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De niña a mujer: Mi primera masturbación.

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Diciembre de 2.004

 

Antes de los 16 años, nunca me había planteado tener novio y mucho menos relaciones o experiencias sexuales. Mis prioridades eran estudiar y dar rienda suelta a mis aficiones. En general me gustaba cualquier afición que requiriera habilidad, paciencia, compromiso y tesón.

Como decía, mi indiferencia por los chicos era total, obviamente tampoco sentía interés por las chicas a nivel sentimental. Mis amigas siempre hablaban de chicos, de cantantes, actores, etc. y mi aburrimiento me separaba en cierto modo de ellas.

En casa, lo cierto es que la información sexual de que disponía se limitaba al pleno conocimiento de mi cuerpo y, de forma muy genérica, el de los chicos. Esto no era debido a una falta de información o desinterés por parte de mis padres, sino todo lo contrario, ellos siempre fueron, y siguen siendolo, muy liberales en ese aspecto. De igual modo, siempre se manifestaron muy predispuestos a responder cualquier duda o consulta que deseara hacerles.

A pesar de ser una niña, mi carácter era muy decidido y tenaz. Siempre estaba metida en alguna lucha o cruzada por lo que considerara que merecía la pena pelear. Nunca cedía ante nada ni nadie. Me mantenía firme hasta las últimas consecuencias, hasta que salía vencedora o vencida, hasta que conseguía lo que quería. No importaba, lo importante era no recular fuera chica o chico, de mayor o menor edad, mejor o peor, más o menos importante. Mis padres, en este sentido me enseñaron que, cuando se defiende o persigue lo que consideras justo o importante, hay que intentarlo sobre todas las cosas.

Cuando contaba con 16 años comenzó un nuevo curso en el que mi mayor interés era el de siempre: estudiar y sacar las mejores notas posibles. Así fue durante tres meses, hasta que un buen día todo cambió. Algo hizo que mi visión del mundo y de la vida diera un giro de 180 grados.

Mi madre cumplía años y para celebrarlo organizó, junto con mi padre, una fiesta en casa, a la que invitaron a sus amigos y a sus hijos (todos eran conocidos míos, compañeros de clase o amigos de la infancia). Entre los amigos de mis padres, había un matrimonio al que conocían desde sus tiempos de universidad. Este matrimonio vino acompañado de su hijo Pablo.

Cuando mis ojos se fijaron en Pablo, infinidad de sensaciones recorrieron mi cuerpo y mi mente. A pesar de ser hijo de unos buenos amigos de mis padres, jamás en la vida lo había visto. Era un chico realmente guapo, un año mayor que yo, de pelo casi negro, con unos ojos grises avellanados que rompían la armonía de su rostro moreno y que le infundían un aire de chico malo e interesante al mismo tiempo. Vestía unos vaqueros muy gastados y una camisa blanca metida en los pantalones por el lado derecho y totalmente salida por el izquierdo. Apenas era un par de centímetros más alto que yo y no dejaba de mirarme a los ojos, de tú a tú, sin desviar la mirada. Le saludé dándole la mano y le pedí que me acompañara con el resto de mis amigos y amigas.

Cuando llegamos junto a los jóvenes, ninguno pareció conocerlo tras las presentaciones. Para todos era un perfecto desconocido. Él nos comentó que había pasado toda su vida en Córdoba, de donde eran originarios sus padres y que al trasladarse estos a Granada, decidieron que siguiera estudiando allí, quedando a cargo de los abuelos. Igualmente nos indicó que, ese curso, habían decidido que lo estudiara en Granada para familiarizarse con la cuidad puesto que la carrera la estudiaría allí mismo.

Comenzamos a beber y comer a medida que íbamos rompiendo el hielo con el nuevo amigo. He de reconocer que se convirtió en la sensación de la fiesta para todos nosotros. Los chicos le contaban cosas sobre la ciudad y como no, le hablaban de la cantidad de chicas guapas con las que podría ligar. Las chicas se pavoneaban y flirteaban, parecían perras en celo. ¿Qué hacía yo mientras? Pues mirarle como una tonta, sin perderme detalle de lo que decía, de a quien miraba, de sus gestos y en definitiva de todos los detalles.

