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Libertad

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Dunia esperaba en la esquina. Su falda larga apenas mostraba un poco de su piel, la del tobillo cercana a los zapatos de tacón. Guillermo, un ejecutivo freelance con vocación de soltero, la observaba desde detrás de la cristalera del bar de enfrente. ¿Quién sería su nuevo amante? La envidiaba.

Sí, Dunia era gorda, ¿y qué?; sabía cómo comportarse en la cama con los hombres, conocía cuáles eran las manivelas que debía accionar para que gozasen, si no que se lo preguntasen a Guillermo.

La primera vez que éste probó con Dunia estaba muy salido. Ella le propuso ir a cenar a un restaurante chino, y la conversación sobre sexo salió de sus bocas con total naturalidad. Conforme hablaban, Guillermo notaba como su pene iba creciendo en el interior de sus slips hasta dolerle. Miraba los labios y los ojos de Dunia moverse y, en fin, ella era gorda pero ¡tan guapa!: sus suaves y tiernas mejillas, sus labios rojos, sus largas pestañas... Después, entretanto seguían conversando, Guillermo se detenía a medir el volumen de sus gruesos pechos que ella apoyaba sobre la mesa al descuido, flácidos y seductores. Verla desnuda será un deleite. «¿Oye, nos vamos a mi casa?», soltó ella de sopetón; él asintió.

Nada más atravesar el umbral del pisito de Dunia, en cuanto ella echó la llave por dentro, Guillermo se abalanzó sobre la mole del cuerpo de ella, estrujando su trasero celulítico con las palmas de sus manos sobre la falda, mientras la besaba ferozmente en los labios. Estuvieron de esa manera más de cinco minutos: las respiraciones de ambos estaban muy agitadas; se separaron despacio y se observaron. «Vamos a mi cama», dijo ella, ciega de deseo; «Si, vamos», dijo él.

Se desnudaron con la luz apagada, cada uno a un lado de la cama. Guillermo oyó el quejido de los muelles cuando el peso de ella se asentó en el colchón; él entonces se dejó caer con suavidad sobre ella. Notó la temperatura de los pechos de ella sobre su torso, y se encorvó para besarlos en todo su contorno, casi los podía masticar de tan esponjosos que los tenía. Su pene, completamente tieso, rozaba el peludo coño de Dunia en cada movimiento. Ella contoneaba sus caderas como adecuando su posición a una pronta penetración. Él agarraba los pliegues de su gordura en la cintura de ella para ayudarse a encontrar los labios vaginales por donde inyectar su fogosidad y poder calmar la de ella. Así, a tientas y a oscuras, sus cuerpos finalmente se acoplaron; y copularon. Sí, con Dunia; fue la primera vez.

Pero Dunia, que desempeñaba una eficaz labor como redactora y entrevistadora en un prestigioso periódico local, no siempre estaba disponible, y había días en que Guillermo tenía que apaciguar su libido masturbándose. Como ese día, cuando, sabiendo Guillermo que Dunia estaría tomando café en su bar favorito, él entró decidido a entablar conversación con ella y terminar en su cama. Porque sí, Dunia era gorda, pero también joven, frisaba los cuarenta, muy sociable, y apetecible: a ningún hombre se le pasaba por alto mirar su enorme culo ni sus anchas caderas ni sus protuberantes pechos. Ese día Guillermo la vio sentada frente a una mesa sobre la que había un bocadillo de panceta mordisqueado y un vaso alto de café con leche humeante. Ella también le vio y le saludó alzando el bocadillo con su mano; Guillermo se acercó. «Hola, Dunia», saludó; «Hola, Guillermo, ven, siéntate aquí conmigo, ¿qué vas a tomar?», ofreció ella; «Un café, sólo un café cortado». Pidieron al camarero. Después de varios minutos de intrascendente conversación, Guillermo fue a lo que fue. «Dunia, ¿voy esta noche a tu casa?»; «Esta noche no, Guillermo»; «¡No!, ¿y eso?»; «No estará mi cama libre». Celoso, Guillermo preguntó: «¿Con quién te lo vas a hacer?» Este interrogante molestó a Dunia. «Mira, Guillermo, con quien me vaya a la cama no es asunto tuyo..., me gusta hacerlo contigo, pero, como tú comprenderás, yo soy gorda, y los hombres se hartan pronto de las gordas, así que procuro disfrutar de mí sexualidad sin perjudicar a nadie, y es por eso por lo que no me comprometo con ningún hombre, ni tan siquiera contigo a pesar de lo que me gustas». Guillermo se dio cuenta del error cometido, y le pidió perdón. No obstante, Dunia, a la que le había gustado la morbosidad implícita en la pregunta que le había formulado Guillermo, dijo que, en realidad, esperaba que su cama no estuviese libre esa noche, pues tenía un plan que quería llevar a cabo con éxito. «¡Qué pasa!, ¿te quieres pasar por la piedra a un famoso?», soltó Guillermo divertido; «Bueno, algo así», respondió ella haciendo un aspaviento con una mano.

