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Los secretos de Maribel (1).

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Aquella mañana me levanté tarde y bajé a desayunar a la cocina, como cada día desde que comenzasen las vacaciones. Mi familia y yo pasábamos todo el verano en un chalet de las afueras, tan grande como la cuenta corriente de mi padre (o sea, muy grande), con jardín y piscina, y como papá solo se cogía un par de semanas de vacaciones al año, mi madre y yo estábamos casi siempre solos. Aunque lo de “solos” es un decir, pues mi tía y mis primos nos visitaban a diario, para disfrutar de nuestro estilo de vida, mucho mejor que el suyo, y por supuesto de nuestra estupenda piscina.

En cuanto me senté a la mesa comencé a notar una extraña tensión en el ambiente. Mi desayuno no estaba esperándome, como de costumbre. Mamá estaba de espaldas, junto al fregadero, y no me dio los buenos días. Su forma de vestir tampoco era la habitual. En el chalet siempre llevaba el traje de baño y alguna camiseta amplia o blusa ligera por encima, y si recibíamos la visita de alguien ajeno a la familia o a sus amistades más cercanas se ponía un pareo para cubrirse las piernas, aunque solían transparentar y se le veían igualmente. Esa mañana, en cambio, vestía tejanos y una sobria camisa verde que no dejaba nada a la vista.

Pero antes de seguir con el relato, creo que debería describirla, a pesar de que las descripciones tienden a quedarse cortas o a no hacer justicia a la realidad. Es una mujer muy alta, de casi metro noventa sin tacones, con piernas largas y bien formadas propias de alguien que juega al tenis y nada con regularidad. Aunque cuando uno las mira parecen interminables, esas piernas terminan en un culo redondeado, pequeño y duro, un trasero difícil de encontrar en cualquier otra señora de cuarenta y seis años. Sus senos no son muy grandes, y quizá gracias a eso se mantienen tan firmes que rara vez usa sostén. En cuanto al rostro, se podría decir que es más atractiva que guapa; tiene la nariz algo grande, pero unos preciosos ojos oscuros, una sonrisa deslumbrante y el cabello largo, negro y brillante. En definitiva, es una de esas mujeres maduras que atrae las miradas de los hombres cuando camina por la calle, entra en un restaurante o se tumba en la playa a tomar el sol. Le encanta tomar el sol, por cierto, y su piel tersa y bronceada despierta la envidia de todas sus amigas.

—Buenos días, mamá. ¿Y el desayuno?

—Buenos días.

El tono de su voz, serio y cortante, me convenció de que algo no iba bien. Teníamos una buena relación, y ella siempre era cariñosa conmigo, su único hijo, a pesar de que desde hacía varios años miraba su cuerpo más a menudo y con más interés de lo que un hijo debería mirar el cuerpo de su progenitora. Esta inclinación de mi libido hacia las fantasías incestuosas había provocado entre ambos un par de situaciones que a mí me avergonzaron y a ella sin duda le hicieron sentirse muy incómoda, pero no se había enfadado mucho ni durante mucho tiempo.

Hacía apenas una semana, por ejemplo, me propasé un poco, lo reconozco. Acabábamos de llegar el chalet, y tras deshacer las maletas a toda prisa nos cambiamos para disfrutar del primer baño del verano. Comenzamos a jugar en la piscina, como solíamos hacer. Ella se subía a la colchoneta hinchable y yo intentaba volcarla, surgiendo desde abajo cual tiburón hambriento. Después la perseguía por el agua e intentaba pillarla, cosa que rara vez conseguía pues nadaba mucho mejor que yo. Obviamente, durante aquellos juegos acuáticos mi bañador contenía a duras penas una permanente erección submarina.

Aprovechaba la situación para rozarle las nalgas, los muslos o el vientre, o para darle suaves toques, tan breves que no podía culpar a mi lujuria sino a la casualidad. Pero ese día me pasé de la raya. Supongo que estaba demasiado entusiasmado; habían comenzado las vacaciones, y mamá estaba deslumbrante con ese bikini amarillo que resaltaba el moreno de su piel. Salpicábamos, reíamos felices, y ella me desafiaba a atraparla nadando como una sirena. Conseguí agarrarla desde atrás, rodeándola con mis brazos de forma que no pudiese mover los suyos, y mi irreductible anguila quedó apretada contra su culo. Debí apartarme de inmediato, pero en lugar de ello empujé un poco con las caderas, de forma casi inconsciente.

Fueron apenas dos segundos, pero ella lo notó. Dejó de reír, me apartó con brusquedad y salió del agua. Estuvo seria y distante el resto del día, pero a la mañana siguiente volvió a tratarme como si nada hubiese pasado. Debía pensar, supongo, que eran cosas de la edad, y que se me pasaría cuando encontrase novia. Por aquel entonces yo tenía diecinueve años, pero era bastante inmaduro, y solo había tenido relaciones una vez, con una universitaria borracha a la que mi primo convenció para que me desvirgase durante una fiesta en la playa.

El otro incidente que puso de manifiesto mis perversos deseos ocurrió el verano anterior, también en el chalet. Ese día estaba jugando con mis primos en la piscina, con una pelota de waterpolo, y ella tomaba el sol en una de las tumbonas. En un momento dado salí a beberme un refresco, y cuando la miré me indicó con gestos que me acercase. Estaba tumbada bocabajo, con la parte de arriba del bikini desabrochada, y la visión de su esbelta espalda desnuda era tan sensual que bastó para excitarme. Me pidió que le untase bronceador, y yo accedí, claro está.

