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Los secretos de Maribel (2).

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Llevaba uno de sus finos pareos atado a la altura del pecho y le llegaba un poco más abajo de las caderas, como un vestido muy corto que dejaba a la vista la totalidad de sus formidables piernas. No podía ver muy bien el bikini que se había puesto, pero me pareció que era el azul con pequeños lunares blancos, uno de mis favoritos. Se había lavado el pelo y lo llevaba suelto, húmedo y brillante a la luz del sol. Estaba preciosa, pero lo que más me alegró fue que en sus labios se dibujaba una leve sonrisa, y aunque en sus ojos podía percibirse aun cierto desasosiego parecía la de siempre.

—¿Es que hoy no tienes hambre? —dijo, mirándome con las manos en las caderas y la cabeza algo ladeada—. Vamos, sal y sécate. La comida está lista.

Nos sentamos a comer en la mesa de la cocina, como solíamos hacer cuando estábamos los dos solos. Su actitud era casi normal. Se la veía algo distraída, pero si no supiese lo que había pasado esa mañana no hubiese sospechado nada fuera de lo común.

—¿No iba Héctor a quedarse a comer? —pregunté en tono despreocupado, para ver cual era su reacción.

—No. Ha tenido que irse. Creo que había quedado con unos amigos —respondió, sin alterarse lo más mínimo.

Me pregunté si mi primo le contaría a los macarras de sus amigos lo que le había hecho a su tía, o si dejaría de lado el parentesco y les diría solamente que una madurita adinerada le había hecho una soberbia mamada en un garaje. Me ponía enfermo la idea de que presumiese de su hazaña, pero era casi inevitable. Hacerlo con una mujer como mi madre era algo de lo que cualquiera querría presumir.

—¿Y la tía Teresa? ¿Vendrá esta tarde con la prima?

—Sí, vendrán a darse un baño —dijo mamá. me pareció que la idea no le agradaba demasiado. Seguramente no le apetecía ver a la madre del pervertido que la había humillado—. Y por favor, hijo, no se te ocurra comentar nada de lo que ha pasado hoy.

—¿Te refieres a lo de las webcams? —pregunté, con cierta malicia.

—Pues claro. ¿A qué iba a referirme si no? —respondió, más nerviosa de lo que quería aparentar.

Decidí no presionarla más. No sabía cómo reaccionaría al enterarse de que su hijo había presenciado la escena del garaje, y más teniendo en cuenta que ya estaba al corriente de mis fantasías incestuosas, y preferí fingir ignorancia hasta que supiese que es lo que había pasado exactamente entre su sobrino y ella.

Después de comer nos fuimos al salón. Se recostó en un extremo del enorme sofá blanco situado frente al televisor de plasma y yo me tumbé en otro más pequeño que había cerca. Solo tenía que girar un poco la cabeza para mirarla, y no pude evitar hacerlo en varias ocasiones, hasta que se tapó las piernas con una fina manta.

—¡Brrr! Parece que el aire acondicionado está muy fuerte. Hace frío —dijo, para disimular. Era obvio que, después de haber visto el material de mi ordenador, la incomodaba mucho más que admirase su cuerpo.

—Yo estoy bien. ¿Quieres que lo baje?

—No... no, no hace falta.

Pasamos la siguiente hora en silencio. Mamá miraba, prestándole tan poca atención como yo, una de esas espantosas películas basadas en hechos reales que ponen los sábados por la tarde. Yo repasaba mentalmente los acontecimientos del día, y aunque intentaba centrarme en cual sería mi siguiente movimiento para desentrañar el misterio de lo que había pasado entre mi madre y Héctor, mi cerebro no dejaba de mostrarme imágenes que me desconcentraban por completo: el cuerpo tembloroso de mamá, moreno y brillante por el sudor, la expresión de su rostro cuando gritaba de placer sobre el capó del coche, los triángulos de piel clara debajo del bikini... A veces había deseado verla tomando el sol desnuda, pero me encantaban las marcas del bronceado. Esas zonas pálidas me parecían muy sensuales, y además eran un premio; verlas, tocarlas o besarlas era un privilegio con el que soñaba día y noche.

Yo llevaba puesto solamente el bañador, uno largo hasta las rodillas y bastante holgado, sin nada debajo, y al cabo de un rato mi erección se hizo patente. Por lo general, cuando me empalmaba de esa forma delante de mamá trataba de disimularlo, pero esa tarde no lo hice. Me di cuenta de que le había perdido un poco el respeto, de que ella ya sabía que la deseaba y no tenía que molestarme en disimularlo para no incomodarla después de lo que había hecho con mi primo. Así que dejé a mi verga a su libre albedrío, levantando la fina tela del bañador poco a poco, al ritmo del potente fluir de mi sangre.

No me toqué, pues respetarla un poco menos no significaba que no continuase adorándola y no quería comportarme como un maniaco sexual. No se cuantas veces apartó los ojos de la pantalla para mirar en mi dirección, pero sabía lo que estaba pasando en mi entrepierna, y cuando mi rebelde mástil alcanzó casi la verticalidad, con la gruesa cabeza marcándose contra la tela, la escuché removerse y soltar un tenue suspiro, mezcla de cansancio y resignación.

