por fin alcanzaron la habitación. Sin ni siquiera pensarlo, se quitó la blusa, el sujetador, la falda, los tacones y los pendientes. Lo guardó todo en un estante del armario. Sacó unas esposas del bolso y se las puso en una muñeca. Después llevó los brazos hacia atrás y enganchó el otro extremo de las esposas. Se soltaban con presionando un botón, que no podía alcanzar. Enko le dio nuevas instrucciones.

—Desde ahora, llevarás esta venda que he te traído antes de ponerte las esposas. Siempre deberá ir en el bolso. También la usarás con tu marido. O con cualquier otro amante.

-Sí, amo.

Enko le puso la venda. Isabel abrió las piernas y las desplegó a cada lado de la cama, sin pensar en el espectáculo que ofrecía. Con los brazos atrás, los pechos sobresalían, pero, sin dudarlo, los proyectó todavía más, rogando que Enko los acariciase. Estaba totalmente centrada en las manos de su amante, en ofrecerle todo su ser como si cada segundo fuera el último que fuera a estar con él. Los pezones comenzaron a doler ante el asalto. Cuando Enko se cansó de sobarla, la cogió por la cintura para para penetrarla de un golpe y esperar que tomase la iniciativa.

Esta consistió en un movimiento de caderas amplio y rítmico para facilitar la expulsión del esperma. Cuando Enko eyaculó, -simulando una respiración agitada-, volvió a dedicarse a los pezones, llevando las manos desde la cintura hasta los senos.

— ¿Tienes derecho? — preguntó.

—No, amo. He cometido más de tres faltas estos días.

Enko ni siquiera se molestó en escuchar cuáles habían sido.

—La sinceridad es el camino, amor. ¿Y William? ¿Has hablado con él?

—No he podido, amo. Me da vergüenza.

—Es tu marido. No debes de sentirte mal.

—Lo sé, amo. Te prometo que se lo diré pronto.

—Mientras no se lo digas, no tendrás orgasmos, Isabel —dijo Enko, al tiempo que soltaba los pezones.

Isabel se agitó, decepcionada. Pero no discutió, no serviría de nada y entendía su punto de vista.

— No hay nada como una pizca de motivación —señaló él quitándole importancia a la sentencia.

—¿Debo seguir con la venda?

—Sí, desde ahora, como dije antes, la llevarás siempre que estés con tu marido o cualquiera de tus amantes. Al menos, de comienzo. Luego, ellos son libres de retirarla al igual que las esposas ¿Has entendido?

— Sí, amo. Siento no haber cumplido tus expectativas.

— No importa. Compra un vestido caro, sexy y fácil de quitar para el sábado por la noche. Reserva cena en el mejor restaurante de la ciudad y también una habitación de hotel. Entonces se lo dices.

— Así lo haré, amo.

Agarró un pezón y tiro hacia él. Introdujo su verga una vez más y esperó a que ella moviese con criterio las caderas. Soltó el esperma con fuerza.

— Cada vez lo haces mejor. ¿William también disfruta?

— Como nunca. Está muy contento.

— Vamos a ducharnos. Debes cumplir con tu marido. Y no te olvides de la venda.

Enko soltó las esposas de Isabel y esperó a ver si ella se quitaba la venda. No lo hizo. Se ducharon largo rato y Enko aprovechó para acariciarla con maestría. Le había colocado los brazos en alto. Sólo al terminar de secarla, retiró la venda y le permitió bajar los brazos.

— Esto también debes de practicarlo con tus amantes.

Isabel asintió. Cuando llegó a casa, preparó la cena, -a mano, no con robot-, y esperó de pie, con los tacones puestos, a su marido. Estaba perfectamente maquillada, ligeramente enjoyada y preparada para hacerle pasar una velada agradable.

La venda y las esposas ya estaban debajo de la almohada. Velas encendidas en la habitación y la mesa puesta en el comedor. Calculando que faltaban pocos minutos para su aparición, se puso el camisón.

Si estaba sola, iba desnuda y con tacones. Si había alguien más, -generalmente William-, llevaba una camiseta larga y se quedaba descalza. Pero hoy se puso un salto de cama, que era la señal de una velada especial. Era prácticamente transparente y tan fino, que Isabel ni siquiera sentía que lo llevaba puesto.

William prefería que llevase algún tipo de prenda, le gustaba quitársela para iniciar el acto sexual. En cambio, dos de sus amantes preferían que estuviera desnuda y uno que llevara tacones y pendientes. Isabel tenía en cuenta las preferencias de cada uno.

Enko había aprobado personalmente el vestuario de Isabel, ajustándolo a los deseos de cada hombre. Lo que variaba un poco más era lo que Isabel llevaba puesto después del intercambio sexual. Con los amantes, era casi siempre una camisa de hombre. Con William, el salto de cama. Un marido tiene sus privilegios.