En cuanto me senté en el borde de la tumbona y comencé a masajearle los hombros se me puso tan dura que crucé las piernas para disimular, a pesar de que ella tenía los ojos cerrados y mis primos no podían verme desde el agua. Una vez que su espalda estuvo totalmente brillante y resbaladiza me pidió que hiciera lo mismo con sus piernas, y las manos me temblaron un poco. Las pantorrillas, los muslos… era más de lo que podía soportar. Estaba tan relajada que parecía dormida, y eso me hizo envalentonarme demasiado. Subí hasta sus tonificadas nalgas, las unté, las sobé y apreté más de lo necesario, metí incluso la mano por debajo de su bikini. Fue entonces cuando se incorporó, sujetándose la parte de arriba para no mostrar los pechos, y apartó mis manos, mirándome por encima de sus gafas de sol con una mezcla de asombro y enojo.

Entonces me puse rojo, musité una disculpa y me alejé caminando muy deprisa hacia la casa. Sin pensar casi en lo que hacía, entré en el primer baño que encontré, me bajé el bañador y comencé a masturbarme, con las manos todavía pringosas. Mientras mi verga se deslizaba a toda velocidad en mi mano me imaginaba que lo hacía entre sus muslos, tan suaves y calientes por el sol, y que los chorretones viscosos que trazaban líneas en su espalda no eran bronceador sino mi semen. Me corrí en un tiempo record, y cuando me lavaba las manos reparé en que la puerta del baño estaba entreabierta. Me asomé al pasillo y por un instante pude ver la inconfundible silueta de mi madre doblando la esquina. Sin duda  me había visto tocarme, y sabía que pensaba en ella mientras lo hacía. Durante el resto del verano no volvió a pedirme que le untase el bronceador, pero nunca mencionó el incidente ni dio muestras de estar molesta conmigo.

Pero aquella mañana, sentado en la cocina, no sabía lo que podría haber hecho para enfurecerla hasta el punto de que ni siquiera se diese la vuelta para mirarme. Cuando por fin lo hizo, sus ojos me taladraron de una forma que me hizo encogerme, y su boca era una línea tensa, ni de lejos tan bonita como cuando sonreía . No dijo nada, solo me observaba como si yo fuese un asesino de masas o algo peor, me escrutaba como una pantera a punto de saltar sobre su presa y matarla de un mordisco. A pesar de todo, no pude evitar fijarme en que iba descalza y llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo oscuro, a juego con las de las manos.

—¿Ocurre algo, mamá?

—¿Qué si ocurre algo? —dijo con sarcasmo, y una leve nota de tristeza que me hizo estremecer—. Espera aquí. Ni se te ocurra moverte.

Salió de la cocina, con solo unas pocas de sus largas, elásticas y elegantes zancadas, y me dejó debatiéndome en la más angustiosa de las incertidumbres. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Por más que hice memoria, no pude recordar haber hecho nada que pudiese enfadarla tanto. Me masturbaba pensando en ella, eso era cierto, a menudo varias veces al día, pero por suerte no había forma de que lo supiese. Si hubiese podido ver las cosas que hacíamos en mi imaginación me hubiese obligado a ir al psiquiatra sin dudarlo.

Al cabo de un par de minutos, apareció junto a la mesa de la cocina. Como ya he dicho iba descalza, así que no la escuché acercarse y di un bote en la silla al verla. Seguía fulminándome con la mirada, y sin mediar palabra soltó algo en la mesa con un golpe seco.

—¿Me puedes explicar qué es esto?

En el lugar donde debería haber estado mi desayuno pude ver dos webcams muy pequeñas, de las que no necesitan cable y pueden enviar la imagen hasta la computadora desde cualquier sitio, siempre que no esté demasiado lejos. En nuestra casa de la ciudad, yo tenía una parecida en mi habitación, sobre el monitor, pero más grande que aquellas.

—Parecen… Son dos cámaras. ¿Qué es lo que quieres que te explique? —dije. Ya comenzaba a sospechar de que iba el asunto.

—Una de ellas estaba en mi baño, apuntando a la ducha, y la otra en mi vestidor ¿Vas a decirme que no sabes nada?

—Pues claro que no. No las había visto en mi vida —afirmé, sosteniendo su mirada a duras penas.

Mi voz no debió sonar tan firme como pretendía, pues no pareció creerme. Soltó una mezcla de suspiro y gruñido, se cruzó de brazos y me miró desde las alturas, como una diosa iracunda juzgando a un pobre mortal.

—Mira, hijo, una cosa es que me mires más de la cuenta, que te roces conmigo en el agua o que… te toques, pero esto es demasiado. —Hizo un gesto despectivo hacia las cámaras—. Esto es una falta de respeto y una violación de mi intimidad, y no lo voy a consentir. Ya sé que estás en una edad complicada y que las chicas no te hacen mucho caso, pero esto…

La escuchaba sin salir de mi asombro, con un nudo en la garganta y sin saber qué decir. Reconozco que alguna vez se me había pasado por la cabeza poner cámaras para verla desnuda, pero sabía que era demasiado arriesgado y nunca me atreví. Sin embargo alguien se había atrevido, y yo estaba cargando con la culpa. Mamá continuaba con su sermón, haciéndome reproches y dándome a entender que si no abandonaba mi malsana obsesión no podríamos vivir bajo el mismo techo. Cuando no pude aguantar más, di un puñetazo en la mesa (no soy muy fuerte, así que no fue nada impresionante y me hice bastante daño), y la interrumpí gritando como un enajenado.

—¡Te digo que no he sido yo, joder!