Como ya dijimos, esa noche Guillermo se tuvo que conformar con una rutinaria paja que le supo a poco.

El día siguiente, una vez que se hubo duchado y hubo desayunado, Guillermo comenzó a ojear las noticias en su smartphone: internacionales, nacionales, locales, deportes, sociedad... ¡alto ahí!; leyó el titular: «El cantante Berto Boronés visita nuestra ciudad para presentar su último trabajo»; miró las fotos: en ellas se veía al apuesto y veterano cantante rodeado de fans, todas mujeres, todas con el cedé en la mano; algunas más lejos otras más cerca... ¡más cerca! Guillermo se acercó el móvil hasta rozar su nariz; amplió la foto: no había dudas: la mujer gorda que tenía cogida del brazo a Berto Boronés, la que acercaba tanto su boca a la oreja del cantante, como si le estuviese susurrando algo, era..., ¡era Dunia! «Sí será»..., exclamó Guillermo boquiabierto.

Dunia seguía esperando. Guillermo la seguía observando. La cristalera comenzó a mancharse de pequeños salpicones: llovía. Dunia cogió de su bolso un pequeño objeto cilíndrico que resultó ser un paraguas y lo desplegó mirando los grises nubarrones. Guillermo se acordó de que un día muy parecido a este, ella le telefoneó estando él en el gimnasio; daban ya casi las diez de la noche y Abdul, el senegalés que en ese momento estaba en recepción, estaba a punto de cerrar:

«¡Guillermo, una llamada para ti!», gritó Abdul. Guillermo se volvió con gesto de sorpresa hacia el africano, con los brazos en jarras, y gritó: «¡Quién!»; «Una tal Dunia». Caminó los cinco metros que le separaban del mostrador y Abdul le tendió el teléfono. «¿Dunia?... sí, dime... ya mismo termino... bueno, si quieres esperarme... ¿qué estás abajo?, pues, no sé, sube, será mejor, está lloviendo, espérame aquí sentada... vale». Inmediatamente sonó el telefonillo; Abdul miró por la cámara, guiñó un ojo a Guillermo y abrió. Apareció Dunia por la puerta; iba vestida con una falda negra larga, de la que sobresalían por debajo las punteras de unas zapatillas de deporte y una camisa estampada sacada por fuera, el impermeable lo llevaba colgado del brazo. «Hola, ¿interrumpo algo?», dijo con jovialidad al ver juntos a Abdul y a Guillermo acodados sobre la madera del mostrador; «No», dijeron los dos a coro. Dunia entonces se sentó en uno de los sillones cercanos a la puerta de la entrada y dijo: «Te espero, Guillermo»; «Si, sí, diez minutos más, una duchita y me voy, además Abdul cierra en breve»; « Sí, a las diez en punto», concretó Abdul; «Bueno, ponte cómoda, ahora vengo, y tú, Abdul, trata bien a mi amiga», advirtió Guillermo bromista, levantando un dedo índice, para después internarse entre los aparatos. Ya llevaba cinco minutos haciendo dorsales cuando pensó: «Bah, termino, estoy cansado y quién sabe..., a lo mejor esta noche mojo»; y se fue a las duchas. Regresó a la zona de recepción, pero no pudo ver a Abdul ni a Dunia: ¿dónde se habrán metido esos dos? Se encorvó por encima del mostrador por ver si se habían escondido para darle una broma, pero no estaban. Rodeó el mostrador para ver si estaban en el despacho, pero la puerta estaba abierta y no se veía a nadie. Entonces oyó ruidos, como cuchicheos, que provenían de la sala de masajes, y hacia allí se encaminó. El cierre esmerilado le permitió ver las siluetas. «Aquí están», se dijo, y empujo la corredera suavemente, hasta detenerse en seco; por la corta abertura pudo ver la cabeza de Dunia inclinada sobre el tronco de Abdul, que estaba tumbado en una camilla, pudo ver los rojos labios de ella recorrer toda la extensión del chocoloteado y ancho pene de él, pudo ver el blanco semen desparramarse cuando ella lo terminó con su mano. Guillermo cerró.

