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Lujuria por mi suegra
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Tiempo de lectura: 6 minutos

El padre de mi esposa, Francisco, es un hombre muy adinerado de 69 años. Yo lo conocí hace ya un lustro en un foro internacional para presidentes de empresas y por razones de piel simpatizamos enseguida a pesar de ser él 35 años mayor que yo. Creo que se impresionó por ver que a mi edad tenía los cojones suficientes como para mantener mi propia compañía, y la amistad se hizo genuina y rápida.

Al tiempo de frecuentarnos profesionalmente, conocí a su hija y me enamoré de ella. Francisco no opuso resistencia. Al fin de cuentas era evidente que la unión sería más que algo sentimental una virtual fusión de capitales.

Un año después de mi matrimonio, su esposa falleció y un año más tarde, luego de un viaje, él anunciaba que había contraído en secreto nuevas nupcias con otra mujer, desconocida para todo su entorno familiar y 25 años menor.

Recuerdo bien esos tiempos. Mi esposa era una furia de celos, y, siendo muy moralista, estaba escandalizada.

Creo que por eso Francisco demoró en presentarla formalmente. Sin embargo, y gracias a nuestra amistad, me confesó que Sandra (ese era su nombre) había sido un gran consuelo en su vida.

Por consejo mío, accedió a presentarla en una reunión social que brindaría en su mansión junto a nuestras amistades. Yo supuse que en público mi esposa lo soportaría mejor.

Lo que no podía suponer era que el verdadero peligro era Yo mismo. Y me di cuenta en cuanto vi a Sandra por primera vez.

Ella resultó ser de alta clase. Refinada, esbelta, de un rostro precioso que cuadraba perfecto a sus 45 años. Aunque su esbelto (¿o debo decir escultural?) cuerpo parecía de 30. Más aún cuando mi primera visión de ella fue enfundada en un vestido blanco entallado, muy escotado para poder lucir unos pechos que se adivinaban firmes y grandes, piernas de gimnasio interminables y sandalias plateadas de tacón con finísimas tiras y tacos aguja.

La vi y me enamoré. A partir de ese momento supe que mis esfuerzos solo serían para follármela.

En segundos la catalogué como a una perra sedienta de sexo. Placer que Francisco no podría darle por su avanzada edad y por su secreta afición a la bebida.

Apenas pude dominarme al darle el beso de presentación en la mejilla. Sin pensarlo, mi mano escapó de control y se posó en su espalda baja que el vestido dejaba profundamente al desnudo y casi al límite superior de su redondo culito.

Sentí que ella acusó el movimiento. Tal vez, luego de un nanosegundo de duda pensó que no era algo preocupante. Que quizás exageraba al pensar… Y simplemente me devolvió el beso al tiempo que decía a mi esposa:

"Eres más linda de lo que tu padre cuenta. Te mereces este galán que tienes por esposo".

Para mí eso fue un mensaje: Me había registrado y no le era indiferente.

Esa noche para mí fue muy larga. Sandra me tenía poseído con su blanca sonrisa de dientes perfectos, sus ojos celestes de muñeca y su lacio pelo rubio que caía hasta casi los hombros.

Sus pasos eran un desfile de bellísimas piernas. Acodado en la barra mi polla se endurecía con la imagen de mí mismo lamiendo sus sandalias y penetrando su culo solo tapado ante mis ojos por un finísimo hilo dental.

Francisco estaba feliz. Pero bebía en exceso. Era obvio que esa noche Sandra no tendría sexo y eso me estaba desquiciando.

Fuimos los últimos en irnos y cuando llegué a casa mi mujer recibió la mejor cogida que yo recuerde haber propinado a alguien.

Pero ni eso me calmó.

Casi no pude pegar un ojo hasta que, con mi esposa ya dormida, pude acariciar mi polla con la fantasía de poseer a Sandra.

El tiempo comenzó a pasar lentamente a partir de ese día. Todos mis pensamientos estaban destinados a Sandra.

