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La miliciana

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La miliciana, después que folló con el rifeño, se evaporó.

Por las calles de Málaga, los cruentos combates continuaban. La llegada de las columnas fuertemente armadas de los facciosos contrarios a la legalidad no había amedrentado en lo más mínimo la moral de unos milicianos acostumbrados a duras adversidades. Cada intersección de calles era bloqueada con sacos terreros tras los que los intrépidos milicianos disparaban o lanzaban granadas de mano. Entre ellos se contaban hombres y mujeres; y entre éstas, Carmen.

Carmen nació y creció en el humilde barrio de La Trinidad. Tuvo una feliz infancia en la que burlar al hambre y a la enfermedad formaba parte de lo cotidiano. Contaba con dieciocho años cuando estalló la guerra y no dudó ni un instante en apuntarse en las milicias. Aunque, sí, antes lo consultó con su novio una noche de verano que fueron a pescar a la playa de La Caleta; ambos habían dejado la caña clavada en el resbalaje para poder retozar desnudos sobre la arena:

"Jorge", dijo Carmen en un suspiro, sintiendo todo el peso de su novio sobre sí, "la guerra"; "Sí, Carmen, la guerra, ¿y qué?", soltó su novio, más concentrado en adivinar las tetas de Carmen en la oscuridad que en las palabras: "Jorge, ¿cómo eres capaz de follarme con... ¡no sabes el peligro que nos acecha!", avisó Carmen; "Mira, gatita, nosotros a lo nuestro, que de la guerra se encargarán los militares, nos iremos si es necesario..., qué buena estás Carmen, niña", dijo Jorge insistiendo en sus bestiales empujes dentro del coño de su novia, sintiendo que se iba, que ascendía a un cielo del que ningún cañonazo lo podría bajar: el del calor de Carmen, el del placer de saborear la saliva de ésta mientras el semen salía expelido a borbotones hacia la calentura de su amada.

Las noticias que llegaban del frente no eran nada halagüeñas: el ejército de los sublevados había vencido la escasa resistencia opuesta por el gobierno y avanzaba veloz hacia Málaga con la intención de tomarla y represaliar a sus habitantes.

"Carmen", dijo Jorge, la espalda apoyada contra la pared de una fachada, los pantalones bajados hasta las rodillas, "nos vamos de aquí"; "No me iré, Jorge", respondió Carmen, arrodillada bajo la luz de una farola, tomando respiración tras sacar la polla de su novio de la boca: "¡Carmen, niña, no pares!", pidió Jorge; continuaron: ella mamando; él hablando: "Las tropas son inútiles, y los milicianos son escasos..., lo mejor es largarse, Carmen, ay, Carmen, qué boca tienes, niña, ay," El esperma se derramó en abundancia, por lo que a Carmen se le quedó una baba colgando en el labio inferior cuando se incorporó tragando; después habló: "Jorge, yo me quedo a defender a los míos." Dicho esto, Carmen se giró sobre sus talones y se encaminó a la Casa del Pueblo más cercana.

En el mismo momento en que Carmen atravesó el umbral de la puerta del edificio que albergaba la Casa del Pueblo, el grupo de milicianos y milicianas que allí estaba reunido volvieron sus caras hacia ella. "Hola, Carmen", saludó Desiderio, el que los dirigía, "te estábamos esperando." Todos aplaudieron.

La que más aplaudió fue Quero, una miliciana bajita, hombruna, de pelo corto y rubio, algo mayor que Carmen, que en una ocasión la vio al descuido bañarse desnuda en la bañera común del corralón donde ambas vivían, y que desde entonces sólo soñaba por pasársela por la piedra. Quero, la mirona, que era la encargada de uniformar a las milicianas, no desaprovechó la ocasión que se le presentaba:

"Carmen, ven conmigo a esa habitación, te daré tu ropa de miliciana." Carmen entró con ella. "Carmen, desnúdate..., oh, niña, tienes un cuerpo precioso..., ven, túmbate en este sofá, estarás cansada, la guerra..., ¿tienes hambre, sí?, toma, come de este higo." A horcajadas sobre la cabeza de Carmen, que descansaba sobre un cojín, Quero puso su coño depilado sobre los labios de la nueva miliciana y ésta lo lamió y chupó durante más de diez minutos, hasta que Quero no pudo más, sus ancas reposaron exhaustas sobre los hombros de Carmen y su mojado coño sobre la barbilla, quedando sentada sobre su torso con la cabeza derrumbada por tanto placer.