Una vez en la calle, estando caminando, Guillermo dijo, celoso: «Veo que te ha gustado Abdul, os he espiado mientras estabais en la sala de masajes»; « Qué cotilla», comentó ella, «teníamos que hacer tiempo, vi su abultado paquete y me insinué, él no opuso ninguna resistencia»; «¡Qué resistencia va a poner, le has hecho una mamada!», exclamó él; «Sí, claro, viéndolo así»..., dijo ella, «por cierto, ¿te quedas esta noche en mi casa?, me apetece dormir acompañada..., dormir y algo más», añadió sonriendo y moviendo su cara de lado a lado; «Si, Dunia, voy a tu casa.»

Guillermo y Dunia follaron, follaron mucho esa noche. Guillermo estaba muy excitado por lo que había visto en el gimnasio; Dunia, también, porque el sonido de la lluvia le ponía.

La lluvia ponía caliente a Dunia, y Guillermo podía ver, bajo la falda, bajo las bragas, su vagina resbaladiza, podía tocar su temperatura, podía oler su penetrante sudor. Se ensimismaba añorando las noches pasadas con Dunia, se arrepentía por haberla llamado «gorda» aquel día que fingió no haberla visto en la calle cuando iba en compañía de una joven y guapa dependienta de una tienda de moda; porque Dunia era gorda, pero no permitía que nadie la llamara así, «gorda», excepto ella misma. «¿Quién sería su nuevo amante?», se martirizaba Guillermo.

El día que Dunia lo mandó a la mierda, Guillermo había salido de compras muy temprano. Iba de tienda en tienda por el centro de la ciudad buscando vestuario de otoño. En una de las tiendas, una dependienta se le insinuó en el probador: una veinteañera con los pechos operados, con una melena planchada teñida de azabache, uñas de pies y manos pintadas de rosa, la de los pies sobresaliendo de la tira más estrecha de sus sandalias, que vestía un uniforme consistente en un pantalón de pitillo ajustado a sus piernas y una camiseta de tiras de cuello redondo con el logotipo de la empresa. Guillermo, que no le doblaba la edad por muy poco, aunque se sabía apuesto y atractivo, no se lo esperó, no obstante reaccionó con prontitud y le propuso una cita a la muchacha, que dijo llamarse Patri, a la hora del almuerzo, en la que ella acababa su turno. La esperó. Después fueron a un restaurante de comida rápida, donde él le propuso cama y ella aceptó risueña. Luego caminaron hacia su céntrico apartamento, ambos cogidos por la cintura diciéndose palabras al oído y haciéndose arrumacos que culminaban en besos candentes en bocas y mejillas. Entre el gentío, Guillermo vio a Dunia, que sostenía una carpeta al final de su brazo, pegado a su enorme cuerpo; seguramente se había citado con alguien para una entrevista, y se cruzaron a pocos metros de distancia. Guillermo supo que Dunia le había visto, por la orientación de su cara; él desvió su mirada hacia el terso cuello de Patri y la besó. Ya estaban Guillermo y Patri desnudos sobre las sábanas cuando se oyó en el smartphone de Guillermo el sonido de una notificación, un mensaje, Dunia; empuñó el aparato, que estaba sobre la mesita de noche, y leyó: «Te acuestas con esa»; « Sí»; «¿Mejor?»; «Probaré, tú estás gorda»; «Hijoputa». La había perdido para siempre.

Pasó la tarde entera follando con Patri, pero... no fue lo mismo que con Dunia. Patri tenía un cuerpo casi perfecto, le gustaba follar con la luz encendida. Patri sabía hacer mamadas, aunque se adornaba demasiado: hacía movimientos circulares con su cabeza, con el pene introducido en su boca, que no hacían más placentero el acto, más bien lo desvirtuaba: seguramente lo había visto hacer en una película porno; eso sí, se tragaba todo el semen, rebañando hasta el último hilo de babaza. Patri, entre polvo y polvo, bromeaba diciendo obscenidades del tipo: «Me pones perra», «venga, cómeme las tetas, cacholobo», «tengo el higo chorreando, méteme tu cipote y párteme por la mitad»; pasado un tiempo razonable, que ella consideraba de recuperación, se tumbaba de espaldas, se abría de piernas mostrando su pubis depilado y decía: «Venga, fóllame»; Guillermo la cabalgaba con fuerza, contemplando la estirada piel de sus pechos, que se balanceaban al compás de sus avances, su ombligo redondito y oscuro, sus caderas finas y prietas; por último, cuando le faltaba poco para correrse, observaba su rostro feliz enmarcado por la melena negra esparcida encima de la almohada, aunque de su boca no saliera ni un gemido. Después Patri quiso que Guillermo la penetrara poniéndose a gatas. Lo hizo: bombeó en el interior de ella hasta verterse mientras miraba extasiado la rajita de su culo por encima de la vulva que él atravesaba con su ariete. Patri esta vez chilló, quedando bocabajo, exhausta, aún con el clavo de él entre sus muslos.