—Deberías ir al baño y librarte de... "eso", antes de que lleguen tu tía y la prima —dijo de repente, en el mismo tono pragmático de alguien que te aconseja ponerte protector solar en un día caluroso.

Por un momento me quedé paralizado. No esperaba que reaccionase de esa forma y a pesar de todo me avergoncé un poco y la sangre me subió a las mejillas (no mucha, porque la tenía casi toda en otro lugar). Balbucí algo ininteligible, me incorporé y con la mirada baja caminé hacia el baño. Masturbarme pensando en ella, sabiendo que ella era consciente de lo que hacía, resultaba una experiencia desconcertante, y tan excitante que cuando me bajé el bañador el corazón me latía desbocado. Apenas tuve que mover la mano un par de veces para correrme, tan de improviso y con tanta potencia que la viscosa munición de mi rifle impactó en los azulejos de la pared y en el suelo.

Después de limpiar y de darme una ducha rápida, no me atrevía a regresar al salón. Sin el escudo mental de la excitación, me sentía de nuevo culpable y confuso. Fui a mi habitación y no bajé de nuevo hasta que escuché, a través de mi ventana, como se abría la verja automática y mi tía saludaba a mamá con su estridente voz, seguida de cerca por mi prima Alba.

Estaban entrando en casa cuando llegué abajo, y me saludaron con la familiaridad propia de alguien que te visita casi a diario. Mi tía Teresa es tres años mayor que mi madre, y no podría ser más diferente a su hermana Maribel. Es, como decía mi primo, una mujer de barrio, y era evidente tanto en su forma de vestir como de hablar, más vulgares que las de mamá. Físicamente tampoco hay ningún parecido, salvo la nariz, tan prominente como la de su hermana menor.

Aunque gran parte de mis fantasías masturbatorias han tenido siempre como protagonista a mi madre, la tía Teresa ha realizado de vez en cuando unas muy dignas intervenciones, sobre todo debido a sus grandes pechos. No entiendo mucho de tallas de sujetador, pero alguna vez, cuando las mujeres hablan de sus cosas de mujeres, la he escuchado mencionar un número por encima del cien. Abreviando, son enormes, y además le gusta lucir ese escote que atrae las miradas de todos los machos en varios metros a la redonda. Alguna vez incluso he sorprendido a mi septuagenario abuelo mirando embobado el apretado canalillo de su hija mayor. Por supuesto, yo también lo miraba a menudo, y cuando, siendo adolescente, descubrí lo que era una “cubana”, dediqué un sinnúmero de pajas a imaginar cómo sería meter la tranca entre semejantes ubres, estrujarlas con ambas manos y chupar los pezones que nunca había visto y que me imaginaba de areolas grandes y rosadas.

Al margen de su poderío pectoril, Teresa no es tan impresionante como mamá. Mide alrededor de metro sesenta y cinco, tiene la piel pálida y pecosa de una pelirroja pero el cabello castaño claro y los ojos verde oscuro, más bien pequeños. Está rolliza, con anchas caderas y nalgas carnosas a las que también he dedicado algún pensamiento impuro. Tiene unos muslos como jamones y unas pantorrillas regordetas que resultan bastante atrayentes cuando se pone tacones.

De su hija Alba, mi prima, podría decir que es un término medio entre su madre y la mía. Tiene el cabello castaño oscuro y la piel morena, y sin lugar a dudas es la más guapa de la familia. Por aquella época aún estaba desarrollándose, pero ya tenía todas las formas que debe tener una mujer más que definidas: unos pechos de un tamaño ideal, ni pequeños ni muy grandes, con la desafiante firmeza natural que solo aporta la juventud. El culito redondeado y respingón, sobre unas bonitas piernas que recordaban a las de una gimnasta, aunque de líneas más suaves. En su rostro destacaba la pequeña boca de labios carnosos, con el labio superior un poco adelantado al inferior (un rasgo que siempre me ha parecido muy sexy en las chicas), el mentón perfectamente ovalado y una monada de nariz, pequeña y en nada parecida a la noble napia del resto de la familia.

En definitiva, estaba condenado a pasar aquella tarde, al igual que muchas otras, en la compañía de tres hembras de lo más deseables, cada una en su estilo. Normalmente también estaba Héctor, lo cual hacía que no me fijase mucho en ellas, pues me distraía hablando con él, jugando con el balón de waterpolo, o subíamos a mi habitación a encender la videoconsola. Pero mi primo no venía con ellas, y en parte me alegré, pues no sabía cual sería mi reacción la próxima vez que lo viese.

Un rato después estaban las tres tomando el sol en sus respectivas tumbonas, y yo escuchaba desde el agua sus risas y algunas palabras sueltas, sobre todo de la tía Teresa, que hablaba siempre casi a gritos. De vez en cuando dejaba de nadar y me encaramaba al bordillo para echarles un vistazo. Mi madre llevaba, en efecto, el bikini azul con lunares blancos, que le sentaba de miedo como todo lo que se ponía. Teresa lucía un bañador hortera donde los haya, lleno de colores chillones, de esos que dejan el vientre al aire y, por supuesto, tan escotado que cada vez que la risa la hacía temblar sus tetazas parecían a punto de desbordarse fuera de la tela.

