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El día que sucedió todo

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Era Braulio un hombre cuadragenario con una salud privilegiada al que su profesión como médico le satisfacía, pues ya desde muy joven, quizá influido por su padre, también médico, había decidido que eso es lo que quería ser, y realizó todos los estudios necesarios para ejercer tal profesión. Se casó Braulio, recién acabada la carrera, con una profesora suya, de nombre Brígida, que contaba casi veinte años más que él, de la cual se había enamorado: tal romance dio mucho que hablar en la cafetería de la Facultad durante las horas de aburrimiento, entre parciales y parciales: que si Brígida tenía más clase y estilo que Braulio, que si Braulio estaba enamorando a Brígida para poder aprobar; que si Brígida, con tantos pretendientes, lo dejaría a la mínima ocasión... Lo cierto es que Brígida, ni tenía tanta clase y estilo ni solía dar demasiados suspensos ni gozaba de tantos pretendientes, sino que más bien era una mujer apocada, muy vapuleada por sucesivos desastres amorosos, que pensaba que a pesar de tener una bonita cara y un tipito agraciado nunca encontraría al hombre que la hiciera feliz; hasta que conoció a Braulio.

Éste, un día que la abordó por uno de los pasillos, la convenció para pasar al despacho de ella y hacerle comprender que habían nacido el uno para el otro, a base de polvos; y no fue sencillo, no porque Brígida no fuese mujer ardiente, que sí lo era, sino porque a Braulio las energías parecían abandonarle con tanto trajín de despacho y estudio; a veces, quiso abandonar, dimitir de la conquista, pero algo en su interior le conducía sin género de dudas hacia esa hembra. El tiempo que pasaban juntos en aquella habitación llena de libros, papeles y algún ordenador, lo dedicaban a follar: Brígida se desnudaba, asentaba su trasero sobre el escritorio, entretanto que Braulio se bajaba los pantalones, los slips, para, luego, taladrarle el chocho mientras le sobaba sus tiernas tetas y roía sus labios con finos dientes de zorro; Brígida se corría de gusto; él, de emoción. Había días en que practicaban sexo oral: se acostaban sobre la moqueta, adoptaban la clásica figura del 69, de vez en cuando 96, e iban recorriendo con sus bocas y lenguas las partes más sensibles de sus anatomías hasta quedar los dos saciados, con sus jetas mojadas de los propios fluidos que rezumaban. Era un no parar, pero los estudios de Braulio acabaron y con ellos sus informales voluptuosidades: ahora eran un matrimonio con hijos mayores de edad.

El día que sucedió todo, Brígida, que seguía desempeñando su labor docente en la Facultad, se había tenido que quedar en cama aquejada de fuertes dolores. "Braulio, cariño", pidió Brígida con débil voz viendo a su marido ajustándose la corbata frente al espejo que estaba colgado encima de la cómoda, "no te olvides cuando vuelvas de traerme una cajita de Targin, es lo único que calma mis dolores"; "Sí, cariño, te la traeré", dijo Braulio acercándose a la cama para besar los resecos labios de su esposa. En los últimos tiempos, la adicción de Brígida por compuestos farmacéuticos con morfina había ido en aumento: Brígida los tomaba y quedaba profundamente sedada; cuando ambos se ponían y tenían sexo, por las noches, a Braulio le parecía estar follando con una muñeca esmirriada que, sí, le daba placer, pero sin gusto. ¡Qué distinta esta Brígida actual con aquella que conoció! Ella conservaba el mismo tipito que anteriormente le había seducido; no obstante el paso de los años lo había ajado: sus pechos caían sobre su vientre, su cara se la veía arrugada, sus caderas se habían estrechado, su trasero era gelatinoso al tacto; tan solo su pubis y el interior de sus muslos no habían variado, y en estos tenía que concentrar su vista para eyacular; en ellos o en sus recuerdos, tanto pasados como presentes: como aquella vez, hace años, que se fue de putas con sus colegas colegiados, en la que una caribeña de piel morena y aterciopelada después de mamarle la polla con hambre se subió a horcajadas y lo cabalgó balanceando sus gruesas tetas por encima de su nariz hasta hacer que vertiera su semen en el depósito del preservativo que antes le había puesto con sumo cuidado; o el de hace pocas semanas, en que vio al descuido a su vecina del chalet de al lado, tan joven y bonita, tomar el sol desnuda en la hamaca junto a la piscina: ella se había quedado dormida, con las piernas en uve, y desde el seto que separaba las dos propiedades había podido disfrutar de la vista de un coño sin depilar, cuyo vello rizado se extendía hasta unos centímetros más abajo del ombligo; también de la visión en escorzo de sus redondos pechos cuyos pezones marcados caían hacia ambos costados de su cuerpo; sí, de aquella vez, y de la paja que se hizo, de pie, como un colegial que descubriese por primera vez bajo el chorro de la tibia ducha que aquella manivela que le sobresalía en sus bajos servía para algo más que mear.

