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Desafío de galaxias (capitulo 82)

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Abrió los ojos y estuvo un rato desorientada en la penumbra. Los recuerdos del día anterior le vinieron a la mente haciéndola dudar de si había sido un sueño. Intentó incorporarse pero un dolor agudo en el muslo se lo impidió, se miró, y en la penumbra pudo ver que lo tenía vendado. No, no había sido un sueño, y el muslo no era lo único que la dolía, la verdad es que la dolía todo. Se giró hacia un lado para ponerse en el borde de la cama y dejó caer las piernas al tiempo que Anahis entraba en el dormitorio.

—No seas burra, deja que te ayude que te vas a saltar los puntos de la pierna.

—¡Joder! Anoche no me dolía tanto.

—El doctor ha pasado antes a verte, pero no ha querido despertarte: ha dicho que ibas a estar muy dolorida y ha dejado un analgésico. Y que cuándo te despiertes y comas algo, te quiere ver en la clínica como un clavo, —dicho esto, la colocó el aplicador subcutáneo en el cuello e inyectó una dosis—. ¿Cómo te encuentras mi amor?

—Hecha una mierda, si hubiera sabido que hoy iba a estar así, no me hubiera peleado con ese hijo de puta: hubiera mandado a Pulqui o a Bertil, —bromeó—. Pensaba que no me había alcanzado tantas veces.

—Ya lo creo que lo hizo… y tú a él. Nos tuviste con el corazón en un puño.

—Y golpeaba fuerte el muy cabrón. Por favor, acércame el uniforme.

—No tienes, se los ha llevado Sarita a la lavandería. Y el de gala: a planchar.

—¡Pero…!

—Nada de peros, te recuerdo que estás de baja. ¡Ah! Y las condecoraciones…

—¿Qué las pasa?

—… a sacarlas brillo.

—¡No me las voy a poner!

—¡Sí! Ya lo creo que te las vas a poner.

—¡Joder tía!

—Te las vas a poner y no se hable más.

—Pero son muchas: no me entran en el pecho, —dijo con retintín—. Me puedo caer hacia adelante con el peso de tanta puta chatarra.

—¡Hay que ver como eres! Solo las federales y algunas nacionales, las más importantes… y una mandoriana porque son anfitriones del Cuartel General.

—¡Joder!, no si al final llevare todas. ¿habéis previsto algo más para mí?

—Que recuerde… nada más, pero no te aseguro que no vayan surgiendo.

—¿No pensaréis también que voy a estar aquí encerrada todo el día?

—¡Pues claro que no!, recuerda que tienes que comer e ir a ver al doctor, —y cogiendo unos pantalones cortos la ayudó a meter los pies en ellos. También la ayudó a levantarse y se los subió. La puso una camiseta de tirantes y unas chanclas en los pies: todo militar, por supuesto—. Ya estás.

—¿No pensaras que voy a salir así?

—Ya lo creo que vas a salir así: estás divina de la muerte. Yo me tengo que ir, que tengo muchas cosas que hacer. Ya he llamado a alguien para que se encargue de ti. Te cuento: esta tarde llegan el presidente, los ministros, y los cancilleres. Con él llegara la reverenda madre, y esta noche tus padres, que asistirán a la cena de gala, y los de Sarita y Felipe, —nada más decirlo, sonó el timbre de la puerta—. Tu acompañante, ya ha llegado.

—¿Quién es? —preguntó Marisol con el ceño fruncido. Anahis abrió la puerta y el sargento entró en la estancia. Marisol le hizo una señal para que se acercara y le olió el aliento.

—Ni una gota, —dijo el sargento dejando una bolsa encima de la mesa, junto con el escudo. En su interior estaban la espada, la vizcaína y el casco de Marisol, perfectamente limpios. Después, acaricio con el índice el entrecejo de Marisol que soltó una carcajada, para acto seguido, darle una ristra de sonoros besos.

—Cuándo era pequeña y me regañaban…

—Que era demasiado a menudo, —añadió el sargento.

—… le buscaba y enfurruñada me sentaba en sus rodillas mientras reparaba zapatos en su zapatería, y el me acariciaba con el índice entre las cejas y me decía: «si frunces el ceño con tanta fuerza, se te va a quedar arrugado para siempre». Bueno venga, vámonos.

