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Los casos de Berenice Vineyards (vol. 2)

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La fiesta de las piernas

A medida que se acercaba la fecha, la paranoia iba expandiendo sus dominios sobre los terrenos insustanciales que conforman los espíritus de las hermanas Gambardella. Aquella fiesta era para las chicas más frívolas del lugar algo más que un encuentro juvenil con forma de divertida celebración nocturna, era la posibilidad de trascendencia, la ocasión perfecta para mirar a todos desde los más altos pedestales y ser objeto de las más verdes e inferiores envidias.

La fiesta de las piernas, que se realiza año tras año en Dallas, Texas, resulta tanto un paraíso de superficialidad como de belleza extrema. Belleza exhibida por las jovencitas más sensuales, casi todas pertenecientes a las familias acomodadas del condado. El atributo femenino en exhibición es el que le da nombre a la fiesta. Y la competencia suele ser feroz.

Luciana y Sophia Gambardella eran las más agraciadas en el rubro. Las hermanitas de ascendencia italiana habían sido bendecidas con ese don.

Luciana era la mayor. Tenía el pelo largo, con naturales bucles rojizos, y la piel muy blanca. Algunos veían en su extrema palidez un elemento que conspiraba contra la belleza natural que ostentaba. Lo que nadie osaba discutir era la perfección de sus piernas: trabajo artesanal del máximo Creador. Su hermana Sophia se le parecía mucho, aunque era menos pelirroja, y quizá un poco menos pálida. Tenía el pelo largo y lacio, y sus piernas seguían el mismo patrón de belleza que el de Luciana.

Esas cuatro piernas tenían la cantidad de carne justa, el largo justo, la musculación justa, y eran justamente torneadas. Las minifaldas estaban prontas. Sólo faltaban un par de días para la gran exhibición.

Es cierto que las Gambardella tenían menos amistades que empleados que las servían en todo momento. Acaso su única amiga era Amber Napier, una morocha de rulos que no se quedaba atrás en el leitmotiv de la fiesta. Ella también se preparaba para lucir sus maravillosas piernas, aunque adolecía de estar siempre a la sombra de sus amigas.

Luciana estaba convencida de que alguien conspiraba contra ella, estaba segura de que alguna mente diabólica estaba planeando en alguna parte, en la más absoluta clandestinidad, algún atentado que, de prosperar, prohibiría a los asistentes de la mentada fiesta disfrutar del brillo de sus desnudas piernas en la noche elegida. Sophia y Amber alimentaban su teoría.

Tanta era la obsesión de la chica y tan complacientes con ella eran sus ricachones padres, que los tres guardaespaldas que las vigilaban constantemente no resultaron suficientes en esta oportunidad. Así que, a pesar de que no había fundamento sólido que evidenciara algún peligro, papá y mamá movieron todas sus influencias y lograron que la mismísima Policía Erótica, con sus mejores exponentes, oficiara de custodia personal para sus hijas en los días previos y durante la fiesta.

La agente Vineyards fue asignada al pseudo-caso –como ella misma lo definió–. Con todo el fastidio del mundo, Berenice arribó a Dallas y conoció a las chicas, lo que no hizo más que aumentar su malestar. Vineyards calificó a sus protegidas como personas totalmente superficiales, frívolas, egocéntricas, vanidosas, malvadas e histéricas. Ante la infundada custodia, la agente se sentía como niñera de dos niñas ricas malcriadas, lo que significaba una aberrante pérdida de tiempo.

Para colmo de disgusto de Vineyards, las chicas la interpretaron como una empleada más, y así la trataron. La agente las tuvo que acompañar, junto con los guardaespaldas, en sus pavoneos diurnos de shopping y en una fiesta privada que se realizó en la noche previa del gran acontecimiento en la mansión de uno de sus organizadores.

Dicha fiesta fue un delicioso descontrol. En algún momento Berenice perdió de vista a las hermanas. Buscó por el amplio salón hasta que alguien le señaló una de las habitaciones en la planta alta. Mientras subía las escaleras tenía sentimientos encontrados: por un lado estaba preocupada por el destino de sus protegidas, por otro lado pensaba que quizá no estaría mal que las chiquillas consentidas recibieran una lección.

Al acercarse a la puerta de la habitación señalada sintió murmullos que luego le parecieron risitas y que más tarde confirmó como gemidos. Había encontrado a sus custodiadas. Sin ser advertida, pudo observar como Luciana Gambardella era brutalmente enculada por uno de sus guardaespaldas –es más corpulento de ellos– mientras Sophia los miraba y se masturbaba frenéticamente.

La coloradita estaba hermosa en cuatro patas. Su culo blanco era tan perfecto como sus piernas y comía pija con un hambre voraz. Sin embargo, Vineyards notó una particularidad que contrastaba con la aparente estética impoluta de la chica: tenía el orto bien peludo. El guardaespaldas serruchaba con dureza sacando chispas del roce de su enorme miembro contra los pelos del orto de Luciana.

Después cambiaron roles y entonces fue la hermana menor la que recibió carne por popa –popa tan peluda como la de su hermana–. Berenice se excitó demasiado. Su deseo comenzó a lubricar; sus manos se fueron bajo la ropa hacia su entrepierna y sus dedos restregaron su clítoris a gran velocidad. Fueron largos minutos de pasión voyerista hasta que los espiados acabaron con la acción, momento en el cual las hermanitas se vistieron y volvieron a la fiesta sin advertir la presencia de la agente.

Berenice ingresó en la habitación, donde todavía estaba el guardaespaldas a medio vestir y todavía con una erección de caballo, como si no le hubiese sido suficiente la batalla contra los ortos de las Gambardella. La agente abrió sus enormes ojos azules y los clavó en ese terrible falo.

En ese momento, como solía ocurrirle cuando veía una buena pija o cuando le manoseaban mucho las nalgas, comenzó a sentir fuertes contracciones en el ojete; y cuando el culito le empezaba a titilar, ella sabía que estaba pronta para recibir leche por detrás. Sin embargo, la agente amaba a su marido y creía en la fidelidad, así que trató de disimular sus emociones y le increpó al guardia su falta de profesionalismo:

–Te contrataron para protegerlas, no para que te las culearas.

Pero antes de que el sorprendido hombre pudiera responder, Vineyards ya se había abalanzado sobre él y estaba chupándole la pija de forma efusiva. Es que era tremenda verga, hermosa, irresistible. Ella la saboreó completamente mientras la rodeaba con sus manos. Podía sentir su grosor, su firmeza, su olor a sexo consumado y satisfecho. La mamó con maestría.