Quero y Carmen salieron relucientes y rejuvenecidas de la habitación. Bajo su rostro reluciente de finos rasgos, Carmen vestía un mono de peto sin ropa debajo, por el que se podía ver el nacimiento de sus gruesos pechos y el canalillo entre éstos, y calzaba unas abarcas que dejaban al descubierto el misterioso puente de sus pies; su cabello castaño lo llevaba recogido bajo una diadema roja de felpa. Los milicianos quedaron fascinados ante tal belleza; y Carmen, encantada.

"Carmen", llamó Desiderio, el jefe, "ven ahora conmigo, te enseñaré la barricada desde donde recibiremos a nuestros enemigos con fuego"; al pronunciar la palabra "fuego", Desiderio apretó sus dientes, luego rio a carcajadas. Los dos salieron del local; era todavía noche cerrada y no había nadie por las calles. Atravesaron La Trinidad y llegaron a Mármoles. "Aquí es", exclamó Desiderio.

Lo que allí pudo ver Carmen fue una rudimentaria barrera hecha de muebles viejos, y otros objetos dudosos, que separaba el centro de Málaga de las huertas de la periferia, por donde se preveía que vendrían los facciosos. Una débil luz iluminaba la escena, la de la luna llena.

"Ven, Carmen", dijo Desiderio, "llevarás un fusil, yo te enseñaré a usarlo, y, cuando venga el enemigo, debes dejarte caer hacia delante, buscar un apoyo bajo tus brazos y apuntar bien, con las piernas fuertemente asentadas atrás." Carmen adelantó a Desiderio, se situó detrás de la barrera, dejó caer su torso con la palma de sus manos por delante y preguntó: "¿Así?"; "Así" Así vio Desiderio a Carmen: culo en pompa y tetas grávidas casi escapadas de su peto. Así le desabrochó las hebillas del peto, se lo bajó y, como no tenía bragas, sacando su dura polla por encima del cinto del pantalón, atravesó la rendija de carne hacia el boquete del culo y la penetró: "¡Así!", gritó; "Desiderio, ¿así?", suspiró Carmen; "Así, Carmen, niña, así, ay, niña, Carmen, así"; "Así, Desiderio, así, no pasarán, Desiderio, así, sí, sí, s-sí." El grito de Desiderio al derramar su semen en el interior del culo de Carmen, y la igualmente ruidosa respuesta de ésta al sentir que su hombre se corría, fueron oídos en el campamento enemigo; "Parece que lo pasan bien", dijo un navarro al rifeño; "Sí", respondió éste mirando a la luna con fijeza mientras grababa en su memoria el lujurioso grito femenino que había sobrecogido su pecho, insuflándole un íntimo anhelo.

Desiderio y Carmen volvieron al barrio y se despidieron hasta el día siguiente para frenar la más que posible ofensiva de los rebeldes. Se citaron a las 6 de la mañana; allí, en la barricada, el enemigo encontraría a medio centenar de milicianos capaces de defender Málaga hasta su última gota de sangre. "Hasta mañana, Carmen"; "Hasta mañana, Desiderio"; se dieron un sonoro beso en los labios y se separaron: Carmen dirigió sus pasos hacia su casa en el corralón; Desiderio, hacia el edificio donde pernoctaban otros milicianos.

Carmen caminaba erguida por la calleja adoquinada llena de desperdicios: los servicios municipales de limpieza hacía semanas que no desempeñaban su trabajo: la guerra lo ocupaba todo. Llegó al portal del corralón y enfiló la primera escalera a su derecha, pero algo la detuvo: alguien debía tener encendida la radio a esa hora de la noche, pues podía distinguir la voz de Imperio Argentina entonando "El día que nací yo"; no obstante, pudo escuchar un quejumbroso lloro que provenía de algún rincón del patio común. Sí, no había duda; alguien emitía una ronca súplica lastimera. Carmen oteó el espacio hasta descubrir sentado en un rincón a Antonio, un muchacho mayor que ella al que le gustaba la poesía, de hecho algunos versos le dedicó alguna vez. Antonio iba casi desnudo, sólo unos calzoncillos cubrían sus partes. Carmen se acercó y se sentó junto a él. "Antonio, no llores, la guerra terminará; "Ay, Carmen, niña, no quiero que me maten"; "Antonio, no ocurrirá nada, venceremos a esos asesinos"; "Carmen, niña, no, son más que vosotros y mejor armados, no podéis... ¡ay, Carmen!" Carmen se abrazó a Antonio en la penumbra. Antonio la besó en la mejilla y luego susurró unas palabras en su oreja; Carmen asintió.