- ¿Qué te pasa Luz? – Me preguntó mi amiga Ana.

- ¿A mí? – Respondí – Nada, no me pasa nada, solo estoy pendiente de lo que habláis – proseguí.

Mentira, estaba fascinada por aquel muchacho que, sin saber cómo y por qué, confundía mi mente y me producía una sensación de ahogo desconocida para mí. Nunca había sentido interés alguno por los chicos, pero Pablo había despertado en mí algo que me ponía un nudo en la garganta.

- ¡Que qué me pasa me pregunta esta!... que si me lo pidiera ahora mismo, le daba el oro y el moro, lo que él quisiera – Me decía a mí misma.

Pasadas unas horas se hizo tarde y los invitados se fueron yendo poco a poco. Cuando los padres de Pablo se despedían de los míos, este me despidió con dos besos y en el segundo me susurró al oído:

- Espero que nos veamos alguna vez y que seamos buenos amigos.

Sus palabras, apenas audibles, me dejaron paralizada, sin saber que decir pero reaccioné diciendo:

- Yo también lo espero, nos has caído muy bien a todos, sobre todo a las chicas.

¡Qué estúpida! ¿Por qué dije esa tontería? Lo que menos me interesaba era mencionarle ese detalle. Pero bueno, se fueron y mi sofoco se hizo más acusado. Para intentar relajarme comencé a recoger todo lo de la fiesta: vasos, restos de comida, papeles, ceniceros. Barrí el suelo, lo fregué, coloqué los sillones y las sillas… en fin, mis padres se miraban maravillados, sorprendidos… extasiados.

Esa noche la pasé despierta, sin dejar de pensar en Pablo y en el momento en que volviera a verlo. Pasaron varias semanas y no lo volví a ver. Me costaba concentrarme al estudiar. Apenas me concentraba en nada. Él siempre inundaba mi mente y no dejaba de verlo en el pensamiento.

Pasaron los exámenes previos a las vacaciones de Navidad y lo cierto es que mi rendimiento había bajado considerablemente. Esta situación no podía seguir por más tiempo, debía hacer algo y con suma urgencia.

El día antes de Noche Buena, mi madre me comentó que habían organizado una comida en un restaurante para el día 30 de diciembre con los amigos, para festejar la Navidad y que también iríamos los hijos. Mis ojos la miraron entusiasmada y mi gozo interior me hizo exclamar:

- ¡¡¡Biennnnn!!!

- Caramba hija, veo que te hace mucha ilusión la comida – me respondió con cara de asombro.

- Si mamá, bueno… el caso es que me gusta mucho reunirme con todos mis amigos – repliqué reprimiendo mi entusiasmo.

- Precisamente… esta tarde he quedado con la mamá de Pablo para ir a comprar unos regalitos para entregar en la comida. – me indicó ella. – Si quieres acompañarnos puedes hacerlo – añadió.

 - Bueno mamá. ¿Pero ira Pablo también? Me gustaría saber cómo se adapta a la ciudad. – dije aparentando indiferencia.

- Pues no lo sé hija. Pero podemos pedirle, si no tiene nada que hacer, que nos acompañe. – concluyó ella.

Llegada la hora de salir de casa, yo ya estaba arreglada. Me había puesto un ajustado vestido de lana, algo escotado y que apenas me llegaba a las rodillas, que me marcaba bien las caderas, el culo y los pechos. Encima me había cubierto con un abrigo largo y bien abotonado hasta el cuello. No hacía demasiado frio en la calle pero no quería que mi madre me viera vestida para matar. A buen seguro me obligaría a ponerme algo más abrigado. Mi intención era que, cuando me lo viera puesto, fuera en la calle y que ya no tuviera remedio.

Cuando los cuatro llegamos al centro de la cuidad, decidimos que las madres se fueran de compras y que Pablo y yo nos fuéramos a tomar chocolate caliente a una cafetería que yo conocía, donde era una especialidad.

Cuando nos sirvieron el chocolate, no habíamos parado de hablar de todo tipo de temas. Se notaba que era un chico muy inteligente y que se interesaba por multitud de cosas. Tras un rato soplando, comenzamos a tomar el chocolate. Aun estaba caliente y entraba muy bien. Tras terminar de tomarme el mío, sentí como el calor invadía mi cuerpo, por lo que me armé de valor y me quité el abrigo. Antes no lo había hecho pues me daba mucha vergüenza, no sabía qué pensaría Pablo, al verme vestida de esa forma en pleno invierno.

