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Fantasmas

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Las dos figuras encapuchadas contemplaban desde lo más alto de la colina, donde en otro tiempo se alzara un imponente templo dedicado a alguna antigua divinidad ya olvidada, cómo abajo, en el valle, se alejaba montado en su caballo el guerrero con el que habían compartido viaje hasta entonces.

Hérmelhas apretó con afecto el hombro de su acompañante, pero ni aquel silencioso gesto de ternura ni el cálido abrazo de los rayos del atardecer lograron reconfortar a Mirobe, quien, estremecida, se arrebujó aún más en la blanca capa que la identificaba como una de las sacerdotisas de Eiralha, diosa de la Sabiduría. Incapaz de permanecer allí un instante más, la mujer se dio la vuelta y tomó la senda que conducía al Camino Real, resignada a continuar la marcha hacia Sacramenia. El anciano mago, preocupado, la siguió con la mirada antes de iniciar él mismo el descenso hasta el pie de la colina, donde Nabaro, su discípulo, aguardaba con los caballos.

Tras un breve avance para aprovechar al máximo la mortecina luz de cuanto restaba de jornada, los tres jinetes llegaron a los indefinidos bordes de lo que se antojaba un extenso bosque. Acamparon cerca de un pequeño riachuelo, el cual se internaba, sereno, en la espesura. Nabaro se ocupó tanto de los caballos como de acarrear agua, Mirobe extendió unas mantas y el mago recogió leña para encender una pequeña fogata que les proporcionaría, sobre todo, luz, puesto que no hacía frío y sus necesidades de alimento para esa noche estaban bien cubiertas: cecina y queso curado, a lo que había que sumar una apetitosa ración de bayas que el avispado aprendiz había recolectado mientras sus compañeros “perdían el tiempo”, al parecer del joven, “visitando ruinas” o “en asuntos del corazón”. Opinión que, desde luego, se cuidó mucho de expresar en voz alta.

La frugal cena transcurrió en absoluto silencio, tan sólo roto por el crepitar del fuego y los sonidos familiares del bosque. Terminada esta, la sacerdotisa murmuró una plegaria, se envolvió en una fina manta y deseó una tranquila noche. No tardó en quedarse dormida. Hérmelhas dedicó algo de tiempo a las enseñanzas diarias de Nabaro, de cuya progresión se sentía satisfecho, aunque evitaba darle importancia. Había visto malograrse a varios aprendices —incluso de otros magos—, henchidos de arrogancia, y quería evitarle eso a aquel joven tímido, perspicaz e inteligente, más preocupado por sus libros que de cultivar amistades.

—Está bien por hoy —el anciano daba así por concluida la clase—. Ve a descansar. Yo haré la primera guardia—. El muchacho obedeció y Hérmelhas se acomodó con la mirada perdida en algún punto de la fogata, sumido en profundas reflexiones.

***

Nabaro bostezó y, a continuación, se frotó los ojos en un vano intento por desperezarse del todo. Los rítmicos ronquidos de Hérmelhas ayudaban a permanecer despierto, pero aquella noche su involuntario apoyo resultaba insuficiente. Alimentó el fuego con algo más de leña y se levantó con intención de estirar las piernas: prefería dar un corto paseo antes que correr el riesgo de dormirse. En el fondo, pensó, hubiera sido un excelente momento para estudiar, como había hecho en noches anteriores, pero no se sentía con la mente despejada.

Apenas se había adentrado una distancia prudencial más allá de la linde del bosque cuando un suave resplandor esmeralda llamó su atención, aunque era tan tenue que, por un momento, llegó a dudar de que no fuera fruto de su somnolencia. Un relincho nervioso le llegó desde el campamento y dudó en volver atrás, no fueran los caballos a despertar a los otros. Al final decidió trepar a un tronco caído y entonces vio no uno, sino dos focos distintos de aquella extraña luz. Y también percibió una incómoda y desconocida sensación de entumecimiento que acabó de ponerlo en guardia. A pesar de ello, fue incapaz de hablar. Saltó al suelo y echó a correr hacia el fuego, pero una raíz se interpuso  en su camino y el muchacho cayó de bruces. Miró hacia atrás mientras se llevaba una mano a la pierna dolorida, y la sangre se le heló en las venas, pues había conseguido identificar aquel gélido brillo. Se levantó y miró de nuevo hacia la fogata, debía llegar a ella. Hizo un nuevo intento de dar la voz de alarma. Esta vez funcionó.