El orto le picaba cada vez más, pero justo cuando se preparaba para hacerse enterrar ese deleitoso falo hasta el intestino, se escucharon voces. El riesgo de ser descubiertos obligó al aborto de la maniobra, el veloz acomodo de vestuario y la vuelta al salón de baile.

Cerca de las dos de la mañana las hermanas volvieron a casa. Luciana protestó, bastante ebria, que era muy temprano para terminar de festejar, pero su hermana menor, mucho más racional, le advirtió que era víspera de la gran fiesta y no debían excederse. Debían cuidarse para el acontecimiento del año.

Para mayor seguridad, Vineyards determinó que las chicas pasaran la noche en la misma habitación. Ella se instaló en una habitación contigua. Los guardaespaldas se encargarían de vigilar las inmediaciones de la gran mansión. Todo meramente protocolar.

Pero en mitad de la noche, los tres guardaespaldas decidieron visitar las habitaciones donde pernoctaban las féminas. Dos de ellos se dirigieron hacia donde dormían las resaqueadas hermanas Gambardella con el fin de secuestrarlas; el otro, el semental de la fiesta, irrumpió en la habitación de Vineyards.

Las hermanas fueron destapadas revelando sus finos pijamas. Sus bocas fueron silenciadas y sus histéricos pataleos no pudieron evitar la acción certera de los secuestradores.

Mientras, en la otra habitación, Vineyards también fue destapada. Pero ésta no reveló un fino pijama sino una breve tanguita que, a la mejor manera del Chanel Nº 9 de Marilyn, revelaba toda la redondez de sus encantos. El hombre, luego de contemplar unos instantes ese cuerpo descomunal, se arrodilló en la cama y comenzó su trabajo.

De haber sido el caso, Berenice hubiera estado bien dispuesta a terminar lo que habían iniciado en la fiesta, pero lo que el sujeto quería no era terminar con el polvo sino con la vida de la agente, quien despertó sintiendo una fuerte presión en su cuello. Las amplias manos del guardaespaldas la presionaron con demasiada fuerza; ella sabía muy bien que no podría resistir mucho.

Cuando estaba a punto de ser sofocada, y tras hacerse un ovillo, logró acomodar sus piernas bajo el pecho de su atacante y las impulsó con fuerza hacia arriba haciendo que éste volara hacia atrás y cayera de la cama. Allí se incorporó y caminó hacia la puerta pero, mientras masajeaba su cuello y trataba de recuperar el aliento, el hombre volvió al ataque tomándola nuevamente del cuello.

Berenice había quedado fuera de la habitación y el guardia dentro, entonces la agente manoteó el picaporte de la puerta y la cerró violentamente. El sujeto la soltó y rugió de dolor: la puerta le había apretado el brazo y se lo había dejado inútil. Vineyards abrió la puerta y remató con un certero golpe de puño en pleno rostro que derribó a su contrincante.

Luego corrió rumbo a la habitación de las chicas. Noventa y nueve por ciento desnuda como estaba, atravesó el pasillo para verificar que aquellas ya no estaban: habían sido arrebatadas de sus camas con total éxito. El señor y la señora Gambardella salieron de su habitación y llegaron presurosos al lugar, en donde se enteraron de lo sucedido.

La escena pudo haber sido extremadamente dramática debido a lo grave de la situación. Los Gambardella pudieron haber llorado y clamado por sus hijas hasta la desesperación, o enfadarse y vituperar contra la seguridad contratada, si no fuera porque en ese momento Berenice se paseaba en tanga por el pasillo pidiendo apoyo por teléfono.

Al señor Gambardella casi se le salen los ojos de la cara al contemplar la voluptuosidad de la agente. Las tetas y el culo de la petisa lo hicieron olvidar por un momento de sus amadas hijas. Su esposa pudo haberle pegado una bofetada por desubicado y baboso, si no fuera porque también ella quedó embobecida con el cuerpazo de Vineyards, como no pudiendo creer tanta fortaleza concentrada en un cuerpo tan pequeño.

Justo cuando Berenice finalizaba su llamada, el guardaespaldas salió furioso de la habitación y arremetió contra ella buscando venganza. La tomó del cuello –por tercera vez– con el brazo que todavía le funcionaba.

El hombre acorraló a la agente contra la pared y presionó con más fuerza que antes. Pero Berenice fue más fuerte: tomó, con sus pequeñas manos, la muñeca del atacante y lentamente las fue separando de su cuello. El hombre intentó con todas sus fuerzas, su brazo temblaba y su rostro enrojeció por el esfuerzo, pero la rubia parecía de acero. Ella fue girando las muñecas de su agresor y, cuando éste quedó con su brazo estirado, con la palma de la mano hacia arriba, le propinó un golpe seco sobre el codo, de abajo hacia arriba, partiéndole el brazo en dos.

El hombre lanzó un enorme alarido y cayó al suelo en donde quedó revolcándose de dolor. Su brazo había quedado como una ele, con el codo doblado al revés, en una fractura que resultaba estéticamente impresionante. Dolía de sólo verlo.

Ya con el guardaespaldas vencido y dando desesperados gritos de dolor, Berenice miró a los señores de la casa y les dijo que no se preocuparan, que encontraría a sus hijas y se las devolvería sanas y salvas. El señor Gambardella, estupefacto, apenas atinó a contestarle a la sensual agente con un leve gesto, la señora Gambardella ni siquiera eso: no podía dejar de mirarle las tetas.

Berenice regresó a su habitación y comenzó a vestirse; los dueños de casa le siguieron los pasos. La agente notó la baba cayendo de las bocas de la madura pareja tejana y supo que ella era la responsable, entonces se vistió lentamente.

Asegurándose que los Gambardella tenían un primerísimo plano de su redondo y desnudo culo, se subió sensualmente el pantalón, calzándoselos con cierta dificultad debido a la contundencia de sus caderas y sus nalgas, las que contoneó exageradamente mientras volteaba su cabeza para verificar el impacto de su show.

Luego salió en busca de las chicas. Los Gambardella contemplaron su partida como quienes contemplan a una súper heroína. Estaban seguros de que aquella valerosa diosa rubia salvaría la vida de sus hijas.

–No te preocupes, ella las traerá de vuelta –le dijo el señor Gambardella a su esposa.

