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La adivina: El desenlace

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Eran las doce de la noche. Luis estaba echado sobre la cama, en calzoncillos. La Adivina apareció de la nada. Luis, al verla al lado de la cama, se asustó. Hizo una cruz con los dedos.

-¡Va de retro, Satanás! -le dijo.

La Adivina volvió a dejar caer al suelo la túnica blanca. Luis volvió a ver aquel cuerpo perfecto y el miedo dejó paso a una erección.

-Ya veo que sabes mi nombre. ¿Cuál es en tuyo?

-La gente me llama La Adivina.

La Adivina se metió en la cama.

-¿Eres una bruja?

-Soy mucho más que eso.

-¿Cuál es tu verdadero nombre?

La Adivina cedió y le dio su nombre.

-Sechesedassechein.

-Seche, que?

-Sechesedassechein.

-Te llamaré... Seche.

Luis besó en los labios a Sechesedassechein. Después chupó y lamió aquellas tetas redonditas y duras y sus grandes pezones. Le masturbó el chocho... Cuando vio que ya estaba caliente se quitó los calzoncillos.

-Te toca, Seche -le dijo llevándole la polla a una de sus manos.

La Adivina, en vez de masturbarlo y hacerle una mamada, le volvió a poner aquel chochito peludo en la boca. Luis se lo comió. Cinco o seis minutos más tarde La Adivina se corrió en la boca de Luis.

-¡Veni... Vidi... Vinci! -exclamó, y luego despareció.

Luis iba a maldecir su suerte cuando llamaron a la puerta de la habitación. Era María que al asomar la cabeza en la puerta de la habitación y ver aquel pollón empalmado fue dejando su ropa por el camino a la cama.

Luis, caliente como lo dejara la Adivina, se follaría a una oveja. Y no le importó que María tuviera sus grandes tetas algo decaídas, ni que tuviera michelines... La follo por delante, por detrás. Le folló en culo. Se corrió entre sus tetas, y María, ¡Ay María! La mujer llevaba 20 años sin follar y se corrió seis veces.

Al acabar, Luis, se quedó dormido. María, que se había desvelado, le fue a echar de comer a los seis cerdos que tenía. Estaba en la pocilga cuando entró un cuervo y la atacó. Cayó con la cabeza sobre un comedero de piedra y quedó inconsciente. El cuervo le quitó los ojos y los cerdos se dieron un festín con ella.

A la mañana siguiente, Luis y Diana estaban desayunando unas papas de maíz.

-¿Has visto a mi madre, Buhonero? -le preguntó Diana.

-Esta mañana, no. Ayer noche, sí.

-Ya os oí. Le hacía falta. Llevaba años sin nada.

Luis cambió de tema. Volvió al suyo.

-Dime, Diana. ¿Dónde vive La Adivina?

-Tienes fijación con esa mujer.

-Lo que tengo son cuentas pendientes.

-Ya te dije que es una bruja.

-Sé de buena tinta que es mucho más que eso.

-¡¿Se acostó contigo?!

-Algo así.

Diana se santiguó.

-¡Estás muerto! ! Y yo estoy muerta por haber follado contigo!

-Entonces tu madre debe estar muerta.

-¡Mi madre ya no vuelve a aparecer!

-Estás loca de atar. ¿Dónde vive la Adivina?

Diana estaba llorando.

-¿Vas a matarla?

-Ya veremos. A lo mejor la mato a polvos.

Diana intentó quitar provecho.

-Por si no vuelves. ¿Dónde guardas el oro?

-¿Para qué lo quieres, no decías que estabas muerta?

-Para huir de este pueblo, que en vez de Paraíso debía llamarse Infierno.

-Te madre seguro que se fue a comprar algo. Si me dices donde vive la Adivina cuando vuelva te doy diez pepitas de oro de las grandes.

Diana ya no pensaba como antes.

-Y tela para dos vestidos.

-Y tela para cuatro vestidos.

Diana se tranquilizó.

-Al final del pueblo, junto al río.

Luis fue en busca de la Adivina. Al final del pueblo, junto al río y en medio de dos sauces llorones, vio una casa blanca. Al llegar a la puerta de la casa, que estaba abierta, un frio glacial hizo que se estremeciera su cuerpo. Reinaba el silencio total. Entró en la casa. La casa tenía un solo hueco, en el que había una cocina de piedra, una mesita de noche y una mesa con dos sillas, en una de las sillas estaba sentada Schesedassechein. Encima de la mesa había una bola de cristal.

-Siéntate y dime que quieres saber.

Luis se sentó.

-Quiero saber que sientes por mí.

-Me gustas.

-Quiero saber cuándo te voy a follar.

-Nunca.

Luis se puso chulito.

-¡Aún no nació la mujer que se pueda reír de mí sin atenerse a las consecuencias!

Luis se levantó de la silla. La Adivina también se levantó. Parecía asustada.

-¡No, Luis, no, no lo hagas!

Luis la cogió en brazos y la echó sobre la cama. Sacó la polla empalmada.

-¡Ahora vas a saber lo que es bueno!

La Adivina, que no llevaba bragas, cuando la penetró, le arañaba y le pegaba, pero al rato ya echó las manos al culo de Luis y le ayudaba a penetrarla... Y ocurrió lo que tenía que ocurrir, Sechesedassechein se comenzó a correr.

-¡No te corras dentro de mí, Luis!

Luis no hizo caso. Se corrió dentro de Sechesdassechein.

De la espalda de la joven comenzaron a salir unas inmensas alas. Su cuerpo se fue transformando hasta convertirse en una descomunal mantis religiosa. Luis, con los ojos desorbitados veía como aquel monstruo, del que no se podía librar, le comenzaba a comer la cabeza.

FIN

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