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Los casos de Berenice Vineyards (vol. 1)

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Policía erótica

El significativo aumento de los delitos sexuales en territorio del gran regente mundial fue la causa principal por la cual la Policía Federal incorporó en su organigrama a la División de Crímenes Sexuales, quizá más conocida por ese vulgar y hasta burlesco remoquete impuesto por sus detractores: Policía Erótica. Sus oficinas centrales tienen su sede en el Distrito de Columbia, y sus investigadores viajan permanentemente por todo el país tratando de resolver los casos más intrincados.

Berenice Vineyards, la psicóloga criminalista, es considerada como la mejor exponente de dicha División. La joven agente comenzó su carrera en el FBI analizando los perfiles psicológicos de los asesinos seriales más peligrosos. Su destacado desempeño fue recompensado con una rápida promoción y ahora ya hace un tiempo que se dedica por completo al arduo trabajo de campo de la Policía Erótica, en donde dirige las investigaciones más importantes.

A pesar de no haber cumplido aún sus 30 años, ha resuelto un sinnúmero de casos, los que le han valido el respeto y la admiración de sus compañeros, así como el reconocimiento de las máximas autoridades.

Quienes no la conocen personalmente seguro que habrán oído hablar de su sagacidad, de su valentía o de su asombrosa fuerza, no acorde a su exigua estatura –quizá 1.60–, pero más aún de su extraordinaria belleza: de sus relucientes cabellos dorados, de sus radiantes ojos azules, de la exquisita simetría de su rostro, de su cuerpo escultural, de ese enorme par de tetas, de ese tremendo orto, de esas piernas perfectas.

Quien la ha observado en su elegante y provocativo andar no duda de que se trata de la investigadora más sexi de toda la Policía Federal, hecho que es frecuentemente explotado en investigaciones que requieren su trabajo encubierto.

Entre sus compañeros de misión más regulares se encuentra la agente Velmarie Therose: una milf de 39 años a quien caracteriza un cabello rubio cobrizo largo, enrulado y de gran volumen. Velma –como la llaman sus compañeros– es más que una compañera para Berenice, también es su amiga y confidente. Scott Valley es otro que comúnmente hace equipo con Vineyards. El promisorio agente es de los mejores de su clase y está haciendo sus primeras armas en la nueva División.

Resta decir que Berenice se maneja con mucha reserva cuando se trata de su vida privada; ama con locura a su esposo Seymour y a su pequeña hija Emily, y siempre trata de mantenerlos al margen de todo lo relacionado con su peligroso trabajo, en dónde la crueldad, la indecencia, la sordidez y la miseria humana son moneda corriente. A propósito, estimado lector, si se considera susceptible a pasajes de violencia, le recomiendo que abandone la lectura en este mismo momento, en el que comienzo a narrar los pormenores de los inquietantes casos de Berenice Vineyards.

Un caso en bikini

El concurso de chicas en bikini, que se celebra todos los años en la playa de South Beach, es la actividad más esperada por los turistas entusiastas, especialmente los hombres. Las chicas más hermosas del mundo desfilan exhibiendo sus más protuberantes atributos femeninos y son vitoreadas por los fanáticos, quienes definen el certamen con sus aplausos.

A una semana de realizarse la vigésima edición del famoso evento, la organización comenzó a recibir amenazas que exhortaban su cancelación. Las intimidantes promesas de boicot enarbolaban vindicaciones tales como: “no permitiremos este circo que denigra a la mujer” o “aquellas que se presten a tan indigna cosificación son nuestras enemigas”.

Al principio, y como ocurre en toda honorable sociedad patriarcal, nadie le dio mayor importancia a tales conminaciones feministas, pero cuando dos de las más bonitas concursantes fueron prácticamente desfiguradas en sendos atentados, comprendieron que la cosa iba en serio.

Realizada la denuncia correspondiente, y analizadas todas las posibilidades, sopesando entre una presunta acción terrorista y una estricta presión comercial, se decidió que el certamen se realizaría de todas maneras, a pesar de las advertencias.

–¡No vamos a suspender el concurso! ¡No cederemos ante el terrorismo! Ellos son los que mutilan mujeres, nosotros las empoderamos para que sean personas íntegras y puedan alcanzar todos sus sueños –declaró a la prensa el multimillonario empresario dueño el evento, seguramente pensando en el poder que otorga tener un buen culo y un buen par de tetas; y quizá también (aunque de esto no puedo estar seguro) pensando en el rédito económico que le reportaría la mentada competición.

A raíz de la amplia difusión y el gran impacto que tuvo la noticia de los atentados, se decidió que la seguridad del evento quedara a cargo de la Policía Federal. Y aunque es cierto que se parecía más al accionar de una organización fundamentalista que al de un delincuente sexual, se decidió que la División de Crímenes Sexuales tomara jurisdicción del caso, seguramente como forma de promover a la flamante División.

La agente Berenice Vineyards llegó a Miami pocos días antes de la fecha del concurso acompañada de sus colegas Scott Valley y Velmarie Therose. Apenas llegaron, comenzaron con la investigación en coordinación con la policía local.

Las pericias señalaban el mismo modus operandi para ambos atentados: ambas jóvenes habían sido atacadas por la espalda y golpeadas en la cabeza. Una vez inconscientes, el atacante –todo indicaba un solitario atacante– había procedido a infringirles severos cortes en sus rostros con la intención de desfigurárselos, hecho que desgraciadamente había conseguido. Ambos ataques habían sido perpetrados el mismo día, con diferencia de dos horas entre uno y otro. Ninguna de las dos víctimas había visto a su agresor y no se encontraron huellas en las escenas de los crímenes.

Hubo interrogatorios a miembros de organizaciones feministas y a líderes de varios grupos radicales que no arrojaron ninguna pista ni ningún sospechoso, aunque sí generaron un singular ambiente de debate y alguna que otra marcha de protesta. Quizá el único dato relevante era el que brindaba la certeza de que el criminal no había elegido a sus víctimas al azar: las dos chicas atacadas eran las favoritas para ganar el concurso.