–¡Qué par de tetas… y qué culazo! –respondió ésta como en otro mundo.

El guardaespaldas fue llevado al hospital en un grito. Vineyards sabía que no había tiempo como para esperar su recuperación e interrogarlo. Pero ella tenía sospechas tan firmes como sus pechos. Recordó el caso del concurso de bikini y conjeturó que quizá alguien quería a las Gambardella fuera de la fiesta. Y ese alguien tenía que ser su amiga Amber Napier. La agente no comunicó a nadie su sospecha y decidió seguir a la chica.

Berenice supo que había acertado cuando la joven se encontró con los secuestradores para pagarles por el servicio. Luego la chica se dirigió a un apartamento de su propiedad; entró, estuvo dentro unos quince minutos y luego se marchó.

Vineyards ya no la siguió; ella intuía que las Gambardella estaban cautivas en dicho apartamento. Entonces entró sin hacer ruido y pudo verificar que las hermanas estaban allí, maniatadas y amordazadas. Estaba clarísimo: faltaban sólo unas horas para la fiesta y sin las presencia de las Gambardella, Amber Napier sería la sensación.

Vineyards pensó que era el momento para que las tontas malcriadas recibieran su lección, así que se retiró sin ser percibida por las chicas y se dirigió hacia la mentada fiesta. Una vez allí sólo se dedicó a disfrutar del espectáculo.

Amber Napier estaba radiante. Sus piernas fueron ovacionadas. Fue la mejor. Una vez finalizada su exposición, Vineyards la abordó en silencio; sólo la miró con sus hipnóticos ojos claros. Amber ya sabía cuál era su destino, pero no le importaba, ya había logrado el paraíso, así que se entregó sin resistirse y con su rostro iluminado por la felicidad.

Las Gambardella fueron rescatadas luego de la fiesta. Estaban sucias, desalineadas, más histéricas que nunca y –lo más importante– con sus manos tan vacías como sus almas.

La secta misteriosa

La estilizada figura de Velmarie Therose descansaba sobre la blanca arena de Waikiki Beach. Su esposo Robert y su hijo Paul la acompañaban en su estimulante relax.

Aquellas vacaciones familiares en Hawái habían sido planificadas durante meses, y no eran más que una excusa de la pareja para disfrutar en compañía de su retoño, a quien no veían casi nunca por culpa de la edificante pero impiadosa universidad.

Velma se sentía en el paraíso tras el ansiado reencuentro con la persona que más amaba en el mundo. Lo mismo le ocurría a Paul, quien amaba a su complaciente madre como a nadie. Ambos se miraban con esos ojos de fascinación que suelen tener las miradas de los enamorados.

Ese día, los tres veraneantes no sólo se dedicaron a descansar bajo el sol, sino que recorrieron juntos las bondades turísticas de la maravillosa isla de Oahu. Luego, en la noche, el afán de esparcimiento los acercó hasta un pub muy colorido, en donde se regocijaron con bandas en vivo, un espectáculo de danza típica y hasta un divertido concurso de rodeo.

Dicho concurso fue ganado por una hermosa chica que logró resistir tres minutos de fuertes corcoveos del toro mecánico. La ganadora recibió una ovación esa noche, pero no tanto por el merecido triunfo sino por jinetear vistiendo una pollerita muy corta; tan corta como para exhibir su braguita en cada sacudida taurina. Robert se ligó una risueña bofetada de Velma por observar con demasiado entusiasmo, hecho que divirtió mucho a Paul.

Parecían las vacaciones ideales con las que cualquiera sueña, pero, al día siguiente, las cosas iban a dar una vuelta de tuerca. Todo comenzó cuando ciertos datos intrigantes llegaron hasta los oídos de Robert. La mala suerte quiso que el marido de Velma escuchara a dos empleados del hotel chismorreando acerca de una especie de secta que operaba en la isla y se dedicaba a raptar personas, sobre todo mujeres hermosas.

Robert paró la oreja cuando escuchó que –al parecer– últimamente habían capturado a las chicas ganadoras del concurso de rodeo que él había presenciado. Según se decía, el secuestro se producía la misma noche del concurso y nadie volvía a ver a la víctima. No se sabía cuál era el cometido de aquellos secuestros, aunque había un sinfín de teorías, cada una más disparatada que la otra.

Velma y Paul se descostillaron de la risa mientras Robert les contaba lo que había escuchado: no podían creer hasta dónde llegaba la imaginación de las gentes del lugar. Sin embargo, Robert comenzó a obsesionarse con aquellas historias a tal punto que comenzó a investigar por su cuenta; y su curiosidad fue aumentando conforme advirtió que muchos lugareños rehuían de sus preguntas.

Los días siguientes tuvieron al curioso marido de Velma tan obsesionado con el infundado misterio como distante de su familia. Cuando estaba junto a su esposa e hijo, sólo les hablaba de locas teorías con respecto a la misteriosa secta:

–No digo que sea verdad, sólo digo que es un caso misterioso y debería ser investigado. Por lo que estuve averiguando, nadie ha vuelto a ver a la chica que vimos ganar la competencia de rodeo –comentó Robert.

–¡Tonterías! Si eso fuera cierto, y si al parecer medio mundo lo sabe, nadie querría subirse a ese toro. Tú lo único que quieres es ver otra vez a esa chica bonita, pillo –le respondió Velma con gracia.

A la mañana siguiente, Paul bajó a la playa para encontrarse con su madre, que tomaba sol tendida en la arena. Se saludaron cariñosamente.

–¿Dónde está tu padre?

–Acaba de irse. Dice que tiene una pista y quiere investigar un poco. Creo que está obsesionado con esos misteriosos secuestros.

–¡Ahh, qué estupidez! Bueno… déjalo que se entretenga, así tenemos más tiempo para nosotros.

Velma le pidió a su hijo que le pasara bronceador en la espalda y éste lo hizo en forma lenta mientras la contemplaba enteramente; sintió que no la miraba como madre, sino como mujer; sintió celos de su padre.

Durante el resto del día no tuvieron noticias de Robert, pero no repararon en ese detalle. Anduvieron de aquí para allá: visitando lugares de interés, haciendo compras, abrazados como novios por las calles de Honolulu. Llegada la noche salieron a divertirse. Velma estaba radiante. Estrenaba un sensual vestidito negro que se había comprado ese día. Era bien ceñido a su cuerpo y muy cortito. A ella le pareció algo atrevido, pero Paul la convenció de comprarlo. Él no escatimaba piropos para su madre:

–¡Estás hermosa mamá!

