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África profunda. Muy profunda

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Fui voluntaria de Cruz Roja Internacional. Hoy tengo 54 años, veinte más, que cuando ocurrieron estos hechos.

Corría un frío día de junio 1994, cuando terminé un noviazgo que, faltando poco para pisar el altar, se derrumbó ante la evidencia de una infidelidad de muchos años. Ese hecho me marcó profundamente, dejándome muy resentida. Nada quería saber de novios, ni de parejas, ni de familia. Vagué un buen tiempo sin saber exactamente qué hacer. Fue entonces cuando se me presentó la oportunidad de viajar a África, junto a un equipo expedicionario de buena voluntad, que se destacaría en Nyanza Lac, al sur en Burundi, una de las zonas más pobres del África, azotada por el hambre y la guerra.

En realidad, lo que buscaba era huir del dolor y la frustración que me dejó mi “casi matrimonio”. Bien pude haber escogido un destino más seguro, o menos aislado, sin embargo, buscaba encontrar en el sufrimiento ajeno, una forma de compensar mis pesares. Claramente no me encontraba al cien por cien en mis cabales, cuando tomé esa decisión, y fue a la postre una mala idea.

Era un equipo de cinco personas, Roberto, médico y jefe del grupo; Andrés, también médico, Ian y Matías, paramédicos; y yo, Sussana, enfermera y traductor intérprete en francés.

El equipo, con una media de 35 años de edad, era más bien joven y traducía esa juventud, en deseos de ayudar a la población nativa. La idea era relevar al equipo residente en Burundi, durante 9 meses a un año, hasta que llegara un nuevo grupo médico. Esos meses para mí, fueron muy duros: no estaba acostumbrada a la vida en la selva, no me era cómodo convivir sola entre hombres, la alimentación, las condiciones climáticas y la lejanía, fueron muy difícil de sobrellevar en un principio. Con el paso del tiempo, me fui acostumbrando al calor, la humedad, los insectos, la comida y este grupo de hombres, que al principio me miraban con un poco de lujuria, pero con discreción. Como fuese, a las pocas semanas, pasé a ser un ente asexuado si se quiere; sin maquillaje, sin ropa provocativa, sin desodorante y sin un baño regular, yo no era un objetivo posible. De hecho, por seguridad, procuraba “afearme” un poco, a fin de no provocar la lasciva de mis compañeros ni de los aldeanos.

Normalmente teníamos contacto con la gente de las tribus vecinas. Eran pacíficos y colaboradores, sin embargo las reglas eran claras: primero: nunca, nadie, podía andar solo, y, segundo: nunca, nadie, podía salir al anochecer de la aldea. Hacer lo contrario, simplemente era muy peligroso, ya que las rencillas entre las tribus eran permanentes, y en ocasiones se producían combates, que si durante el día eran muy peligrosos, en la oscuridad de la noche podían ser mortales.

Había pasado una semana más bien tranquila. Normalmente nos turnábamos para descansar y ese día me tocaba libre, sin embargo, cerca de las cinco de la tarde, nos informaron que necesitaban nuestra ayuda. Unos niños llegaron corriendo a nuestro campamento base, avisando de un ataque inesperado de tribus agresivas, el que había dejado varios heridos.

La duda se instaló entre nosotros. No era de noche, pero en menos de tres horas oscurecería. Por otro lado, esperar hasta el día siguiente, podría significar la muerte de una cantidad indeterminada de heridos. Finalmente, Roberto, decidió que asistiríamos a los heridos, trasladando a la base a los más graves, y volviendo mañana para asistir a los que no pudiéramos traer. Del mismo modo, decidió que yo no iría y que esperaría su regreso. No sabía cómo tomar su determinación. Acaso como una caballerosidad absurda o una estrategia de atención para auxiliar a los heridos cuando llegaran. Como fuere, algo de mi orgullo se lastimó y algo de mi sentido de supervivencia se calmó, dado que la situación, objetivamente, era de riesgo.

Llegaron los muchachos a la aldea, en la que, según supe, hubo muchos heridos, casas quemadas y algunos muertos. Y subrayo: "según supe”, porque esa información me la dieron los soldados que atacaron a esa aldea, cuando llegaron al campamento y me encontraron, sola.