Sabido esto, y en el afán de proteger al resto de las participantes, el director artístico del evento les facilitó a los agentes una lista con un ranking de las aspirantes al trono que, según los especialistas en frivolidad y afines, habían heredado el favoritismo. La primera en la lista era Lana Collins: exuberante pelirroja de ojos verdes. Se decidió que la modelo tuviera custodia las 24 horas. Ocurrió lo mismo con las dos siguientes de la lista. Éstas eran Alicia Tail: preciosa morocha de cuerpo estilizado, y la hermosa mexicana Eva Ramírez.

Aunque todas las concursantes estaban asustadas, ninguna abandonó el certamen; todas confiaban en Vineyards y en sus compañeros, quienes les prometieron realizar el mayor esfuerzo para mantenerlas a salvo.

Para mayor seguridad, se decidió que la detective estrella ingresara al concurso en forma encubierta. Su cuerpo escultural le permitiría participar sin levantar sospecha; aunque ella dudaba acerca de si podría hacerlo con soltura. No se consideraba preparada para algo así.

Un día antes de la competencia, Berenice dio un paseo por las mejores tiendas de South Beach con el objetivo de elegir un bikini adecuado. La agente Therose la ayudó en esta tarea mientras Valley repasaba, junto con la policía local, el plan para implementar la seguridad durante el concurso.

Velma le sugirió a su amiga la prenda más atrevida que encontraron; pero si bien el tipo de ropa interior habitual de Berenice no solía variar de la diminuta tanga, su estilo era totalmente diferente cuando se trataba paseos por la playa: jamás se la veía con bikinis sugerentes, sino con mallas de baño de recatada confección; esto era porque a su marido no le gustaba que se exhibiera demasiado. Al final, su compañera la convenció con argumentación sólida.

–Con ese bikini y ese cuerpazo vas a ganar, aparte tu marido no estará entre el público –le dijo provocando una pícara sonrisa de la investigadora.

Se trataba de un micro-bikini color rosa que realmente era digno para la ocasión. Estaba compuesto por dos piezas de diminuto tamaño que, según Valley, se hubieran podido guardar en la cajita de un anillo.

El día esperado llegó. El concurso comenzó con una verdadera multitud bordeando el escenario. El clima de fiesta no fue opacado ni por el miedo a un atentado ni por el minucioso dispositivo de seguridad que contaba con una treintena de policías en la playa. El animador comenzó a presentar una a una a las concursantes y éstas comenzaron a desfilar ante el delirio de los asistentes.

La más vitoreada, como era de esperarse, fue Lana Collins, quien salió a escena luciendo un exquisito bikini azul: marco perfecto para sus perfectas curvas. La pelirroja parecía encaminarse hacia un triunfo seguro, pero sólo hasta que la agente Vineyards pisó el escenario.

Aunque era la más pequeña de las participantes y no presentaba bronceado alguno, la imponente figura de la rubia provocó el delirio general. Su bikini era el más pequeño de todos: la pieza superior no podía detener sus enormes tetas, las cuales se escapaban del sujetador en todas direcciones dando la impresión de que estaban a punto de explotar; la tela apenas alcanzaba a cubrirle los pezones. Su enorme culo, redondo y respingón, se devoraba ferozmente el pequeño triangulito del bikini rosa.

Cataratas de baba caían de las bocas de los espectadores estupefactos. El sensual paseo de la rubia por el escenario derrochaba abundancia y recibía una verdadera ovación, provocando la más húmeda veneración de los presentes.

Vineyards pasó a la gran final junto con Lana Collins y Eva Ramírez. Era hora de que el público eligiera a la mejor. Collins y Ramírez pasaron al frente, cada una en su turno, y desfilaron de manera espectacular. Sus sensuales pasos fueron aclamados por el público; sin embargo, ninguna iba a lograr el estruendo ensordecedor que inmediatamente después lograría Berenice Vineyards.

La detective, habiendo perdido a esas alturas todo vestigio de timidez, hizo las delicias de los espectadores contorneando su cuerpo en forma extremadamente sensual, masajeándose las tetas con ambas manos y enseñándoselas a los presentes de manera antirreglamentariamente soez.

Su deliberada carita de puta invitaba a la lujuria. A pedido del público, se volteó para exhibir su impresionante retaguardia: un culón imposible de concebir de tan redondo y tan perfecto que se veía. Después de palmearlo y agarrarlo fuertemente con sus delicadas manos –con las que no podía cubrir ni la cuarta parte de sus carnosas nalgas–, comenzó a dar unos rápidos saltitos, provocando la oscilación de esos tremendos jamones blancos. Sus impresionantes tetas también se sumaron al colosal bamboleo haciendo temblar el escenario. Toda la playa tembló.

Berenice ganó el concurso sin discusión ante la envidia de las demás participantes, que observaban atónitas el contundente cuerpo de la agente, y el beneplácito de la concurrencia, que jamás olvidaría el monumental cuerpo de aquella rubia de piel blanca. Lana Collins tuvo que conformarse con el segundo lugar; su rostro era la viva imagen de la decepción.

–¿De dónde salió esta muñequita inflable? –blasfemó la pelirroja.

–¡Pinche nalgona! –injurió la mexicana.

Es que todas ellas eran modelos profesionales y se había preparado al máximo para el certamen. Meses de dieta, ejercicios, bronceado y alguna que otra cirugía, se habían visto totalmente opacados por la belleza natural de la agente del gobierno.

Mientras Vineyards sonreía emocionada exhibiendo su premio, cientos de fotos inmortalizaban su exuberante cuerpo, especialmente ese tremendo pedazo de orto.

Finalmente, no ocurrió ningún hecho anormal durante la jornada más que el intento de muchos de los presentes de tocarle el culo a la triunfadora. A pesar de los esfuerzos de la custodia, algunos lo consiguieron.

Una vez en la habitación del hotel, los agentes siguieron festejando el gran triunfo de la improvisada modelo. La euforia vivida, sumada a la normalidad con la que se había desarrollado el concurso, los había hecho olvidar de la investigación.

–¡Te dije que ibas a ganar, Bere! –dijo Velma Therose con efusividad.

–¡En mi vida me habían manoseado tanto el culo! –Exclamó Berenice, y, frunciendo el ceño, agregó– ¡Odio que me toquen el culo!

–Sí… qué peligro –dijo Therose mirando a su compañera con gesto cómplice.

–Le arruinaste la fiesta a la Collins. Parecía que estaba todo dado para que ganara ella –agregó Scott Valley.