La que más me llamó la atención, sin embargo, fue Alba. No solía fijarme mucho en mi prima, más que nada porque hasta hacía muy poco no había nada en lo que fijarse, pero últimamente sus encantos femeninos se estaban imponiendo a la antipatía que sentía por ella. No es que no le tuviese cariño, pero era una de esas niñatas insoportables, frívola, engreída y deslenguada, más preocupada de mirar su celular cada cinco segundos y de estar guapa a todas horas que de cualquier otra cosa. Ya le había dedicado alguna paja esporádica, y esa noche sin duda le caería otra, porque no se me iría de la cabeza su cuerpo prieto y menudo cubierto apenas por unos pocos centímetros de tela verde y amarilla. La parte de abajo era un tanga que incluso a una stripper brasileña le habría parecido atrevido, y la parte superior dos triángulos que tapaban los pezones y poco más.

Cuando se levantó y caminó hacia la piscina, pude ver que mi madre le dedicaba una mal disimulada mirada de desaprobación. Si fuese hija suya, no la hubiese dejado ponerse algo así por nada del mundo. Pero a su hermana Teresa no parecía importarle, y hasta animaba a su precoz hija a mostrar cuanto quisiera. A mamá la exasperaba ese comportamiento, y el verano anterior había tenido que ponerse firme y amenazar a su sobrina con mandarla de vuelta a su barrio, cuando Alba manifestó su intención de tomar el sol sin la parte de arriba, estando presentes mi padre y yo (a ninguno de los dos nos habría importado, dicho sea de paso).

Mi prima se metió en el agua, cerca de donde yo estaba, y nadó un poco a mi alrededor, mirándome con su habitual expresión, ojos entornados y sonrisa supuestamente sensual. Sin duda pretendía parecer más adulta, pero seguía pareciendo una chiquilla a punto de hacer alguna travesura. El contraste entre ese rostro y su cuerpo resultaba enloquecedor, y di gracias a los cielos por estar cubierto de agua hasta el cuello, ya que volvía a estar empalmado como un burro.

—¿Qué te pasa, Julio? —preguntó. Desde que se creía una mujer madura había comenzado a llamarme por mi nombre, en lugar de "primo".

Al parecer, esa tarde estaba de buen humor, pues por lo general no me hacía mucho caso, a no ser que estuviese también su hermano y jugase a la pelota con nosotros. No le gustaban los videojuegos, y no recordaba haberla visto en mi habitación desde hacía mucho. Su pregunta me cogió desprevenido, y por un momento me pregunté si mi erección sería visible desde fuera del agua.

—¿A que te refieres? —dije, intentando sonreír con despreocupación.

—Te veo muy serio esta tarde. ¿Estás malo o algo?

Mientras hablaba se movía hacia los lados, obligándome a girar la cabeza. Me quedé callado unos segundos, con la mirada fija de forma inconsciente en el piercing que llevaba en el labio inferior. El deseo incontrolable de lamer esa pequeña perla plateada y meter después la lengua entre sus labios pasó por mi mente a toda velocidad y se esfumó de inmediato.

—Estoy bien. Pensando en mis cosas.

—Tú piensas mucho, ¿no? —dijo, de forma que no supe si era un cumplido o todo lo contrario. A pesar de ser menor que yo y conocernos de toda la vida, desde que se había desarrollado Alba me intimidaba tanto como el resto de las chicas.

—Lo normal... Supongo.

—Lo que pasa es que te aburres porque no está mi hermano, ¿verdad?

—Bah, tampoco tanto. ¿Dónde está, por cierto? —pregunté, más que nada por seguir con la conversación y que no saliese del agua. Si continuaba flotando a mi alrededor, cada vez más cerca, quizá pudiese rozarme un poco con ella, como hacía con mamá.

—Ha quedado con unos amigos.

Asentí, sin darle importancia. En mi mente volví a ver a Héctor, con sus modales vulgares y su torso musculoso, presumiendo ante sus "coleguitas" de lo buena que estaba la madura que se la había chupado esa mañana.

—Si quieres jugamos con la pelota, pero ya sabes lo mal que se me da —dijo mi prima.

—Ya te digo. Lanzas con la misma fuerza que cuando tenías tres años.

—¡Eh, no es para tanto!

Respondió a mi burla con una suave patada subacuática. El simple toque de su pie contra mi cintura fue electrizante, y mi erección se incrementó de golpe. Hubiese sido la ocasión idónea para agarrarle el tobillo, atraerla hacia mí e iniciar una pelea (de broma, claro) en la que habría podido tocarla hasta hartarme sin despertar ninguna sospecha, pero no fui lo bastante rápido.

