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La mujer del disidente (06) El reconocimiento médico

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Cuando Amalia percibió que empezaba a amanecer se levantó de su catre y se colocó el vestido. Aún estaba húmedo tras lavarlo la noche anterior, pero temía que pudieran acercarse guardias por la mañana y la hicieran levantarse o incluso salir de su celda vestida solo con un tanga. Aprovechó también para orinar, para aliviarse y que más tarde no la volvieran a hacer orinar en público. Volvió a meterse en la cama, pero la humedad del vestido se le clavaba en los huesos, y pasó varias horas tiritando. Aun así no se atrevía a quitárselo, pues estaba segura de que le causaría problemas. Según iban pasando las horas se arrepintió de haberse vestido tan pronto. Al haberse visto privada de su reloj no tenía conciencia de la hora que sería, y la ansiedad la hizo ponerse el vestido demasiado pronto, en cuanto vio algo de luz por la ventanuca, pero aún faltaban varias horas para que la prisión despertara.

Tras lo que le pareció unas tres horas metida en la cama con su vestido aún húmedo, comenzó a oír movimiento en la galería. Parecía como que los guardias estaban moviendo bandejas, supuso que sería el desayuno para los presos. Tenía hambre, y no sabía que le traerían a ella para desayunar. Olía a café, y podía escuchar el sonido de tazas y cubiertos de los presos desayunando, pero pasaba el tiempo y nadie accedía a la antesala donde se encontraba su celda. Al cabo de una media hora escuchó una llave abriendo la puerta metálica que daba acceso a su antesala. Dos guardias que no conocía entraron y se dirigieron a su celda. De nuevo introdujeron una llave en la cerradura y abrieron la puerta de barrotes.

-Arriba! -gritó uno de ellos-.

Amalia salió de la cama y se puso en pie, estirándose el vestido.

-¿Podré ver hoy a mi marido? -preguntó-.

-Cuando lo puedas ver ya te lo dirán -le contestaron-.

-Tengo hambre -dijo ella, pero los guardias no traían nada de alimento-.

-De momento no puedes desayunar -le dijeron-.

-Estira las manos -le pidió uno de los guardias, tras lo que le colocó unas esposas-.

-¿A dónde me lleváis? -preguntó-.

-Tú cálzate, sal de la celda y sigue a mi compañero -le ordenó un guardia tras ella-.

El primer guardia salió a la galería, tras lo que Amalia la siguió. Aunque pasó por delante de alguna celda, esta vez el recorrido fue más corto y más rápido, y pocos presos repararon en su paso, ya que estaban concentrados en su desayuno. La bajaron a la planta de abajo y la mandaron entrar en una sala con diverso material médico. En el interior se encontraba de pie un hombre gordo con gafas, vestido con una bata de doctor. Los guardias la dejaron allí y salieron.

-¿Amalia, verdad? Soy el doctor Moreno, el médico de la prisión -se presentó-, y voy a proceder a realizarte una revisión.

-Los guardias no me han retirado las esposas -comentó ella-.

-No será necesario -le explicó-. Descálzate.

Amalia se quitó los zapatos.

-Ahora súbete a la báscula.

Ella subió, aunque la tarde anterior ya la habían pesado y medido delante de todos. El supuesto doctor ajustó las pesas y apuntó en una libreta tanto su peso como su altura.

-Súbete a la camilla que te voy a comprobar los reflejos -le pidió el doctor.

Amalia subió a la camilla y se subió ligeramente el vestido por encima de la rodilla para que el médico pudiera darle golpecitos con el martillo. Ella se sentía ridícula según veía cómo la pierna se le estiraba como acto reflejo respondiendo a los golpecitos del doctor. Siempre le había parecido una prueba orientada a niños, y de hecho no se la habían vuelto a hacer desde que era pequeña. Tras terminar la prueba también le tomó la tensión.

En ese momento la puerta se abrió y volvieron a entrar los guardias, pero esta vez traían a un chico esposado junto a ellos.

-Este es el chaval que detuvimos por conducir con exceso de velocidad -informaron los policías al doctor-.

El chico, con vaqueros y camisa, era mucho más joven que Amalia y la ropa que vestía, como para salir de fiesta, parecía cara. Tenía cara de asustado, y el motivo de la detención era un delito menor, no tenía pinta de haber pisado antes una prisión. El doctor pareció dejar a Amalia por el momento y se dirigió al chico. Al contrario que con Amalia, pidió a los guardias que liberaran al chico de sus esposas.

-¿Has bebido? -le preguntó-.

El chico negó haber consumido alcohol y el doctor le hizo soplar en un aparato que dio negativo.

-¿Drogas? -fue la siguiente pregunta-.

El chico también lo negó y el médico le pasó un algodoncillo por la legua que después metió en un bote para analizar.

