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El orgasmo de Charo

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Siempre me visto ligera de ropas. Ese mediodía me paseaba por el barrio con un pantaloncito vaquero muy corto, que dejaba ver la curva de la parte baja de mi culo, una camiseta de tirillas, que no me cubría el nacimiento de mis tetas desde las axilas, y unas chanclas playeras. Si a mi manifiesta semidesnudez le sumaba la perfecta depilación e hidratación de mi epidermis y los rasgos finamente marcados, gracias al maquillaje, de mi rostro, no resultaba nada extraño que llamara la atención de los hombres, de todos sin excepción.

Llegué a mi casa muerta de calor. Mi marido preparaba la comida en la cocina; llevaba puesto un mandil que le protegía la piel de las posibles y más que peligrosas salpicaduras. Mi marido era joven, como yo; sus brazos fibrosos movían un sofrito. Se percató de mi entrada inmediatamente, claro que es normal, pues yo procuraba hacer ruido con las chanclas. Me miró.

A los pocos minutos ya estábamos follando: el calor, el sudor... es lo que pasa, que estimula el deseo. En penumbra, en nuestra cama de matrimonio, mi marido gozó de mí, me poseyó. Metió su polla, humedecida por mi saliva, ya que yo antes se la había estado chupando, en mi chochito y comenzó a bombearme. Ah, me gustaba sentirme llena de él. Sus gruñidos de satisfacción me transmitían su llegada a ese paraíso donde las mujeres eran todas putas siempre dispuestas. Esa manera de estrujar mis tetas con su boca cuando le venía el orgasmo era algo que me recordaba mi condición de mujer, provista de lo necesario para dar regocijo a su hombre. Ah, pero... ¿para cuándo mi propio orgasmo?; mi marido no me lo proporcionaba, se limitaba a tener el suyo. Decidí que de mañana no pasaba, y, si él no me lo daba, me lo daría otro.

Al día siguiente volví a pasearme por el barrio mostrando mi femineidad, no obstante lo que me proponía era conseguir un macho que colmara mi deseo de lograr el clímax, alguien que no se tuviese a sí mismo como el centro del universo, alguien, quizá desdichado, quizá abandonado, que sin esperanzas de prevalecer, tuviera el valor suficiente de darse a los demás. No tardé mucho en encontrar un candidato: un tipo que parecía reunir las características: más bien barrigón, de brazos débiles y piernas delgadas, con ese rictus en la cara de desgraciado al que la vida maltrató, para el que con total seguridad yo sería un premio inesperado. Como no me quitaba ojo, cuando pasé por su lado me detuve, y doblando mi cabeza graciosamente, agitando mi media melena, le pregunté sonriente: "¿Tienes hora?". Me la dio tras sacar su móvil del bolsillo de sus pantalones y consultarlo. Entonces le solté: "¿Tienes alguna cosa que hacer ahora?". Me dijo que no. "Bien, pues te doy una hora para que disfrutes de mí cuanto te plazca". Él, de primeras, desconfió, pero poco a poco le fui convenciendo de que no hacíamos nada malo, y accedió. Me llevó a su piso. Fue mi primer orgasmo, y jamás lo olvidaré.

El tipo, que decía llamarse Germán, me invitó a sentarme en el sofá; se metió en la cocina y apareció con dos latas de refresco frías, las cuales abrió tirando de las anillas. Germán era fumador; sacó pues un cigarrillo del paquete y lo encendió; después se desabrochó la camisa, quedando su pecho y su barriga, peludos, expuestos a mi vista. No sé por qué me vinieron ganas de meter mi rostro entre su rizado vello: nunca había visto algo así. Yo inmediatamente hice lo mismo: bajé la cremallera de mi suéter y mis blanquecinas tetas, coronadas de castañas aureolas, quedaron grávidas, suspendidas en el aire del pequeño salón. A Germán no se le pasó por alto y me las miró sin recato.

Germán y yo conversamos: de política, de la cual opinaba que se había convertido en un reality; de fútbol, del cual opinaba que adormecía las conciencias; de nuestra ciudad, de la cual opinaba que se había convertido en un parque temático dedicado a la restauración. En fin... Luego hablamos de nosotros mismos:

Aquí me acerqué a Germán; le dije que me llamaba Charo, y le hablé acerca de mi preocupación por no haber tenido un solo orgasmo durante el tiempo de año y pico que duraba mí vida conyugal, que ya era; y, estando hablando, él comenzó a acariciarme los pezones, que se me ponían duros y saltones, mientras miraba mi boca y mis ojos expresarse. Él me habló de su última aventura amorosa, que resultó ser con una mujer mayor que él, o sea, que si Germán rozaba la cuarentena, ¡esa mujer debía ser sexagenaria! ¡Vaya con Germán! Me contó:

