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Una tarde insospechada

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No sabía que al entrar esa tarde por la puerta de mi casa, después de un largo y duro día de trabajo, algo sorprendente me esperaba. Mi prima no llegaría hasta bastante más tarde, así que disponía de un tiempo de tranquilidad. Me quité la ropa y los zapatos pero como pensaba darme una buena ducha no me vestí. Fui a la cocina, abrí una lata de cerveza y la bebí tranquilamente sentado en mi banqueta azul. Miré el reloj y apuré el último trago; aún tenía tiempo de darme una ducha, antes de que llegara. Habíamos quedado esa tarde para darle unos documentos. Vendría un minuto y se iría deprisa a no sé dónde. La verdad es que yo prefería no verme a solas con ella, su presencia siempre me azoraba y producía una gran tensión erótica (algo que quería evitar a toda costa). Veinticinco años, un cuerpo femenino bien torneado, un hablar dulce y cariñoso... mejor no tentar a la suerte. Aunque la verdad es que ella jamás demostró el más mínimo interés en algo que fuera más allá del cariño puramente familiar.

Aún no había terminado de quitarme todo el champú de la cabeza, cuando sonó el timbre de la puerta. Me quité rápidamente el jabón que resbalaba por mis ojos y busqué una toalla. No había ninguna de ducha y tuve que usar una de mano. Intentaba secarme mientras el timbre volvía a sonar. ¡Coño, será ella, se ha adelantado! No tengo tiempo de ir a la habitación a por ropa. Yo y mi maldita costumbre de entrar en la ducha sin la muda ni nada. A toda prisa me dirigí a la entrada y aún muy mojado y con el pelo chorreando agua, abrí la puerta y allí estaba ella, vestida con su abrigo, su bufanda y ese gorrito de lana que la hacía la carita tan deliciosa.

Como si fuera la cosa más normal del mundo, nos saludamos, nos dimos los dos castos besos de costumbre en la mejilla y entró. La toalla que me cubría era muy pequeña, apenas abarcaba mi cintura. La anudé a un lado como pude, pero dejaba ver casi todo el muslo. Entramos al salón charlando amigablemente hasta llegar a la mesa donde tenía los documentos que le había preparado. Se los di diciéndole que los leyera tranquilamente en su casa y firmara en los lugares que yo le había marcado con lápiz. Le había preparado todo de tal manera que pudiera irse inmediatamente, sin perder tiempo. Deseaba que se fuera ya, la escena me resultaba muy violenta y se veía que a ella también. Estábamos solos, ella enfundada en su abrigo, con gorro y bufanda y yo empapado, con restos de jabón y prácticamente desnudo.

Cuando iba a despedirla me dijo que se sentía insegura sin leer un poco los papeles o al menos llevárselos firmados, así que tuve que volver a abrir la carpeta, ponerla en la mesa y buscar las marcas de los lugares donde debía firmar. Estaba tan nervioso que temblaba y mi corazón latía cada vez más fuerte, a la vez que la respiración se hacía más rápida. Sin que me percatara, el improvisado nudo de mi única prenda se fue deshaciendo e inopinadamente cayó al suelo, dejándome en cueros. Mi reacción inmediata fue agacharme a recoger la toalla, pero los movimientos torpes y descontrolados provocaron que me golpeara la cabeza con la mesa y cayera al suelo. Como es natural, ella acudió inmediatamente a auxiliarme. Se puso de rodillas junto a mí y agarrándome me ayudó incorporarme. Sin saber cómo me encontré de pie y ella de rodillas, sujetándome con las manos para ayudarme a mantenerme derecho y su pelo rozando suavemente mi pene que por cierto había pasado a un estado de erección. Los movimientos comenzaron a ralentizarse. Ella no quería levantarse, se notaba y yo no quería que ella se incorporara (evidentemente también lo notó). Dejé reposar las manos sobre su hermosa cabellera y levemente fui acercando más su cabeza hacia mi pelvis; ella abrió la boca y con habilidad se introdujo el pene. A partir de ese momento nos desatamos. La felación era impresionante. Lamía, chupaba, succionada, me agarraba con las manos y me masturbaba mientras lamía mis jugos y chupaba el glande. Al cabo de un rato no pude aguantar más y eyaculé en su cálida y erótica boca. Cuando vio que había terminado se levantó como si no hubiera pasado nada, recogió la carpeta con los documentos, me dio dos castos besos en las mejillas, con la cara brillante y los labios mojados por los restos de semen y se marchó despidiéndose con su dulce y cariñosa voz de siempre.

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