- ¡¡Joder, Luz!! – Exclamó – ¡menudo cuerpazo tienes con ese vestido! – Prosiguió.

- Gracias Pablo, has heredado la galantería de tu padre – Repliqué algo nerviosa.

Acto seguido levanté la mano y con un gesto indiqué al camarero que me sirviera otro chocolate… lo necesitaba con urgencia. El calor que me produjo la segunda taza fue muy superior al de la primera. Durante todo el rato que permanecimos allí, no dejé de sudar por efecto del chocolate y de las miradas de aquel muchacho que tanta fascinación me producía.

Cuando nos levantamos para marcharnos, él se puso detrás de mí, ayudándome a poner el abrigo. Cuando lo tuve puesto, desde atrás me abrochó los tres botones superiores, juntando su cuerpo con mi espalda, con mi culo y rozando levemente mi pecho derecho con su mano al retirarla. ¡¡Dios santo, como me puso!! Sentí como una especie de calambre nació en el estómago y bajo hasta mi entrepierna pasando por el vientre. Nunca había sentido tal sensación y tampoco hubiera imaginado que pudiera ser posible. El corazón parecía querer salirse del pecho. Como pude di unos pasos y nos fuimos caminando al encuentro de nuestras madres.

Pasamos el resto de la tarde los cuatro juntos, tomando unos refrescos y unos pasteles. Yo, sentada, con las piernas cruzadas, era incapaz de separarlas, sentía que tenia las braguitas húmedas en la zona vaginal. No sabía si era por efecto de los calores pasados o por otra cosa. Aunque nunca había tenido deseos sexuales, sí tenía algo de información sobre el tema pero… obviamente me faltaba la experiencia.

Esa noche y los días siguientes sentí cambios en mí desconocidos. Sentía unas ganas locas de masturbarme cuando recordaba el momento en que me puso el abrigo. Tenía las nociones de cómo se hacía pero me aterraba no hacerlo bien y que mi primera paja fuera un desastre. Quería que fuera plena y satisfactoria.

Pasado el día de Navidad, decidí abrirme a mi madre y contarle lo que me pasaba. No podía aguantarme y necesitaba sus consejos. Después de comer, ambas nos sentamos en el sofá, tomando una taza de té. Mi padre tenía guardia ese día en el hospital y por tanto estábamos las dos solas.

Le expliqué lo que me pasaba y los motivos por los que me sentía así. Ella me tomó de la mano y me dijo:

- Hija mía, me hace muy feliz que confíes en mí para tratar este tema. Sé que para ti es una sensación muy íntima y muy especial. He de decirte que no tienes por qué sentirte avergonzada ni retraída. Todas tenemos esta primera vez y sé lo importante que es que lo disfrutes plenamente y consciente de la importancia que tiene para una niña… mejor dicho, para toda una mujer.

 - Gracias mamá, no tenía miedo de contártelo, pero sí de que pensaras que soy demasiado joven – contesté bastante relajada tras ver su primera reacción.

- Mira hija, yo podría decirte que hacer y cómo, pero entenderás que es solo teoría, no podemos practicar juntas ni que te indique de forma explícita. Haremos algo que creo que es lo mejor – me dijo en tono muy relajado.

- ¿Qué mamá? – Pregunté ansiosa por saber lo que me propondría.

- Verás, tengo una amiga que es sexóloga. Es una profesional pero, sobre todo, es de plena confianza. Yo la llamo por teléfono ahora y aunque está de vacaciones, creo que podrá darte una cita. El gabinete lo tiene en su casa y no creo que ponga pegas.

Dicho esto tomó el teléfono y la llamó. En la charla parecí entender que su amiga no puso objeciones y que, debido a la confianza que se tenían la una en la otra, me atendería de forma muy especial.

Esa misma noche, después de cenar, mi padre llamó a la puerta de mi cuarto y le hice entrar.