Ella le agradecía y lo miraba completamente embobada. Esa noche se mimaron como nunca. Pasaron tan bien que ni se acordaron de Robert, a quien no habían visto en todo el día.

Cerca de la medianoche retornaron al hotel, en donde la euforia los condujo a beber unas últimas copas de vino, que derivaron en un sinfín de mimos que pronto se transformaron en manoseo candente. Hasta que el choque de labios y el entrelazamiento de lenguas se hizo inevitable. Hasta que Paul puso a su madre en cuatro sobre el sofá y la despojó de su sexi vestido para descubrir su cuerpo desnudo. El joven contempló con admiración el apetitoso culo en pompa de Velma, tan sólo adornado por una pequeñísima tanguita negra que el ardiente muchacho arrancó para enterrarle la pija hasta el fondo.

La noche de pasión se hizo larga. El miembro de Paul taladró el culazo de su madre como lo haría la más potente de las herramientas percutoras. Si Robert hubiera llegado en esos momentos hubiera escuchado claramente, desde el pasillo del hotel, el escándalo provocado por los gritos de placer de su esposa, sumado al galopante sonido producto del choque de las nalgas de la arrecha hembra contra el bajo vientre de su vigoroso hijo. A la ardiente parejita no pareció importarle esta posibilidad; ambos siguieron dándose bomba en un trance desenfrenado.

Esa noche Paul le hizo el amor a su madre como nadie antes se lo había hecho. Le serruchó el culo hasta dejarla extasiada; exhausta de tanto placer. Amanecieron abrazados como perfectos amantes. Velma, todavía embadurnada en leche, despertó a su hijo inquieta por la extraña ausencia de su esposo:

–Bebé, estoy preocupada por tu padre, ¿dónde estará?

–Tranquila mamá, estará entretenido con la investigación. Te voy a dar algo para que te olvides de él por un buen rato.

Entonces Paul le exhibió su tremenda pija, dura como un fierro, venosa y palpitante. Ella la observó asombrada: ¿cómo podía tenerla tan dura después de una verdadera maratón de sexo? Inmediatamente sufrió un cambio radical en su rostro: la que antes había sido cara de preocupación por la desaparición de su esposo, se transformó súbitamente en cara de puta arrebatada, y así ambos cayeron en el más candente ritual de sexo mañanero. Ella se entregó a la verga de su hijo y ya no volvió a pensar en su marido. Terminaron cogiendo hasta media mañana.

Una vez extinguida la llama de la lujuria, la angustia ganó terreno nuevamente en el sentir de Velma. Su esposo llevaba 24 horas desaparecido. ¿Podía ser que aquellos irrisorios rumores fueran ciertos? ¿Estaría Robert en peligro?

Lo primero que se le ocurrió a Velma fue llamar a su amiga Berenice Vineyards para ponerla al tanto de lo ocurrido. Ésta inmediatamente transformó en propia la preocupación de su camarada y abordó urgente el primer vuelo a Hawái. Al llegar, sin perder un segundo, tomó contacto con la policía local con el fin de investigar la desaparición de Robert.

Esa misma noche se montó un operativo en el club nocturno. La propia agente Vineyards ofició de carnada participando en el concurso de rodeo. Mientras un buen número de oficiales de policía encubiertos vigilaban el lugar, Vineyards subió al toro mecánico como la última de las concursantes de la noche; y no fue casualidad que vistiera un sensual vestido con una pollerita que apenas le bajaba la cola, ni que debajo de éste usara una minúscula tanga bien enterrada en el culo: había que garantizar la tentación.

La escueta pollerita de la agente se levantó hasta su cintura con la primera sacudida y allí se quedó; su tremenda cola quedó a la vista de todos durante toda la jineteada. La forma en que las férreas nalgas de la petisa rebotaban una y otra vez contra el toro provocó la erección de los presentes (perdón, “la ovación de los presentes”). El metálico animal corcoveó con furia, pero la rubia no cayó.

Al finalizar la noche, y ya con Vineyards ostentando la corona de vencedora, dos hombres la abordaron en el estacionamiento del pub, pero fueron rápidamente reducidos por los policías apostados en el lugar. Los sujetos, notoriamente alcoholizados, declararon que sólo querían felicitar a la heroína rubia por el triunfo y manifestarle admiración por su belleza. No se encontró ninguna pista que los incriminara con la desaparición de Robert ni con las misteriosas leyendas que éste investigaba durante su desaparición.

Velma y Paul regresaron al hotel con la idea de descansar un poco antes de proseguir con la búsqueda. Una vez allí, la agente comenzó a llorar desconsoladamente por su esposo, y su hijo se dispuso a consolarla. La consoló una y otra vez. Los actos de consolación ocurrieron en todas partes: en la cama, en el sofá, en el baño, en el balcón. La matraca que el muchacho le dio a su madre no tiene nombre.

En el balcón la atragantó con la pija e hizo que ella le tomara toda la leche, en el baño la acorraló contra el lavabo y le reventó el culo a pijazos mientras la tomaba fuertemente de sus ostentosos rulos rubio-cobrizos. Era increíble la velocidad con que Velma cambiaba su ánimo, pasando de la angustia provocada por la incertidumbre sobre el paradero de su esposo, a la euforia que le propinaba el miembro de su hijo. Era algo automático: cada vez que a Velma se le ocurría pensar en su esposo, Paul la llenaba de pija para consolarla.

Rato más tarde, Vineyards fue a buscarlos al hotel y cuando llegó a la puerta de la habitación se llevó dos grandes sorpresas. La primera fue escuchar los escandalosos sonidos sexuales provenientes desde el interior, sonidos característicos de una garchada monumental. La segunda fue el revuelo que comenzaba a armarse por los pasillos después de que una de las empleadas encontrara a un hombre cautivo en una pequeña habitación ubicada en los subsuelos de un edificio anexo perteneciente al hotel.

La agente acudió inmediatamente para comprobar que se trataba del mismísimo Robert. Estaba inmovilizado, acostado en una cama medio destartalada, con los ojos vendados y amarrado de pies y manos. Berenice llamó a Velma para comunicarle la buena noticia. Ésta apareció minutos después acompañada por Paul y se fundió en un fuerte abrazo con su esposo.