Este último comentario del joven detective hizo reflexionar a Vineyards; reflexión que inmediatamente se trasformó en autoflagelación –era perfeccionista y, cómo tal, impiadosa en la autocrítica–. Se maldijo para sus adentros. ¿Cómo no había advertido algo tan obvio? ¿Cómo podía ser que ni siquiera lo hubiera considerado como hipótesis? Se consideró a sí misma otra rubia tonta de nula agudeza; tan nula como para no darse cuenta de que la persona que había perpetrado los misteriosos ataques no podía ser otra que la bella pelirroja: ¿Qué mejor forma de eliminar la competencia? Era por eso que no había ocurrido ningún atentado durante el concurso: el objetivo ya había sido cumplido tras los dos primeros ataques. Las piezas encajaban a la perfección.

Una vez que Berenice hubo comunicado esta teoría a sus compañeros, se procedió al arresto de la sospechosa para someterla a un interrogatorio. La modelo no solamente se entregó sin oponer resistencia, sino que, entre lágrimas, confesó sus delitos de buenas a primeras con apesadumbrada sinceridad. Estaba realmente destruida por la derrota.

–¡No esperaba que una perra tetona del FBI me arrebatara mi corona! –dijo con furia y desazón.

Esa perra tetona era Berenice Vineyards, y esta vez la singular detective no sólo retornaba a Columbia con un caso resuelto, sino que lo hacía empoderada como mujer, y con el premio al mejor culo de South Beach.

Hotel snuff

Cuando Margarita García realizó la denuncia de los episodios macabros que estaban ocurriendo en un pequeño motel en las afueras de Albuquerque, Nuevo México, la policía local se hizo presente en el lugar para efectuar el allanamiento correspondiente. Según la testigo, en dicho lugar se sometía a los huéspedes a sádicas torturas –que concluían con la muerte de las víctimas– con el fin de filmar películas caseras que luego eran comercializadas entre clientes selectos.

La señora García cumplía con los servicios domésticos en el motel de manera ocasional. En alguna de esas oportunidades, no sólo había descubierto cámaras ocultas en algunas habitaciones, sino que había conseguido ver algunas de las tenebrosas grabaciones.

El contenido de dichas cintas era verdaderamente escalofriante: casi siempre se trataba de personas jóvenes, a veces matrimonios o parejas de novios, a veces grupos de chicas. La generalidad indicaba que las chicas participantes eran hermosas.

En algún momento de su estadía –siempre de madrugada– los huéspedes eran asaltados por hombres enmascarados portando armas tales como hachas o grandes y filosas cuchillas. Las víctimas eran golpeadas y luego mutiladas brutalmente. Las mujeres eran violadas delante de sus maridos. Las torturas no cesaban hasta que la sangre bañaba las paredes de la habitación.

Sin embargo, la investigación policial no arrojó evidencia alguna de lo relatado por la antigua empleada del motel. No se encontraron cadáveres, ni rastros de sangre, ni cámaras ocultas, ni cintas de video. Nada.

El caso fue archivado, e incluso la denunciante fue sometida a un peritaje psiquiátrico cuyo resultado indicó que estaba en sus cabales. Días después, García desapareció misteriosamente. Algunos vecinos aseguraban que se había marchado hacia otro estado.

El desconcertado psiquiatra que practicó el peritaje fue del Dr. Henry Finley, quien había colaborado con el FBI en anteriores oportunidades; allí había conocido a Berenice Vineyards. Él sabía muy bien que no había nadie mejor que ella en la resolución de crímenes sexuales.

Una noche, el doctor decidió llamar a la agente para comentarle el extraño caso: estaba convencido de que la señora García no mentía, y le parecía demasiado sospechosa su desaparición. Podría decirse que la llamada no fue realizada en el momento más oportuno.

Cuando cimbró su celular, Berenice estaba garchando con su marido a ritmo violento. La rubia le saltaba sobre la pija como si tuviera un gran resorte en el orto. El feroz bamboleo de sus enormes tetas hubiera sido capaz de noquear a quien se las llevara por delante.

Su tremendo culazo, con el pequeñísimo hilo trasero de la tanga trancado en una de sus poderosas nalgas, aplastaba a su marido en cada caída en forma brutal e impiadosa. El pobre hombre parecía que suplicaba, extasiado ante la bestial paliza que recibía del ojete de su enérgica esposa.

La rubia arremetía como si fuera la última cabalgata de la historia; y es que no todos los días su pequeña hija se quedaba a dormir en la casa de sus primas: había que aprovechar el tiempo. De todos modos, ante el insistente gorjeo, Vineyards decidió atender su teléfono, pero escuchó los pormenores del relato de Finley sin parar de rebotar contra el bajo vientre de su afortunado esposo –incluso se dio el lujo de acelerar su jineteada, ya cerca del orgasmo–.

Es probable que el doctor haya pensado que las exageradas exclamaciones de la agente eran producto del impacto que le causaban los detalles de su relato, cuando en realidad eran producidas por otro impacto: el del culo de la hembra contra la agraciada pija que galopaba.

Cierto es que la agente se sintió invadida por una gran curiosidad (todo se le asemejaba mucho al argumento de una película que alguna vez había visto, aunque no recordaba el nombre). Al fin logró convencer a las máximas autoridades de que los episodios narrados por la desacreditada mujer merecían investigación a pesar de la estéril búsqueda de la policía local.

Se decidió que la investigación se hiciera en forma encubierta y sin apoyo local. Entonces Vineyards viajó a Nuevo México junto con el agente Scott Valley. La pareja, simulando ser un novel matrimonio, se hospedó esa misma noche en el enigmático motel. El propietario, un sujeto algo extraño pero servicial, se puso a entera disposición.

Apenas se acomodaron en la habitación, ambos comenzaron una disimulada investigación. No tardaron en encontrar varias cámaras escondidas que llegaban a cubrir casi todos los ángulos de la habitación. Estaban tan evidentes que era imposible que la policía no las hubiera hallado –algunas tan torpemente colocadas que podían divisarse aun sin demasiado esfuerzo–.

Los agentes no hablaron del tema pues no sabían con certeza si también había micrófonos ocultos, pero con sólo mirarse a los ojos supieron que habían arribado la misma conclusión: las cámaras habían sido removidas antes del allanamiento para ser repuestas ya con el caso cerrado.