Sus ojos se abrieron mucho y adquirieron un brillo peligroso. Levantó una mano y yo me encogí en la silla, perdido de repente todo mi valor. Nunca me había pegado, y por suerte aquella mañana tampoco lo hizo. Bajó la manó con gesto cansado y suspiró. A pesar de mi exabrupto seguía sin creer en mi inocencia.

—¿Y quién ha sido entonces, eh? ¿Tu padre, que me ha visto desnuda millones de veces? ¿O ha sido la señora que viene a limpiar, que ahora resulta que es bollera? ¡No me hagas reír! Y más te vale no haber subido a Internet nada de lo que hayas grabado o entonces sí que vas a tener problemas.   

—Mamá, por favor… Tienes que creerme. Yo no he hecho nada —dije, casi apunto de llorar.

Por un momento pareció ablandarse, pero de inmediato volvió a cruzar los brazos y golpeó con impaciencia el suelo de la cocina con su pie descalzo, mientras yo me exprimía la sesera para buscar una forma de demostrar mi inocencia.

—Si de verdad no has sido tu vas a tener que demostrarlo —dijo ella, como desafiando a mi cerebro—. Levántate, vamos a tu habitación y veamos lo que tienes en tu computadora.

—¿Qué? —exclamé, poniéndome en pie tan deprisa que hice caer la silla.

A no ser que alguien me hubiese tendido una retorcida trampa, no encontraría en mi ordenador nada grabado con esas webcams, pero había muchas otras cosas en mi disco duro que no quería que ella viese.

—Si no encuentro nada me creeré que no has sido tú, pero si encuentro aunque sea un solo video de mi baño o del vestidor vamos a hablar muy en serio.

—Pe…pero, mamá… No puedes hacer eso. Es mi ordenador personal, ¿entiendes? ¡Personal! ¿Es que eso no es violar mi intimidad?

—No te hagas el listo, chaval. Recoge esa silla y no me vuelvas a levantar la voz.

Obedecí, rehuyendo esta vez su mirada y con cierto alivio, pues aunque estuviese furiosa seguía tratándome como lo haría una madre, y lo que más miedo me daba era que dejase que hacerlo. Antes de que pudiese decir nada más salió de la cocina rumbo al pasillo, y cuando la alcancé ya estaba subiendo las escaleras hasta la segunda planta, donde estaba mi cuarto. El corazón me latía tan deprisa que lo notaba en la garganta, y a pesar de todo no pude evitar mirarle el culo, apretado por los ceñidos tejanos, mientras subía los escalones detrás de ella.

Cuando llegamos se sentó en la cómoda silla de oficina que mi padre me había regalado por mi dieciocho cumpleaños (lo que todo chico de esa edad desea: una silla de oficina), la acercó al escritorio y encendió mi ordenador portátil. La única medida de precaución que yo tomaba para proteger el material más “sensible” era meterlo en carpetas ocultas, pero por desgracia mi madre sabía lo suficiente de informática como para que no pudiese engañarla con ese truco tan simple.

—La clave, vamos —me ordenó cuando apareció en la pantalla la ventanita de la contraseña de usuario.

Me senté en la cama, lo bastante cerca como para ver la pantalla y su rostro de perfil. Aunque pretendía disimularlo, creo que estaba tan asustada como yo por lo que pudiese encontrar. Suspiré y le dije la clave, tan deprisa y en voz tan baja que pensé que no la entendería, pero lo hizo. Así comenzó uno de los momentos más embarazosos y tensos de toda mi vida.

En apenas minutos encontró mi colección. Docenas de vídeos porno, algunos amateurs y otros profesionales, pero casi todos con la misma temática: incesto entre madre e hijos. Allí estaban todas las situaciones típicas de este género: madre que sorprende a hijo masturbándose y decide ayudarle, hijo que sorprende a madre con consolador y lo sustituye alegremente, madre e hijo que se emborrachan y se dejan llevar, hijo que abusa de madre dormida y ella se despierta y se deja hacer, lo mismo pero al contrario, madre e hijo en la ducha, en la cocina, en el coche, en el cuartito de lavar…

Cada vez que un nuevo video comenzaba a reproducirse yo me hundía más y más en mi asiento. Mamá no decía nada. Tenía la vista fija en la pantalla, respiraba más fuerte de lo normal (debido a su ira contenida, no a la excitación, por desgracia), y sus labios eran una línea tensa. Solo reproducía los vídeos unos segundos; lo imprescindible para comprobar que ninguno era una grabación de las malditas webcams.

Después pasó a las fotos. Tenía cientos de imágenes eróticas y pornográficas de todo tipo, incluidas muchas de mujeres maduras, más o menos de su edad. Incluso había un par que se parecían un poco a ella. Algunas estaban solas, posando para la cámara; otras tenían sexo en variadas posturas con chicos jóvenes, con jovencitas o con negros de miembros descomunales. Solo reaccionó, con un sutil gesto de desagrado que iba más dirigido a mí que a las fotos, cuando llegó a la carpeta donde estaban las imágenes de maduras recibiendo abundantes corridas en la boca, la cara o las tetas.

Las únicas fotos suyas que encontró eran totalmente inocentes, aunque a esas alturas ya debía resultar evidente para ella que yo me masturbaba mirándolas, y no se equivocaba. Eran imágenes tomadas por mi padre, por mí o por algún otro familiar en el chalet, en la playa o en alguna celebración. En todas aparecía mamá, en bikini o con algún vestido que resaltaba su silueta o dejaba a la vista sus formidables piernas.