- Hola hija – me dijo rompiendo el hielo – mamá me ha comentado lo que te sucede y la solución que habéis adoptado. Quiero que sepas que es algo natural y que no debes tener miedo ni vergüenza, ambos confiamos en ti. Pero ten en cuenta lo que siempre te digo: “lo que se hace con moderación es bueno, lo malo son los excesos” – afirmo dándome un beso en la frente.

- Gracias papá, te quiero mucho. Siempre tengo presentes tus palabras y consejos. – contesté besándole en la mejilla.

Nos dimos las buenas noches y me dispuse a dormir, algo que no conseguí hasta pasada la mitad de la noche.

Al día siguiente acudí puntualmente a casa de la amiga de mi madre. Ella me abrió la puerta y se presentó con mucha dulzura. Me invitó a entrar al salón y nos sentamos en el sofá. Tenía preparadas unas pastas y una tetera caliente a tenor del vapor que despedía. Pasamos una medía hora charlando. En ese rato le conté lo que me sucedía y le hablé de mi nula experiencia sexual. Ella muy atenta me escuchaba y replicaba.

Realmente me sentía muy cómoda con ella. Su voz era pausada y dulce, muy relajante. Además era joven todavía, debía tener unos 37 años, más o menos como mi madre. Su cara era agradable y me atrevería a decir que me pareció bastante guapa. Realmente consiguió que perdiera la vergüenza.

Me preguntó que si era virgen y la respondí afirmativamente. Pero maticé, que el año anterior, la ginecóloga me retiró el himen pues me producía molestias al usar tampones y sobre todo al nadar en la piscina. Ella me contestó que eso era una buena noticia para mí pues, a la hora de hacerlo, no tendría el miedo de algunas chicas a romperlo, sangrar y demás. Que no era fácil que eso ocurra pero que algunas no pueden evitar sentirlo.

Finalmente se levantó del sofá, me ofreció la mano y me ayudó a levantarme, invitándome a acompañarla a la consulta que tenía en una habitación muy grande, al final de un largo pasillo. Cuando llegamos, ambas nos sentamos en unas butacas que había colocadas delante de su escritorio.

Tomó de la mesa un modelo en plástico desmontable de la zona vaginal. Durante un rato me explicó que era cada zona, cada rincón de la anatomía intima de la mujer y la función que tenía. Yo sabía casi todo, pero me descubrió una forma de verlo muy detallada.

Durante un buen rato me indicó que debía hacer cuando estuviera sola en mi cuarto pues, según ella, sería el lugar más apropiado al tener intimidad y comodidad. También insistió mucho en que lo hiciera muy despacio al principio, para familiarizarme con esa zona íntima. Me tranquilizó afirmando que yo misma, sin darme cuenta, iría acelerando las acciones a medida que progresara. Finalmente me aconsejó que usara una crema lubricante que podría comprar en cualquier farmacia sin problemas. Así mismo, me recomendó usar un consolador fino, especial para aquellas que nos iniciábamos en esas prácticas. Ella misma me proporcionó uno nuevo que sacó de un cajón. Afirmó que para comprarlo tenía que ser alguien mayor de 18 años y que mi madre estaba conforme.

He de reconocer que estaba radiante de felicidad y muy impaciente porque llegara la noche y poder practicar en la intimidad de mi cuarto. Por fin podría calmar ese fuego que sentía dentro de mí cuando pensaba en Pablo.

No quiso cobrarme y tras mis insistentes intentos me dijo:

- No te preocupes mujer, tú tranquila que yo hago cuentas con tu madre y que me pague invitándome a comer un día de estos. Lo importante es que disfrutes de tu cuerpo y seas feliz. Tú sobre todo conoce tu cuerpo y cuando necesites consejo, o lo que quieras, vienes y lo hablamos ¿Vale?

- ¡¡GRACIAS!! Muchas gracias. No te preocupes, que desde hoy vendré siempre que necesite consejos profesionales de una amiga. ¡Gracias! – le respondí al tiempo que nos abrazábamos de nuevo.

Antes de irme, me recomendó también colocar un espejo de mano delante de la vagina cuando lo hiciera, de esa forma podría ver mejor la entrepierna y saber en todo momento lo que estaba haciendo. Nos despedimos y me fui a casa.