Sin duda que la impericia negligente de la policía local –cuando no su corrupción– había colaborado para que los crímenes se mantuvieran impunes. No había duda de que la señora García decía la verdad, sólo restaba esperar el momento del ataque; pero éste no ocurrió. La pareja se turnó toda la noche para vigilar, pero el amanecer llegó con la misma pasmosa tranquilidad que los había acompañado toda la madrugada.

Quizá el error, pensó Berenice, fue el no comportarse como una pareja normal. Así que aunque los agentes abandonaron el motel por la mañana, regresaron a la noche siguiente; esta vez con un plan para provocar a los asesinos.

Esa noche, apenas entraron en la habitación, actuaron un beso apasionado. Luego de beber unas copas de un vino barato que habían comprado en un supermercado cercano al motel, Berenice comenzó a desnudarse para las cámaras. La excusa fue la ejecución de una sensual danza destinada al disfrute de su supuesto esposo, quien la observaba atentamente sentado en el borde de la cama.

Vineyards de deshizo de sus pantalones lentamente y, una vez que su voluptuoso culo quedó al descubierto, se inclinó para dar un primer plano a los mirones que yacían en el otro extremo del cable. Se trataba de tres tipos de aspecto temible, uno de ellos era el dueño del motel. Estos, a través de la pantalla, pudieron ver el brillo del enorme orto de Vineyards devorándose la minúscula tanguita que llevaba puesta.

–¡¡Qué culazo!!! –comentó uno.

–¡Mira la tanga que se puso la muy puta! –comentó otro.

Berenice continuó quitándose la ropa hasta que sólo quedó con su hilito dental y su anillo de casada. Entonces los sujetos también pudieron ver sus voluminosas ubres. Ninguno de los tres daba crédito a lo que estaban viendo, estaban atónitos ante el descomunal cuerpo de aquella rubia.

–¡Qué par de melones! –exclamó uno.

–¡¡¡Al ataque!!! –gritaron todos.

Mientras, en la habitación, Scott Valley estaba más excitado que los propios rufianes, hecho que no pudo disimular.

–¿Que se te parara la pija también era parte de la actuación? –le susurró Berenice al oído con sonrisa traviesa mientras observaba la enorme carpa armada en los pantalones de su compañero.

A continuación, la hembra acercó su agraciada cola al rostro del agente para que éste la observara de cerca. Valley, como poseído por la lujuria, no tuvo peor idea que meterle tremendo manazo en el orto, hecho que a la rubia no le gustó. Si había algo que Vineyards detestaba era que le tocaran las nalgas.

–¡¡¡A mí no me tocas el culo!!! –le gritó en forma histérica al mismo tiempo que le estampaba un tremendo puñetazo en el rostro: un par de dientes salieron despedidos de las fauces del agente que cayó al suelo inconsciente. Quedaba claro que Vineyards no era partidaria del hiperrealismo en la actuación.

Justo en el momento en que Berenice se disponía a asistir a su compañero, tres enmascarados irrumpieron violentamente en la habitación: uno con un hacha, otro con un cuchillo y el restante con una cadena. Eran tres hombres altos y fornidos. Al verlos, la agente comenzó a arrepentirse de haber eliminado a su único apoyo.

El del hacha observó a Valley desmayado y comprendió que la mitad del trabajo ya estaba hecho, así que soltó su arma y se abalanzó con decisión sobre Berenice: quería violarla antes de despedazarla. Pero la petisa lo recibió con un impresionante cruzado de derecha que le partió la mandíbula: ¡¡CRACK!! sonó en el rostro de criminal que cayó de bruces contra el suelo.

“A este que le cuenten hasta mil”, pensó la semidesnuda agente mientras recibía un fuerte cadenazo en la espalda. Vineyards acusó el golpe y el segundo atacante aprovechó para tomarla por detrás y prendérsele fuertemente de las tetas, las cuales masajeaba mientras le lamía una oreja y el cuello. Para ejecutar esta acción, el traicionero criminal tuvo que agacharse, ya que Berenice era mucho más pequeña que él.

La agente, al ver sus brazos aprisionados, disparó un cabezazo hacia atrás que impactó en el rostro del atacante y provocó que éste la soltara. Entonces se volvió para quedar de frente al confuso criminal y le propinó un terrible uppercut de derecha en el estómago que lo dejó de rodillas buscando aire.

Luego quedó frente a frente con el último enmascarado que quedaba en pie. Éste era el más temible de los tres: medía casi dos metros; comparado con la agente parecía un gigante. Pero la notable mujer no se amedrentó: se le plantó firme.

Rápidamente el enmascarado le lanzó un feroz cuchillazo, pero ella aguantó el impacto sujetándole las muñecas. El cuchillo se detuvo a unos pocos centímetros del bello rostro de la rubia. En ese momento comenzó un brutal forcejeo en el cual Berenice tuvo que sacar de sí fuerzas extra para contrarrestar la monstruosa potencia de aquel corpulento hombre.

Hubo unos cuantos segundos de combate parejo. Ninguno parecía ceder. Ambos comenzaron a gemir producto de la enorme fuerza que estaban haciendo para ganar esa brutal pulseada, que resultaba de vida o muerte. Al final, contradiciendo lo que se podía calcular analizando el tamaño de ambos contendientes, la agente Vineyards fue la que se impuso: gastando todas las fuerzas que le quedaban, y dando un agudo grito de honda exhalación, impulsó las manos del asesino haciendo que éste se clavara el cuchillo en su propio abdomen.

Una vez que acabó con el gigante, y mientras trataba de recuperar el aliento, vio como el tipo de la cadena intentaba incorporarse, entonces fue ella la que tomó la cadena y la enroscó en el cuello del indigno hombre, dispuesta a liquidarlo. Así lo hizo luego de unos cuantos segundos de fuerte presión.

Después observó que el primer atacante, al que le había partido el rostro de un puñetazo, estaba volviendo en sí. Éste, con la dificultad que le imponía su notoria debilidad y confusión, se había hecho nuevamente del hacha, pero Vineyards se la arrebató fácilmente y –ya fuera de sí– no vaciló en ejercer sobre él el viejo oficio de leñador mientras lo insultaba con rabia.