Braulio llegó al domicilio donde estaba su consultorio privado a eso de las nueve de la mañana, y, tras dejar su coche en el parking subterráneo del edificio, tomó el ascensor; se apeó en la segunda planta, caminó unos pasos, durante los cuales tuvo la ocasión de intercambiar saludos con otros que tenían despachos en la misma planta, en especial con aquel abogado tan cursi y afeminado que le tiraba los tejos a las claras, alimentando su autoestima, y empujó la puerta entornada de su consulta. "Buenos días, señor Braulio", oyó que le decían desde la derecha. Era la auxiliar que había contratado, con un contrato basura, por supuesto, la que le saludaba. Montserrat era su nombre; una chica joven, algo obesa, de pelo rubio rizado, así lo debía tener también en su entrepierna, pensaba Braulio, que llevaba unas gafas anchas, con cristal como de fondo de botella, lo que hacía resaltar el verdor de sus ojos, y que bajo su camisa siempre mal abrochada debía tener unos senos rollizos, pues, cada vez que se inclinaba sobre el mostrador para atender, éstos se posaban con gravidez sobre la madera, y se podían observar con claridad sus hinchados montes y su canalillo, así como la protuberancia de sus pezones: eran como dos globos aprisionados en el interior de una bolsa estrecha. Alguna vez a Braulio se le había pasado por la cabeza pasársela por la piedra, en fin, una amenaza, o una promesa sobre su actual situación contractual podía obrar maravillas; pero no: aún conservaba ciertos escrúpulos que no le animaban a propasarse con la clase trabajadora. "Hola, Montserrat", devolvió el saludo Braulio intentando que sus ojos no se desviaran hacia la movible y blanda carne adivinada bajo el primer botón suelto de la camisa de la auxiliar; "Montserrat, por favor, abróchese bien la camisa, ¡qué van a pensar de usted los pacientes!", regañó Braulio a su empleada con cordialidad; "¡Oh, qué descuido!", soltó la muchacha, para añadir picaronamente, mirando su pechera semiabierta, "es que, señor Braulio, una está metidita en carnes y"...; "Pues cómprese una camisa de una talla mayor, mujer, que se le caen los encantos". Montserrat no pudo más que sonreír y sonrojarse ante tal expresión venida de la boca de su jefe. "Bueno, Montserrat, mantengamos la compostura, ¿qué tenemos hoy?, por cierto, ¿ha venido mi cuñada a trabajar?", preguntó Braulio más severo; "No, su cuñada no ha venido hoy..., llamó diciendo que tenía que ir con su marido a visitar a un especialista". A su cuñada Aurora, Braulio la había contratado de enfermera para su consulta, después que su hermano, tras un grave accidente de tráfico, quedara parapléjico y perdiese su empleo; ella era enfermera de profesión y ya se había retirado del mundo laboral cuando Miguel, su marido, tuvo el accidente: a Braulio no se le ocurrió mejor manera de protegerlos que contratar a Aurora, protegerlos de la pobreza, y de la desgracia, que hacía estragos en sus debilitadas conciencias. Sólo había un problema con Aurora: que al ser ella todavía una mujer joven, de treinta y pocos, y de buen ver, deseaba mantener una actividad sexual que su marido enfermo no le podía procurar. Braulio se vio en varias ocasiones en serios aprietos ante la calentura de Aurora, que, sin previo aviso se sacaba el uniforme de enfermera por los pies y quedaba desnuda frente a él; ella decía: "Vamos, Braulito, lo estás deseando", y se palpaba los senos, se los aplastaba con la palma de sus manos para que sus redondeces resaltaran mejor; tales exhibiciones más la sensualidad con que su voz expresaba sus insinuaciones, hizo que una tarde de frio invierno en que la nieve les impidió salir a la hora habitual Aurora iniciara un tonteo algo más provocativo de lo normal, y allí, en la consulta, cobijados del helor frente al radiador, tumbados encima de una alfombra de pelo largo color burdeos, ella boca abajo, él sobre sus carnosas ancas, Braulio poseyó a su cuñada hincándole su acerado ariete por el ojete del culo hasta satisfacerse ambos en un estallido de quejidos y lamentos lujuriosos finalizados con estridentes aullidos selváticos. Después de esta perversión con su propio cuñada, Braulio se juró a sí mismo que no se repetiría, así ha sido hasta ahora.