Se dio media vuelta y nadó hasta la colchoneta hinchable, que flotaba a la deriva en el centro de la piscina. La parte de atrás de su tanga era tan jodidamente delgada, que a través del agua parecía que fuese desnuda de cintura para abajo. Eché a nadar tras ella, muy despacio, mientras pensaba qué diría si me preguntaba por qué la seguía. Fue una buena idea, porque cuando intentó subirse al díscolo colchón flotante no lo consiguió en varios intentos, y giró la cabeza para pedirme ayuda. Mostró algo de sorpresa al verme tan cerca, pero no comentó nada.

—Anda, ayúdame a subirme a la puta colchoneta, que no puedo —me dijo, haciendo gala de su florido vocabulario.

Se encaramó de nuevo, sacando medio cuerpo del agua. Su espectacular trasero quedó justo ante mi cara, cubierto de miles de gotitas de agua, con ese olor tan veraniego a cloro y bronceador. En esa postura, mientras pataleaba y luchaba por reptar sobre la superficie de plástico, pude ver incluso su rajita marcándose en la tela del tanga, como una esmeralda húmeda revelada al separarse un poco sus piernas.

—¡Julio! ¿Me ayudas o qué?

Su voz aguda me sacó del estado hipnótico en el que había caído. Tras decidir a duras penas que no sería buena idea tocarle las nalgas, agarré con fuerza sus muslos, un poco por encima de las rodillas, y la aupé cuanto pude. A esas alturas, tenía la verga tan dura que ella podría haberla usado como trampolín, y cuando quedó por un momento atrapada entre sus dos pantorrillas llegué a un punto en el que me hubiese corrido si el contacto llega a durar un par de segundos más.

Al fin consiguió subir, se tumbó con expresión satisfecha en el plástico de color púrpura, emitió algo parecido a un ronroneo y cerró los ojos, con las manos enlazadas tras la cabeza y los pies cruzados. La postura resaltaba de tal forma la belleza de sus perfectos pechos y las torneadas piernas que me quedé allí, mirándola desde el agua, sopesando la posibilidad de meter la mano bajo mi bañador y dejar que mis alborotados espermios nadasen en las aguas turquesas de la piscina.

—¿Te subes aquí conmigo, Julio? —preguntó sin abrir los ojos.

Si hubiésemos estado solos, tal vez hubiese sido tan temerario como para tumbarme junto a ella con semejante bulto en el bañador, pero con mi madre y la suya allí, por muy distraídas que estuviesen, ni se me pasó por la cabeza.

—No... no, da igual. Prefiero nadar un rato.

Ni siquiera contestó, sumida en sus pensamientos, que sin duda girarían en torno al color del esmalte de uñas que usaría ese fin de semana para salir con sus amigas, los marcados abdominales del último actor de moda o a cual de los chicos del barrio le dejaría meterle mano si le daba una vuelta en su moto. Yo nadé un rato, fiel a mis palabras, y de vez en cuando la miraba a ella, o descansaba apoyado en el bordillo y observaba a mamá o a la tía Teresa. Solo esperaba el momento idóneo para salir del agua con disimulo, entrar en la casa y encerrarme en el baño unos minutos.

Nuestras invitadas se fueron poco después de la puesta de sol, muy relajadas tras la agradable tarde y con la piel más caliente que cuando llegaron, cosa que comprobé cuando fui a despedirme de ellas. Creo que mamá notó la forma en que miraba el culito de Alba cuando se alejaba hacia la verja del chalet, contoneándose tanto o más que su madre, pero no me importó, y ella no dijo nada.

Cenamos poco después, sentados en el salón frente al televisor, y ésta vez hablamos un poco. La presencia de nuestras parientes parecía haber mitigado un poco su tensión, y no se tapó con la manta como hiciera después de comer. Se había puesto uno de sus pijamas de verano, un modelito algo infantil, rosa y con pequeños corazones blancos, que en otra mujer tal vez resultaría ridículo pero en su soberbio cuerpo aportaba un contraste arrebatador. La parte de abajo eran unos shorts, poco más grandes que unas bragas, y la de arriba una fina camiseta de tirantes, ceñida a las estilizadas formas de su torso. No transparentaba tanto como para que se adivinasen sus pezones, pero sin duda se le marcarían contra la tela si se le ponían duros, cosa que por desgracia no ocurrió.

—Mañana es domingo —dijo de pronto mamá, en una pausa publicitaria.

Eso significaba que la tía Teresa, Alba y seguramente también Héctor, llegarían por la mañana y pasarían allí todo el día. Comeríamos en el jardín, a la agradable sombra de la pérgola que mis padres mandaron construir cuando compraron el chalet. También dormirían la siesta en casa, ya que teníamos dormitorios y sofás de sobra para elegir, y pasaríamos todo el día alrededor de la piscina. Los domingos solían ser días agradables, o lo habían sido hasta ese momento, antes de que en mi familia comenzasen a brotar sórdidos secretos. Como si me leyese el pensamiento, mi madre habló de nuevo.

—Recuerda lo que te dije. Ni una palabra del asunto de las cámaras, ni a Héctor ni a nadie, ¿entendido?

—Entendido —respondí, obediente.