Vinieron en sus camionetas. Eran cerca de cuatro o cinco vehículos. Fuertemente armados, gritando y golpeando a quien se atravesara frente a ellos, hasta que llegaron hasta mí, preguntando por el médico. El líder del grupo, estaba herido de bala en la pierna izquierda y necesitaban ayuda para él. No era mi intención colaborar con los agresores, pero consiente de mi frágil posición, me dispuse a ayudar.

Uno de los tipos que daba las órdenes, me tomó del brazo y zamarreándome con fuerza me empujó hasta el auto donde estaba el herido. Al verlo, por la conversación que tuvieron, pude darme cuenta de que era su padre, o algo así. Con solo tocarlo, se retorció de dolor, e inmediatamente, el salvaje me tomó del brazo nuevamente. No sé qué pasó por mi cabeza en ese instante, pero de un palmazo saqué su mano de mi brazo, y con una mirada adusta, le di a entender que no molestara. Eso pudo costarme la vida, sin embargo no fue así, al contrario, una suerte de respeto se instaló entre él y yo.

Se trataba de una herida de bala con salida de proyectil, dolorosa, pero no grave. Lo lavé, lo cosí como pude, lo vendé, y le di antibióticos y sedantes.

El trabajo estaba terminado y esperaba que se fueran, pero no fue así. El nativo que llevaba la voz cantante, me miraba con expresión agradecida y por desgracia quiso agradecer más de la cuenta. A una orden suya me llevaron a una zona aislada, detrás de unos arbustos. Los soldados se retiraron dejándonos solos. Quiso tocarme. Me opuse con la mejor determinación que tenía, pero él casi me levantó del suelo con una mano. Resistirme, ocasionó que se me desgarrara la blusa, lo que no pareció importarle y la continuó jalando hasta romperla, quedando solo cubierta con mi brasiere. En ese momento, hubiera querido que mis amigos me ayudaran, pero estaban lejos, así que decidí cooperar con el nativo, pensé que si quería seguir con vida debía obedecerle aunque eso incluyera que me tuviera que entregar a un asalto sexual.

Tenía miedo, es verdad. Pero el nativo, que no era más que un muchacho, seguía teniendo esa mirada, entre agradecida y tierna que no confundía.

Era evidente que el nativo me quería para él. Me observó durante unos segundos que se me hicieron eternos, y me tomó de los hombros, nuevamente con brusquedad. No quería moverme, pensé que quizás una vez desnuda, se calmaría. Así que con suavidad aparté sus manos y dejé mis pechos al aire, frente a él, exhibiendo mis tetas blancas que apuntaban orgullosas al frente. Parecía un niño mirándome, creo que nunca había visto unas tetas de mi tamaño o quizás le llamaba la atención las aureolas rosadas de mis pezones. Quieta frente a él, viendo cómo se me acercaba, advertí que vestía botas de combate, una camiseta sin mangas y un pantalón de camuflaje bajo el cual, se insinuaba su miembro. Me quiso tomar por los brazos, pero nuevamente me zafé con la brusquedad que podía y me arrodillé frente a él.

Era un tipo fuerte, podía oler su sudor y sentir la lujuria de sus ojos. Abrió su pantalón y lentamente extrajo un pene enorme, muy negro, duro como roca, que ahora se encontraba erecto y listo para el ataque. Comenzó a restregármelo por la cara. Yo nada hacía por evitarlo, ya que aún tenía miedo y pensaba que dejar que disfrutara de mi cuerpo, era la única forma de salir con vida. Deje que siguiera pasando su gran miembro de color negro por mi cara hasta que lo colocó justo enfrente de mi boca. Entendí lo que pretendía y abrí un poco mis labios, entonces, hizo un movimiento brusco, colocando una de sus manos en mi nuca empujó hasta donde pudo su pene en mi boca. Lo sacaba para dejarme respirar algunos segundos y lo volvía a meter bruscamente. Ahora tomaba con sus dos manos mi cabeza, subiendo y bajándola a su voluntad; yo abría mi boca al máximo, pero aun así me era difícil engullir aquel enorme miembro. Mis labios apretaban esa verga y escurría la saliva por mi barbilla, mezclada con el sabor de su líquido pre seminal. Nunca antes había chupado un pene de ese tamaño, y el sabor amargo de su líquido no me gustaba. Parecía que lo iba soltando poco a poco, pero en generosa cantidad escurriendo por mi cuello hasta mis tetas, mientras mi lengua, sin querer, masajeaba la enorme cabeza de su pene.