—¡Espectros! —el joven corrió como pudo, pese a la punzada de dolor que recorría su pierna y que lo hacía cojear de manera ostensible.

—¡Hérmelhas!, ¡Mirobe!, ¡¡despertad!! —le pareció vislumbrar movimiento en los dos bultos tumbados junto al fuego, pero el resplandor tras él crecía más y más pese a haber conseguido alcanzar el borde de la zona iluminada. Se dio la vuelta para enfrentar la amenaza, al tiempo que se afanaba en recordar las lecciones básicas que el mago le había mostrado para protegerse de aquellos  engendros. El primero estaba muy cerca y cargó contra el joven con una terrible mirada de odio, sus manos rematadas en largas y afiladas garras.

El aprendiz apenas tuvo tiempo de levantar un escudo de energía antes de que el espectro descargara su mortífero ataque. La protección mágica aguantó el primer impacto, no así el segundo, y un intangible apéndice atravesó el cuerpo del joven en diagonal mientras este emitía un desgarrador grito de agonía. Se derrumbó y quedó tendido, inmóvil.

—¡Nabaro! —Hérmelhas, de rodillas junto a la fogata, evaluó la modesta llama y extendió una mano hasta casi rozarla. Una lengua ígnea se estiró hasta rodear sus dedos y, obediente, bailó a su alrededor en una sinuosa y arcana danza, hasta que el mago apuntó al espectro, el cual ya se dirigía hacia él. Una afilada llamarada se proyectó hasta impactar en el monstruo que, al sentir el contacto con la mágica llama, emitió un agónico chillido mientras el fuego se desplazaba a su alrededor. El espectro retrocedió muy rápido hacia la seguridad del bosque, donde desapareció, pero el otro ocupó el puesto del primero  con el mismo odio irracional impreso en los ojos. Entonces se detuvo, inclinó la cabeza hacia un lado y miró más allá del mago. Este no se volvió, consciente de la turbación del espectro al detectar a la sacerdotisa. Mirobe avanzó, segura de sí misma, hasta sobrepasar al anciano y situarse frente a la criatura. Encomendada a su diosa, un blanco fulgor la rodeaba hasta ensombrecer su nívea túnica. Ni ella ni su adversario se movieron durante un buen rato. Aquella lucha, bien lo sabía Hérmelhas, no era física. Ni siquiera mágica. Estaba imbuida de misticismo pero, a la vez, comportaba un duelo de voluntades. No era la primera vez que el mago presenciaba un enfrentamiento de aquella naturaleza, pero en esta ocasión los hechos más recientes le hacían dudar de la fortaleza espiritual de la joven. Se preparó para envolver en llamas al espectro en caso de que este consiguiera zafarse del garfio psíquico de la sacerdotisa. Sin embargo, tras una breve espera que al anciano se le hizo eterna, el espectro comenzó a retroceder. Una expresión de asombro apareció en su horrendo rostro, e intentó escapar, mas no lo consiguió. Su halo se estrechó más y más hasta extinguirse por completo, y en ese mismo instante la intangible criatura comenzó a descomponerse en el aire. Una última y muda súplica murió en sus aterrados ojos sin ser atendida.

***

—¿Cómose encuentra, Mir? —preguntó el anciano desde la silla de su caballo, sin lograr que la preocupación no tiñera sus palabras. Ni siquiera notó que se le había escapado el apelativo cariñoso con que solía llamar a la joven en momentos más distendidos. La sacerdotisa, de rodillas junto al aprendiz, el cual descansaba tumbado en una improvisada parihuela que habían acoplado a su caballo, sonrió tímidamente y lo arropó con cuidado antes de dirigirse hacia su propia montura.

—Muy débil y con algo de fiebre, pero fuera de peligro —hizo una breve pausa para mirar a su amigo—. Se recuperará.

—Gracias a ti. Si no hubieras restaurado su vitalidad a tiempo, ese maldito engendro se lo habría llevado—. La joven negó con la cabeza mientras subía al caballo.