No tenía sentido iniciar una discusión que podría tener consecuencias desastrosas, sobre todo si descubría que la había visto en el garaje con su sobrino, así que disimulé. Cuando me quedase a solas con Héctor intentaría llegar al fondo del asunto. Pasamos varios minutos en silencio, y mamá cambió de tema.

—Oye, ¿te pasa algo con tu prima Alba?

—¿Qué? ¿Que quieres decir? —pregunté, algo alarmado. Repasé mentalmente los acontecimientos de la tarde y no recordé haber hecho nada reprobable.

—Dice que últimamente estás algo distante con ella —explicó, y yo sentí cierto alivio—. Y la verdad es que la tía Teresa y yo también lo hemos notado. Ya nos estáis tan unidos como antes.

Yo me encogí de hombros, y bajé la vista hacia el sandwich que me estaba comiendo. ¿Que yo estaba distante? Podía ser, aunque ella tampoco me hacía mucho caso desde que le habían crecido las tetas y sus caderas se habían redondeado de esa forma tan deliciosa.

—A lo mejor... Puede ser que nos hayamos distanciado un poco desde que ha crecido —dije, marcando la última palabra con toda intención.

—Sí, la verdad es que ha cambiado mucho en muy poco tiempo. Se ha convertido en una chica preciosa.

—Es una forma de decirlo, supongo.

De repente se apoderó de mí una absurda osadía, fruto del rencor hacia mi madre y mi primo que me carcomía desde esa mañana. Si a "doña Maribel", la señora de la casa, le molestaba que su hijo tuviese fantasías con ella, seguro que no le importaba que volviese la vista hacia prados más verdes, carnes más tiernas, y un deseo incestuoso menos sórdido y más socialmente aceptado.

—¿Una forma de decir qué? —preguntó mamá, con la mosca detrás de la oreja.

—De decir que está muy buena, claro. Hoy en la piscina no me cansaba de mirarla, con ese tanga que llevaba. Tiene un culito que...

—¡Julio, por favor! —me interrumpió. Se sentó derecha en el borde del sofá, y me taladró con esos ojos oscuros y brillantes.

—¿Por qué te molesta que lo diga? ¿Es que estás celosa, mamá? ¿Te ha molestado que hoy la mirase a ella más que a ti?

Me arrepentí de mis palabras en cuanto las hube pronunciado, y todo mi valor se esfumó en cuanto se puso de pie y me miró desde su imponente metro noventa de estatura. Los músculos de sus largas piernas, definidos en su punto justo por el tenis y la natación, se endurecieron bajo la piel morena al tiempo que apretaba los puños. Me sentí insignificante, agaché de nuevo la cabeza y me estremecí al escuchar el ronco bufido que brotó de su boca.

—Mira, hijo, no sé que... coño es lo que te pasa últimamente, pero si continúas así voy a llevarte a un especialista.

—Lo siento, mamá —dije, con un hilo de voz.

Permaneció de pie unos segundos, sin dejar de mirarme. Escuché un suspiro de cansancio, y se dejó caer en el mullido sofá, con las rodillas juntas y los pies separados, mirando al techo con una mezcla de tristeza y enfado.

—Termina de cenar y vete a tu habitación, Julio —dijo.

Obedecí a medias, pues no fui capaz de dar un bocado más a la cena. Un rato después estaba tumbado en mi cama, a oscuras. La discusión con mi madre no me impidió volver a excitarme al repasar los acontecimientos del día, y me toqué echando mano de los cromos acumulados durante la jornada en mi álbum de delirios masturbatorios. La estampa ganadora, la que me hizo llegar al clímax en pocos minutos, fue una en la que mi prima Alba estaba tumbada bocabajo en la colchoneta hinchable, completamente desnuda. Yo estaba sobre ella, penetrando desde atrás una y otra vez la estrecha rajita lubricada por el aceite bronceador. Bombeaba con tal ímpetu que levantaba olas en la superficie cristalina del agua.

Por si fuera poco, mamá y la tía Teresa estaban sentadas en el borde, mirándonos, también desnudas y con sus pieles, morena la una y pálida la otra, brillantes por el sudor. Estaban tan juntas que el muslo de mi madre se cruzaba sobre el de su hermana, y se tocaban la una a la otra, se acariciaban los clítoris con entusiasmo, se sobaban los pechos y se chupaban los pezones, todo ello sin dejar de mirarnos... Contemplar nuestro incesto acuático las ponía muy calientes, jadeaban y entrelazaban sus lenguas. Me corrí empotrando mi largo cipote entre las jugosas nalgas de mi prima y mi propio vientre, y el semen brotó trazando perfectas líneas blancas por toda su espalda.

En el mundo real, la corrida oscureció la tela del calcetín con el que había envuelto mi miembro. Tras recuperar el aliento, lo tiré al cesto de la ropa sucia y me tumbé de nuevo. Me asaltó entonces ese estado depresivo tan desagradable, en el que valoré lo patética que era mi vida sexual. Solo había echado un polvo, el verano anterior, y para colmo gracias a la intervención de Héctor, quien me echó encima a una estudiante borracha a la que seguramente él se había beneficiado poco antes. Desde entonces mi actividad se limitaba a mirar a mi madre, rozarme con ella por casualidad y un par de osados acercamientos que no terminaron bien. Y por supuesto, a ver porno y masturbarme varias veces al día fantaseando con ella o con las demás mujeres de la familia.