"Sonó el timbre. Era la visita que yo esperaba: había invitado a una mujer a mi casa para que me enseñara a cocinar unos buenos espaguetis a la boloñesa, pues esta mujer era la cocinera del restaurante donde solía ir a comer, aunque lo que yo esperaba de esa visita era... otra cosa. Por eso fui a recibirla vestido solamente con una bata. "¡Hola, Marta, entra, entra, estás en tu casa!", le dije, franqueándole la entrada a la que yo pretendía que fuese mi amante, al menos esa noche. "Ponte cómoda, Marta, ¿no tienes calor?, yo sí", comenté abriendo un poco la bata a la altura de mis hombros, porque se me viera mi velludo pecho, cosa que ella advirtió. Marta era, sobre todo, muy guapa, y su cuerpo todavía merecía, creo, ya que seguía teniendo un trasero duro, se conservaba delgada, y sus pechos, gruesos y redondos, resaltaban se pusiese la ropa que se pusiese. Sin más, invité a Marta a que entrase en la cocina. Escogimos entre los dos la olla para hervir, la sartén para sofreír y los ingredientes necesarios. Me coloqué al lado de Marta, frente a la vitrocerámica, y empezamos a cocinar. "¡Qué calor, Marta!, ¿no tienes?", repetí, "anda, quítate la blusa", le pedí. Marta se la quitó. Entonces, yo, mientras ella cocinaba puse un brazo sobre uno de sus hombros, apoyándome. Marta giró su cuello y me miró con fijeza. Lo siguiente que pasó fue que ella se puso frente a mí, juntó su cálido cuerpo al mío, y nos besamos, con fuerza; nuestras lenguas se juntaron y jugaron entre nuestros húmedos labios calientes. Marta me desanudó la cinta con la que la bata se pegaba a mi cintura, y ésta cayó al suelo desmadejada sobre mis pantuflas; después estrujé sus tetas entre mis manos y me incliné para mordérselas. Creo que esto la excitó, porque se agachó y recibió mi polla, con su amoratado glande, entre sus labios, y luego la recorrió entera con su lengua dejándomela baboseada para poder chuparla mejor, y eso hizo, avanzar y retroceder por encima de mis carne hasta que eyaculé dentro de su boca."...

"¡Para, para, Germán, me estás poniendo cachonda!", interrumpí escandalizada su relato. Me dijo que de eso se trataba, de ponerme cachonda, puesto que a un orgasmo no se llegaba sin un calentamiento previo. De todos modos, me advirtió de que su casa no saldría sin esa experiencia, que de eso se ocuparía en cuanto nos fuésemos a la cama. Miré el reloj del móvil: ¡debía regresar a casa en media hora o mi marido me echaría en falta!

"Rápido, Germán", exigí, "acostémonos."

Fue algo místico... no, místico no, apoteósico, bueno, no sé qué palabras usar, sólo sé que al final vi fuegos artificiales y resonar de clarines cuando Germán me acabó.

Primero, nos desnudamos en la intimidad de su dormitorio para acostarnos de costado, observándonos el uno al otro; luego vino la parte en que él comenzó a acariciar mi cadera, pasando su mano desde el comienzo de mis pechos hasta el final de mi culo; más tarde, se juntó más a mí y me fue venciendo a besos hasta que quedé tumbada de espaldas sobre las sábanas; sacó la punta de su lengua y humedeció mi cuello, mis hombros, mis inflados pechos, mi ombligo, hasta que llegó a mi coño, el cual abrió con dos de sus dedos, introduciéndolos hasta alcanzar el clítoris, mientras seguía lamiendo. Sentí calor, mucho calor, y la respiración se me agitó. Apreté su cabeza contra mi pubis, fuerte, Él seguía, con sus dedos, metiendo y sacando, presionando arriba, sí, en el piso de arriba; y con su lengua, mojando; y también con su boca, chupando. Empecé a sentir como que me moría, sí. "¡Me muero!", chillé. Entonces, Germán imprimió un ritmo más acelerado a lo que me hacía ahí abajo, donde mi vista no alcanzaba por más que curvase mi cabeza para verlo, hasta que una especie de oleada inmensa subió desde mis entrañas a mi cabeza y grité desbocada, colmada de placer: "¡Germán, ah... no puedo... no puedo más... ah, ah... mue... eh, ah... muero!"; y quedé espatarrada sobre la cama, sin poder mover un solo músculo; entretanto Germán se iba subiendo sobre mí, dándome unos mordisquitos por toda mi piel que me parecían irreales de tanto placer que irradiaban por todo mi ser. "Un orgasmo, esto es", pensé, y miré el reloj digital de la mesita de noche.

"¡Germán, me tengo que ir... mi marido!", dije a modo de despedida, vistiéndome precipitadamente. Él, sentado en la cama, me sonrió amigablemente y, poniendo una mano con la palma hacia arriba, me sopló un beso que yo, con un mohín, cacé al vuelo y devolví poniendo morritos, contenta por saber que si me lo proponía habría una próxima vez.

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