—No, Hérmelhas. En todo caso, gracias a Eiralha, por su bondad imperecedera —corrigió la mujer con modestia, consciente de a quién debía sus habilidades.

—Bien, en ese caso recuérdale por favor a este anciano estúpido, que ya ha perdido hasta su instinto a la hora de elegir un buen lugar para acampar, que destine un generoso donativo al templo de la diosa cuando lleguemos a Sacramenia—. La joven rió con ganas por primera vez en muchos días.

—Muy bien, como quieras. Así lo haré.

Hérmelhas miró con disimulo a la joven. El incidente de la noche anterior parecía haberla rescatado, al menos por el momento, de ese melancólico mundo interior en el que se había encerrado a raíz de su reciente separación de Sarel. Y él había tenido algo que ver en ello, hasta el punto de que dudaba si volver a traer aquel doloroso asunto al presente. Se sacudió esa idea de la cabeza, consciente de que no podía engañarse a sí mismo. Aquello no era más que una breve tregua, y aún quedaban asuntos por zanjar. La sacerdotisa le demostró que no había sido tan discreto como creía.

—¿Vas a decirme qué te preocupa, o debo pensar que tan inusual mutismo obedece a tu recién admitida decrepitud? —la joven lo miraba con intensidad a pesar de la sonrisa que iluminaba su amable rostro. El mago no tenía duda alguna acerca de su innata capacidad para su ministerio, ni de lo lejos que podía llegar si nada se interponía en tan prometedor futuro.

 —Sarel —fue todo lo que Hérmelhas ofreció como respuesta. Tampoco hizo falta más. Ella encajó bien el golpe, aunque una fugaz sombra cruzó por su hermoso rostro. Tomó aire despacio y suspiró, a lo que siguió una larga pausa.

 —No estoy segura de que pueda olvidar…

 —Y no lo harás —le interrumpió el anciano—. Pero tampoco te aconsejo que lo intentes—. Mirobe abrió los ojos, sorprendida por las palabras del mago—. El primer y verdadero amor no se olvida nunca, y sería un grave error pretenderlo.

—Pero…

—Eso no significa que debas rendirte a él —Hérmelhas sintió que debía decirlo todo, no era el momento de guardarse cosas para más tarde—. Hay muchas formas distintas de amar, querida niña, y aquella a la que has sido llamada te dará tantas o más satisfacciones que las que puedas dejar atrás.

—No sé qué hacer —reconoció al fin la joven—. A veces lo veo muy claro, pero otras, en cambio, todo se torna velado y confuso.

Poco después llegaron a una posada situada en las afueras de una pequeña aldea, cuyas casas se extendían a ambos lados del camino. Decidieron descansar allí hasta que Nabaro estuviera en condiciones de cabalgar de nuevo.

***

«El bosque mostraba un semblante hosco, amenazador, pero el joven se adentró en la fronda, ajeno a las señales. Necesitaba un último ingrediente para la pócima que estaba elaborando como parte de su aprendizaje, y aquel era el lugar apropiado para recolectarlo. El sol brillaba en lo alto, aunque entre el espeso follaje y las copas de los árboles, tan próximas entre sí, no hubiera dudado en afirmar que el gran astro no tardaría en ocultarse. Absorto en su tarea, no reparó en que a su alrededor todo había quedado envuelto en un extraño silencio. Nabaro había conseguido llenar su bolsa, la cerró y levantó la vista para orientarse de vuelta a casa. Entonces descubrió a varias figuras que lo observaban a cierta distancia, con los rostros cubiertos y las armas fuera de sus fundas. El joven echó a correr en la primera dirección que vio libre, mientras a su espalda resonaba el ruido de sus perseguidores. Dejó atrás un claro y atravesó un pequeño arrollo, momento que aprovechó para echar un vistazo atrás. Nadie lo seguía. Pese al miedo atenazador y al retumbar de su corazón, que golpeaba con fuerza en el pecho, ahora sí pudo percatarse del ominoso silencio que lo rodeaba. Los amenazantes guerreros no aparecían, pero el bosque no terminaba de recuperar la normalidad. Inició de nuevo la carrera mientras intentaba orientarse por la posición del huidizo sol, y al fin lo logró. Cambió de dirección al llegar a un enorme árbol, donde tropezó con una de sus raíces y se fue al suelo. Maldijo entre dientes por su torpeza y, mientras se afanaba en recuperar el preciado contenido de la bolsa, percibió de reojo que no era una raíz la que lo había hecho caer. Una figura de brutal mirada lo estudiaba desde lo alto de su corta estatura, con un martillo de guerra en la mano. Ningún hechizo acudió en su auxilio a tiempo para evitar el terrible golpe que el enano descargó sobre él. Gritó.»