Valley regresó del mundo de los sueños para observar el paisaje de horror gore. Mientras juntaba sus dientes del suelo pudo ver la sangre derramada que bañaba la habitación y a su compañera que, casi desnuda, transpirada, sucia de sangre y exhausta tras la pelea, estaba aún más hermosa. Ella lo ayudó a incorporarse; él le pidió disculpas por haberse propasado.

Los agentes encontraron más de veinte cintas snuff y hasta pudieron ver a la que los tenía como principales protagonistas. Afortunadamente, Margarita García fue encontrada sana y salva en la ciudad de Los Ángeles.

Esta vez Berenice Vineyards no sólo retornaba a Columbia con un caso resuelto, sino también con una película snuff que la tenía como actriz principal, y cuya sinopsis podría ser la siguiente: una rubia en tanga castiga y destroza a unos miserables asesinos, y de yapa le vuela los dientes a quien se atreve a tocarle los cachetes sin permiso.

Los arrimadores

Parecía que no iba a ser el mejor día de Berenice. Como todas las mañanas, estaba pronta para partir hacia su trabajo, pero su coche no arrancó. Quiso llamar un taxi, pero nadie respondió en la central. Su esposo podría haberla llevado, pero éste ya había partido para dejar a la pequeña Emily en el colegio de camino a su trabajo. A la agente no le gustaba llegar tarde, y el auxilio se demoraba, así que optó por el Metro.

La habitual comodidad de su automóvil le había hecho olvidar de las esperas, el aire viciado, el roce inmundo y demás inconvenientes del transporte público: universo vulgar que conformaba un ambiente pernicioso para el elegante trajecito con minifalda que llevaba puesto ese día.

Justo cuando se estaba lamentando de no haber esperado al auxilio, algo llamó su atención. Un chico se había acomodado detrás de una joven mujer y, aprovechando un ventajoso hacinamiento, le refregaba el miembro con el mayor descaro. Berenice notó la tremenda erección que reventaba los pantalones del muchacho, que formaba una carpa que el descarado clavaba en cola de la mujer.

En un principio la agente pensó que podrían ser novios, pero la chica se veía muy incómoda y se la notaba haciendo denodados –y estériles– esfuerzos para zafar. Justo cuando Vineyards estaba dispuesta a intervenir, el muchacho decidió abandonar su abyecto proceder. No era que hubiera advertido a la agente acechándolo, sino que había llegado a su estación de destino.

Berenice bajó del tren y lo siguió disimuladamente: podría tratarse de un violador. Ya en la superficie citadina, el joven subió a un autobús con destino a los suburbios. Vineyards también abordó el bus. Éste no iba lleno, sin embargo esto no fue impedimento para que el muchacho pronto le arrimara el paquete a una chica que viajaba en el fondo. Ella se resistió pero él la forzó. Allí fue cuando Vineyards decidió interceder:

–¡Alto, Policía, estás arrestado! –le gritó mientras exhibía su placa.

El chico aprovechó que el autobús abría sus puertas, tras detenerse en una parada, y bajó de un salto para luego darse a la fuga. Berenice también bajó y corrió tras sus pasos. Los lujosos zapatos y la cartera le dificultaban bastante la carrera; aun así, no le perdió pisada al fugitivo.

El ambiente en las calles de los suburbios contrastaba demasiado con la elegancia de la agente, y el trajinar de la carrera le había levantado la pequeña minifalda hasta un punto crítico en el que sus torneadas piernas quedaban totalmente al descubierto. Un centímetro más permitiría verle el color de la bombacha.

Berenice logró sobreponerse a las dificultades con femenina agilidad: era pequeña pero rápida. Muy a pesar de sus tacones de diez centímetros, logró ser lo suficientemente veloz como para no perder de vista a su perseguido, y mantener una distancia prudencial que hizo que el muchacho se creyera liberado de la persecución.

Luego un largo trajinar por calles cada vez más peligrosas, el joven saltó la verja de un descuidado jardín y se introdujo en la casa que yacía en sus fondos.

Berenice sorteó el enrejado con dificultad echando mil maldiciones y, a paso sigiloso, también entró en la casa.

La habitación principal era grande y estaba algo oscura. Vineyards caminó silenciosamente hasta que sintió el fuerte golpe en la espalda que la hizo caer al suelo; su cartera salió volando por los aires. Desde su posición horizontal, la agente pudo ver al chico con un bate de béisbol en la mano.

–¡¿Quién te invitó a mi casa?! –le dijo con juvenil encono.

Berenice pudo incorporarse lo suficientemente rápido como para esquivar el segundo batazo y acomodarle a su atacante un potente zurdazo en la mandíbula. Otros dos puñetazos subsecuentes provocaron que el joven cayera nocaut con ambos ojos en compota.

Cuando se disponía a pedir apoyo, la agente divisó lo que parecía ser la silueta de un hombre en la puerta de entrada. La luz del sol no le dejó identificar su rostro sino hasta que entró en la casa. Se trataba de un hombre grande, fornido, de unos 45 años, que resultó ser el padre del muchacho.

–¡¡Qué le hiciste a mi hijo, hija de puta!! –blasfemó el fortachón antes de abalanzarse sobre Vineyards en busca de venganza.

Berenice intentó explicarle sobre la conducta delictiva de su hijo mientras, con sus palmas hacia adelante, implorantes de calma, buscaba disuadirlo de su postura violenta. Pero al ver que el hombre no entraba en razón, decidió desistir de su actitud pacifista y, una vez que lo tuvo tiro, le soltó una andanada de puñetazos con una violencia tal que no permitió que el sorprendido hombre intentara algún gesto de defensa.

Todos los golpes de la pequeña rubia impactaron en el rostro del grandote, que se desplomó quedando desmayado junto a su hijo. El padre, además de los ojos hinchados, tenía la nariz rota y varios dientes de menos.

Sin que Vineyards se diera cuenta, otros dos hombres habían entrado en la casa. Se trataba del tío y el primo del chico. Esta pareja de padre-hijo era aún más grande y fornida que la anterior. El joven sujetó a Berenice por detrás inmovilizándola, mientras el hombre mayor quedó frente a ella. A esa altura, la pollerita de la agente ya había transpuesto –desde hacía rato– el punto crítico en su parte frontal, permitiendo ver una sexi bombachita bajo la forma de incipiente triangulito negro.

