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La lotera

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"La gente, ¡qué guarra es!", me decía a mí misma mientras barría la entradilla del local que estaba delante del mostrador protegido por la mampara de cristal; "Habiendo tres papeleras... ¿cómo es posible que echen todos estos papeles fuera?", seguía divagando en mis pensamientos.

Un paso atrás, boletos no premiados al recogedor; un paso al lado, más boletos no premiados al recogedor. Me sentía ágil y joven haciendo esta tarea; era como practicar unos pasos de baile; incluso imprimía cierto ritmo a mis caderas...

En esas andaba cuando entró un hombre al local. Era guapo, no muy apuesto, ya que a su edad, que calculé cercana a la cincuentena, su barriga se la notaba algo crecida; eso sí, su sonrisa, la que me dedicó, era pícara... y hasta seductora.

"¿Puedo entrar?", me preguntó; "Sí", contesté con amabilidad. Continúe barriendo mientras él se acercaba al mostrador y hacía el gesto de sacar la cartera del bolsillo de atrás de sus pantalones. Noté que me miraba; sentí sus ojos en mis caderas y algo más arriba, en la abotonadura de mi camisa blanca. No voy a negar que yo miré su entrepierna abultada cuando hizo ese gesto tan masculino de sacarse la cartera. No. Ni que me imaginé por unos segundos la calentura que guardaba allí, entre su carne y los pliegues de su pantalón. Y menos negaré que se me endurecieron los pezones.

Un inciso: una sexagenaria como yo, aún atractiva, no debe dejar pasar una oportunidad: si el hombre me gusta y a ese hombre se le endurece la cosa al tenerme cerca, y éste era el caso en ese momento, no tengo dudas de lo que debo hacer; y que conste que no ofrezco placer a cualquiera ni lo quiero obtener de cualquiera,

Me metí por la portezuela y me asomé a la ventanilla. Él me dio un boleto, no premiado, y me pidió otro por un euro. Después que se lo di, habló: "Te pregunté si podía entrar porque... te vi tan atareada... barriendo", sonrió. Yo acerqué mi boca al microfonillo, le lancé una mirada penetrante, humedecí el contorno de mis labios con la punta de mi lengua y le dije: "Sí, puedes entrar."

Dos horas más tarde, sobre las sábanas azules de raso de mi cama, sintiendo que su velludo cuerpo me aplastaba y sus dientes marcaban las formas de mi mentón, le susurré con gozo al oído: "Ahora... ahora... entra ahora... puedes entrar."

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