Por razones sociales íbamos a muchos lugares juntos ambas parejas. Eventos de empresa, cenas de caridad, días de campo o simplemente tardes en mi mansión o en la de Francisco.

En todas ellas Sandra parecía ser una modelo. No importaba que ropa luciera, si eran zapatos cerrados de alto tacón y punta metálica, ó finas sandalias altas, siempre, siempre lograba ponerme a mil. Y nunca tenía oportunidad de acercarme.

Pero esa oportunidad llegó casi sin quererlo, cuando un viaje sorpresivo alejó a Francisco de la ciudad. Tan sorpresivo fue, que solo lo pensé al salir conduciendo mi automóvil del aeropuerto donde lo había acompañado a abordar su avión.

Solo al imaginar que estaba decidido a atacar hizo que mi polla se erectara y sin darme cuenta, pocos minutos después, estacionaba mi auto dentro de la mansión de mi suegro.

Sandra se mostró sorprendida de verme a esa hora tan poco habitual. Yo sin embargo, al verla con ese ajustado traje de falda a la rodilla y zapatos blancos de tacón supe que había hecho bien en acudir.

Me invitó a pasar y me ofreció un whisky para ambos que ella misma preparó dándome la espalda y dejándome una vez más el placer de venerar su maravillosa figura.

No pude controlarme.

Lentamente me acerqué a ella por la espalda y tomándola por la cintura empecé a besar su cuello.

Ella se sacudió y dándose vuelta sobresaltada me dijo:

"¡Que hacés!???

Entonces saqué fuerzas de donde no creí tener y le conté todo lo que sentía con lujo de detalles, sin retroceder un solo paso para mantener con su cuerpo una distancia de impacto.

Sentía su aroma y mi cuerpo alcanzaba temperaturas límite.

Ella guardaba silencio, pero mirándome fijo a los ojos me dijo con voz temblorosa.

"No podemos Carlos. Esto está mal".

¡Ella también estaba que ardía por mí!

Yo insistí atrayéndola hacia mi cuerpo mientras mis manos buscaban su culo.

"No Carlos", repitió, "los sirvientes… vamos al cuarto"

Y me separó, tomó la botella de whisky y sin mirarme caminó hacia el ascensor con una sensualidad que jamás había yo visto en alguna mujer.

Cuando la puerta del cuarto se cerró y la tomé en mis brazos ella ya no se resistió.

Nuestras lenguas chocaron con fuerza y mis manos trataban de abarcar su cuerpo con fuerza y con pasión.

Ella desabotonaba su camisa para dejar libres sus firmes y puntudos senos.

Yo desabroché su falda y solo quedó con su tanga de hilo dental y sus zapatos blancos de tacón.

No aguantaba más. Mi polla parecía atacada por fiebre. Me tomaría mi tiempo para follarla.

Me acosté en el suelo y empecé a lamer sus pies y sus zapatos.

Ella metía sus dedos en la raja y acariciaba sus propios senos.

Me incorporé y mi polla estaba a reventar, así que la recosté en la cama y la penetré sintiendo como su vagina se transformaba en un ajustado guante para mi pija.

Solo al hacerlo ella comenzó a acabar. Y al hacerlo jadeaba en mi oído. Y me hablaba

"No sabés como deseaba esta pija dentro mío. Francisco vive borracho de frustración porque su pene ya no sirve, y vos sos el único hombre que me ronda y me ronda".

¿Te gusta mi pija, putita?

"Si"

Cómemela.

"Si"

Yo no podía creer que me la estaba follando. Tanta era mi pasión que en medio de la cogida mis ojos seguían admirándola como a una obra de arte.

Ahora que era mi amante nuestra vida se transformaría en un morbo permanente en el que tendríamos que ocultar el deseo todo el tiempo y con interminables caricias a escondidas.

Era una espléndida lamevergas. Y también una adicta al semen. Lo bebía con desesperación.

La cogí con suavidad y con furia. La hice una cualquiera. Transformé una dama de sociedad en alguien licencioso y perverso.

Ese día llegué tarde a casa. Tarde y cansado.

Al día siguiente ella llamó a mi celular al mediodía.