Robert no había visto a los secuestradores, de hecho no recordaba nada que no fuera el discreto accionar de la persona silenciosa que acudía regularmente a alimentarlo.

Se examinó exhaustivamente el lugar y se interrogó en todos los trabajadores del hotel, pero no apareció ni media pista reveladora. Algunos admitieron conocer rumores de la secta, aunque no podían confirmar su existencia.

Finalmente, hasta los detectives más racionales de la policía hawaiana optaron por dar cabida a las leyendas que antes desdeñaban, pero la perspicaz agente Vineyards ya había resuelto el misterio. Ella sabía perfectamente que no había ninguna secta misteriosa detrás del secuestro.

Los licenciosos sonidos que había escuchado desde la puerta de la habitación de su amiga, sumado a la desesperación de la milf en contraste con la impasible serenidad de su hijo, le habían revelado la verdad con la misma redonda claridad de la luna llena que colgaba esa noche del cielo de Hawái.

Ella sabía muy bien que Paul había secuestrado a su propio padre para poder ser el amante de su madre sin ningún obstáculo, y para esto se había aprovechado de las supercherías de moda y la credulidad de mismo Robert, quien ingenuamente le había servido en bandeja la oportunidad de hacerlo desaparecer por unos días.

Seguramente el joven, deambulando por los recovecos del hotel, había encontrado el lugar ideal para tener cautivo a su padre, con la suficiente cercanía como para vigilarlo y mantenerlo a salvo.

Berenice quería mucho a Velma, así que decidió silenciar tu hipótesis –ni siquiera se la comentó a su amiga– e hizo todo lo posible para desviar la atención de los investigadores hacia falsas soluciones. Incluso apoyó absurdas teorías que consideraban una posible abducción extraterrestre.

Robert, por precaución, pasó esa noche en el hospital. Berenice se ofreció para cuidarlo:

–Yo me quedo, ustedes mejor vuelvan al hotel a liberarse del estrés; estarán cansados...

Cualquiera hubiera pensado que la agente estaba dispuesta a oficiar de acompañante hospitalaria para que Velma y Paul pudieran dormir toda la noche con la tranquilidad de saber que Robert estaba sano y salvo, pero ella sabía perfectamente que la forma elegida por madre e hijo para desestresarse no era precisamente dormir, sino coger como bestias en celo.

Esa última noche a solas fue de ensueño; los tórtolos la aprovecharon al máximo echándose no menos de seis polvos. El orto le quedó a Velma abierto como una flor. Una hermosa flor que había madurado gracias a los pijazos de amor que le había asestado su bebé.

Otra vez Vineyards retornaba a casa con un caso resuelto, pero nadie lo sabía.

Cazadores de tangas

Rellenita. Hermoso rostro. Potente cuerpo. Cabello largo, castaño claro, ondulado, con reflejos, atado, con rizada cola de caballo que caía hasta más de la mitad de su espalda. Las apretadas calzas grises se esforzaban para resistir la contundencia de sus gruesas piernas: dos imponentes macetas que desembocaban en un culazo descomunal.

Sus bamboleantes nalgotas se hinchaban, una vez cada una, durante su paso regular: corto y rápido. El top que vestía se encargaba de resaltar sus fuertes caderas. Venía de hacer ejercicio. Cuando confirmó que eran varios los que la perseguían, aceleró su marcha. Sus perseguidores hicieron lo mismo.

De vez en cuando volteaba ligeramente su cabeza en actitud alerta y vigilante. Estaba oscureciendo. Comenzó a correr cuando pudo verificar que se trataba de cinco enmascarados de gran tamaño. Éstos corrieron y la alcanzaron. Uno de ellos la empujó violentamente sobre el muro del jardín de una casa dejándola como partida en dos, con el abdomen apoyado contra el muro y el culito en pompa. Pidió auxilio. Nadie la escuchó.

Mientras uno le tapaba la boca buscando callarla, otro le bajó la calza hasta las rodillas dejándole el culo al descubierto. La tanguita que llevaba puesta la gordita era tan pequeña que apenas se podía divisar un minúsculo triangulito negro incrustado entre sus enormes cachetes rosados, los que pronto se transformaron en objetivo de no menos de seis manos; parecía que había lugar para todas ellas.

Una verdadera orgía dedos se celebró en aquel notable culote. Luego los atacantes descubrieron sus erectas vergas e hicieron una fila detrás de aquella hembra. Así fueron pasando por turno y, tras despojarla de su tanga, la culearon con apetito voraz. Una vez terminara la faena, huyeron al galope mientras guardaban sus complacidos miembros. La curvilínea chica quedó culito para arriba, llorando, balbuceando ayuda, con las nalgas chorreando leche de cinco pijas diferentes.

Éste era el tercer ataque del mes en los suburbios de Manhattan. Todos similares. Tres chicas violadas por cinco enmascarados y ningún testigo (haciendo salvedad de las víctimas).

Vineyards, junto con Scott Valley y algunos otros agentes de la Policía Erótica, llegaron al hospital St. Vincent´s, de New York, donde quedó internada la chica, para interrogarla. No fue fácil: estaba en estado de shock, y no fue mucho lo que pudo aportar a los agentes. Berenice utilizó todo su conocimiento y experiencia para consolarla.

Aunque las jóvenes atacadas no se conocían entre sí, había una evidente relación entre ellas: las tres concurrían al mismo gimnasio. Casualmente –o no– la última víctima había sido atacada cuando regresaba a su casa luego de ejercitarse en el mentado gym.

Quizá los violadores acechaban en sus puertas, o eran clientes. Fue entonces cuando Vineyards decidió actuar en forma encubierta. Además de ordenar un importante operativo de vigilancia en los alrededores del gimnasio, la rubia comenzó a asistir al mismo como cliente junto con Scott Valley.

Berenice sabía que la investigación no sería fácil: para pasar como cliente debería hacer ejercicio, cosa que detestaba tanto como que le tocaran el culo. Muy a su propio pesar, comenzó a asistir a clases de gimnasia aeróbica y Pilates.

Mientras Valley entrenaba con aparatos, podría observar a su jefa paseándose por el gimnasio con apretadas calzas que le hacían tremendo orto y le marcaban la tanga en forma obscena. Ese era el plan según el cual la agente oficiaba de carnada buscando ser tentación para el grupo de violadores. Si es que los repugnantes delincuentes se encontraban entre los clientes del gimnasio, seguro les sería imposible resistirse al bamboleo de esas dos pelotas que Vineyards tenía por culo.