A eso de las diez y media de la noche, Patri salió de la cama, donde los dos habían echado una cabezada, y se visitó canturreando una canción de moda. Guillermo se desperezó y la miró, tan bella, tan esbelta. «Oye», dijo ella, «ya somos novios»; «¡Que!», soltó él; «Que ya somos novios, hemos follado... ¡te he hecho una mamada, me he tragado tu leche!»; «Sí, ¿y?»; «Oye, ¿no te habrás querido aprovechar de mí, verdad?», dijo ella agachándose y abrazándole; «No... no, sólo es que»...; «Además seremos padres»; «¡Cómo!, no usas protección»...; «¿Tú has usado?»; «No, pero»...; «¡Mira que joya te llevas!», exclamando esto, Patri giró sobre sus pies abriendo los brazos, «mañana sin falta me mudo aquí, contigo, verás qué bien lo pasaremos». Guillermo se quedó vacío. «Oh, Dunia», lamentó en silencio.

Un coche utilitario se había detenido frente a Dunia. «Ahí llega», se decía Guillermo, «su nuevo amante». Un hombre, de aspecto descuidado, barba de tres días y cabello rizado, vestido con un chándal, se bajó por la puerta del conductor y fue hacia Dunia, que al instante plegó el paraguas, sonrió y le plantó un beso en los labios, tomándolo por los hombros, doblando una de sus rodillas, pegando su cuerpo al del hombre en una pose muy femenina, y, después de decirse algo, ambos emprendieron una graciosa carrerita para meterse en el coche, a salvo de la lluvia. Luego rugió el motor y se alejaron.

Guillermo recordó aquellas vacaciones en el camping nudista, no podía borrárselas de la cabeza: se habían levantado temprano; Dunia y él fueron a darse un baño a la playa; jugaron con la arena, se semienterraron el uno al otro, nadaron, descansaron desnudos sobre el manto de tierra granulada; más tarde comieron y volvieron al mar. La playa se iba quedando vacía de gente: sólo se podían ver a algunas parejas desperdigadas, que, acarameladas, se besaban y tocaban; ellos hicieron lo mismo: Dunia se tumbó de espaldas y Guillermo, junto a ella, con un antebrazo apoyado en la arena, se inclinaba para besar sus labios, su ancha papada, sus senos fofos, mientras con la mano libre acariciaba sus gruesos muslos y su pubis velludo; pronto sus dedos se abrieron paso dentro de la intrincada maleza negra y rizada y encontró las jugosas blanduras palpitantes que esperaban su llegada con regocijo, abriendo su permeable frontera, haciendo tangible su escondido tesoro: su clítoris. Guillermo accionó el carnoso botón y un gemido brotó de la garganta de Dunia; él siguió con el vaivén hasta que ella, saciada, dijo «para». Lo siguiente fue que ella lo montó a él: se subió encima, lo aplastó contra el suelo mientras agitaba sus anchas caderas en vertical, hasta que él rugió de placer y derramó su semen dentro de la gran hembra. Y terminaron, y se sentaron a contemplar la solemne puesta de sol. Dunia miró a Guillermo, habló: «Guillermo, hemos dormido, hemos comido, hemos follado... como animales, y estamos satisfechos, pero somos seres humanos, y soñamos»; «¿Qué soñamos, Dunia?»; «El ser humano siempre ha soñado con hacer un mundo mejor»...; «Sí, Dunia, un mundo mejor»...; «Con la libertad, ¿sabes qué es la libertad, Guillermo?»; «S-sí, supongo que es liberarse de compromisos, hacer lo que te dé la gana»; «No, no exactamente, Guillermo, yo diría que es suprimir o modificar las condiciones que te oprimen, eso es»; «Sí, puede ser»...; «Piensa en ello, Guillermo».

El sol se ocultó del todo y los dos, cogidos de la mano, fueron al bungalow a reponer fuerzas para el día siguiente.

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