"Estoy esperándote"

Bastó para tomar mi tarde libre. Y follarla sobre la mesa de billar en la sala de juegos.

Se había puesto un ajustado vestido corto sin bragas, y mi debilidad: altos zapatos negros de tacón con punta de acero.

Era una puta poseída por el placer. Gateaba sobre la mesa para incitarme y yo la follaba como a una perra por su cueva y por su culo.

Nunca decía basta. Ni siquiera en los intervalos, donde bebía whisky como agua y en su borrachera aumentaba su deseo.

Al fin, cuando ya tarde tuve que partir, pude observar como la beldad que horas antes me había recibido ahora me despedía con paso tambaleante por el cansancio y el alcohol, pero sin perder un ápice de belleza.

Una verdadera puta.

Cuando Francisco regresó de su viaje nuestra libertad de movimientos se restringió.

Sandra estaba cebada. Tan en celo que la presencia de su marido solo sirvió para aumentar su audacia: Había conseguido mi verga y la conservaría.

Así que en cada oportunidad fregaba su culo en mi polla, o acariciaba mi sexo bajo la mesa de las cenas, o me invitaba a follar en baños de señoras de lugares ajenos.

Éramos presos de una locura.

En una ocasión me invitó a almorzar junto a su esposo y se aseguró que este bebiera una cantidad desacostumbrada de vino durante la comida. Tal vez hasta usó algún narcótico.

Yo notaba que Francisco cabeceaba suavemente y que sus palabras salían desarticuladas de su boca.

Sandra servía su copa con una mano y con la otra masturbaba mi polla debajo del mantel.

Cuando Francisco al fin se durmió en su sitio, ella se deslizó bajo el mantel y me propinó una mamada de antología sin dejar derramar una sola gota de semen.

Sandra era a mis ojos una reina.

Para el postre, ella estaba cabalgándome en su habitación y gimiendo sin ningún tipo de censura.

Yo acariciaba su cintura y me extasiaba con la visión de su cuerpo.

Aún la veo desnuda, solo vestida con sus zapatos de tacón y recorriendo la habitación con completo dominio de sus actos. Tal vez lo hacía adrede. Al verla mi polla siempre reaccionaba y la cosa terminaba con sexo rabioso y muy cercano a la condena eterna.

Su audacia crecía.

Primero con cierta cautela y luego con periodicidad, comenzó a concurrir a mi oficina por cualquier excusa.

Llegaba vestida como la dama que era. Y se dedicaba a comer mi polla arrodillada frente a mí.

Pero quienes han tenido amantes alguna vez, saben que lo difícil es mantener el control de las cosas para evitar un desastre. Y yo lo estaba perdiendo.

Sandra estaba totalmente loca por mi polla. Loca y desquiciada.

Cuando Francisco murió fue en parte un alivio para mí. Al menos ya no debía preocuparme por hacerlo cornudo.

Pero por otra parte ya no tuve excusas para ir a su casa. Mi esposa, que nunca había terminado de digerir del todo a Sandra, me impedía siquiera tener contacto con ella.

Y Sandra no soportó que menguara su dosis diaria de sexo.

En su locura le contó a mi esposa absolutamente toda la verdad. Incluso una parte que ni yo mismo sabía: Sandra estaba embarazada de mí.

Perdí todo. Mi esposa me quitó el fruto de todo mi trabajo de años y me prohibió judicialmente acercarme a menos de 2 km de la que había sido mi casa.

En ese contexto, dejé de ver a Sandra.

Supe más tarde por un encuentro casual con un amigo de aquellas épocas, que Sandra no tuvo ese niño, y que, sola en la mansión heredada de Francisco, se había convertido en cortesana y dedicaba sus días a la práctica de sexo de alto nivel social. Su fama era conocida en los círculos más selectos y no había ejecutivo que se preciara de tal que no hubiese dejado dinero a cambio del placer de Sandra.

A mí ya no me importaba. Solo me importa llegar temprano a mi trabajo en el matadero municipal porque si lo pierdo quedaré en la indigencia total.

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