El hombre que la enfrentaba le abrió la chaqueta violentamente y luego le desgarró la delicada camisa. La mayoría de los botones salieron volando en variadas direcciones. El abdomen de Vineyards quedó al descubierto al igual que sus grandes tetas cubiertas por un fino brasier negro. El sujeto le arrancó el brasier con vehemencia y las tetas de la petisa saltaron como dos gigantescas bolas en su pecho.

El criminal le explicó –mientras le manoseaba las tetas– que todos ellos se dedicaban a arrimarles el bulto a las chicas allí donde hubiera amontonamiento. Que era una especie de tradición familiar.

Berenice sintió la erección del joven en su cola. El chico clavó su carpa bajo la escueta y levantada faldita de la agente y se la levantó del todo dejándole a la rubia las nalgas a la vista (ya no sólo se sabía el color de la bombachita que usaba Vineyards, sino también que era una tanga mínima).

–Sujétamela bien, es peligrosa –le dijo el hombre a su hijo pensando en venganza, pero quizá más en diversión.

Entonces aprontó su potente brazo derecho y le propinó a Vineyards un furibundo puñetazo en el estómago. Luego le estampó otro, y otro más. Berenice acusaba los demoledores golpes con gemidos de dolor. Su abdomen estaba enrojeciendo. El grandote se entusiasmó y continuó castigando el estómago de Berenice con saña. Utilizaba sus dos manos como si la rubia fuera un saco de box.

Mientras, el joven había logrado liberar su verga, y ésta se había ido raya adentro en la suculenta cola de la detective. Si no fuera porque el hilito de la tanga operaba de barrera, la pija del muchacho se le hubiera metido furibunda en el ojete. Ella advirtió el peligro y supo que debía liberarse lo más rápido posible.

Una vez que el hombre sintió los brazos algo cansados por el ejercicio, prosiguió con el castigo utilizando el bate que antes había usado su sobrino.

–¡Cómo aguanta esta puta! –le comentó a su hijo con perplejidad.

Es que la mitad de los golpes que había recibido Berenice hubieran sido suficientes para terminar con cualquier hombre, sin embargo la peculiar hembra seguía resistiendo. Pero no sólo resistía, sino que aún le quedaban fuerzas para contraatacar.

Así fue que aprovechó ese segundo de vacilación de su castigador para elevar sus piernas y patearlo en el pecho, impulsándose en el chico que la sujetaba. Así se deshizo del despreciable sujeto por unos segundos, los que aprovechó para a agarrarle la pija al joven y retorcérsela con furia.

El muchacho pegó un alarido y cayó de rodillas. Entonces Vineyards lo tomó de los cabellos con sus dos manos y le propinó un potente rodillazo en el rostro. Mientras el chico se desplomaba en el suelo, el padre la atropelló por detrás, golpeándola y haciendo que impactara contra la pared, en donde la acorraló para meterle un fuerte gancho en el costado.

Pero Berenice respondió: giró su cuerpo rápidamente y, agarrándose con ambas manos de la nuca de su oponente e impulsándose mediante ágiles saltos, le impactó una serie de rodillazos en el estómago que resultaron aniquiladores. Había que ver la velocidad con la que fémina alternaba rodillas para infligir tan duro castigo a su rival.

El corpulento hombre acusó los potentes golpes de la detective quedando encorvado hacia adelante; momento en que ella aprovechó para dar un salto felino y quedar colgada sobre su espalda. El confundido malhechor comenzó a moverse furiosamente en todas direcciones tratando de sacársela de encima, pero la petisa le prensó fuertemente el cuello con sus brazos.

A esa altura la minifalda de Vineyards había subido hasta su cintura. Sus cachetes en pompa, en perfecto colaless, parecían brotar de la espalda del hombre, que intentaba deshacerse de esa suerte de mochila culona que lo sometía con autoridad.

Pero a pesar de los violentos corcoveos del grandote, la culona lo fue jineteando con determinación, y cuando se encontraron en un extremo de la habitación, ella le tomó la cabeza con sus pequeñas manos y se la reventó contra la pared. El hombre cayo de rodillas y Berenice le dio una última reventada de cabeza contra el suelo.

Recién con los cuatro rufianes completamente nocaut y apilados formando una montaña inerte, Vineyards pudo llamar a la estación para pedir apoyo.

Luego miró el paisaje y mientras bajaba su pollerita pensó que pelear contra esos hombres le había costado caro: estaba toda desalineada, su elegante trajecito había quedado arruinado, al igual que su peinado. Lo único que conservaba en su lugar era su tanga negra, que permanecía tan adentro de su cola como ella misma la había colocado.

Esta vez Berenice Vineyards llegaba a su trabajo habiendo atrapado a toda una familia de arrimadores, pero llegaba tarde.

Empalador

Berenice aprovechaba un día de asueto para darle un escarmiento a una vecina que, según aseguraba la agente, se exhibía con el fin de calentar maridos ajenos.

Los días de calor comenzaban a hacerse sentir en la capital y la vecina de la casa de en frente a la de Vineyards salía al jardín todas las tardes a tomar sol en malla de baño. La chica era joven y tenía un bonito cuerpo; a Berenice le parecía haber visto a su marido observándola disimuladamente. La rubia era extremadamente celosa y competitiva, así que decidió ejercer el ojo por ojo.

Ese día la vecina tomaba sol acompañada por su novio; ambos estaban a punto de presenciar el espectáculo que Berenice les tenía preparado desde el jardín de su casa. La agente, aprovechando la ausencia de su esposo e hija, se dispuso, al igual que sus vecinos, a disfrutar del astro rey, y se aseguró de hacerlo desempolvando aquel minúsculo bikini con el que había triunfado en el concurso de South Beach.

Al verla, la vecina y su novio quedaron impactados. Casi se les salen los ojos de la cara al contemplar la voluptuosidad de la rubia. Casi se les sale la lengua de la boca al ver su par de tetotas a punto de reventar la pequeña pieza superior de la malla. Casi se lastiman el labio inferior con sus propios dientes al observar el culazo de la blonda, con sus redondos e irresistibles cachetotes blancos al aire, separados por la casi imperceptible tirita del colaless.

