Nuevos relatos publicados: 9

Sabor grupal

  • 6
  • 16.961
  • 9,64 (11 Val.)
  • 0

Durante todo el tiempo que duró la comida, yo sabía que Darío sólo pensaba en meter su polla en mi boca: cada vez que devoraba un muslo de pollo, cada vez que sostenía una aceituna entre mis labios antes de aplastarla entre mis dientes, cada vez que mordisqueaba una tajada de sandía. Darío deseaba con ansia que mi dulce de sobremesa fuese su hermoso cipote. Y yo... pues, para qué negarlo, también me moría por tenerlo en mi interior y sacarle una gran corrida. Pero todo a su tiempo.

Era un almuerzo entre amigos; estábamos en la terraza del gran chalet que Darío poseía en la sierra. Habíamos sido invitados antiguos compañeros de carrera, aunque únicamente habíamos podido ir cinco: Cristina y su novio Germán, Luisa, Carlos y yo. Para dar aliciente al encuentro, y para estar más frescos, pues el calor apretaba a esa hora del mediodía, decidimos desnudarnos. Ahora sabéis por qué dije anteriormente que "Darío sólo pensaba en meter su polla en mi boca", sí, porque veía su erección.

Terminamos de comer y empezó la sobremesa:

"Darío", dije yo, "cuéntanos cómo amasaste la fortuna que te ha permitido comprar este lujoso chalet"; "Sí, eso, dinos tu secreto", dijo Carlos mientras encendía un cigarrillo.

Darío, entonces, comenzó a hablar por los codos, mirando a todos alternativamente, no obstante yo notara que sus ojos se posaran en mis bronceadas tetas a menudo. Cada vez que esto sucedía yo echaba hacia delante mi torso para que mis pezones se posaran sobre la mesa a modo de apetecible manjar, haciendo que en más de una ocasión Darío tartamudeara. A todo esto, ¡no os he descrito a Darío! Antes, diré de mí que soy una mujer joven, algo rellenita pero sin gordura, de pechos generosos y firmes y rostro de rasgos finos, nariz respingona y boca pequeña de labios carnosos; de Darío diré que es un hombre alto, mi cabeza apenas alcanza su pecho, fornido y de piernas duras como columnas.

Darío cesó de charlar, momento que aprovechamos para recoger la mesa y llevar cubiertos y platos a la cocina. Cristina y Germán se ofrecieron a lavar los cacharros en el fregadero; Luisa y Carlos barrerían la terraza mientras; y Darío y yo nos propusimos para ir a adecentar la zona de la piscina. No tardó mucho Darío en pasar al ataque, pues a medida que avanzábamos juntos por el pasillo ajardinado que conducía a nuestro destino, su erección iba en aumento. Así que me detuvo enlazando mi cintura con un brazo y besó mis labios con desesperación, acariciando mi paladar con su lengua; luego le tocó el turno a mi cuello, que humedeció con su saliva, y a mis tetas, que casi masticó.

"No, Darío, espera", le ordené, "espera un poco", le repetí inclinada hacia atrás como estaba por su espontáneo empuje; "Vale, como desees, Irene", (es mi nombre) accedió.

Llegamos junto a la piscina. Había dos hamacas dispuestas muy cerca, y después de quitar hojas e insectos de la superficie del agua nos tumbamos al sol de la tarde, bajo un cielo limpio de nubes.

"Darío, te noto raptado por tu deseo de sexo, ¿qué pasa?", anoté; "Ay, Irene, tanto trabajo no me permite establecer relaciones sentimentales de cierta calidad con chicas, me tengo que desahogar yendo a prostíbulos, cosa que no me satisface en absoluto, por eso cuando te he visto desnuda me he acordado de cuando éramos más jóvenes y me he empalmado, de cuando follábamos a escondidas en casa de tus padres simulando que estábamos estudiando... ¿te acuerdas?, ¡qué tiempos!, ¡cuánto te eché de menos cuando tuve que irme al extranjero!", explicó Darío; "Bueno, aún se puede recuperar el tiempo perdido", prometí, "ahora voy a ir a la cocina a buscar algo fresco, ¡qué calor hace!"

Me levanté de la hamaca y me dirigí descalza hacia la casa. A pocos pasos de llegar a la terraza ya empezó a llamarme la atención no ver de primeras a Luisa y Carlos: no estaban visibles, claro que, cómo iban a estarlo si los sorprendí tumbados sobre las baldosas: Carlos le comía el coňo a Luisa entretanto ella a horcajadas sobre su cabeza se inclinaba y le comía la polla: ambos gemían bajito, henchidos de placer; después, habiendo sobrepasado la excitante escena sin hacer ruido, me encontré a Germán y Luisa unidos como si fuesen uno: Luisa, apoyada en la encimera con los brazos estirados, estaba de espaldas a Germán, y éste la penetraba por el agujero del culo con un ímpetu extraordinario, embistiendo con sus nalgas en tensión: ambos jadeaban y pronunciaban palabras ininteligibles.

Sin molestar, de nuevo, corrí, desnuda sobre el césped, mis piernas ligeras, mis tetas como campanas, para reunirme con Darío. Cuando llegué, a poca distancia de él, me detuve en seco: Darío se estaba haciendo una paja: empuñaba su venoso falo en su mano derecha, que subía y bajaba el pellejo que cubría su glande encarnado. Había que tomar una determinación; me coloqué frente a Darío; mi sombra hizo que abriese los ojos; me recosté en la hamaca junto a él y le dije al oído: "Darío, para, yo continúo, ¿la quieres con la boca?"; "Sí, por favor, con tu boca, Irene, lo necesito, te lo juro", murmuró él entre dientes.

Junté mis rodillas y las plegué para obtener espacio, doblé mí cintura y ataqué su polla desde arriba, llevándomela a la boca con facilidad; después contoneé mi cabeza como si fuera un sacacorchos y luego empecé a pasar mis labios, descendiendo y ascendiendo; su miembro, humedecido por mi saliva, respondía a mi estimulante masaje agradecido, ensanchándose, aumentando de tamaño de forma considerable, hasta que me costaba abarcarlo con mi boca; empecé a degustar flujos que me transportaron a aquel sabor grupal de cuando éramos más jóvenes, de cuando Darío me follaba con virilidad hasta en los aseos de la facultad: era el gustillo de esos líquidos preseminales que me anunciaban el fin de la mamada, ya que yo no consentía en ese tiempo que su semen manchara mis dientes, pero no iba a ser así ahora, en este momento, aunque él no lo supiera. "¡Irene, me corro!", avisó Darío. Levanté la cabeza y suspiré: "Córrete, Darío, córrete, no tienes ni idea de cuánto lo deseo, córrete, bonito, quiero tu semen"; y continúe mamando, con más brío, apretando los labios en cada avance. Entonces sentí la palma de su mano en mi coronilla, empujando y soltando cada vez, hasta que una de las veces su leche se posó en mi lengua, y en un par de espasmos más se vertió totalmente.

"Darío, nos queremos, ¿verdad?", resollé más tarde, cuando Darío me estaba follando en la blanquecina penumbra de su alcoba, rodeada de un desorden de sábanas; mis blandos muslos abiertos, mi coño recibiendo su cipote que penetraba, se sumergía, ahondaba; su lengua que acariciaba y babeaba mis tetas estiradas hacia ambos costados. "Si", rugió él desplomándose exhausto sobre mí.

(9,64)