"Ah, señor Braulio", continuó Montserrat con su estadillo, "hay una paciente esperando, le he dicho que puede hacerlo en el interior de la consulta, por aquello de que allí llega mejor wifi, que se la veía a ella muy metida en su móvil"...; "No debes hacer eso, Montserrat, el paciente, como su propio nombre indica debe esperar pacientemente y"...; "Como no había nadie antes pues"...; "Bueno, bueno, venga, ¿cómo se llama, tienes sus datos, no?"; "Sí, sí, claro, señorita Hurtado, Victoria Hurtado", informó, y añadió: "ya sabe, señor Braulio, tengo un curso de auxiliar de enfermería también, si me necesita, como no ha venido su cuñada pues"...; "Vale, Montserrat, lo tendré en cuenta."

Braulio dedicó una sonrisa a su abnegada empleada, que ésta devolvió sin complejos elevando y adelantando su exuberante busto, y se adentró en el piso en busca de la impaciente paciente adicta a los smartphones.

Cuando Braulio abrió la puerta no esperaba encontrar a una mujer así, se imaginaba a una adolescente con acné y ropajes de moda; pero lo que vio ante él, así, en oblicuo como estaba sentada frente a su escritorio, fue a una mujer de su misma edad, que calzada unas sandalias de tacón y vestía una seductora falda negra de tubo con raja y un suéter rojo ancho de punto que dejaba en cuero su hombro derecho; su brillante pelo castaño con mechas más claras lo llevaba recogido en un moño sobre su coronilla.

"Buenos días", dijo Braulio; "Ah, hola, buenos"..., replicó la mujer retirando su mirada del móvil que portaba en una mano y girando su cabeza velozmente hacia el doctor ; "¿Señorita?, humm", soltó Braulio simpático, la otra rio: "Sí, verá, verás, te puedo tutear, ¿verdad?"; "Sí"...; "Verás, soy divorciada", explicó ella con brevedad haciendo un gracioso mohín; "Claro, claro", dijo Braulio.

Se acercó Braulio a su silla tras el escritorio, se sentó y estrajo de un cajón un trapo muy plegado que resultó ser su bata de médico, que se puso cuidosamente; después miró a la mujer con fijeza y le preguntó: "¿Qué te ocurre, Victoria?"; "Verás, tengo un dolor en la espalda que me preocupa porque no me lo quitan los analgésicos corrientes"; "Ajá, Victoria, entonces tendré que"...; "Llámame Viki"; "¡Que!"; "Que me llames Viki"; "Bien..., Viki, entonces tendré que palparte la espalda, quítate el jersey y siéntate en la camilla."