 Al llegar saludé con un fuerte beso a mi padre y con un fuerte abrazo a mi madre. Les conté todo lo sucedido y les di las gracias por ser muy especiales. Los dos me miraron con expresión de ternura y en cierto modo de satisfacción por la solución al “Problema”.

Después de cenar me fui a mi cuarto a chatear con mis amigas por MSN, no veía la hora de contarlo a las más íntimas. Evidentemente obviaría el motivo principal por el que di ese paso, Pablo. Lamentablemente ese día él no se conectó. Pero en el fondo lo preferí así. No sé que hubiera sucedido si se conecta.

Después de un rato charlando con ellas y diciendo bobadas, me aseé para dormir. Me lavé las manos a conciencia, me desnudé y me puse un pequeño camisón que me llagaba por los muslos, sin las braguitas.

Por fin había llegado el momento más importante de mi vida sexual hasta ese día. Tomé un pequeño espejo del tocador, la crema y guardé el vibrador en la mesita de noche. Apagué la luz y encendí una pequeña lámpara que tenía en la mesita. Me recosté contra el cabecero de la cama, con varios cojines debajo de mi espalda y me coloqué lo más cómoda posible. Tomé de la mesita una taza de chocolate caliente que previamente me había preparado. Creo que desde el día que lo tomé con Pablo, sentí que el chocolate despertaba en mí el deseo sexual. Nunca antes lo sentí pues nunca lo tomé en semejantes circunstancias.

No dejaba de pensar en Pablo y en el momento que cerré los ojos, su imagen acudió rápidamente a mis pensamientos. Recordé el momento en que me ayudó a poner el abrigo, el roce de su cuerpo contra el mío y el tacto de su mano al pasar ligeramente acariciando mi pecho.

Casi sin darme cuenta comencé a deslizar mis manos por los pechos, recorriendo su redondez, parando al pasar por los pezones, notando como se ponían duros, casi como cuando iba a nadar a la piscina y se erizaban con el frío al salir del agua. Un agradable hormigueo recorría mi pecho. Al mismo tiempo cruzaba las piernas restregándolas para encerrar mi sexo. Sentía el calor en mis muslos por la excitación y por el rozamiento.

Pasados unos cinco minutos, era incapaz de imaginar que fuera Pablo quien me hiciera todas esas caricias, que fuera él quien me diera el placer que tanto anhelaba. De repente tuve una idea. Pensé que si ponía el espejo delante de mi coñito, podría imaginar que éste era él mirándome, observando cómo le ofrecía ese regalo.

Separé las piernas y las flexioné, dejando bien visible la entrada al reino del placer que estaba por explorar. Coloqué el espejo y pude verme los labios, a media luz, entre penumbras. Dejé apoyado el espejo en su soporte trasero y deslicé la mano derecha desde los pechos, pasando por el vientre, por el pubis ligeramente poblado, de forma muy lenta y disfrutando de cada centímetro. Con la otra mano me dedicaba a recorrer los pechos, alternándolos.

- ¡Ummm! Un ligero gemido de placer escapó de mis labios entreabiertos.

Cuando mi mano derecha llegó a la vagina, tuve que detenerme para no lanzar un gemido más fuerte. Al instante continué y separando los labios, con dos dedos, descubrí la entrada. Quise seguir los pasos indicados por Alicia, la sexóloga, y buscando el clítoris lo encontré. Con el dedo corazón comencé a frotarlo muy despacito, con calma, sintiendo su volumen, su tacto. De todos los movimientos, decidí que el circular era el que más placer me proporcionaba.

Llegada a este punto, las caricias en los pechos las había convertido en pequeños pellizcos en los pezones. Los compaginaba con las caricias en el clítoris. Sentía como mis caderas se balanceaban de un lado a otro. Mi cuerpo comenzaba a serpentear levemente.

- ¡¡UMM!! - Un segundo gemido volvió a escapar de mis labios. Este más fuerte y prolongado, en el momento en que los movimientos de mi dedo en el clítoris aumentaron en intensidad.

Miraba al espejo y podía ver mi dedo deslizándose por el botoncito. De repente paré en seco, había recordado que, con el calentón que tenía, olvide ponerme un poco de crema en los dedos. Rápidamente abrí el tubito, me impregne generosamente los dedos centrales y sin perder tiempo en colocar en su sitio el tapón, volví donde ansiaba retornar.