Asida al brazo del sargento, salieron del camarote, y muy despacio se dirigieron al comedor. Se cruzaron con mucha gente, que a pesar de la cara resacosa, la saludaron con un cariño desbordado. El sargento se mostraba como un padre henchido de orgullo. En el comedor, logró que picoteara algo, y eso después de insistir mucho, y a continuación la condujo a la clínica donde la hicieron un chequeo completo y la cambiaron los vendajes. Después, le convenció para ir al Centro de Mando.

—Solo a saludar, de verdad, te lo prometo.

—No me prometas lo que no vas a cumplir.

—Venga, ¡jo!

—No me empieces con los ¡jos!

—Que solo saludo y nos vamos, ¡jo!

—¡Y dale! Anahis me va a dar una charla que me voy a cagar… y tú vas a tener la culpa.

—Que no, que no, que yo la digo que no,

—Bueno, sí, cuidado, que me vas a defender.

—Podría hacerlo, ¿qué te crees?

—Claro que podrías, —dijo achuchándola con cariño—. Anda, vamos: me pondré el casco.

Unos minutos después, entraron por la puerta del despacho de Marión donde se encontraban también Anahis e Hirell.

—¡Menudo guardián te he puesto! —exclamó Anahis poniendo los brazos en jarra.

—No le regañes, que es culpa mía.

—Claro que es culpa tuya, eso ya lo sé yo.

—Venga Anahis, si ya contábamos con eso, —dijo Marión acercándose y besándola, al igual que Hirell—. Estás hecha una mierda.

—Y me duele hasta la coleta. ¿Cómo va todo? —preguntó mientras se sentaba en una silla con la ayuda del sargento.

—Muy bien, a primera hora, Hoz ha terminado de sacar a los guardias que se había refugiado en los sótanos del Palacio de la Regencia. Escuadrones navales conjuntos están buscando a las naves enemigas que están dispersas, para conducirlas al Mundo Bulban. Y toma, firma esto: es la primera orden de desmovilización de tropas, tal y como habíamos hablado, —dijo Marión entregándola una tableta. Marisol, sin leerlo, introdujo su código de firma—. He hablado con el presidente y no viene solo: medio parlamento se ha unido a la comitiva presidencial.

—¡Joder!, ¿y si nos vamos a España? —preguntó Marisol al sargento.

—Yo encantado: no me lo tienes ni que preguntar.

—¡Españoles! —exclamó Anahis— en cuanto se juntan dos…

—Por cierto, para que no te pille por sorpresa, —dijo Hirell—: se ha liado una buena polémica entre los parlamentarios por tu… condecoración.

—¿Qué condecoración? Ya las tengo todas.

—Unos quieren darte otra Medalla de Honor de la República, y otros quieren inventar otra nueva: algo así como la Orden del Merito.

—¡Joder! Que pasa, ¿se aburrían en Beta Pictoris?

—Esos cabrones quieren salir en la foto, —dijo el sargento distraídamente—. ¡Uy! lo siento, se me ha escapado…, pero la foto solo es de mi niña.

—Anda, vamos a llenar la petaca, antes de que se te escape algo más, —dijo levantándose con su ayuda— que luego viene el presidente y te la deja temblando. Pero primero, vamos otra vez a la clínica a que me pongan otro chute.

—No hace falta, tengo yo el analgésico, —dijo el sargento tocándose el bolsillo. Después, mirando su reloj, añadió—: hasta dentro de tres cuartos de hora no te puedo poner más.

—¡Y no te pongas a darle al veneno que destila este! —exclamó Anahis señalando al sargento.

—Mi señora, yo no destilo veneno, —añadió el sargento con aire ofendido.

A media tarde, Sarita llegó con los uniformes limpios y la ayudo a vestirse mientras el sargento se iba para ponerse el uniforme de gala.

—Me ha dicho Anahis que esta noche llegan nuestros padres: ¿crees que es apropiado? El palacio todavía no está habilitado para recibir huéspedes, y además, llega medio parlamento.

—No te preocupes que ya está todo preparado: los padres tienen alojamiento en el Fénix y a los parlamentarios que les den por el culo. Además, mis padres traen a la niña.

—¡Qué bien! Que ganas tengo de achucharla.

—Por cierto, al final hemos decidido bautizarla; ya sabes que los padres de Felipe son muy cristianos y los míos no lo ven mal, y para evitar líos…

—Es normal, hacéis bien y como dices: evitáis líos con la familia.