Sin embargo, pasó toda una semana sin que los investigadores obtuvieran alguna pista. Parecía que para lo único que había servido la carnada era para que Valley aumentara la frecuencia con que se masturbaba pensando en su compañera –frecuencia que antes de esto ya era de varias veces al día–.

Pronto comenzaron las dudas. Quizá estaban siguiendo una teoría equivocada. Quizá todo era un desperdicio de tiempo y hombres. Así fue que establecieron un plazo de dos días, tras los cuales se cancelaría el operativo en caso de que no hubiera avances en la investigación.

Esa misma noche los agentes decidieron quedarse hasta casi la hora de cierre del local como parte de una estrategia que consistía en cubrir todos los turnos. Ya casi no había gente. Los pocos que quedaban se aprontaban para irse, incluyendo a los agentes.

Fue ahí cuando Valley entró al vestuario y presenció una escena furtiva: pudo ver a cuatro hombres espiando tras una especie de rejilla que había en la pared –que normalmente quedaba oculta tras los casilleros– y que daba directo al vestuario femenino. Reconoció al profesor de Karate, al de aeróbica y a otros dos fortachones a los que había visto regularmente haciendo pesas. Ellos no advirtieron su presencia: estaban de espaldas a Valley y muy entretenidos con el paisaje que tenían ante sus ojos voyeristas:

–¡Miren ese culo, parece de goma! –exclamó entusiasmado el primero de los fisgones.

–¡Qué petisa hija de puta, qué pedazo de orto que tiene! –balbuceó el segundo totalmente perplejo.

–¡Y qué par de tetas! –completó el tercero.

–¡Qué buena cogida que le vamos a dar! –sentenció el último.

–¡¡Otra tanga para la colección!! –gritaron los cuatro a coro.

Al escuchar las tres primeras exclamaciones, Valley comprendió que no se podían estar refiriendo a otra que no fuera su voluptuosa compañera, y con las dos últimas supo que esos sujetos no podían ser otros que los miserables violadores. Así que decidió intervenir: sacó su arma de su casillero y les apuntó mientras les notificaba el arresto.

–¡Policía, están todos arrestados!

Los sorprendidos gimnastas giraron inmediatamente y levantaron sus manos; pero justo cuando Valley recordaba que los violadores eran cinco, el que faltaba apareció por detrás y lo golpeó fuerte en la cabeza. El agente perdió su arma y fue sometido a una paliza brutal. Mientras lo golpeaban con saña, uno de los delincuentes abrió su casillero y sacó tres tanguitas; estaban rotas, desgarradas y algo sucias.

–Estos son nuestros trofeos de guerra… y pronto tendremos otro –le dijo antes de volver a fisgonear por la abertura secreta– ¡Ya se fue! ¡Me la has hecho perder, hijo de puta!

Una patada en las costillas rubricó la golpiza al agente que se revolcaba de dolor en el piso. En ese momento, un inoportuno mensaje de Vineyards llegó al teléfono de Valley. El profesor de aeróbica lo leyó. “Te espero en el hall. Alguna pista?”.

–¡La puta está con él, es policía también!

–¡Nos querían tender una trampa!

Una última y fulminante patada en la cabeza apagó la poca luz que le quedaba al pobre Valley.

Berenice esperaba en el hall cuando recibió la respuesta a su mensaje: “Descubrí algo, espérame en la sala de aeróbica”. Entonces la agente se dirigió hacia el lugar indicado y mientras allí esperaba recibió un segundo mensaje: “Quítate la ropa”. “Para qué?” respondió confundida. La respuesta llegó inmediatamente: “Confía en mí”.

Vineyards confió en que se trataba de un plan de su compañero y comenzó a desnudarse en la desierta sala. Una a una se fue despojando de sus prendas hasta quedar tan sólo con una pequeñísima tanguita hilo dental –y su anillo de compromiso, obviamente–. De atrás parecía tener la cola desnuda, ya que el triangulito de la tanga era mínimo y las tiritas de los costados eran demasiado finas. De adelante, el triangulito era apenas un poco más grande que el de atrás.

De pronto, los cinco violadores irrumpieron violentamente a la sala y sorprendieron a la semidesnuda agente. Esta vez los delincuentes no llevaban máscaras. Entraron festejando el éxito de la emboscada:

–¡Pensaste que nos podías atrapar, perra culona!

–¡Policía y puta!

–Te vamos a violar y después a matar, o quizá hagamos al revés.

–Te vamos a destrozar como a tu compañero.

Entonces los fortachones se acercaron a la agente en postura desafiante. Una vez más, la pequeña rubia quedaba parada frente a frente –y en pelotas– contra hombres corpulentos sin más alternativa que defenderse con sus puños.

Eran cinco hombres contra Berenice Vineyards. Todos musculosos. Algunos monstruosamente pasados de esteroides y encima uno de ellos era Karateca. Pero la petisa sabía remar.

El profesor de aeróbica se le acercó con soberbia y le tocó el culo. Grave error. Vineyards le metió un cruzado de derecha que casi le arranca la cabeza –no fuera a ocurrir que el ojete le empezara a los guiños–. El cuerpo del hombre cayo inerte al suelo haciendo un ruido estrepitoso.

Sin perder un segundo, y aprovechando la perplejidad que había causado en los compañeros del caído, Berenice repitió la operación con otro de los sujetos. Esta vez el puñetazo fue más fuerte y recto a la mandíbula. Un estruendoso ¡¡CRACK!! anunció la incorporación de un nuevo elemento a la colección de quijadas rotas que ostentaba la rubia.

Mientras el tipo caía desvanecido, un tercer hombre se abalanzó sobre ella lanzando un grito de furia, pero la hembra le acomodó un gancho de zurda en el estómago que lo dejó doblado de rodillas buscando aire.

El cuarto hombre, el más musculoso de todos, tomó impulso y atropelló a Vineyards arrastrándola hasta la pared. El rey de los esteroides aprontó su impresionante brazo derecho para castigar sin piedad a la agente, pero ésta fue mucho más rápida y, antes de que el fortachón pudiera lanzar su potente golpe, le acomodó una verdadera tormenta de puñetazos en el rostro, haciendo que la cara del tipo quedara difícil de reconocer hasta por su propia madre.