Tras un rato, acerqué los dedos a los labios vaginales y los acaricié, sintiendo cada uno de sus pliegues, su textura y los recorrí en toda su extensión. Finalmente, decidí no perder más tiempo en introduje la yema del dedo en el interior de la rajita. Tras ver en el espejo como se iba perdiendo dentro de la vagina, cerré los ojos, recosté la cabeza contra el cojín, mordí los labios e introduje el dedo todo lo que pude.

- ¡¡¡UMMM!!! Volví a soltar de los labios un tercer gemido, este sin duda mucho más fuerte. No pensé en ningún momento que mis padres pudieran escucharme a pesar de existir, entre su dormitorio y el mío, una salita de estar y un cuarto de baño.

Estaba tan concentrada en darme placer y tan ansiosa por sentirlo, que mis pensamientos eran solo para Pablo y para mí.

El dedo no dejaba de entrar y salir. De vez en cuando lo dejaba a medio camino y lo dedicaba a explorar mi interior, en todas direcciones.  Sabía bien, a través de mis incursiones en internet, más o menos donde podría encontrarse el punto “G”. Lo busqué afanosamente a medida que mi excitación y placer aumentaban… quería descubrir todo lo posible esa misma noche, ese mismo instante.

No encontré el punto “G” (ahora lo sé a ciencia cierta), pero en ese momento, lo que si encontré, fue un placer inimaginable para mí. La mano que acariciaba mis pechos dejó de hacerlo y casi de forma automática se deslizó hasta los muslos, acariciando el interior de estos, tratando de coger las hormigas que parecían recorrerlos y que surgían del vientre, por debajo de él… no sabía de dónde, pero me estaban volviendo loca. Sentía como la entrada de la vagina se hinchaba, los labios aumentaban de temperatura… uffff, me estaba volviendo loca.

Sin duda había experimentado lo que llamaban “Un orgasmo”. El dedo comenzó a resbalar en el interior del coño. Pequeñas gotas de un fluido suave y algo viscoso comenzaron a manar por la abertura vaginal. Decidí meter otro dedo más para intensificar el placer. No quería dar tregua y ansiaba sentir más. Cuando el orgasmo terminó, los dos dedos ayudaban a evacuar los fluidos que, desde el interior de mis entrañas, ansiaban salir y ver la luz por primera vez.

Durante cinco minutos más, continué introduciendo los dedos dentro de mí y alternando con caricias en el clítoris. Los pezones habían retomado su estado natural y los labios me ardían por los numerosos mordiscos que, sin darme cuenta, habían sufrido. Después de todo, me había olvidado por completo del vibrador. No me hizo falta.

Finalmente cerré de nuevo los ojos, quise ver otra vez la imagen de mi amado, como si quisiera darle las gracias por tanto placer obtenido.

Tras todo esto me incorporé de la cama, recogí todo, y me metí en el baño a través de la puerta que comunicaba con mi dormitorio. Me senté sobre el bidé, unté la mano con jabón líquido y dediqué un buen rato a lavarme la zona íntima. El agua fresca fue muy agradecida por el ardiente coñito. Finalmente regresé al dormitorio, me puse las braguitas, cambié las sábanas y me metí en la cama, bien tapada, apagué la luz y me quedé pensando, recordando e imaginando todo cuanto mi mente fue capaz hasta quedar dormida.

A la mañana siguiente me desperté muy contenta, con ganas de desayunar abundantemente. Al llegar a la cocina di los buenos días a mi madre y un beso muy especial. Ella percibió mi alegría y mi esplendida sonrisa. En voz baja, casi susurrante, me preguntó:

- ¿Ya? ¿Lo hiciste?

- ¡¡Siiiiii!!… respondí sin dejar de sonreír.

Me sentía tan feliz que deseaba que todo el mundo lo fuera. Volví a besar a mi madre y ambas nos fundimos en un abrazo que recordaré toda la vida. Las lágrimas brotaron de mis risueños ojos, en silencio.

- ¡Gracias mamá! Te quiero más que a nadie en el mundo. Eres la mejor de las madres. – dije sin dejar de sollozar.

- De nada hija, yo también te quiero más que a nada en el mundo. Y ahora desayuna que lo necesitas. Respondió sin dejar de mirarme con el amor que solo ella sabe expresar.