Por algún motivo decidió no mirar mi historial de Internet. No habría visto mucho, pues lo limpiaba a diario, pero entre mis favoritos podría haber encontrado páginas de relatos y foros dedicados al amor filial. Y después de media hora interminable de escrutinio, cerró todas las ventanas y bajó la pantalla de mi laptop. Durante algunos segundos permaneció con la vista al frente, hasta que al fin inspiró profundamente e hizo girar la silla en mi dirección.

No sabría describir muy bien la expresión de su rostro, una mezcla de resignación, pena y enojo, como si al mismo tiempo quisiera consolarme con un abrazo maternal y mandarme de cabeza a un manicomio. Yo no sabía qué decir o a dónde mirar. Teniendo en cuenta los incidentes que he narrado antes, y el evidente deseo en mis continuas miradas, no podía decir que aquello eran solo fantasías y que no tenía nada que ver con ella.

—Ya hablaremos más delante de… todo eso que he visto —dijo al fin, lanzando una mirada de reojo a mi portátil—. Pero ahora tienes que jurarme, y jurarme muy en serio, que no tienes nada que ver con esas cámaras.

—Lo juro, mamá —dije. La voz me salía a duras penas. Me aclaré la garganta y me atreví a mirarla a los ojos. Después de lo que había pasado, la palabra “mamá“ me sonaba distinta, casi obscena—. Te juro que no he sido yo.

Se relajó un poco, al menos en apariencia. Se echó hacia atrás en la silla y puso las manos en los reposabrazos. Ahora parecía más inquieta que enfadada. Que su hijo la espiase era una situación que podía controlar, pero el hecho de no saber quien era el culpable me inquietaba incluso a mí. Miré al suelo, pensativo, y pude ver como sus pies daban golpecitos en el suelo enmoquetado de mi dormitorio. Nunca he sido un fetichista de los pies, pero tenía que reconocer que los suyos eran bonitos. Y de repente tuve una revelación, que compartí con ella de inmediato.

—Mi primo. Me jugaría cualquier cosa a que ha sido el primo Héctor.

Mi madre levantó las cejas y dejó de mover los pies. Ladeó la cabeza y miró hacia la ventana, como si dudase considerar en serio mis sospechas. Para mí tenían todo el sentido del mundo. Mi primo Héctor, dos años mayor que yo, también la devoraba con los ojos siempre que se le presentaba la ocasión, e incluso le dedicaba algún que otro cumplido. Era evidente que la deseaba, y aunque el deseo de un sobrino hacia su tía no fuese tan grave, si era él el dueño de las cámaras tendría problemas, y muchos.

—¿Crees que ha podido ser Héctor? —preguntó, comenzando a compartir mi sospecha.

—No le creo, estoy casi seguro. Piénsalo, mamá. ¿Quién si no podría haber sido?

—Ahora que lo dices… A veces se pasa un poco de la raya, con esos piropos que me echa. Hago como si no me importase porque creo que no lo hace con mala intención, pero a veces me incomoda bastante.

Eso me sorprendió. Nunca había notado que a mamá le molestasen los cumplidos de mi primo. Al contrario, parecían gustarle y a veces incluso se los devolvía, cosa que me ponía bastante celoso. No es que yo odiase a Héctor, de hecho éramos buenos amigos desde pequeños, pero no podía evitar cierto resentimiento debido a que me superaba en casi todo: era más alto, guapo, musculoso, se le daba bien hablar con las chicas y casi cualquier deporte que practicase. Por mucho que en el fondo le tuviese afecto, me alegraría bastante si resultaba ser el culpable y recibía un castigo.

Tras unos minutos en reflexivo silenció, mi madre se levantó de la silla, con esa elasticidad de movimientos que siempre he admirado. Ya no parecía furiosa conmigo, pero desde luego las cosas entre nosotros no iban a volver a la normalidad tan fácilmente después de todo lo que había visto en mi computadora.

—Tengo que hablar con él. Hay que aclarar este asunto lo antes posible —dijo, con voz resuelta.

—Va a venir esta tarde, ¿recuerdas? Con la tía y la prima.

—No. Tenemos que hablar a solas. De momento no quiero que la tía Teresa se entere de esto. Ya sabes cómo es.

Asentí en silencio. Teresa, hermana de mamá y madre de Héctor, resultaba impredecible en situaciones delicadas. Podría emprenderla a gritos y bofetadas con su hijo para hacerle confesar, o podría obcecarse en defender a su primogénito y tomarla con mi madre, por quien además siempre había sentido cierta envidia.

—Se le dan bien los coches, ¿verdad? —preguntó mamá, pensando en voz alta, pues ya sabía que Héctor era bastante manitas con los motores—. Le diré que el todoterreno hace un ruido extraño, cosa que por cierto es verdad, que venga a echarle un vistazo y que se quede a comer. No creo que sospeche nada.

Sin decir nada más, mi madre salió de mi habitación al mismo tiempo que sacaba su celular del bolsillo. Yo, exhausto por todo lo ocurrido me dejé caer hacia atrás en la cama y liberé parte de la tensión acumulada con un sonoro y teatral suspiro. Lo mejor era, me dije, intentar hacer lo mismo que ella, olvidarme de momento de lo referente a mis perversiones y centrarme en resolver el misterio de las cámaras.

A pesar de no haber desayunado no tenía hambre, así que fui a darme una ducha. El agua caliente me relajó bastante. Tanto que mi mente comenzó a transformar lo que había sido una situación muy desagradable en una nueva fantasía incestuosa. El hecho de que mamá hubiese visto mi colección de porno se transformó en algo excitante, en un nuevo y oscuro vínculo.