Ella se levantó de la silla y se dirigió hacia la camilla que había cerca de la ventana; tomó asiento mirando hacia afuera, dándole la espalda a Braulio, y con un rápido gesto de sus brazos se sacó su suéter por la cabeza y lo arrojó al suelo. Braulio se quedó como alelado: aquella era toda una mujer: a la claridad del día su figura resultaba etérea: su cráneo redondeado coronado por el exquisito moño, su femenina barbilla en escorzo, su fino cuello terminado en delicados pliegues, sus senos, ocultos bajo las copas del sujetador, cuyos relieves se presentían como de diosa, la forma serpenteante de su cintura, cuya forma cóncava llamaba a ser besada con deleite, y sus anchas caderas de acogedora matrona fértil, sólo le incitaban, no a reconocerla clínicamente con sus expertas manos, sino a admirarla, a amar sus sutiles y deliciosos encantos, a gozar de su plena madurez mujeril. Espantó Braulio sus lascivos pensamientos, se levantó del asiento, dio unos pocos pasos hasta llegar a la camilla y comenzó a toquetear a Viki; ésta habló: "Sabes, Braulio, te he estado buscando, todos estos"...; "Bah, Viki, no creo que mi fama sea tan"...; "Tú quizá no me recuerdas pero yo"...; "Quizá algún anuncio en internet y"...; "En la Facultad nunca me tuviste en cuenta, yo era la que"...; "Cierto es que tengo experiencia en temas de"...; "También te daba los apuntes cuando faltabas, pero tú, ni me mirabas, sólo tenías ojos para aquella profesora de"... Súbitamente, las palabras de Viki a las que él apenas había estado prestando atención, enfrascado como estaba en el rutinario reconocimiento de males, calaron en algún lugar de su cerebro; una luz se encendió: ¡Viki!

"¡Viki!", pronunció en voz alta.

El antiguo amor, cuando renace, quema y aniquila, pereciendo la mayoría de veces los amantes en la hoguera; pero la antigua amistad, cuando resucita, es una llamita cálida que va calentando poco a poco los corazones, es fácil de apagar si no se tiene cuidado, más se vuelve voluptuosa y candente cuando se la alimenta del adecuado combustible, es decir, del cariño; y esto les pasó, el día que sucedió todo, a Braulio y a Viki. Poco a poco sus cuerpos se fueron acercando. Ella se giró levantando sus piernas por encima de la camilla, tomó las suaves manos de Braulio entre las suyas y se las llevó a los labios para besarlas; luego las soltó más abajo, cerca de sus senos, y, al punto, éstos estaban siendo acariciados por los dorsos de ambas extremidades; hacia arriba, a contrapelo de la caída de los montes carnosos, hacia abajo, siguiendo el sentido de la pendiente. Los pezones despertaron inmediatamente de su sueño y reclamaron la atención que, sin demora, le regaló la ávida boca de Braulio, atrapándolos entre sus incisivos y succionándolos luego. Viki arqueaba su espalda hacia atrás para poder recibir mejor aquella despierta sensualidad. "Para, Braulio, un momento", murmuró Viki; Braulio levantó su cabeza y la miró. "Braulio", dijo, "ahora no deseo que follemos, debemos actuar con calma, eres un hombre casado y, por norma, no follo con ningún hombre casado, si quieres puedo hacer que te desahogues, ya que te veo muy excitado", diciendo esto miró la abultada entrepierna de Braulio, "pero nada de lo otro."

Viki le tuvo que hacer una mamada a Braulio a fin de que se serenara después que decidieron cual fuera su suerte, la de ambos, pues ya ésta estaba echada y sabían lo que el futuro les depararía: lo estuvieron debatiendo durante más de media hora y habían llegado a una resolución si bien algo embarazosa para uno, no tanto para la otra, que repararía ese sacrificio con su entrega a la causa de su diferido amorío. Entonces fue el enlace del miembro con la lengua, entonces fueron los húmedos vaivenes de labios sobre la verga, entonces fue el borbotón de blancuzca natilla llenando la oscura cavidad; entonces, la placentera calma.

"Buenas tardes, cariño", dijo Braulio nada más entrar al dormitorio. Brígida despertó: "Buenas tardes, Braulio, ¿has traído Targin?"; "No, he traído algo mejor, es soluble en agua y también contiene morfina, espera que voy a la cocina y te lo traigo"; "Sí, por favor, Braulio, me duele"...; "No te preocupes, cariño", le dio un beso en la flaca mejilla.

Braulio entró en la cocina y sacó los sobrecitos; abrió uno y lo volcó en un vaso medio lleno de agua, luego cerró los ojos y, encomendándose a la imagen idealizada de Viki, abrió dos más.

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