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La cena

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Silvia, sin más preámbulos, se arrodilló junto a mí en el sofá y comenzó a mamar. Mi vientre peludo, mi polla blanda y flácida que Silvia despertaba con su cálido aliento. Su melena morena se posó sobre mis muslos, haciéndome cosquillas cada vez que movía su cabeza; la aparté delicadamente con una mano para tener una visión más certera de lo que me hacía. Silvia mantenía sus ojos cerrados mientras avanzaba sobre mi polla, que ya estaba creciendo en su boca; sus labios se adaptaban al ensanche de mi miembro, y ya le costaba abarcarlo, así que la abrió más para engullirlo en profundidad. Me resultaba muy excitante observar su graciosa nariz respingona subiendo y bajando sobre mi pelvis; así, vista de perfil como estaba, parecía la nariz de una niña saboreando gustosamente un helado.

También de perfil, en escorzo, podía ver yo sus tetas grávidas, provistas de salidos pezones oscuros, que rozaban la piel de mis caderas a cada avance de sus labios sobre mi cipote. De esta manera, ella a mi lado de rodillas, yo sentado, con mi espalda bien apoyada en el mullido respaldo, ella encorvada sobre mí, yo dándole el ritmo preciso, bien elevando mi pubis, bien con mis manos sobre su coronilla, era como más me gustaba que me la chuparan: despacio pero apretando en cada empuje. Hubo un momento en que Silvia se tuvo que estirar sobre el sofá, quedando bocabajo, aunque siguió igualmente chupando, succionando; ahí la tuve que ayudar un poco; la sujeté por ambos sobacos y la atraje hacia mi regazo de tal manera que se sintiera cómoda mamando; entonces Silvia se ayudó con su mano y empuñó mi pene cual micrófono hacia su rostro.

Y siguió, con los ojos cerrados. Ah, que bonitas pestañas tenía: qué mofletes tan tiernos; ah, cómo me la mamaba. De vez en cuando, Silvia soltaba un gemido de satisfacción, de esos de placer por la labor bien hecha, de esos de conformidad con un resultado obtenido: se diría que estaba obteniendo un orgasmo, bueno, más que "se diría" es que sí, efectivamente: Silvia se estaba corriendo viva practicándome la felación, lo comprobé horas después, cuando me senté a ver la tele y vi la mancha viscosa y olorosa en el tapizado. Yo todavía no quería correrme; mi leche se me iba acumulando; quería que Silvia la sintiera esplendorosa encima de su lengua, entre sus dientes y muelas, en la campanilla de su garganta; ella mamaba, acariciaba mi glande y mi frenillo con la punta de su lengua, volvía a mamar.

En un momento preciso, Silvia entreabrió los ojos, me miró de soslayo, con fiero deseo de animal hambriento devorando una presa recién cazada, y, volviendo a cerrarlos, continuó, chupando si cabe con más ánimos. Ahora a Silvia se le escapaban grititos nasales de éxtasis, estaba derrumbada sobre mi polla; se volvió a arrodillar: adoraba mi polla, era su juguete, tendría que sacarle todo su jugo y poder decir: "Joder, qué bien lo he pasado". A mí, en cuestión de segundos, se me agitó la respiración; mi corazón de repente empezó a irrigar de sangre mi miembro resguardado de la intemperie en el refugio húmedo de Silvia; ella lo notó: empezó entonces a cabecear con ímpetu: a cada jadeo mío, dos avances profundos suyos, cada vez, otra vez; sus tetas se balanceaban con energía; alargó sus brazos para acariciar mis labios con sus dedos, que yo devoré; abrió del todo sus ojos y mi semen se derramó en su interior después de tres espasmos o más, alzando mi culo, arremetiendo fuerte, dentro. Silvia se ocupó de rebañar el líquido blanco que coronaba mi polla a la vez que ésta iba menguando. Inmediatamente, un olor a apetitosa comida recién hecha inundó el saloncito.

Silvia me besó en las mejillas con cariño; luego dijo: "Oh, el estofado debe estar terminado... vamos, amor, ayúdame a servir la cena." Ambos nos vestimos y entramos en la cocina.

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