Decidí, como tantas otras veces, que tenía que ponerle solución. Podría recurrir a una prostituta, tal vez una madura que me recordase a mamá, y podría pagarle un extra para que me llamase "hijo mío"... Descarté de inmediato tan repugnante idea e intenté conciliar el sueño. La solución a mis problemas no iba a ser tan fácil como echar un polvo con una desconocida.

Al día siguiente me desperté más tarde de lo normal, casi al mediodía. Aplaqué la habitual erección matutina mientras me daba una larga ducha y bajé a la cocina, temeroso y al mismo tiempo impaciente por comprobar la actitud de mi madre después de todo lo ocurrido del día anterior.

No estaba en la cocina, pero eso no significaba nada ya que nunca me preparaba el desayuno si me levantaba tan tarde. Me asomé por las cristaleras del salón pequeño y descubrí que los invitados ya habían llegado. Mi madre y su hermana estaban sentadas en la misma tumbona, y Teresa se reía al ver algo que mamá le mostraba en la pantalla de su móvil, seguramente alguna noticia graciosa de un periódico. Aunque nunca había llegado a ejercer, mamá había estudiado periodismo y le gustaban esa clase de cosas.

Alba se encontraba sentada en el borde de la piscina, con los pies dentro, algo encorvada hacia adelante. Llevaba el cabello recogido en dos graciosas coletas y su bikini era más discreto que el del día anterior. Éste tapaba la mitad de sus pechos, y la parte de abajo solo revelaba la mitad de las nalgas. El color violeta de la prenda le sentaba muy bien y hacía juego con las gruesas gomas que le recogían el pelo.

Mi primo Héctor estaba en el agua, salpicando y bromeando con su hermana. Me puso enfermo verlo ahí, a pocos metros de mi madre, comportándose como si nada hubiese ocurrido. Tenía que encontrar la ocasión para hablar con él a solas, aunque cada vez estaba menos seguro de lo que le diría, y no negaré que me daba un poco de miedo su posible reacción. Al fin y al cabo era más grande y fuerte que yo, y si quería vengarme por lo que le había hecho a mamá un enfrentamiento físico era la peor opción.

Respiré hondo varias veces, me las compuse para poner cara de póker y salí fuera, bajo el resplandeciente sol veraniego.

—¡Joder, Julito, ya era hora! ¿Es que saliste anoche de juerga? —me gritó Héctor desde el agua.

Nunca me había molestado demasiado que me llamase "Julito", pero en ese momento le habría puesto una piedra al cuello para que se ahogase. Alba me saludó con la mano, casi sin mirarme (y luego iba diciendo que yo la ignoraba. Niñata estúpida...), y cuando llegué junto a las tumbonas mi tía Teresa me recibió con su habitual efusividad, un sonoro beso en la mejilla y un par de palmadas en el costado, como si fuese un perro pastor. Olvidé lo molestos que me resultaban sus modales con un breve vistazo a su pecoso escote. Esta vez llevaba un bañador de una sola pieza, con un estampado de flores que dañaba las retinas, y sus monumentales tetas luchaban contra las leyes de la física para no romper el tejido elástico.

—¡Pero qué guapo estás, sobrino! —exclamó, a modo de saludo— ¿Es que no vas a decirme nada de mi nuevo "look"? ¿No me sienta bien?

No me había dado cuenta de que llevaba el pelo corto, en lugar de la media melena de siempre, peinado con un puntiagudo flequillo y teñido de rubio platino. Sonreí al imaginar lo que pensaría mi madre de aquel "cambio de look", pero la verdad es que no le quedaba mal del todo. Parecía una extraña mezcla de ama de casa y estrella del pop entrada en años.

—Te sienta bien, tita. Pareces más joven —dije.

Percibí por el rabillo del ojo cómo mamá levantaba un poco las cejas en señal de sorpresa. Yo era tan tímido por entonces que rara vez le hacía un cumplido a una mujer. Teresa no pareció sorprendida por mis palabras, solo entusiasmada, hasta el punto de que me atrajo hacia sí, obligándome casi a agacharme, me dio otro fuerte beso en la mejilla y me apretó contra su cuerpo. Debía haberse bañado no hacía mucho, pues la tela de su bañador estaba húmeda, tan pegada al cuerpo que noté en mi torso uno de sus pezones.

—¡Eres un encanto, Julito! A ver si aprende tu primo, que me ha dicho que tengo pinta de camionera con este peinado.