Me masturbé bajo la ducha imaginando cómo se hubiese resuelto la situación en uno de mis adorados vídeos. Ella se habría enfadado al principio, pero después habría comenzado a ponerse caliente. Habría metido su mano bajo los tejanos para tocar su húmedo sexo mientras yo, siguiendo su ejemplo, metía la mía bajo mis pantalones cortos para aumentar con movimientos suaves el tamaño de mi verga. Después se habría desnudado frente a mí, se habría puesto de rodillas para bajarme los pantalones, y ante la visión de mi miembro erecto habría olvidado todos los prejuicios y tabúes para agarrarlo con ambas manos, abrir su anhelante boca y…

La fantasía fue tan intensa que en pocos minutos mi semen giraba en espiral para perderse por el desagüe. Me dije a mí mismo, muy seriamente, que debía controlar mi libidinosa imaginación si no quería perder la perspectiva de la realidad y terminar haciendo algo de lo que pudiese arrepentirme durante el resto de mi vida.

Cuando bajé de nuevo a la cocina, me llevé una grata sorpresa. Mamá había cambiado su “ropa de enfadada” por el atuendo habitual. En este caso, un bikini rojo con un intrincado dibujo de florecillas blancas, visible bajo la ligera y holgada blusa celeste que le llegaba hasta casi la mitad del muslo. También se había puesto unas sandalias y se había recogido el pelo en un sencillo moño, revelando su largo y grácil cuello.

—Héctor llegará dentro de poco —me dijo —. Le he dicho que has ido a la ciudad a echarle una mano a papá con unos recados, y me ha parecido que le agradaba mucho la idea de estar a solas conmigo.

—¿Por qué le has dicho eso? —protesté, indignado —. No voy a irme a ninguna parte.

—No hace falta que te vayas, pero no salgas de tu habitación. Si piensa que estamos solos estará más relajado y más dispuesto a confesar.

Lo que decía mamá tenía lógica. Así que, aunque no me agradase la idea de dejarla a solas con su libidinoso sobrino, volví a mi cuarto y cerré la puerta. Intenté distraerme con un videojuego, pero no podía dejar de mirar la silla donde mi madre había estado sentada, y el ordenador que había inspeccionado hasta sacar a la luz todo mi arsenal de perversiones. Lo encendí y me dispuse a escribir un relato basado en lo ocurrido, añadiéndole el final imaginario que había comenzado a pergeñar en la ducha. Cuando apenas había comenzado el primer párrafo, me llegó a través de la ventana el sonido de un motor.

Me asomé con cautela, camuflado tras la cortina, y pude ver la verja del chalet abriéndose para permitir la entrada a un sedán blanco, con bastantes años pero bien cuidado. Era el coche de mi primo Héctor. Al parecer, no había perdido ni un segundo para llegar desde la ciudad hasta el chalet. Mi primo también debía tener sus propias fantasías, y seguro que una de ellas planteaba la misma situación que estaba teniendo lugar: su tía sola en casa, aburrida y seguramente cachonda. Le llama con cualquier escusa. Él llega y entonces...

Mi imaginación se negó a continuar la escena. El protagonista de esa clase de ensoñaciones debía de ser yo, y no el engreído de Héctor. Cuando volví a la realidad, el coche blanco estaba guardado en el garaje y su conductor caminaba hacia la puerta principal del chalet. Llevaba gafas de sol con cristales espejados, como la mayoría de los macarras de su barrio, una camiseta de tirantes que dejaba a la vista sus musculosos brazos y uno de esos pantalones de camuflaje anchos y caídos, una prenda que ningún militar de verdad se pondría jamás. Desde mi posición no podía ver la puerta, así que pasados unos minutos di por hecho que había entrado y estaba hablando con mamá.

¿Qué le estaría diciendo? ¿Habría abordado ella el tema de forma tan directa como había hecho conmigo o estaría siendo más cautelosa? ¿Cómo estaría reaccionando Héctor? Las preguntas me acosaban, llenándome de incertidumbre y dudas. Mi primo era mucho más espabilado que yo, y podría ingeniárselas para endosarme de nuevo la culpabilidad. No podía seguir allí escondido por más tiempo o acabaría subiéndome por las paredes.

Con el sigilo propio de un ninja, salí al pasillo y me acerqué a las escaleras, afinando al máximo el oído para saber en que habitación de la enorme casa se encontraban. Bajé los escalones agazapado, con el pulso acelerado por el miedo a ser descubierto. Intenté pensar una excusa por si Héctor me veía, pero mi mente estaba saturada por tantas emociones. Tras una corta exploración, llegué hasta las amplias puertas de cristal que comunicaban el salón pequeño con el exterior. Pegado a la pared, me asomé y los ví al fin sentados cerca de la piscina, en una de las tumbonas.

No podía oír nada de lo que decían, y no sabía leer los labios, así que solo podía basarme en sus gestos y expresiones para intuir los derroteros de la conversación. Mamá estaba hablando, muy seria, y él la miraba también con rostro grave, asintiendo de tanto en tanto. Héctor comenzó poco a poco a sonreír, y eso pareció enfadar a mi madre, pero cuando mi primo comenzó a hablar ella se quedó callada, petrificada en el sitio, e incluso juraría que se puso un poco pálida.

Casi doy un grito de rabia cuando él le puso una mano en el muslo, en un gesto que podía ser una simple muestra de afecto o algo mucho menos inocente. Mamá dijo algo casi sin mover los labios, con la mirada baja, y negó con la cabeza varias veces. Héctor se acercó más a ella y le habló al oído, con los labios cerca de su cuello. Ella intentó apartarlo, sin fuerzas. No parecía la misma mujer enérgica y autoritaria que me había interrogado esa misma mañana.