La polla de Antonio se endureció en el momento en que Carmen se la sacó de los calzoncillos y le dio varios vaivenes con su mano. Antonio seguía llorando, pero ahora su respiración se entrecortada para hiperventilarse. La mano de Carmen continuaba su labor paliativa del dolor e iba avanzando sobre la pena. Por fin, Antonio eyaculó dando un gritito agudo y apretado. "Gracias, Carmen, niña, lo necesitaba, siempre podré recordar antes de morir que Carmen, la más guapa trinitaria, me hizo una paja." Carmen sonrió.

Carmen se acostó vestida esa noche, pues, en cuanto amaneciera, sin perder ni un minuto, tendría que salir echando leches hacia Mármoles a defender la posición. Durmió bien, confiada en sus remotas posibilidades de victoria. La pequeña habitación que compartía con sus progenitores y hermanos estaba aireada y confortable; tan solo la desveló la agitada respiración de su padre y el leve ronroneo de su madre cuando follaron en mitad de la noche; pero retomó el sueño enseguida.

El sol comenzó a levantarse a eso de las cinco y media, y Carmen con él. Sacó sus piernas del camastro, fue a la cocina a mojar un mendrugo de pan en vino dulce, el cual deglutió, y salió escopetada por la puerta. "¡Buenos días, niña!", dijo el tendero, que la vio pasar; "¡Buenos días, Luis!", respondió ella; "¡Buenos días, Carmen, niña!", saludó el churrero: "¡Buenos días, Agustín!", replicó ella; y así, con todos los que esa mañana, a esa hora temprana, la vieron correr, con esa vibración en sus tetas, hacia la barricada.

Llegó Carmen a Mármoles y encontró aquello desolador: de la media centenar de milicianos que se contaban, habían acudido una veintena; de fusiles y municiones andaban escasos, y granadas de mano contó no más de diez. Ya se oían descargas de disparos a lo lejos.

"Desiderio", dijo, "somos pocos"; "Sí, pero cada uno de los que estamos valemos por cien, vamos, Carmen, coge un fusil y ocupa tu posición, ¡se van a enterar esos malandrines de lo que vale un malagueño!" Quero, que recogía tres granadas de mano, la miró sonriente: "Niña, tenemos que repetir lo de ayer", dijo bajito; Carmen la deseó.

La fusilería y artillería enemiga pronto empezó a hacer estragos. Explotaban los cuerpos, desmembrados, de los milicianos; algunos caían con la cabeza destrozada por un balazo. Carmen, asomando la cabeza cubierta únicamente por su diadema, seguía apuntando y disparando a todo aquel soldado enemigo que le enseñara la chorla entre los cascotes y escombros. De pronto vio a uno, muy tiznado, de rasgos africanos, que apuntaba hacia ella una pistola, a pocos metros, sin disparar; Carmen lo miró, apuntó, sin embargo no pulsó el gatillo: "Muy guapo", pensó. "¡Qué haces, Carmen, dispara!", oyó que le gritaba Desiderio tirado sobre el asfalto, herido de muerte. Carmen lo miró, apenada, y continuó, sin tener en cuenta que aquel rifeño podía haber acabado con su vida, y ella con la de él, si hubiesen querido.

El asalto a la bayoneta de la barricada se veía venir, así que Carmen, antes, se escondió en un portal cercano y se arrebujó en la portería. Desde allí pudo oír el estridente grito de Quero al ser asesinada, o el de Desiderio maldiciendo. Pronto oyó pasos firmes de botas cercanos al portal. Un perro, que pasaba por la calle, entró al portal y ladró. Los estruendosos pasos se detuvieron. "Aquí hay alguien", oyó decir.

Carmen de un impulso se levantó y amenazó al grupo con su fusil: "¡Quietos, quietos todos, o disparo!" No esperaba que por su retaguardia unos brazos fuertes la atenazasen y la desarmasen.