—Queremos que seas la madrina.

—¿Sí?, ¡joder tía! pues claro, pero vuestros padres…

—Ya está hablado, pero tienes que llevar… mantilla.

—¡No jodas!

—Y blanca, que estás soltera.

—¡Venga ya¿ Técnicamente no lo estoy.

—Anahis no cuenta, y te recuerdo que no conoces varón: eres… pura.

—¡Joder! No voy a ir con una peineta blanca como si fuera una puta virgen: ¡no me la voy a poner!

—¡Ya lo creo que sí! Aunque te la tenga que clavar a la cabeza con un martillo.

—¡Joder tía! hoy estáis por darme el día.

—Piensa en Anahis, el blanco la sienta muy bien. Seguro que no pone reparos.

—Ya esta: me caso con ella, y ya puedo usar la mantilla negra.

—Sigues siendo pura.

—¡Joder!

—¿Pero como tienes tanto morro?, ¿te vas a casar con Anahis para no ponerte la jodida mantilla blanca?

—Sabes que tenemos pensado casarnos, solo lo adelantaremos.

—¡Anda!, no digas sandeces, —dijo Sarita mientras llamaban a la puerta y abría. El sargento entró impecablemente vestido y dio dos besos a Sarita—. Estás hasta guapo, —bromeó mientras le sacudía unas pelusillas de los hombros.

—¿Tú te crees? —le dijo Marisol— quiere que me ponga una puta mantilla blanca para el bautizo de la niña.

—Y bien guapa que vas a estar.

—Vete a tomar por el culo, ¡anda corre!

A media tarde, todo estaba preparado en el enorme vestíbulo principal del Parlamento Republicano para recibir oficialmente al presidente y su sequito. El recinto había sido preparado urgentemente: los escombros habían desaparecido al igual que los destrozados escaños de madera y, a pesar de los enormes destrozos, todo parecía bastante pulcro. Una representación militar multiétnica, impecablemente uniformados de gala, formaban en un lateral del vestíbulo, junto a todo el Estado Mayor que también estaba alineado. Al otro lado del vestíbulo, se alineaban las más altas personalidades de la República, junto con los ministros y un buen número de parlamentarios federales. El presidente llegó en una lanzadera, acompañado por los doce cancilleres que había llevado el peso principal de la guerra, y la reverenda madre. Entró por el hueco donde antes estaba la puerta principal, y por una alfombra roja se encaminó al encuentro de Marisol, que, a duras penas, en posición de firmes, le esperaba. Cuándo llegó frente a ella, saludo militarmente y le ofreció la mano.

—Señor presidente: a sus ordenes, —el presidente aceptó su mano, y a continuación, la abrazó dándola dos besos.

—Lo has conseguido.

—No señor presidente: lo hemos conseguido todos. Permítame presentarle a mi Estado Mayor, aunque ya los conoce a todos.

—Por supuesto: sigamos el protocolo.

—Pero permítame apoyarme en su brazo, la verdad es que no estoy en mi mejor momento.

—Lo sé, he hablado con tu médico y me ha informado, —dijo Fiakro ofreciéndola el brazo. Uno a uno, y empezando por Marión, y siguiendo por Anahis, fue saludando a todo el Estado Mayor. A continuación, y acompañado por Marión, paso revista a las tropas, mientras el sargento llevaba a Marisol hacia el atril para los discursos, donde ya estaban los cancilleres. Cuándo el presidente se unió a ellos, comenzó el acto protocolario y varios de los cancilleres tomaron la palabra. Cuándo finalizaron, el presidente Fiakro comenzó a hablar.

—Recuerdo nítidamente el día que una jovencita con cara de asustada, vestida con el uniforme del Tercio Viejo de Voluntarios Españoles, entro en mi despacho. La verdad es que no sabría decir quien estaba más asustado, si ella o yo; en su caso porque nunca había estado en la capital federal, en el mío, por la incertidumbre de lo que se avecinaba. Pero hoy estamos aquí, once años después, y esa jovencita se ha convertido en el militar más laureado de la historia de la galaxia y ha conseguido la victoria más colosal que han visto los tiempos, —el presidente tuvo que parar por los aplausos—. Una victoria que ha eclipsado las proezas de Matilda y la Princesa Súm. Pero esta victoria no ha salido gratis: millones de soldados, y miles de millones de civiles, han muerto en estos once años, a los que hay que sumar las enormes perdidas bulban, un pueblo antes enemigo, ahora aliado y que tendremos que integrar y con el que tendremos que aprender a convivir.