Intercambiaron algunas frases más y de repente se levantaron. Por un momento me dispuse a echar a correr de vuelta a mi escondite, pero no se dirigieron en mi dirección. Caminaron por el jardín, rodeando la casa. En esa dirección solo podían ir a la puerta principal, lo cual no tenía ningún sentido, o al garaje. Deslicé con cuidado la puerta corrediza y salí al exterior, hasta llegar al muro lateral del garaje. Había varias de esas ventanas estrechas y alargadas, a bastante altura, así que tuve que arrastrar un cubo de basura, con mucho cuidado de no hacer ruido, para subirme encima y asomarme.

Los dos estaban dentro, y la puerta automática se cerraba lentamente, con su característico sonido mecánico. Una vez cerrada, el lugar quedó iluminado solamente por los rayos de sol que entraban por las altas ventanas, así que procuré no asomar demasiado la cabeza pues podrían haber visto mi sombra. Mamá se paró de espaldas frente a su todoterreno, se apoyó en el capó como si le faltasen las fuerzas y miró hacia abajo, soltando un profundo suspiro.

—¿Tiene que ser aquí, en el garaje? —dijo, con tono entre enojado y triste. Esta vez si podía escucharlos desde mi posición.

—¿Por qué no? Al fin y al cabo me has llamado para que te mire el motor, ¿no? —dijo mi primo, con sorna.

Se paró frente a ella y la miró de arriba a abajo, con absoluto descaro. Aunque mamá era bastante más alta, Héctor parecía dominarla por completo. Se quitó las gafas de sol, las guardó y acarició el rostro de su tía, bajando hasta el cuello muy despacio.

—Además, no me digas que nunca te han follado contra el capó de un coche, ¿eh?

En ese momento casi me caigo del cubo en el que mantenía el equilibrio a duras penas. ¿Cómo se atrevía aquel indeseable a hablarle así? ¿Y por qué ella no le daba una bofetada? Tuve que contenerme para no entrar en el garaje y abrirle la cabeza a mi primo con una llave inglesa.

—No me puedo creer que le hagas esto a tu propia tía, Héctor. A la hermana de tu madre —dijo entonces ella. Me pareció que sus ojos se estaban humedeciendo.

—Si me lo sigues recordando solo vas a conseguir ponerme más caliente... tita —respondió él. Se acercó más y comenzó a desabrocharle los botones de la blusa.

—No comprendes lo que estás haciéndome, ¿verdad? Te he visto crecer, Héctor, desde que naciste...

—¿Y qué? —dijo él, y le quitó la blusa, que cayó al sucio suelo del garaje —. Yo también he crecido viéndote, y era en ti en quien más pensaba cuando empecé a hacerme pajas.

—No seas vulgar —le espetó mamá, recuperando algo de su carácter.

—Ah, es verdad, ya no eres una chica de barrio como mi madre sino una señora de la alta sociedad, ¿eh, tita Maribel? ¿Eres toda una señora, verdad? —dijo mi primo en tono sarcástico, agarrándole el mentón para obligarla a mirarle a la cara. A continuación se bajó los pantalones, y pude ver su verga erecta cabeceando arriba y abajo—. Pues esta te la vas a comer enterita, como una señora o como una guarrilla del barrio, tu eliges.

No se que me enfurecía más, si la actitud chulesca de Héctor o que mi madre no hiciese nada para defenderse. ¿Qué podía haberle dicho cuando estaban sentados en la tumbona como para anular su voluntad de esa manera? No me lo podía explicar, y la sangre se me agolpó en las sienes al contemplar lo que ocurrió a continuación. Héctor le bajó la parte de arriba del bikini, agarró con ambas manos sus pechos y comenzó a chupar y mordisquear los pezones, oscuros y puntiagudos. Mamá miraba al techo, al borde del llanto y con una mueca de desagrado en el rostro. Cerró con fuerza los ojos y se quejó con un débil gemido cuando Héctor le dio un fuerte pellizco en el pezón derecho.

—Lo siento, tita. No quería lastimarte —dijo mi primo, aunque no parecía arrepentido en absoluto.

—Al menos podrías dejar de llamarme "tita". Me pones enferma.

—¿Enferma? Sí, ya noto como te sube la fiebre... tita. ¡Ja, ja, ja!

Mientras magreaba y chupaba sin parar los firmes senos de su presa, Héctor había comenzado a acariciarse el miembro, que parecía cada vez más grande. Desde mi perspectiva, calculé que podría medir unos quince centímetros, era bastante grueso, sobre todo la rosada cabeza, y estaba curvado hacia arriba. No parecía nada que una mujer de bandera como mamá no pudiese soportar. Me sorprendí a mí mismo deseando que se la metiese, que saciase sus deseos y terminase de una vez. Y me sentí como un completo degenerado al darme cuenta de que yo también tenía una tremenda erección; no era capaz de ayudar a mi madre cuando abusaban de ella y además me estaba excitando. Al menos reprimí las ganas de masturbarme contemplando la escena y mantuve las manos en el borde de la ventana.

Cuando se cansó de los pechos, metió la mano en las braguitas del bikini y empezó a moverla despacio. Se puso de puntillas para besarla, pero ella hizo alarde de su imponente estatura y se estiró un poco hacia atrás, girando la cabeza y apartando la cara con gesto asqueado. Eso me gustó. Después de todo mamá no iba a rendirse a todos los deseos de su sobrino. Héctor soltó una risita, lamió con fuerza el cuello de mi madre y movió la mano más deprisa, mientras con la otra le agarraba el pelo para obligarla a girar la cabeza y mirarle. Ella se resistió un poco, intentó cruzar los muslos, y él le separó las piernas golpeándole las pantorrillas con el pie.