-Quítate la ropa -le dijo el médico.

-¿Pero aquí, delante de los agentes y de esta mujer? -protestó.

-Aquí, si, ya me has oído -le dijo el doctor.

Amalia mientras, permanecía sentada en la camilla y deseaba con todas sus fuerzas que el médico terminara con el chico y se fueran, tanto el chico como los dos guardias. Siempre le había dado vergüenza acudir a un médico cuando era un hombre quién la atendía, y en ese preciso instante había cuatro hombres con ella en la sala.

El chico se quitó los zapatos, la camisa y el pantalón y el doctor también le mandó subir a la báscula para pesarle y medirle. Tras ello apuntó los datos en una ficha y le mandó sentar en una camilla que había justo enfrente de Amalia. Le tomó la tensión y después sacó un termómetro de un cajón y se lo colocó bajo el brazo, tras lo que lo dejó mientras el termómetro cogía la temperatura y se dirigió de nuevo a Amalia.

-Voy a palparte los pechos -le dijo, haciendo que Amalia se ruborizara-. Necesito que te quites el vestido.

-¿No pueden salir los demás de la sala? -pidió ella.

-No -fue la seca respuesta que le dio el médico.

En vez de irse, los dos guardias acercaron unas sillas y se sentaron. Amalia se levantó de la camilla y se subió el vestido para quitárselo. Con las esposas puestas lo hacía con mucha dificultad. Poco a poco se lo subió hasta la cadera, dejando sus piernas y su tanga blanco a la vista de todos los presentes, y con un último esfuerzo lo subió por la espalda y se lo sacó por la cabeza, liberando también sus pechos. Como tenía las esposas puestas no se pudo sacar el vestido del todo, si no que lo llevó hasta sus muñecas e hizo un rebujón con él en sus manos. Instintivamente se tapaba los pechos con él, pero uno de los guardias le ordenó poner las manos tras el cuello para dejar trabajar al doctor, con lo que sus grandes tetas eran completamente expuestas a todos los presentes.

El doctor mandó sentar a Amalia de nuevo en la camilla y empezó a palpar cada uno de sus pechos. En el segundo dijo tener duda de si había palpado un bultito y mandó acercar a los dos guardias para que le dieran su opinión. Estaba claro que ninguno de los guardias era médico, pero aun así se levantaron y se acercaron. El primero de los guardias se acercó y le tocó primero un pecho y después el otro, llegando a la conclusión de que él no notaba nada. El segundo guardia fue más brusco y primero palmó y después estrujó cada uno de los pechos. Su opinión era que parecía que el doctor tenía razón, que notaba algo.

-Pues vaya, parece que no hay acuerdo. Vas a tener que sacarnos de dudas, chaval -le dijo el guardia al otro recluso.

El chico estaba claramente sorprendido. El doctor se volvió a él, le quitó el termómetro y le dijo que no tenía fiebre. El chico avergonzado se levantó, no pudiendo disimular la erección que llevaba bajo sus calzoncillos. Tímidamente palpó cada uno de los pechos de Amalia, quién por edad podría ser su madre. El chico retrocedió y sin dirigir la mirada a ninguno de los presentes dijo no haber notado nada.

-¿Estás seguro? -le preguntó el doctor-. Palpa otra vez para asegurarte.

El chico de nuevo se acercó a Amalia y le palmó los dos pechos a la vez para comparar, uno con cada mano. El poder tocarle las tetas a esta mujer sin duda era algo para disfrutar, pero el chico estaba tan acobardado que no parecía estar saboreando el momento.

-No noto ningún bulto raro -volvió a decir, asustadizo-. Tan solo noto que un pecho es más grande que el otro, pero nada más.

Los tres hombres rompieron a reír. Cualquier mujer tiene un pecho más grande que el otro, pero eso era algo que aquel chaval parecía desconocer. Amalia, sin embargo, no se reía, si no que su cara seria demostraba profundo disgusto.

-Bien, pues entonces no será nada -concluyó el doctor, marcando algo en la ficha de Amalia-.

-¿Puedo vestirme ya? -preguntó Amalia, tapándose de nuevo sus pechos con el vestido.

-Aún no -le dijo el médico-. Túmbate boca abajo en la camilla.

Amalia lo hizo, tras lo cual el médico empezó a comprobar la curvatura de su columna vertebral. Al llegar a la parte baja de la columna, el médico la mandó incorporarse un poco y apoyarse sobre sus rodillas y antebrazos. En esta postura, para sorpresa de Amalia, el doctor agarró su tanga por los lados y se lo bajó de golpe, tras lo cual le introdujo el termómetro en el ano. Amalia se estremeció, pero permaneció inmóvil, humillada por el hecho de que al otro preso la temperatura se la hubieran tomado en la asila y a ella le hubieran metido el termómetro por el culo.