»¿Cómo recompensar a alguien que ya posee los más altos galardones de la República, y que además, nunca los ha pedido?, y por cierto: muchos podrían aprender de ella, —se escucharon risas procedentes de la zona militar mientras que del otro lado del vestíbulo, se elevó un perceptible murmullo—, pero a lo que vamos: los cancilleres principales y yo, hemos decidido ascender a la general Martín, al grado de mariscal general de todos los ejércitos federales, —un estruendo de aplausos se elevó, mucho más intenso desde el lado militar—. Este cargo, que no existía desde la derrota de los ejércitos imperiales, hace cuatrocientos años, es única y exclusivamente propiedad de Marisol Martín, y nadie, repito: nadie, podrá usarlo en los siglos venideros.

»Se que ella va a protestar. Dirá que la victoria no es cosa suya, sino de su equipo de colaboradores y de su Estado Mayor, empezando por su fiel segundo comandante, la general Marión, y terminando por la no menos fiel ayudante de campo y amiga: Sarita y mi amigo el sargento. Y tiene razón, ha sabido rodearse de un grupo excepcional, pero de entre ellos, ella sobresale con luz propia, —aplausos calurosos desde el lado militar, seguidos tímidamente por los del otro lado—, ella ha sido el faro que ha iluminado el camino a seguir, y nos ha conducido a este emocionante momento. Marisol, sabes que tienes la gratitud y el reconocimiento de todos los habitantes de la galaxia, por eso, para mí, es un honor hacerte entrega de estas insignias, que tan justamente has ganado, —el presidente se acercó a ella y la colocó otra estrella más en las hombreras de la guerrera. A continuación, con la ayuda de un par de cancilleres, la quitaron su fajín rojo de general y la pusieron el nuevo de color morado. Después, se acercó el canciller de Mandoria y la entregó su bastón de mando, con la empuñadura de oro labrado.

—Queridos amigos, yo no merezco tantos reconocimientos, —dijo Marisol cuándo se puso delante del atril. Sus palabras causaron un buen número de carcajadas, la del presidente primero—. Yo, hacia vosotros solo tengo gratitud, porque, aunque el presidente se ría, sí, somos un equipo, los que estáis aquí, y los millones de hermanos y hermanas que han estado presentes en los innumerables campos de batalla, en los que muchos han dado sus heroicas vidas. Lo repito, solo tengo una infinita gratitud y un gran reconocimiento, y… como estoy a punto de ponerme a llorar, es mejor que deje de hablar antes de que moje el micrófono y cause una avería: muchas gracias a todos.

Un estruendo de vítores y aplausos se elevó de entre los asistentes, mientras el sargento, con lágrimas en los ojos, la ayudaba a bajar del atril. La comitiva presidencial, con Marisol y el Estado Mayor, salieron al exterior donde miles de soldados les esperaba.

—Marisol, si anuncias ahora mismo que te presentas a la presidencia, —dijo el presidente riendo mientras señalaba a los políticos— esos se cagan todos.

—No sea malo señor presidente. Marión será una presidenta excepcional.

Después de la cena de gala en uno de los hangares del Fénix, a la que ya asistieron sus padres, Marisol pasó por la clínica para que cambiaran los vendajes y después, por fin, regresó a su camarote en compañía de Anahis.

—Creía que no se iba a acabar nunca.

—Parecías un estrella de cine, todos querían sacarse una foto contigo. Y los de los selfies: ¡qué pesados!

—¡Sí! Galaxinet debe de estar inundado con mi imagen.

—Marión también ha estado muy solicitada.

—Eso esta bien: que se promocione. El presidente me ha dicho que la semana próxima va a forzar una crisis de gobierno y quiere que Marión pase a formar parte del nuevo ejecutivo.

—¿Y ella lo sabe?

—Se lo debe de estar diciendo ahora. Por cierto, tú pasaras a ser mi segundo al mando.

—¿Crees que será apropiado? Soy tu novia.

—Ya lo creo que si, —respondió Marisol abrazándola y acariciándola el trasero—, así te tengo más a mano.

—¿Más todavía?

—Sí, mucho más.

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