El joven no pudo disimular una enorme erección, hecho que hizo que su novia huyera ofendida hacia el interior de su casa, suspendiendo la sesión de bronceado.

Vineyards disfrutó su venganza con extrema malicia. Ya con el objetivo cumplido, decidió entrar en su morada cuando advirtió que los ojos desorbitados, las lenguas fuera de las bocas y las erecciones inevitables se estaban multiplicando en el barrio. Después de todo, ella detestaba el exhibicionismo.

Una vez adentro, la detective estrella recibió la llamada que la reincorporaría prematuramente a su trabajo. Las máximas autoridades no la hubieran interrumpido en su momento de ocio, pero el caso era importante y requería la presencia inmediata de un experto.

Varias prostitutas habían sido asesinadas en Baltimore. Las características de los homicidios eran brutales. La causa de todas las muertes había sido la introducción de un objeto contundente –un palo bastante grueso y de aproximadamente un metro de largo– en el orificio rectal de las víctimas.

Un peligroso asesino serial suelto y cuatro mujeres muertas por empalamiento eran motivos suficientes para que la Policía Erótica enviara a sus mejores exponentes. Un buen número de agentes, comandados por Vineyards, se hizo presente en la independiente ciudad de Maryland para comenzar el operativo.

Las únicas testigos eran prostitutas amigas de las víctimas; pero no era mucho lo que éstas podían aportar: las habían visto subir a un auto y luego más nada; no recordaban modelo, ni color, ni, mucho menos, matrícula. El único dato que a Vineyards le pareció relevante –y que había pasado desapercibido para la policía local– era que, según las colegas de las mujeres asesinadas, éstas eran poseedoras de las mejores colas de la ciudad. Tenía sentido: “si le vamos a meter un palo en el culo, que sea el mejor culo”, pensó Berenice tratando de pensar como lo haría el asesino.

La investigación forense había descubierto semen en el intestino de todas víctimas, así que se sabía que éstas habían tenido sexo anal antes de ser empaladas.

Los agentes hicieron varias indagaciones. La policía local patrulló las calles por las noches y varias de sus oficiales se disfrazaron de prostitutas buscando atraer al asesino. Pero todo el esfuerzo fue estéril. Según Vineyards, ninguna de las oficiales encubiertas tenía un culo digno de ser empalado.

Quizá lo más relevante fue el testimonio de una joven prostituta. Ésta pidió para hablar con Vineyards. La agente la recibió. La joven le contó una extraña experiencia que había vivido:

–Quizá no sea importante –le dijo.

–El más mínimo detalle puede ser importante, ¿qué es lo que sabes? –preguntó Berenice.

–Hace una semana, justo un día antes del último asesinato, un sujeto me llevó a su apartamento. Me pagó muy bien. En algún momento, durante el acto sexual, me pareció que no estábamos solos en la habitación, era como si alguien estuviera escondido, vigilando, esperando el momento…

–¿El momento de qué?

–No sé…

–¿Y qué pasó?

–El sujeto me pidió sexo anal. Yo soy nueva, inexperta, me puse nerviosa y me fui. Ofreció pagarme el doble, pero no acepté. No me sentía segura en ese lugar.

–¿Pero viste a esa otra persona?

–No, sólo fue una sensación… como dije: quizá no sea importante.

–Está bien, dime… ¿Cómo era el sujeto que contrató tus servicios?

–Era grande, alto y fornido, bien parecido, y… tenía un pene enorme. Esa fue otra de las razones por la que no acepté el sexo anal. Pensé que podía destrozarme.

Vineyards le agradeció la contribución. La joven dejó la dirección del misterioso hombre por si lo querían investigar. La agente observó la cola de la chica cuando ésta se marchaba y concluyó que era bastante apetecible; y aunque consideraba que la pista era demasiado débil, el testimonio le sirvió para elaborar una interesante teoría: podrían ser dos asesinos. La chica escogida debía tener un culo excepcional. Mientras uno se la cogía, el otro esperaba escondido con el arma homicida, y sólo empalaban a las que se dejaban dar por el orto.

Vineyards decidió investigar esa pista. No estaba muy convencida de no estar perdiendo el tiempo, pero, en todo caso, le intrigaba el tamaño del pene de aquel hombre. ¿Tan grande sería? Si era tan bien parecido, ¿para qué iba a necesitar contratar a una prostituta?

La agente decidió acudir sola. Así fue que llegó al departamento de aquel hombre sin ningún tipo de apoyo. El dueño de casa la recibió con sorpresa. Berenice se presentó:

–Soy la agente Berenice Vineyards, de la División de Crímenes Sexuales de la Policía Federal –le dijo mientras le exhibía su placa.

Luego se dio cuenta que no sabía que iba a decirle, así que tuvo que improvisar:

–Estoy investigando el homicidio de varias mujeres. Alguien vio a una de las víctimas entrar en este edificio, así que estoy interrogando a todos sus habitantes ¿Usted ha visto algo anormal en las últimas semanas?

El hombre muy amablemente la invitó a pasar. A Berenice le pareció encantador, y tan atractivo como lo había descripto la chica. Éste dijo no recordar nada extraño, pero le pidió el teléfono a la agente por si recordaba algo.

Vineyards descartó la posibilidad de ese hombre tan seductor fuera un vulgar asesino, así que también decidió descartar la teoría que se le había ocurrido tras el diálogo con la joven prostituta.

Esa misma noche, el hombre misterioso llamó a Berenice. La agente acudió a su apartamento. El sujeto le confesó que no recordaba nada importante que sirviera para esclarecer los crímenes, pero había pensado en invitarla a cenar. La mesa estaba elegantemente servida. Había velas. Berenice se excusó:

–Disculpe, soy casada, y aunque no lo fuera no puedo perder el tiempo, tengo que resolver cuatro homicidios.

–Sólo será una cena. No le quitaré mucho tiempo.

Tras breve vacilación, Berenice accedió y ambos se sentaron a la mesa. La velada fue amena. Comieron pasta y bebieron vino. Ella le habló de su familia –y se encargó de dejar bien en claro cuánto amaba a su esposo–. Él contó que se encontraba solo pues su novia lo había abandonado.