Los soldados rebeldes la obligaron a arrodillarse; y mientras uno la sujetaba por el pelo, otros iban sacando sus pollas de debajo de sus uniformes: las había anchas, finas, curvadas, rectas como espadas, más oscuras, más blanquecinas, todas igual de hambrientas por meterse en su boca y derramar su jugo. Justo en el momento en que Carmen iba a acabar al tercero, sus labios y barbilla embadurnados de semen, una ráfaga de ametralladora hizo que el grupo se viniera al suelo entre quejidos; entonces Carmen vio la silueta del rifeño recortada a contraluz bajo el umbral del portal. "Vamos, sígueme", espetó el rifeño; Carmen se levantó de un salto y fue tras él.

Corrieron por las calles, en medio de edificios semiderruidos, esquivando vigas de madera quebradas por las bombas, saltando sobre muebles desportillados, pisando juguetes reventados y enseres rotos. "¿Conoces Málaga?", preguntó Carmen con asfixia; "Viví aquí antes de la guerra", respondió el rifeño mirándola de soslayo, arrojando su arma a un derribo.

Llegaron a una zona campestre. Más allá, una frondosa vegetación que cubría la falda de un monte se extendía ante ellos. "Mira, allí", señaló estirando su brazo el rifeño. Carmen lo entendió: qué mejor lugar para ocultarse que La Concepción.

Acompasaron sus respiraciones y zancadas a una frecuencia más suave y penetraron en la extensa finca ajardinada. Allí notaron el frescor que imprimía la exuberante vegetación al ambiente; esto, unido al inminente ocaso solar y a la abundante agua que encontraron, apaciguó una sed que tenía visos de hacerse crónica en ellos. Bebieron de una fuente de líquido cristalino, haciendo recipiente con sus manos, y se miraron.

Las hojas de ficus y jacarandas, mecidas por una suave brisa veraniega componían una música relajante para sus oídos. "Carmen, niña, qué guapa eres", musitó el rifeño entre dientes; "Sabes mi nombre"; "Lo oí durante la lucha": "¡Tu, salvador mío!", pronunció casi sin mover su boca Carmen, aproximando su cuerpo al del hombre hasta rozarlo con sus prominentes pechos casi escapados del mono de peto tras inclinarse para beber; "Me llamo Ibrá"; "Ibrá..., ¡oh!" Y se besaron largamente los labios; sus lenguas recorrían las cavidades y se juntaban bajo sus paladares; las salivas goteaban viscosas por las comisuras de sus labios y sus dientes entrechocaban: se devoraban.

Fue un preámbulo tras el que Ibrá tomó de la mano a Carmen y la condujo hasta un claro de luna, junto a una cascada flanqueada de monsteras, tapizado de verdoso musgo, y la ayudó a que se tumbara de espaldas; se puso frente a sus abarcas, se agachó y alzó las piernas de ella hasta las caderas suyas para poder tirar de las perneras del mono y quitárselo; Carmen ayudó desabrochando las hebillas y levantando el culo; luego Ibrá se despojó del uniforme.

Follaron plácidamente. Ibrá situó sus fibrosos brazos unos centímetros por encima de los hombros de Carmen, apoyándose con las palmas de sus manos abiertas, y movió su cintura hacia delante hasta conseguir la penetración. Carmen abrió sus muslos y situó sus pies sobre las nalgas de Ibrá para acompañar cada empuje. Ibrá a veces cerraba los ojos concentrándose en su goce, otras los abría, contemplando el fulgor de la luna llena; también miraba a Carmen, sí, y miraba abajo, el misterio de la carne puenteada: su renegrido falo africano entrando y saliendo del blanco cuerpo europeo, dando placer al mismo tiempo que lo recibía. Carmen gemía y suspiraba como la más débil de las criaturas bajo las fauces de un despiadado depredador. Ibrá, que sentía como su hiel se iba condensado en la punta de su capullo, tantas jornadas de combates, tantas heridas sufridas, tantos muertos en su cuenta, seguía empujando, con mayor furia conforme quería alejar mayor número de malos recuerdos; esa belleza, la de Carmen, esa es la que deseaba grabar en su cabeza, y que no se le escapara jamás. Ibrá miró: frente a él las tetas de Carmen vibraban a cada arremetida suya; como un manso oleaje que viene y se retira eran los bronceados pezones de Carmen a la luz de la luna. "I-brá, por-fa-vor, có-rre-te, aho-ra, me-mue-ro, I-brá", silabeó Carmen apretando sus párpados cerrados. Ibrá desparramó su semen en la vagina de Carmen aullando de éxtasis.