Los tres reímos, y yo me puse de nuevo en pie, algo sonrojado. Reparé en que todavía no le había dado los buenos días a mi madre y lo hice. Ella me miraba de la misma forma que cualquier otro día, pero pude advertir, en el brillo de sus ojos o tal vez en la sutil curvatura de sus labios, la sombra de una advertencia. Me estaba vigilando, y si hacía o decía algo inconveniente tendría problemas. Al margen de eso, llevaba su bikini amarillo, uno de mis favoritos, y el pelo recogido con un pañuelo del mismo color. Sin importarme si le molestaba o no, le eché un buen vistazo de arriba a abajo y me fui directo a la piscina.

El día transcurrió con la misma animada normalidad de cualquier otro domingo de verano en el chalet. Hubo juegos acuáticos, bromas, cotilleos, etc. Quizá yo estaba más serio que en otras ocasiones, pero mi carácter nunca ha sido lo que se dice festivo, así que a nadie le pareció fuera de lo normal.

A la hora de comer nos sentamos alrededor de la mesa de forja situada bajo la pérgola. Mi madre trajo de la cocina un gran bol de ensalada, fiambres y otras viandas estivales, y como de costumbre Héctor encendió la barbacoa y preparó algunas hamburguesas, salchichas y chuletas. Yo apenas hablaba, intentando no mirar demasiado el prieto canalillo de mi tía, el excitante cuerpo de mi prima o las piernas de mamá, sentada justo a mi lado.

Hubo un par de momentos en los que apreté los puños y casi suelto un gruñido de rabia, cuando las miradas de Héctor y de mi madre se cruzaban durante unos instantes. Ella se mantenía imperturbable, e incluso apartaba los ojos, pero él sonreía con esa prepotencia de macho dominante que me sacaba de mis casillas. Mi primo tramaba algo, de eso no cabía duda, y por la chispa de lujuria que asomaba a sus ojos era algo que me desagradaría tanto, o más, que la escena del garaje.

Después de comer, mi familia se distribuyó para dormir la siesta de la forma habitual. A la tía Teresa le gustaba tumbarse en el sofá del salón y dormitar viendo el televisor. Mi prima Alba se acostaba en una de las habitaciones de invitados, con su querido celular siempre en la mano. Héctor solía quedarse fuera, en un cómodo sofá de mimbre que teníamos bajo la pérgola, ya que no le molestaba el calor ni el zumbido de los insectos. Mamá se retiraba a su habitación y yo a la mía, aunque rara vez echaba una cabezada y prefería pasar el rato jugando a la consola o buscando en Internet nuevas piezas para mi colección de "amor filial".

Ese día no hice ni una cosa ni la otra. Simplemente me tumbé en la cama a esperar. Cuando todos se hubiesen dormido, saldría al exterior y tendría una conversación con Héctor. El miedo ante la perspectiva de enfrentarme a mi musculoso primo se volvió más intenso a cada segundo, pero era algo que tenía que hacer. Como mínimo, me debía una explicación por la infernal mañana que me había hecho pasar.

Una media hora después, salí al silencioso pasillo y bajé las escaleras. Pasé por el salón, donde mi tía Teresa dormía profundamente en el sofá, sobre una enorme toalla rosa. Dediqué una larga mirada a las abundantes curvas de su pálido cuerpo y continué con mi misión, resuelto a no dejarme distraer por nada. Salí fuera, llegué hasta el lugar donde solía sestear mi primo, y solté por la nariz un chorro de vapor (o eso me pareció) al encontrarme el lugar desierto. No había nadie en el sofá de mimbre, en las sillas ni en las tumbonas de la piscina.

Volví dentro, y un nefasto presentimiento me llevó de nuevo al segundo piso. Dejé atrás mi habitación y continué hasta el fondo del pasillo, donde estaba la robusta puerta del dormitorio de mis padres, cerrada a cal y canto. No tenía cerradura por la que mirar, y no me atreví a girar el picaporte para abrir una rendija, así que pegué la oreja a la madera. Escuché el chirrido inconfundible de una cama sobre la que alguien realiza movimientos bruscos y rítmicos, impropios de un sueño apacible. Percibí una respiración fuerte, una voz grave pronunciando palabras que no llegué a entender, otra voz menos grave que a veces respondía y a veces gemía. No cabía duda: Héctor le había prometido a mi madre que se la follaría bien follada y eso era lo que estaba haciendo.

Me quedé de pie en el pasillo, resoplando como un toro de lidia. Lo estaban haciendo en la cama de matrimonio de mis padres, en nuestra casa, con el resto de la familia allí. ¿Cómo reaccionarían si de repente yo habría la puerta? Aunque me hubiese atrevido, esa puerta tenía un pequeño cerrojo que se echaba desde dentro, y sin duda se habrían asegurado de correrlo. Me pregunté si la habría sometido y humillado, igual que en el garaje, o si ella se habría mostrado menos reacia esta vez.

Más furioso que nunca, y empalmado muy a mi pesar, me aparté de la puerta y vagué por los pasillos del chalet, intentando calmarme. Por un momento vino a mi mente la imagen de mi tía Teresa tumbada en el piso de abajo, dormida e indefensa, vestida solo con ese fino bañador... Pero esa no sería una verdadera venganza. Yo no estaba enfadado solo porque alguien se tirase a mi madre, estaba celoso, y penetrar a la mamá de Héctor no equilibraría la balanza, ya que él no la deseaba. Como experto en el tema, me resultaba evidente que entre Teresa y su hijo no había ninguna clase de tensión sexual. Además, la idea era ridícula. En cuanto le pusiese las manos encima mi tía montaría tal escándalo que estallarían los cristales de las ventanas.