—No me lo pongas tan difícil, tita, o te voy a tener que atar. Aprovecha la ocasión y disfruta tú también... ¿o es que esto le parece poco a la señora de la casa? —Al hacer la pregunta, arrimó más su cuerpo al de mi madre y apretó la hinchada verga contra su muslo.

—Hazme lo que quieras, Héctor, pero no pienses que voy a disfrutar.

—¿Por qué no? No me digas que no te gusta que te follen porque ya sabemos que sí ¿verdad, tita Maribel?

Mamá no contestó. Se limitó a mirar al frente, con la boca apretada en una fina línea y los ojos húmedos. La mano de mi primo seguía masturbándola sin parar, cada vez más rápido. No se cuantos minutos pasaron, tantos que pensé que el brazo de Héctor era una especie de máquina incansable, y poco a poco la situación tomó un rumbo que me hizo enfurecer todavía más. La tensión que había en el rostro de mi madre se estaba transformando en algo distinto; aunque seguía con su expresión de ira contenida, respiraba más deprisa, separó un poco más las piernas por voluntad propia y se le escaparon algunos gemidos. Cuando mi primo paró al fin y retiró la mano, pude ver que la tela del bikini estaba más oscura debido a la humedad, y cayó pesadamente al suelo del garaje después de que Héctor desatase las cintas y se lo quitase, dejando a la vista el pequeño triángulo de vello oscuro en el pubis de mamá, dentro de otro triángulo de piel clara que formaba la marca del bronceado.

Se me hizo un nudo en la garganta cuando la vi echarse hacia atrás, con las manos apoyadas en el capó del coche. Sus pechos subían y bajaban al ritmo de la acelerada respiración y había comenzado a sudar de forma que su bronceado cuerpo brillaba con la sesgada luz de las ventanas. Héctor metió dos dedos en el húmedo sexo de su tía y movió de nuevo la mano a tanta velocidad que los fluidos salpicaron en todas direcciones. Mamá estiró las piernas de una forma extraña, levantando el culo de la carrocería y arqueando la espalda hacia atrás. Su coño se transformó en un surtidor tan potente que empapó la cara de mi primo, y los disimulados gemidos aumentaron hasta convertirse en auténticos gritos de placer. Tras unos minutos de temblar y retorcerse entre jadeos y exclamaciones, en lo que no supe si fue un orgasmo muy largo o varios seguidos, mi madre se derrumbó exhausta sobre el capó del coche.

—¡Wow! ¡Joder, tita Maribel! No sabía que eras de las que se corren a chorros. ¡Qué pasada! —dijo Héctor, alegre y asombrado, mientras se quitaba la camiseta empapada y se limpiaba la cara.

Ella estaba aun tumbada de lado, con las piernas cruzadas colgando sobre el parachoques delantero. De vez en cuando aun temblaba un poco, como si el orgasmo hubiese sido un terremoto y todavía quedasen pequeñas réplicas. En su semblante ahora había algo parecido a la vergüenza, mezclada con el desagrado que a pesar de todo le seguía causando la situación, y pude ver que las lágrimas rodaban por sus mejillas. Yo ya no sabía que sentir. Por una parte su sobrino la estaba forzando, coaccionándola de alguna forma, pero por otra acababa de correrse de una forma espectacular.

—Levántate. No te pienses que hemos acabado —ordenó Héctor.

Sin hablar, con la mirada casi perdida, ella se incorporó. Después de lo que había pasado ya no tenía autoridad moral para resistirse, y solo le restaba someterse a los deseos del macho hasta que él decidiese parar. Se puso de pie, totalmente desnuda, con su metro noventa de esbeltas curvas empapado en sudor y en sus propios fluidos. Era una imagen tan maravillosa y excitante como perturbadora, y de nuevo me contuve para no masturbarme allí mismo.

Quién si lo hizo fue Héctor. Se agarró el miembro con la mano y la movió con energía, preparándose para el siguiente acto de la función. Durante un minuto o más no hizo otra cosa que tocarse y mirar a mi madre, con una sonrisa retorcida. Ella empezaba a ponerse nerviosa, cambiaba el peso de una pierna a la otra, se mordía el labio y miraba a todas partes, intentando no fijar la vista en el rampante cipote.

—No quieres mirarlo, ¿eh? —dijo mi primo, con ese tono prepotente que me ponía enfermo—. Pues eso tiene fácil solución, tita.

Dejó de tocársela y caminó con pasos cortos, pues llevaba los pantalones por los tobillos, hasta un cubo lleno de trapos que había en el garaje. Escogió uno lo bastante grande, se colocó detrás de mamá y le vendó los ojos con aquel sucio trozo de tela. Antes de que ella pudiese quejarse, le dio con la rodilla en la corva al mismo tiempo que la agarraba por la nuca y empujaba hacia abajo. Era frustrante verla humillada de esa forma, arrodillada en el sucio suelo de una cochera mientras Héctor le golpeaba el rostro con la verga.

—Vamos... no empieces otra vez. Abre esa boquita o me voy a enfadar.

—Hijo de puta. Te vas a arrepentir de...

La amenaza de mamá fue interrumpida por una sonora bofetada. Sollozó y apretó los puños, que tenía apoyados en los muslos. Héctor no parecía realmente enfadado, solo disfrutaba ejerciendo su posición dominante, y después de un segundo bofetón en la otra mejilla le tapó la nariz para que se viese obligada a abrir la boca. Resistió cuanto pudo, pero al final boqueó como un pez fuera del agua, y él empujó el grueso cilindro de carne hasta la campanilla con una exclamación de triunfo.