Cuando mi padre entró en la cocina no necesitó preguntar nada, al verme tan feliz y al mirar a los ojos de mi madre, supo o imaginó cual era el motivo de tanta alegría. Pero no dijo nada, al menos en mi presencia.

Pasaron los días y todas mis amigas ya sabían la noticia. Unas me felicitaron muy contentas por ser una más, otras también lo hicieron pero con cierta envidia, pues aun no habían experimentado algo así.

Finalmente llegó el día de la comida con los amigos de mis padres y los míos. En los días que mediaron entre ese y aquel en que tomé chocolate con Pablo, no nos habíamos visto, apenas habíamos hablado unos pocos ratos por internet. Pero él no tenía ni idea de lo acontecido.

Ese día quería estar radiante. Pretendía que, cuando me viera, no pensara en nada, ni nadie más que no fuera yo. Definitivamente había puesto mis ojos en él y no pararía hasta conseguirlo. Para lograrlo me vestí con un pantalón de cuero granate tan ceñido que me costaba sentarme. No dejaba, sin duda, nada a la imaginación. Lo complementé con un suéter de algodón muy fino y sin sujetador debajo, que definía bien las tetas, de forma que en algún momento marcara bien marcados los pezones. En la cintura un grueso cinturón de cuero negro con una gran hebilla en bronce. Botas negras de piel y con tacón medio. La bisutería para las ocasiones especiales, labios rojos y cara levemente maquillada. El pelo con infinidad de tirabuzones y ligeramente recogido. Si se me escapaba vivo realmente no tenía sangre en las venas.

Mis padres y yo fuimos de los últimos en llegar… podéis imaginar quien tuvo la culpa… jajajajaja. Notaba que todas las miradas se clavaban en mí, sobre todo las de los mayores. No me importaba, la diana que yo buscaba no era ninguno de ellos. Cuando llegué donde estaba Pablo, noté como desnudaba mi cuerpo con la mirada. Tenía media batalla ganada, solo faltaba que no se despegase de mí en toda la tarde.

En la mesa nos sentamos uno en frente del otro. Él lo hizo primero y al pasar a su lado me incliné a su oído y le dije:

- ¿Sabes una cosa Pablo? El otro día me masturbé, la primera de mi vida, pensando en ti. Recordé el día que me ayudaste a ponerme el abrigo. Al sentir el roce de tu cuerpo en mi espalda y en mi culo, me pusiste tan cachonda que te dediqué una bonita paja.

Dicho esto seguí mi camino, rodeando la larga mesa y me senté frente a él. Al mirarlo no puede evitar sorprenderme. Lejos de estar perdido, desorientado, me miraba con esos ojos penetrantes, desafiante y me atrevería a decir que de forma chulesca. Moviendo los labios y sin pronunciar sonido alguno entendí que me decía:

- Cuando me lo pidas te hago yo una.

- OK - le respondí del mismo modo, sin emitir sonido alguno y acompañando mi respuesta con el dedo pulgar en alto.

Toda la comida la pasamos hablando, frente a frente. Después de comer nos fuimos todos los jóvenes por un lado y los mayores por otro. Fuimos a pasear en pandilla, pues la tarde era muy agradable. Cuando llegó el momento de despedirnos, Pablo me dijo al darme los besos de cortesía:

- ¿Quieres que te llame un día de estos?

- Como tardes más de uno en hacerlo, mando a la policía a buscarte – Le respondí.

- ¡OK, chiqui! No te separes del teléfono. – me replicó más chulo que yo.

Salvo un par de días, que fue a pasar fin de año con su familia a Córdoba, el resto de las vacaciones nos vimos a diario. Fue en estos días cuando por fin se decidió a pedirme salir como novios. Sin duda era el primer chico con el que salía pero ¡¡Qué chico!! La espera mereció la pena.

Este es el relato de mi primera masturbación, la más importante por ser la primera y por quién la provocó. Gracias a mis padres y a Alicia, la sexóloga, pude apagar el fuego que Pablo había despertado en todo mí ser. No solo conseguí mi primer placer sexual, también logré encontrar el primer amor. Fue muy bonito y el principio de una intensa vida sexual.

 

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