La puerta de la habitación se abrió de golpe y dejó paso a Mirobe, que se precipitó sobre la cama para atender al aprendiz. Este, delirante, se debatía contra un enemigo invisible mientras gruesas gotas de sudor poblaban su rostro, mucho más pálido de lo habitual.

—Sssh, ssh, tranquilo, Nab, estoy aquí. Estás a salvo, sólo fue una pesadilla —la mujer empujó con suavidad al joven hasta acostarlo mientras susurraba frases de calma que, poco a poco, surtieron el efecto deseado—. Ya pasó. No ha sido real.

***

Dos días más tarde los tres pudieron juntarse para desayunar. Nabaro se encontraba bastante restablecido, aunque con poco apetito y algo más taciturno de lo habitual. El salón de la posada se había ido vaciando de comensales y, con la salida de los dos últimos, un matrimonio de comerciantes de telas, sólo ellos ocupaban la amplia estancia. El aprendiz se excusó con la intención de preparar los caballos para el viaje pero, antes de alcanzar la salida, un pequeño grupo de guerreros, con todo el aspecto de mercenarios, irrumpió en la sala, que en un instante se llenó de voces, risas y exabruptos.

—¡Ey, ey, muchacho! ¿Dónde vas con tanta prisa? —Nabaro había chocado con un tipo alto, fornido y malcarado, a todas luces el cabecilla de los recién llegados. El muchacho murmuró unas disculpas y se deslizó a un lado para salir cuanto antes, pero su acción lo llevó justo  al centro del corrillo de guerreros, que reían alborozados ante la perspectiva de diversión. El joven reparó entonces en uno de los mercenarios, que no se había sumado al júbilo de sus compañeros y que despertó en él un instintivo sentimiento de aprensión. Se trataba de un enano con la cabeza afeitada excepto por atrás, mirada feroz y una larga barba dispuesta en trenzas que sujetaba con adornos de cobre. No llevaba armas, tan sólo un báculo de aspecto sólido, y lucía un extraño y llamativo brazalete en la muñeca. Nabaro reculó un par de pasos debido a la sorpresa, pero chocó con uno de los guerreros, que lo empujó hacia delante hasta llegar a otro que a su vez hizo lo mismo, y así el joven fue de uno a otro hasta que Hérmelhas se levantó e interrumpió el juego.

—¡Ya basta, “caballeros”! —el mago dotó de un significativo matiz a la última palabra—. Ya se han divertido bastante con mi discípulo.

El jefe de los alborotadores atrapó a Nabaro en su alocado zarandeo y se giró hacia el mago, al que dedicó una despectiva mirada de arriba abajo.

—Nadie le dice a Estwer cuándo empieza y termina la fiesta, anciano —dicho esto, empujó con tal fuerza al aprendiz que este trastabilló hasta chocar con la mesa, sobre la que aterrizó de manera poco elegante. Copas y platos se volcaron o cayeron al suelo, pero nadie en la posada acudió a ver qué pasaba. Varias risotadas y aplausos acompañaron la acción y las palabras de su cabecilla. Tampoco faltó el halago del adulador de turno.

—¡Bien dicho, jefe! —tres hombres deshicieron el corro para situarse junto a Estwer y frente al mago, que frunció el ceño por el rumbo que tomaban los acontecimientos. Por su parte, Mirobe, tras cerciorarse de que Nabaro estaba bien, avanzó hasta situarse al lado de su amigo. No pasó desapercibido para Estwer.

 —Vaya, no nos podemos quejar —proclamó en voz alta—, una hermosa portavoz de los dioses ha decidido sumarse a nuestro humilde “debate”. Después de todo, los clérigos siempre fomentan la unión, ¿no es cierto?—. Nuevas carcajadas corearon la burla del mercenario. Sin embargo, Estwer pasó en un instante del humor a la amenaza—. Bien, veamos cuáles son tus argumentos, anciano.