Mientras el grandote no tenía más remedio que bajar sus brazos y caer rendido, el que había quedado buscando aire lo había encontrado. Entonces se incorporó y atacó a Vineyards por detrás tomándola de los cabellos. Berenice se dio vuelta con la dificultad propia que supone estar sujeta del pelo y le propinó un uppercut de derecha en el estómago que hizo que el hombre se elevara casi medio metro del piso.

–¡¡¡Aaaaggh!!! –gritó el desgraciado.

Nuevamente el tipo quedó arrodillado buscando aire, pero lo que encontró en esta oportunidad fue un rodillazo demoledor de Vineyards que lo dejó fuera de combate. Sólo quedaba en pie el profesor de Karate, que hasta ese momento no había intervenido en la pelea.

Berenice se le paró en frente y el sujeto le lanzó una patada circular a la cabeza acompañada del popular kiai. La exigua estatura de la rubia le simplificó el trabajo. El impacto fue parcial, ya que la petisa alcanzó a moverse un poco hacia atrás.

El karateca lanzó una segunda patada, esta vez de zurda, que logró su cometido. Vineyards quedó medio voleada pero no cayó, sólo retrocedió un poco. Y decidió responder. Lo hizo con un puñetazo doble en la cara: cruzado de derecha de ida y puño invertido, también con su mano derecha, de vuelta. El golpe de Berenice fue tan veloz y certero que impactó dos veces en el rostro del karateca sin que éste lo viera venir.

Un gran chorro de sangre saltó de las fauces del artista marcial. A Vineyards le gustó la idea del golpe con puño invertido, así que comenzó a lanzarle una seguidilla de bofetadas directo al rostro. Alternando puños, cruzaba los golpes de izquierda a derecha para pegar con su puño derecho, y de derecha a izquierda para pegar de zurda. Cada violenta bofetada hacía volar sangre de la boca del hombre, y alguna logró expulsar algún que otro diente. El combo total resultó demoledor para su rival.

Las ambulancias llegaron al lugar junto con la policía en un concierto de sirenas. Y aunque con el saldo negativo de una larga estadía de Valley en el hospital, Berenice retornaba una vez más a Columbia con un caso resuelto, con los cazadores cazados, y con la tanguita bien metida en el culo y no en las vitrinas de los violadores.

El detective hermoso

Era un lunes como cualquier otro: Berenice se aprestaba a conformar un equipo para comenzar las investigaciones de un nuevo caso. Esta vez había decidido exonerar a su amiga Velma, quien en esos momentos estaba recibiendo la visita de su hijo.

Y en este caso bien se podría trocar la palabra visita por la palabra verga. Resulta que Paul, aprovechando que su padre se había ausentado unos días de su casa por un viaje de negocios, se había hecho una escapada de la universidad para visitar en secreto a su madre.

Berenice calculaba que Velma había pasado enculada todo el fin de semana y que en esa mañana de lunes aún seguiría con la pija de su retoño bien enterrada en el culo; en tal caso, no quería interrumpirle la fiesta. Vale acotar que la suspicaz detective no se equivocaba en su hipótesis: el ardiente joven había enculado a su madre el viernes y ya hacía tres días que le tenía la pija bien guardada en el orto.

Vineyards imaginó esa maratónica culeada y la aderezó a gusto; pronto notó que tenía toda la braguita empapada. Entonces, aprovechando que estaba sola en la oficina, deslizó su mano por debajo de su ropa y dejó que sus dedos se movieran a velocidad de rayo para ejecutar un majestuoso solo de clítoris con el que también empapó todo el piso bajo su escritorio.

Otro que había comenzado la semana excitado era Scott Valley. Cuando recibió la llamada convocante de Vineyards, el detective, como ya era costumbre de todas las mañanas antes de partir hacia el trabajo, se encontraba haciéndose terrible paja en homenaje a su voluptuosa jefa.

Cerraba los ojos e imaginaba a la rubia cayéndole de nalgas, reventándolo a violentos sentones con su culo gordo y duro como roca, y se jalaba tan fuerte que parecía que se iba a arrancar la pija. Cuando vio que era la propia homenajeada quien lo estaba llamando, expulsó un gran chorro de leche que saltó un metro hacia adelante y quedó como argenta decoración de la pared de su dormitorio.

Cerca del mediodía, los agentes asignados se reunieron para enterarse de los detalles del caso. Tres mujeres habían sido asesinadas en Boise, Idaho. El único vínculo entre ellas era Adonis Brown, un detective privado especializado en casos de infidelidad, quien había sido contratado semanas antes por los esposos de las víctimas.

El detective no sólo había corroborado el adulterio de las sospechadas, sino que había colaborado para reforzarlo. Según los comentarios –certificados por la documentación gráfica disponible– el detective tenía un atractivo físico tal que cautivaba a todas las damas.

Era realmente hermoso, y se las garchaba a todas. Sí, absolutamente a todas. Ninguna podía resistirse a sus encantos; esto significaba que todas las señoras que investigaba resultaban infieles; algunas ya lo eran de antes, otras habían adquirido ese estado gracias a los celos de sus maridos, los cuales, sin saberlo, habían pagado una fortuna para que el hermoso detective se las cogiera.

Adonis Brown era el principal sospechoso de los asesinatos y estaba detenido en una dependencia policial de Boise.

Los homicidios se habían perpetrado con tres días de diferencia uno de otro. El arma homicida, en todos los casos, había sido el revólver del propio Brown. En el primer asesinato la víctima había recibido cuatro balazos: uno en el hombro, otro en una pierna y dos en el abdomen. En los restantes una solitaria y certera bala había atravesado el corazón de las incautas mujeres.

Vineyards pensó que el primer asesinato parecía cometido por un aficionado, mientras que los otros parecían obra de un profesional, así que no descartó la posibilidad de que fueran dos asesinos, pero lo cierto es que todas las pistas incriminaban a Brown, quien negaba enfáticamente su culpabilidad.

La agente estaba ansiosa por interrogar al sospechoso, así que rápidamente viajó a Idaho junto con Scott Valley y otros dos agentes. Apenas arribaron, y luego de unas rápidas presentaciones protocolares, Vineyards entró a la sala de interrogatorios para interpelar a Brown, quien se mostró verborrágico, presuntuoso y decidido a demostrar su inocencia:

–Yo no las asesiné, soy inocente. Soy detective de casos de infidelidad, comprenderá que no necesito un arma. Alguien la tomó del cajón, hace años que está ahí guardada. Está claro que alguien quiere incriminarme. Es cierto que me las cogí a todas, eso no puedo evitarlo, pero no soy un vulgar asesino, soy un seductor, no hay nada de malo en eso.