Mientras el termómetro tomaba la temperatura del cuerpo de Amalia, el médico se dirigió de nuevo hacia el otro recluso. Le ordenó quitarse los calzoncillos y la mandó colocarse en la misma postura que Amalia, pero en la otra camilla. El chico lo hizo y Amalia observó como el chaval tenía la verga completamente hinchada de la excitación. El doctor se puso por detrás del chico y se colocó un guante de goma. De repente, y cuando el recluso no le miraba le introdujo un dedo por el culo, a lo que el chico respondió con un chillido.

-Tranquilo, que solo es un tacto rectal -le dijo el doctor.

Amalia no estaba segura de cuál era el propósito de los tres agentes al realizar la revisión médica tanto al chico como a ella a la vez, si humillarla a ella, o humillarlos a los dos. Lo que sí que tenía claro es que con ella se estaban cebando, y dado que las pruebas que le hacían a uno también se lo hacían al otro, suponía que el tacto rectal solo era cuestión de tiempo que se lo realizaran a ella también, aunque nunca le habían hecho uno y no estaba segura de si esa prueba también se le hacía a las mujeres. En cualquier caso, no tenía duda de que esas pruebas no valían para nada, y eran una mera excusa para burlarse de ella y molestarla.

Cuando el médico terminó con el tacto rectal al chico, le dijo que se incorporara en el borde de la camilla y efectivamente se dirigió hacia ella, tal cual se había imaginado.

-Amalia, a ti te vamos a realizar una palpitación recto vaginal -le dijo mientras le extraía el termómetro-.

El doctor le indicó que tenía algo de fiebre, algo que ella ya suponía tras pasar varias horas acostada con su vestido aún húmedo. El médico apuntó la temperatura en la ficha, tras lo cual se situó tras Amalia sin siquiera cambiarse el guante con el que había introducido su dedo en el culo del otro chico. La postura de Amalia era esperpéntica, a cuatro patas sobre la camilla, con las manos esposadas y el vestido enganchado en sus muñecas, con las tetazas colgando, el tanga bajado a sus muslos y con el culo en pompa, mientras otro recluso la podía observar sentado sobre la camilla de al lado, con dos policías viendo sus aberturas desde detrás y con un pseudo-médico loco a punto de introducirle sus dedos en sus cavidades más recónditas. El medico sin reparo alguno hizo tal cual había indicado y le introdujo dos dedos de la misma mano a la vez, uno por la vagina y otro por el ano. La sensación era extremamente molesta para Amalia, quien tuvo que esperar hasta que el medico terminó de hacer las palpitaciones en su interior y extrajo los dedos, tras lo que ella sintió un gran alivio. Dado que nadie le decía nada, Amalia continuó en esa posición sin atreverse a mover, hasta que de repente notó cómo una mano le pasaba por entre las piernas y con dos dedos pellizcaba unos pelillos de su vulva y tiraba con fuerza arrancando varios de ellos. Amalia soltó un chillido y creyó escuchar al médico decir algo de su higiene personal y de que tendría que ir a la peluquería, o algo así, pero que ya lo tratarían más adelante. Aún dolorida el médico la mandó incorporarse, con lo que sentó sobre el borde de la camilla, justo enfrente del otro preso. En ese momento, el médico le mandó abrir la boca y le introdujo el dedo enguantado en la boca, con la excusa de mirarle la garganta. Ella casi vomita, pues el doctor no demostró delicadeza alguna, aparte de que ese dedo era el que había introducido tanto en el ano del chico como en la vagina de Amalia. El tacto en su lengua de los restos de caca del chico, así como de sus jugos vaginales le provocaron mucho asco, pero a pesar de las arcadas consiguió no vomitar. Cuando el doctor terminó, Amalia hizo amago de subirse el tanga que tenía a mitad de sus muslos, pero el médico no se lo permitió, al contrario, con fuerza tiró de él y se lo sacó hasta las rodillas.

-No te vistas todavía, nos serás útil así -le dijo, tras lo que se dirigió a una cajonera en la parte trasera de la sala-.

Cuando volvió traía un pequeño frasco que le entregó al otro preso.

-Necesitamos una muestra de esperma, para asegurarnos de lo de las drogas -le dijo mientras le entregaba el frasco-.

El chico estaba muy nervioso, sentado desnudo sobre la camilla y con su pene erecto, pero ruborizado y con la mirada hacia abajo.

-Has tenido suerte que tenemos aquí a Amalia, desnuda frente a ti para facilitarte la labor, que no queremos estar hasta mañana -le dijo separando las piernas de Amalia, para que quedara aún más expuesta-.