Estwer desenvainó su espada, y los demás lo imitaron. Hérmelhas, que llevaba un rato preparado, alzó sus manos y una oleada de energía cruzó el salón e hizo que el grupo saliera despedido hacia atrás y diera con sus huesos contra el suelo. Uno de los guerreros se golpeó contra el quicio de la puerta y perdió el conocimiento. Sólo el enano permaneció en pie, mientras el brazalete que portaba latía con un fulgor anaranjado. Hérmelhas lo reconoció al instante, no así su compañera, que no daba crédito.

—¿Cómo es posible?

—Nuestro “amigo” lleva un brazalete de contra-magia —Hérmelhas frunció el ceño aún más.

—El anciano está en lo cierto, humana —corroboró el mercenario—. Mi artefactoanulará cualquier ataque mágico que se dirija contra mí. Y ahora que lo sabes, ¿no te gustaría pasarte al bando ganador?

—Déjate de cháchara y dale su merecido a ese estúpido, Aufhel —Estwer se puso en pie, pero puso cuidado en situarse detrás del enano, que ya esgrimía su bastón con gesto amenazante.

—¿Estás seguro de que ese brazalete te protegerá del fuego místico de Eiralha? —una intensa llama azulada iluminó entonces las manos de Mirobe, toda ella rodeada a su vez de un hermoso y níveo halo.

Estwer, por toda respuesta, chasqueó los dedos y los dos mercenarios que se habían recuperado de la tarascada propinada por el mago sacaron sus cuchillos y se prepararon para arrojarlos.

—Sólo inténtalo, mujer, y mis hombres te demostrarán su certera puntería —Estwer, enfurecido y frustrado, parecía haber perdido el control de lo que empezara como una simple burla, pero Hérmelhas sabía que, llegados a aquel punto, alguien como él no atendería a razones.

En aquel momento una fornida figura irrumpió en la estancia y llegó hasta los mercenarios por detrás. Empujó las cabezas de ambos tipos una contra otra y ambos guerreros se derrumbaron. Estwer reaccionó lanzando una estocada de punta al recién llegado, pero este saltó hacia atrás con agilidad felina y desenfundó el acero que llevaba a la espalda, justo a tiempo para enzarzarse en un intenso duelo con el líder mercenario. El enano, por su parte, decidió recular hasta la puerta sin perder de cara a Hérmelhas y a Mirobe, que tampoco lo impidieron. Una vez allí, desapareció. Estwer, acosado por su contrincante y viéndose perdido, siguió los pasos de Aufhel, no sin antes recibir un corte superficial en un hombro que, sobre todo, le dolió en su amor propio.

***

Mirobe se acurrucó junto a Sarel, que la estrechó contra sí aun más mientras contemplaba con fijeza la negrura del techo de la habitación, como si en él pudiera encontrar las respuestas a sus preguntas.

—¿Sabes por qué regresé de verdad? —el guerrero besó con suavidad la frente de su amada. Al ver que ella se demoraba en responder, puntualizó—. No es por lo que te dije esta mañana… Bueno, quiero decir… No es sólo por eso. Es cierto que te amo. Y también lo es que nunca volveré a amar a nadie como a ti.

—Pero no puedes asumir que debamos separarnos. O temes no poder llegar a asumirlo que, para el caso, es lo mismo —respondió la joven tras hacer una pausa, con un deje de melancolía en su voz—. Puedo entenderte, ¿sabes?

—Supongo que sí, pero eso no hace que duela menos.

—He de confesarte que estos días pasados han sido los peores de mi vida, pero también me han ayudado a comprender algo sobre las cosas que nos atormentan.

—¿A qué te refieres? —Sarel estaba al tanto del incidente del bosque, pero intuía que Mirobe se refería a algo más.

—¿Sabes cuáles son los fantasmas más difíciles de derrotar? —preguntó ella a su vez.

—No, no lo sé —confesó Sarel, intrigado.

—Los que viven dentro de nosotros —respondió la joven—. Porque son invisibles.

 

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