—¿Quien es un hijo de puta, eh? ¡Venga, perra, habla ahora! ¿No puedes? ¡Ja, ja, ja! Seguro que te las has comido más grandes que esta... y a pares ¿verdad, tita?

Más que una mamada, se podría decir que Héctor violó la boca de mi madre. La metía con fuerza hasta que la nariz de ella se apretaba contra el pubis, la sacaba hasta la mitad y volvía a la carga, una y otra vez, agarrándole la cabeza con ambas manos. Mamá se atragantaba, gorgoteaba y luchaba por respirar, y su espesa saliva le chorreaba por la barbilla y por el escroto depilado de su sobrino. Que pudiese aguantar aquello sin vomitar me hizo pensar. Quizá tenía más experiencia encajando intrusiones en la garganta de lo que yo suponía.

Al cabo de cinco interminables minutos, fue Héctor quien no pudo más y llegó al clímax, descargando con breves y brutales embestidas tal cantidad de semen que su tía no pudo tragárselo todo y rebosó por las comisuras de sus labios, cayendo en espesos goterones sobre el pecho y en el suelo. Cuando las fuertes manos la liberaron, se quitó la venda de los ojos de un tirón mientras tosía y escupía sin parar. Tenía los ojos enrojecidos y temblaba, exhausta y seguramente con el orgullo más herido de lo que nunca lo había tenido.

—Joder, tita Maribel... eres una guarra de primera. Como me imaginaba —dijo Héctor, recuperando también el aliento—. Creo que es suficiente por hoy. Ya te follaré bien follada en otra ocasión.

—¿Es que piensas que esto se va a repetir? —exclamó mi madre, furiosa pero con la voz demasiado temblorosa como para imponer respeto—. Eres un cerdo... una mala bestia, y no pienso dejar que vuelvas a ponerme una mano encima.

Entonces Héctor se acercó a ella, que continuaba arrodillada, la agarró del pelo y le levantó la cabeza hasta que solo tuvo que inclinarse un poco para besarla. Para mi sorpresa y desconcierto, mamá no solo no intentó apartar el rostro, sino que recibió la lengua de mi primo en su boca y le correspondió con la suya. Creo que contemplar aquel beso fue peor que todo lo anterior. Estaba tan celoso, excitado y avergonzado, todo al mismo tiempo, que la cabeza me iba a estallar. En ese momento ocurrió algo que me hizo recuperar la lucidez de golpe. Después de separar sus lenguas, ella se puso de nuevo el bikini y la blusa y él recogió del suelo su camiseta.

—Mierda... Está mojada y sucia, tita. Vas a tener que darme algo para ponerme.

—Espera aquí. Te traeré una camiseta de tu primo.

Ese era yo, y se suponía que estaba escondido en mi habitación. Bajé del cubo de un salto y corrí al interior de la casa, subí los escalones de tres en tres y me encerré en mi habitación. No pasaron ni dos minutos antes de que la puerta se abriese de nuevo. Mamá entró y cerró la puerta tras ella. Intentaba comportarse como si no hubiese ocurrido nada fuera de lo normal, pero aun tenía los ojos húmedos, las mejillas enrojecidas y las rodillas manchadas por el hollín del garaje.

—Voy a coger una de tus camisetas viejas. Héctor se ha manchado mientras miraba el motor del todoterreno —dijo como si tal cosa.

—¿Qué te ha dicho? —pregunté, intentando no parecer demasiado ansioso—. ¿Ha sido él el de las cámaras?

—Sí, hijo. Ha confesado que ha sido él —respondió, en tono apenado. Soltó un suspiro y sacó una prenda de mi armario— Está muy avergonzado y arrepentido, así que ni una palabra de esto a nadie.

En ese momento, fui yo quien sintió ganas de abofetearla. Después de haberme hecho pasar la peor mañana de mi vida, acusándome de un delito ajeno, me mentía descaradamente. Comencé a sospechar que había algo que se me escapaba. La clave debía de estar en la conversación junto a la piscina, esa que no pude escuchar y que me hacía devanarme los sesos. Si Héctor era el dueño de las malditas cámaras y había confesado ¿por qué había sido él quien había castigado a mi madre?

—¿Y ya está? ¿Te pide perdón y todo arreglado? —exclamé yo, indignado.

—¿Y qué quieres que haga, castigarlo sin postre? ¿Contárselo a su madre y que monte una escena? No tiene sentido, hijo. Está arrepentido de verdad, se ha disculpado y he aceptado sus disculpas, fin de la historia. —Dicho esto, me dio la espalda y fue hasta la puerta de la habitación. Observé que caminaba de forma un poco distinta, quizá porque todavía estaba húmeda o escocida—. Y no hables tan alto, recuerda que Héctor piensa que estás en la ciudad.

Tuve que reunir toda mi fuerza de voluntad para contenerme y no plantearle a gritos todas las preguntas que me pasaban por la cabeza, o echarle en cara sus mentiras y lo que había hecho, lo que se había dejado hacer, en el garaje. Cuando salió de la habitación, me tumbé en la cama mirando al techo, furioso y deprimido a partes iguales. Unos quince minutos después, el sedán de mi primo salió por la verja del chalet y fui de nuevo libre para moverme por la casa.

Mamá se dio una larga ducha, cosa que le hacía mucha falta, y yo bajé a la piscina. Me puse a nadar, y parece que el agua y el ejercicio me relajaron un poco, aunque hubiese necesitado cruzar a nado todo un océano para calmarme del todo. Perdí la noción del tiempo, y no sabía cuanto tiempo llevaba en el agua cuando vi a mi madre de pie en el borde de la piscina.

Continuará...

(9,25)