El tanga de Amalia se descolgó de una de las piernas al abrirlas el médico, y quedó colgando del otro tobillo. El chico resignado empezó a masturbarse, pero no levantaba la mirada hasta que los guardias le ordenaron mirar a la mujer. El chico tímidamente empezó a fijarse en la figura desnuda de Amalia e iba alternando su mirada entre el coño y las tetas. En menos de un minuto había eyaculado, dejando involuntariamente saltar algún chorro de esperma y depositando el resto de semen en el bote.

-Bien, tú has terminado -le dijeron-. Vístete que nos vamos.

-En cuanto a ti, Amalia, aun te queda una última prueba.

El doctor se acercó de nuevo a uno de los cajones del fondo y sacó un bote para recoger muestras de orina, tras lo que le pidió a Amalia que le facilitara una muestra. Ella preguntó dónde podía miccionar, pero como se temía le indicaron que lo hiciera allí mismo. Mientras el otro recluso se vestía, Amalia se incorporó y de cuclillas se colocó el bote bajo su vagina. Intentaba orinar, pero con los nervios no le salía nada. Al chico le dio tiempo a vestirse y uno de los guardias se lo llevó de la sala, pero ella todavía no había echado una sola gota. El doctor y el otro guardia se sentaron en la camilla frente a ella, esperando y observando. Se la veía a disgusto, en una postura incómoda, con el vestido arremolinado entre sus manos esposadas, intentando sujetar el bote para la orina. Por fin al cabo de unos instantes empezó a salir un chorrillo. Al principio era un hilillo, pero después llenó el bote, y no pudiendo contener el resto de la orina la derramó, mojándose las manos y el vestido, y encharcando el suelo. Cuando terminó extendió el bote al doctor, quién manifestó su repugnancia al estar impregnado de orina, pero aun así lo cogió con su mano enguantada y lo cerró con un tapón.

-Por supuesto que esto no lo vas a dejar así -le dijo el guardia-. Límpialo con el trapo que tienes entre las manos.

Amalia se agachó y limpió la orina con su vestido.

-Limpia también eso -le dijo el guardia señalando con la bota el semen que había expulsado el chico-.

Amalia también lo limpió.

-Ahora ponte los zapatos y vístete, que volvemos a la celda -le instó el guardia, extendiéndole primero un zapato y luego otro-.

Amalia se calzó cada zapato según se lo entregó el guardia y con apremió se quiso volver a poner el tanga, pero con los zapatos de tacón y las manos esposadas se le hacía difícil.

-Vamos que no tengo toda la mañana -le advirtió el guardia-.

Con el guardia apremiándola, Amalia se puso aún más nerviosa, y no atinaba a meterse el tanga por la otra pierna, con lo que el guardia se impacientó.

-Ya está bien -dijo-. ¿Te estás riendo de mi?

Amalia justo en ese instante consiguió meter la otra pierna, pero el guardia la agarró por las esposas y empezó a tirar de ella sacándola de la habitación. Con las bragas en los tobillos avanzaba a trompicones por el pasillo, a punto de caer.

-Sube por la escalera -le ordenó, soltándola-.

Amalia empezó a subir con las bragas bajadas, y ya oía el jaleo de los presos en el piso de arriba. Como no quería subir así, aprovechó el descansillo para rápidamente agacharse y agarrar el tanga, subiéndoselo en el siguiente tramo de las escaleras.

Justo llegó a la planta superior con el tanga en su sitio, pero el vestido por fuera, en sus muñecas, con lo que según avanzaba frente a las celdas, los presos que la noche anterior ya le habían visto una teta, ahora la estaban viendo en tanga y con las tetas al aire.

Al llegar a una de las compuertas con barrotes que dividían la galería, se toparon con que estaba cerrada, seguramente adrede. Los presos disfrutaron ese momento mirándola, mientras el guardia la dejó allí a ella sola en lo que supuestamente iba a por la llave. Afortunadamente para ella, todos los presos se encontraban en sus celdas, con lo que no pudieron hacerle nada, tan solo disfrutar visualmente de su humillación. En lo que el guardia volvió, Amalia consiguió colocarse de nuevo el vestido, pero estaba asqueroso, con lo que la sensación le era muy incómoda. Aun así, prefería estar vestida frente a todos aquellos hombres.

Al poco volvió el guardia y por fin la dirigió de nuevo a su celda. Allí permaneció sentada en su catre hasta que a las doce apareció de nuevo el guardia y le trajo una bandeja con un caldo, un filete con patatas y una manzana.

-Aquí te traigo el almuerzo -le dijo-. Coge fuerzas que a la tarde tenemos un trabajillo para ti.

El guardia se fue y Amalia comenzó a comer en soledad, aunque a pesar de la tranquilidad relativa, el suspense de que le esperaría por la tarde no le permitió disfrutar de su alimento.

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