La miliciana, después que folló con el rifeño, se evaporó.

Aunque a Ibrá, sus mandos, cuando le encontraron sin uniforme ni armas, le preguntaron si sabía algo acerca de una miliciana huida durante el asalto de la barricada de Mármoles en la que intervino, él contestó con generalidades, contándoles que sí, que la vio y la siguió, pero que debieron tenderle una emboscada y dejarlo sin conocimiento porque al día siguiente amaneció en aquella jungla y no recordaba nada; le informaron que en particular un alto mando había visto con unos prismáticos a la muchacha escabullirse por las callejas y que, tras una investigación, averiguó que la llamaban, "la trinitaria" y tenía fama de aguerrida, ya que había acabado matando a todos sus perseguidores menos a él, a Ibrá; este mismo alto mando había ordenado a sus informadores que le siguiesen la pista, pues sospechaba que "la trinitaria" se había internado en la sierra para unirse a la guerrilla; a Ibrá le concedieron un permiso.

Veinte años después de aquella guerra, Ibrá trabajaba de botones en un hotel de Casablanca. Transportaba maletas de un lugar a otro durante interminables jornadas: un trabajo duro y mal pagado.

Un día primaveral, Ibrá, atravesando el ancho vestíbulo cargado de maletas, divisó a escasos cinco metros suyo a un grupo de unos siete turistas muy bien vestidos que hablaban animadamente. De pronto, sus fuerzas le abandonaron y dejó caer las maletas al suelo provocando alboroto. Su superior no tardó en abroncarle, sin embargo él seguía con la vista puesta en el grupo, que también se habían vuelto a mirar qué pasaba. Una de las mujeres del grupo se adelantó unos pasos, quedando petrificada. Ibrá dio un puñetazo a su superior que quedó tumbado en el suelo agarrándose la nariz y se acercó a la mujer. Sonaba en el hilo "Yo soy aquel" de Raphael. "Carmen", dijo Ibrá en tono de súplica; "Sshhh", chistó ella, "ahora me llamo Paquita." Paquita calmó los ánimos del jefe de Ibrá obsequiándolo con unos cuantos billetes; luego se disculpó ante su grupo alegando que debía resolver ciertos inconvenientes con su equipaje; gritó: "¡Botones!", y apareció Ibrá.

Ella caminaba delante vistiendo un elegante vestido largo color morado de manga corta y calzando unos zapatos de tacón; movía sus caderas al compás de sus pasos; su ancho culo llenaba por entero la parte alta del faldón trasero del vestido. Ibrá la admiraba: los años la habían mejorado. Paquita abrió la puerta de su habitación y franqueó el paso al botones Ibrá cargado de maletas; luego se abalanzó hasta él. "Oh, Ibrá, pensaba que habrías muerto"; "Lo mismo pensé yo... humm, Paquita", rio; "Pues aquí estamos, me cambié el nombre y me casé con un alto mando del ejército sublevado, que resultó vencedor, ahora soy viuda", aclaró Paquita; "Para mí siempre serás Carmen, mi niña Carmen", dijo él; "Ibrá, mi salvador."

Se acostaron desnudos sobre la colcha de la lujosa cama del hotel. Se besaron; se acariciaron. Carmen, ahora Paquita, no había perdido un ápice de su belleza malagueña; su cuerpo por entero era deseable: su carita de niña, su fino cuello, sus orondas tetas de pezones frondosos, su cintura estrecha, sus acogedoras caderas, su perfilado pubis, sus muslos redondeados, sus pequeños pies. Ibrá no sabía por dónde empezar, así que empezó ella, metiéndose su gran polla entre los finos labios para hacer que desapareciera hasta la mitad en el interior de la boca, adelante y atrás, chasqueando la lengua, lamiendo la corona de su capullo, el frenillo, haciendo de ella su juguete, volviendo a meterla hasta la garganta, de nuevo, y más, que a Ibrá se le iba el resuello, hasta que sintió el chigate en su paladar y, casi asfixiada, se relamió.

"Ibrá", dijo Paquita recostada sobre el ancho pecho de él, "júrame que nunca nos separaremos"; "Nunca, Carmen, niña, nada ni nadie nos separará jamás."

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