Llegado el sábado, ya establecida la venda como artilugio habitual, fueron a cenar a un famoso restaurante, uno de los favoritos de ambos. Isabel llevaba un vestido espectacular, con un escote en V, abierto hasta el ombligo. De esa manera, William podría disfrutar de los senos sin cortapisas durante la velada

—Amor, quiero ofrecerte algo— empezó Isabel, una vez les trajeron el vino.

—Me lo imaginaba— reconoció William. —No necesitas estar nerviosa.

— Sólo es un poco de vergüenza. ¿Sigues saliendo con la brasileña?

— Sí. Es estupenda.

— ¿Y te gustaría programarle el chip?

William no entendió la pregunta por instante. —¿Por?

— Sabes de la suerte que tengo. Disfruto más a través de los pechos.

— Lo que no significa que debas favorecer a otra mujer.

— Lo sé… y a la vez el reloj vuela. No creo que encuentres otra mujer como yo. Ahora disfrutarás de tu jovencita unos años y luego la cambiarás. Pero así te mantendrás conmigo.

— ¿Puedo pensarlo?

— El tiempo que quieras. En realidad, lo que te ofrezco es que uses tu licencia sobre el chip a tu gusto.

— ¿Sin contrapartidas? ¿Seguirás casada conmigo?

— Me permites tener mis amantes y quiero seguir contigo. Eso me basta.

— Eres muy generosa. Tenemos un trato.

*—*—*

Un par de semanas después, cuando Isabel y Enko se encontraron, ésta le confirmó que ya había hablado con su marido.

—¡Así se hace! ¿Estás bien?

— No lo sé. Él parece muy contento, yo, por mi parte, tengo algo de miedo.

— Lo puedo entender. Ven.

Isabel ya estaba desnuda, esposada y vendada, hablando con él en la cama. Tenía totalmente integrada esa disposición, el ofrecerse sin limitaciones a sus amantes. Y más con Enko. Simplemente acercó un poco los pechos para que los disfrutase con las manos. No tardó ni un par de minutos en tener su orgasmo. Ya sin chip activado.

Enko no dejó de acariciarla y pronto tuvo Isabel su segundo clímax. Y un tercero. Pidió clemencia y para compensarle abrió más las piernas y se deslizó hacia atrás. Enko la penetró sin miramientos. Y eyaculó tan rápido que a Isabel le hubiera gustado poder verle la cara en estado sublime. Era algo que ya no tenía a su disposición salvo que su amante se decidiese por quitarte la venda. Y no ocurría casi nunca.

Enko había estado más tiempo con los senos de su amante para asegurarse que las sustancias químicas penetrasen con seguridad. No necesitaba, en general, más que un leve contacto, pero era un caso muy importante. Los nanos que recibiría Isabel eran más complejos y sofisticados que nunca.

No le compensaba malgastar recursos y sin asegurar la estabilidad de Isabel y William, no iba a colocar los nanos en su casa.

Cuando Isabel llegó a su hogar, los nanos, -adecuadamente programados-, se activaron y buscaron el ordenador más cercano. No era ese su objetivo sino el cable de banda ancha en el sótano y particularmente en la zona que conectaba al enrutador de la casa. Los nanos tardaron varias horas en atravesar todo el cableado y llegar a su destino. Luego se quedaron inactivos durante tres meses.

Mientras tanto, Enko fue espaciando las visitas a Isabel y provocó varios enfados de esta. No fue difícil. Lo primero fue dejarla sin orgasmos durante más y más sesiones. Lo segundo provocarle dolor, sobre todo en los pechos extremadamente sensibilizados. Eran su órgano sexual primordial y casi exclusivo. No porque sus amantes no disfrutasen de todo su cuerpo sino porque su propia postura habitual llevaba a sus amantes a explayarse en esa zona.

Por último, un día que Isabel trató de contactar con Enko, una voz automática le indicó que el abonado se había dado de baja. Le resultó tan extraño que contactó con la compañía.

— Es que el propietario de la línea ha fallecido— explicó la telefonista. Era una compañía que se vanagloriaba de usar humanos.

— ¿Fallecido?

— Sí, no tengo la potestad de indicarle más salvo que según la ficha fue en un accidente de aviación.

— Gracias. Ha sido muy amable.

— De nada.

Y así Isabel tuvo que resignarse a perder a su amante, mentor y guía. Pero su vida sexual prosiguió igual. Manipulada y conformada por Enko sin su conocimiento. El hecho que su marido pudiese mantener a una amante satisfecha, -dedicándole el premio del chip-, haría que cuidase a su esposa. Y que esta pudiese tener orgasmos sin el chip activado y pudiese mantener un marido comprensivo y de alto estatus, impediría que se divorciase.

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