–¿Acaso se cree irresistible? ¿Cree que puede poseer a quien quiera? Usted es demasiado arrogante.

–Sí, sí, y lo sé; esas son mis respuestas. Puedo domar a la hembra más salvaje con mi encanto natural… y mi pija. No importa lo ariscas que sean, todas terminan en mi cama. Para que se haga una idea: la esposa de Patterson, el amante de la primera mujer asesinada, se presentó un día en mi oficina. Estaba furiosa. De alguna manera se había enterado de que su marido le era infiel y quería saber la identidad de la amante. Por supuesto que no le di ninguna información: yo aseguro absoluta confidencialidad a mis clientes. Me ofreció mucho dinero por el dato (estamos hablando de gente muy adinerada) pero yo me negué en forma terminante. Entonces la ira la desbordó, se puso histérica, comenzó a insultarme y me arrojaba lo que estuviera al alcance de su mano. Parecía desquiciada.

–¿Y qué ocurrió? –preguntó Berenice.

–Me la cogí, como a todas, y se calmó. Le di tantos pijazos en la cola que la dejé mansa como cordero afiebrado. En un instante me quería matar y minutos después no se imagina usted cómo le chorreaba la concha a la putita, parecía una canilla.

–¿Le hizo el amor ahí mismo?

–Por supuesto (ahh, como me gusta que diga “le hizo el amor”), tengo una cama en la salita de atrás de mi oficina, y comprenderá que la utilizo más que la de mi apartamento.

–¿Y qué sucedió luego?

–Nada, luego de hacerle el amor quedé dormido (siempre duermo una pequeña siesta luego de un buen polvo) y cuando desperté ya no estaba, por suerte no la he vuelto a ver.

Vineyards saltó de su asiento y abandonó la sala de interrogatorios a paso gimnástico. Cuando llegó al encuentro de los demás detectives les dijo:

–Arresten a la esposa de Patterson, ella asesinó a las tres mujeres… bueno, ella cometió el primer crimen; luego contrató a alguien para que ejecutara a las otras dos. Por eso el primer asesinato tiene características diferentes: porque fue pasional y ejecutado por alguien amateur; los otros tuvieron una fría precisión profesional.

Los detectives la quedaron mirando extrañados, mudos, parecían no entender nada. La rubia prosiguió:

–Ella obtuvo los datos necesarios de sus víctimas en la oficina de Brown, mientras este dormía luego de hacerle el amor. También aprovechó ese momento para llevarse el arma del detective.

Los agentes la seguían observando con suma extrañeza, en absoluto silencio, así que Vineyards decidió explicarles todo con meridiana claridad:

–Ok… a ver si me entienden: A contrata a B para vigilar a C. B, además de cogerse a C, descubre que ésta engaña a A con D. E, la esposa de D, asesina a C por despecho, y luego manda a matar a F y a G para inculpar a B. Simple.

Allí, por fin, todos los agentes comprendieron, y sintieron una profunda admiración que fue acompañada por un gran aplauso en homenaje a la capacidad deductiva de Vineyards, o quizá a sus espectaculares tetas.

Adonis Brown fue liberado y la policía procedió a detener a la señora Patterson, quien confesó haber contratado a un sicario para disfrazar su crimen pasional como una serie de crímenes que inculparan a Brown. La captura del asesino a sueldo quedó cargo de los detectives locales, pues Vineyards y su equipo debían volver a las oficinas centrales para resolver otros casos de carácter urgente.

A las 21 partía el vuelo de retorno a la capital. A las 18 los agentes estaban listos para partir hacia el aeropuerto. Todos menos Vineyards, que no se había reportado en toda la tarde y no se encontraba en su habitación del hotel. Valley la llamó por teléfono, la rubia atendió la llamada:

–Berenice, debemos partir, ¿dónde estás?

–Ay, sí, perdón, se me pasó la hora. Estoy en la oficina de Brown. Pasé para hacer la reconstrucción de los hechos.

–¿De qué hechos?

–De cómo la esposa de Patterson se hizo de los datos de sus víctimas y del arma homicida. ¿Podrías venir a buscarme?

–Por supuesto, ya salgo para ahí.

Valley llegó a la oficina y entró sin golpear. No encontró a nadie allí, pero un sonido rítmico lo condujo por un estrecho pasillo hacia la famosa salita trasera. Era como un traqueteo que se iba haciendo más fuerte conforme se acercaba. Cuando asomó tímidamente su cabeza para observar lo que ocurría en el interior de la salita casi se desmaya de asombro.

El traqueteo que escuchaba era el de la cama sobre la que se encontraba su compañera desnuda, con la tirita de la tanga trancada en el cachete izquierdo del orto, saltando salvajemente sobre la pija del apuesto detective. La rubia rebotaba con gran velocidad y con la elegancia de una diosa.

El potente miembro de Brown aparecía un instante y luego se volvía a perder completamente en el culo de la agente. Era evidente que Vineyards había decidido hacer la reconstrucción completa de la escena, pero reconstrucción era lo que iba a necesitar su pulsante ojete después de los tremendos pijazos que le estaba metiendo el detective.

La rubia aulló de placer al mismo tiempo que su cuerpo se convulsionaba ferozmente en el arribo de un majestuoso orgasmo. Valley se excitó tanto que –allí nomás– sacó su verga y se hizo tremenda paja. Es que ver a su jefa, dueña absoluta de sus más grandes fantasías, cogiendo de esa manera clandestina, superaba los límites de su propia imaginación. No necesitó más de tres jaladas para que su verga lanzara un gran chorro con el que dejó estampada su viscosa firma en la pared del corredor.

Luego salió de la oficina en puntas de pie para evitar ser advertido y golpeó la puerta como si recién hubiese llegado. Un minuto después apareció Berenice; estaba un poco desalineada, se notaba que se había vestido a las apuradas.

–¿Todo en orden? ¿Pudiste hacer la reconstrucción de los hechos? –preguntó Valley.

–Sí, todo en orden –dijo la rubia mientras reacomodaba su peinado.

–¿Dónde está Brown?

–Durmiendo la siesta… ya podemos irnos.

Una vez más Vineyards retornaba a casa con un caso resuelto, y mansa como cordero afiebrado.

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