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La zambomba

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La señorita González trabajaba de cajera en un supermercado. Su jornada era dura en estos días prenavideños, y, a pesar de ello, siempre mostraba una sonrisa engolosinada a los clientes; incluso se atrevía a hacer bromas, y, cuando alguno venía con dulces, le soltaba: "¿Son para mí?" También me lo soltó a mí.

Uno de esos días en que fui de compras a un ruidoso centro comercial, me la encontré. Iba vestida con ropa cómoda y ancha: un pantalón rosa de felpa deportivo con elástico ceñido a sus caderas, una sudadera blanca con estampados juveniles y una beisbolera de franela; calzaba zapatillas deportivas; y llevaba su cabello pelirrojo recogido con una cola de caballo que permitía ver los carnales pliegues de su cuello. En sus andares enérgicos se adivinaba una vitalidad desarrollada que se contagiaba al bamboleo de sus pechos bajo los ropajes. No tuve más remedio que detenerla, abusar de la táctica del que anda desorientado, para preguntarle: "Señorita, ¿hay aquí parafarmacias?". Mi pregunta quedó suspendida entre los villancicos de Navidad.

La señorita González me observó. "No tendrá más de treinta años esta mujer, quiero disfrutar con ella, beberme su femenino hervor", pensé; creo que ella también me valoró, que sopesó en un instante la posibilidad de aquietar su tensión acumulada en estos días, la posibilidad de evadirse entregándose a actos de placer con un hombre derecho. "No sé, caballero", respondió; "Le apetece un refresco, la veo acalorada, claro, la calefacción del centro está alta, debe estar usted sudando, su piel..., ¿me permite?" Hice la pregunta después de haberle tocado suavemente la frente con la punta de mis dedos; no debía contestarme si sí o si no, para mí el sí era evidente.

"Tengo algo de prisa, caballero, ¿me conoce?, se toma confianzas", dijo tomando mi mano con la suya y llevándola hacia su torso; "Sí, la conozco", afirmé mientras desviaba nuestro enlace hacia mi entrepierna hasta que sus nudillos rozaron mi dureza, "¿sabe usted tocar la zambomba?", añadí; "Sí, de diferentes maneras", dijo antes de ruborizarse y ocultar su rostro en mi hombro.

No quiero aburrir a nadie con detalles sobre nuestro paso por el bar del centro comercial y posterior tránsito hacia los aparcamientos subterráneos, pero debéis saber que en el ascensor le sobé las gruesas tetas a la señorita González mientras besaba y saboreaba sus acariciadores lúbricos labios de cacao, y fue una experiencia deliciosa; tanto como la mamada que me proporcionó cuando me senté frente al volante de mi coche e introduje la llave para arrancar. No fui consciente de mi seducción, no. Estaba oscuro. Sólo oí nuestra respiración agitada, el frufrú de las ropas al ir siendo retiradas de nuestros cuerpos, las palabras susurradas entre suspiros: "Dame tu zambomba", "Es toda tuya"; vi entonces su cabeza inclinándose en mi regazo, sus hombros desnudos; sentí sus tibios pechos grávidos posados en mis peludos muslos, la humedad de su lengua en mi glande, la calentura de su paladar en mi capullo. Me vertí en su boca emitiendo un gutural y ronco gruñido bestial. Ella se irguió, me miró, tragó, me mordió el labio inferior; me dijo: "Regálame dulces, amor."

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