Lo cierto fue que una cosa llevó a la otra y terminaron en la cama. El misterioso hombre fue desnudando a Berenice hasta dejarla en ropa interior, mientras destacaba su escultural figura:

–¡Que suerte tiene tu marido! –le decía.

Un salvaje beso inició la ardiente pasión, que siguió con el hombre barnizando las tetas de la rubia con su músculo lingual. Luego se quitó sus pantalones para develar uno de los misterios. Los ojos de Berenice se desorbitaron al ver el tamaño del miembro de aquel sujeto. Éste estaba frente a ella erguido y palpitante. Era grueso, surcado en abultadas venas; Berenice calculó que debería medir unos 25 centímetros –quizá más–.

La excitada rubia se tiró de cabeza para chupar ese tremendo pedazo de verga. A continuación, el hombre la puso en cuatro patas sobre la cama y contempló unos instantes su maravilloso culo. Sus nalgas estaban completamente al aire, ya que la agente había tomado la precaución de acudir a la cita con el ejemplar más diminuto que ostentaba su cuantiosa colección de tangas. Él no se cansó de elogiarle el orto mientras le bajaba lentamente el exiguo colaless. Luego de darle una buena manoseada, lo exploró por completo con su lengua.

No era que la calentura extrema le hubiera hecho olvidar a Vineyards su aversión a que le metieran mano en sus blancos y despampanantes cachetes; pero lo que algunos podrían considerar como una especie de fobia o manía, no era más que prevención; la rubia sabía muy bien que cuando su ojete comenzaba a sufrir esas fuertes y regulares contracciones, cuando se le empezaba a abrir y a cerrar de manera espasmódica, ya era tarde.

Su amante ocasional advirtió los particulares guiños de ese terrible ojete, que latía como pidiendo algo; concluyó que lo que pedía era pija, y concluyó bien; así que sin más demora, enterró su enorme verga en esa inmensidad de culo. Se la metió toda de una sola embestida.

–Este culazo merece una buena pija –dijo mientras culeaba a la agente con violencia– alguien debería hacerle un monumento a esta cogida –agregó.

Berenice pensaba lo mismo, aunque no dijo nada. Ella amaba a su esposo, pero la verga de aquel semental le estaba dando demasiado placer como para detenerse. Estaba en llamas, gozando como nunca antes lo había hecho.

El ritmo del culeo pronto se hizo vertiginoso. El tipo bombeaba con fuerza hacia adelante y la enculada rubia lo hacía, aún con más ímpetu, hacia atrás. El choque de las nalgas de la petisa contra la humanidad de su amante resultaba bestial.

Más de media hora de bombeo intenso testimoniaban una culeada maratónica. Ambos acabaron al mismo tiempo. El hombre le inundó el culo de leche y Berenice lanzó un gran chorro de su concha junto con un largo grito de placer. Inmediatamente, la hembra sufrió una gran convulsión que hizo que su cuerpo se descontrolara durante unos cuantos segundos en un orgasmo que mereció haber sido inmortalizado. Apenas el tipo la desenvainó, la cerda tuvo la osadía de tirarse un pedo, con el que expulsó cataratas de leche de su culo.

Lo próximo que sintió Berenice fue un fuerte golpe en la cabeza que provocó su desmayo. Cuando despertó se encontraba amarrada –culo para arriba– al respaldo de la cama.

–Ahora te vamos a empalar, ¡puta! –escuchó de una voz conocida.

Vineyards se sorprendió al ver a la joven prostituta con una enorme estaca en la mano. Allí comprendió que había caído en una trampa.

–¡Suéltenme, yo no soy prostituta! –les informó la agente.

–No nos interesan las prostitutas, nos da lo mismo, nos interesan los culos, y tú tienes el mejor culo de todos, ¡maldita! –dijo la chica.

Luego continuó hablando mientras le miraba el culo a Vineyards y se lamía los labios:

–Mira ese orto enorme, redondo, perfecto. Me da asco de tan perfecto que es. Es el culo ideal para empalar. Será nuestra coronación. Aparte te viniste de tanga, pedazo de perra en celo. Esperabas guerra y la tuviste.

–Este empalamiento sí que debe ser inmortalizado –dijo el hombre mientras aprontaba su cámara filmadora.

–A ver, cachetona, abre bien esos jamones –ordenó la chica y, a continuación, comenzó a introducirle el monstruoso palo en el orto.

Vineyards lanzó un enorme grito de dolor y desesperación. Fue tanta la fuerza que hizo que logró arrancar parte del respaldo de la cama, el cual, casi por inercia, reventó en la cabeza de la chica. Ésta cayó desmayada.

Berenice rápidamente se liberó de sus ataduras y quedó parada frente a frente con el hombre que la había culeado hacía apenas minutos –o quizá horas, todavía estaba algo atontada por el golpe en la cabeza–. Éste la duplicaba en tamaño, pero la petisa era fuerte, y, debido a su altura, ya estaba acostumbrada a tener que lanzar puñetazos hacia arriba para acomodarlos en los rostros de los contendientes más grandes.

A pesar de no tener entrenamiento en artes marciales –la verdad es que ni siquiera se ejercitaba: odiaba hacer ejercicio–, sabía defenderse muy bien en combates cuerpo a cuerpo. Soltaba sus pequeños puños con una inusitada fuerza y velocidad. Había derrotado, a puñetazo limpio, a sujetos temibles y mucho más altos que ella. Y pensó que éste no iba a ser la excepción, así que, ya con sus manos libres, no le dio ninguna oportunidad. Primero le metió un potente derechazo en el rostro, seguido de un zurdazo y un nuevo derechazo. A éste le siguió otro zurdazo y luego otro derechazo.

Un rato antes el tipo le había dado bomba en la cama, ahora ella le devolvía la gentileza con sus puños. El hombre cayó nocaut con su rostro bañado en sangre para pasar a integrar la lista de grandotes que se llevaban una paliza de la rubia.

Vineyards miró a la parejita desmayada y después miró el arma homicida. Sintió ganas de empalarlos a los dos juntos, uno en cada fálico extremo. Pero lo que hizo, en cambio, fue atarlos y llamar a sus compañeros para que los arrestaran.

Esta vez la agente no sólo retornaba a Columbia con un caso resuelto, sino también con el orto más que complacido.

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