En estos momentos recapacité mi situación, me encontraba prácticamente sola en la aldea, a la merced de este salvaje y otros más que lo esperaban. Todo aconsejaba ser solícita y procurar no hacerlo enojar. No quería hacerlo, era claro, pero el instinto de supervivencia me empujaba a entregarme cada vez con más ganas a este hombre bruto, y al mismo tiempo, niño.

El nativo sacó su miembro bruscamente y suavemente acarició mi cabeza. Acto seguido colocó sus manos debajo de mis brazos y me volteó. Entendí lo que pretendía así que, de rodillas como estaba dándole la espalda, lentamente bajé mis pantalones exponiendo mi blanco trasero. Apoyé mis manos en la tierra empinando mi culo. Sentí su mirada recorriéndome. Mis piernas comenzaron a temblar pues sabía lo que me esperaba. Se arrodillo detrás de mí y colocó su miembro justamente en medio de mis glúteos. Pude sentir que estaba caliente y resbaloso con sus jugos, mientras comenzaba a humedecerme. No sé por qué, pero la situación en la que me encontraba, de peligro, expuesta, sumisa, dándole a un desconocido, lo que mi ex novio cobardemente rechazó, hizo que me excitara lo suficiente como para no encontrar tan terrorífica la experiencia que estaba viviendo. Lentamente fue metiendo la cabeza de su pene, hasta que de pronto se detuvo, y de un golpe se introdujo hasta que su punta tocaba mis entrañas. Me sentía completamente llena con aquel enorme pedazo de carne, al tiempo que, con la cara apoyada en la tierra, no podía moverme por la sensación de estar siendo empalada por una bestia; sin darme cuenta tenía la boca abierta, jadeaba y emitía quejidos cada vez que el nativo empujaba su pene dentro mío. Continuó así unos minutos para después acelerar su ritmo, sacando su pene sin que saliera más de la punta y volviéndolo a meter hasta el fondo, cada vez más rápido, cada vez más más brusco. Mis nalgas rebotaban con cada arremetida que me daba y mis tetas se movían de un lado a otro. El nativo me agarro de la cintura y empezó a meter y sacar más fuerte su miembro. Comencé a sentirme débil, apenas me podía sostener y me estaba excitando cada vez más, hasta que sin darme cuenta un espasmo recorrió mi cuerpo. Continuaba sacando y metiendo su miembro, prolongando su placer al máximo, mientras me encontraba sostenida en vilo, sostenida casi únicamente, por la fuerza tensión de su verga. No me di cuenta cuanto tiempo siguió su ritmo, cuando sentí que apretaba con fuerza mi cintura y un líquido caliente me inundaba por dentro; el nativo emitió un gemido ininteligible, estremeciéndose por completo, sus manos temblaron y apretaron con mucha fuerza mis nalgas. Al rato me soltó y sacando su enorme pene, el semen comenzó a escurrir lentamente por mis muslos. Rápidamente se puso de pie, sacudió su verga tirando algunas gotas de esperma sobre mi espalda, y se retiró caminando para unirse con los tipos que lo esperaban. Yo continuaba en la misma posición, ahora rogando que no volviera y con el temor que viniera el resto de la tropa a abusar de mi.

A lo lejos escuché el ruido de un motor que se alejaba. Me levante lentamente, con mis piernas adoloridas y embetunadas en semen. Me tapé como pude, y hui hacia mi habitación. Me aseé, me cambié de ropa y compuse mi estado de ánimo lo mejor que pude. Al rato llegó el resto del equipo. No llevaron heridos, ya que al parecer, extrañamente, nunca hubo tal ataque, o bien fue en otro lugar.

Después de este episodio, no se volvió a presentar la tribu agresora. No en nuestro campamento al menos. Después se unos meses, decidí volver a casa. Definitivamente, la experiencia fue mala. No la quise, ni la busqué. Pero recordar mi capacidad para enfrentar esa situación, me enorgullece, y un poco de gozo surge, al saberme poseedora de una inteligencia emocional, que me permitió dominar a aquel nativo, sin que la culpa me invada.

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