Solo me quedaba esperar, devanarme los sesos y urdir la venganza adecuada, una vez que hubiese hablado con él para tener toda la información posible y saber cual era exactamente la naturaleza de esa extraña relación que, al parecer, había convertido a mi madre en su esclava sexual.

Decidí que una buena forma de relajar un poco mi ansiedad sería masturbarme, así que fui hasta el baño más cercano, y entonces vi otra puerta. Una puerta entreabierta, y la oportunidad de hacer algo mejor que correrme en la ducha o en la taza del váter. Era la habitación de invitados donde dormía mi prima Alba, y en cuanto me asomé mi pulso se aceleró tanto que me palpitaron las sienes.

La persiana de la ventana estaba subida, y las cortinas anaranjadas filtraban la luz creando una cálida atmósfera, en la cual la piel bronceada de Alba parecía un suculento baño de caramelo. Llevaba la parte de abajo del bikini pero, para mi sorpresa y alegría, se había quitado la de arriba, que descansaba colgada en el cabecero de la cama. Estaba tumbada de lado, y la postura de sus brazos solo me permitía vislumbrar medio pezón, pero en conjunto, con las piernas flexionadas y el culito hacia afuera, ese rostro angelical de labios carnosos y el embriagador aroma a cloro, bronceador, césped y juventud, fue más que suficiente para provocarme una erección casi dolorosa.

Metí la mano bajo mi bañador, acomodé lo mejor que pude la barra de acero en que se había convertido mi cipote y, como si contemplase la escena desde fuera de mi cuerpo, supe que iba a masturbarme allí mismo, devorando con la mirada ese cuerpo menudo y voluptuoso capaz de hacer hervir la sangre al más casto de los santos. Pero antes tomé alguna precaución; cerré del todo la puerta, con sumo cuidado de no hacer ningún ruido, y cogí el teléfono móvil de Alba, que estaba en la cama cerca de su mano. Lo metí debajo de la almohada, para que ningún pitido o zumbido inoportuno perturbase el sueño de mi musa.

Al principio, permanecí de pie junto al lecho, cambiado de vez en cuando de lugar para ver mejor una u otra parte de su cuerpo. En un momento dado movió los brazos, extendiéndolos un poco hacia abajo, y por fin pude ver los pequeños pezones, de un apetitoso color rosa oscuro. La forma en que los pechos se apretaban uno contra el otro, las nalgas respingonas bajo la tela violeta del bikini, incluso la pulsera de diminutas cuentas verde fluorescente que llevaba en uno de sus tobillos... Todo era demasiado tentador como para limitarme solo a mirar, y como suele pasar, a medida que crecía mi excitación menguaba mi prudencia.

Moviéndome muy despacio, me senté en la cama, en la mitad a la que ella le daba la espalda, y mientras seguía dándole al manubrio con la mano izquierda alargué la derecha hacia uno de sus turgentes muslos. Pasé la mano desde la cadera hasta la rodilla apenas rozando su piel, varias veces, ejerciendo un poco más de presión en cada caricia al comprobar que su respiración no se alteraba. Hice lo mismo con las pantorrillas, tocando incluso el empeine de su pequeño pie, y de vez en cuando, sin ser del todo consciente de ello, me movía un poco sobre la colcha para acercarme más.

Al cabo de pocos minutos, estaba sentado tan cerca de su cuerpo que mi bañador casi rozaba su espalda. Aproveché para mirar de cerca los pechos, toqué uno de ellos, envolviéndolo con mi mano sin apretar demasiado. Era lo más suave, tierno y firme a la vez, lo más agradable al tacto que jamás había tocado. En esa postura hubiese tenido que doblar el cuerpo e inclinarme sobre ella para chuparle un pezón, así que por precaución, si bien de mala gana, dejé pasar tan sublime placer y me concedí otro que deseaba casi con igual intensidad. En un acto de temeridad sin parangón, besé sus rosados labios, y aprovechando su leve abertura incluso introduje la punta de mi lengua y llegué a tocar la suya, aspirando además el aliento afrutado y caliente que exhalaba.

Cuando levanté la cabeza estaba un poco mareado. Me debatía entre huir de la arriesgada situación en que me estaba hundiendo cada vez más; correrme de una vez y darme por satisfecho, o dar un paso más hacia el abismo. Al parecer, mi recalentado cerebro optó por lo último, ya que me tumbé de lado junto a Alba. Era más baja que yo, así que su cabeza quedó a la altura de mi pecho, y al arrimar mi cuerpo al suyo mi barbilla rozó su pelo. Mantuve las caderas hacia atrás, casi en la misma postura en la que ella estaba, y sin saber muy bien lo que estaba haciendo, ni lo que me proponía hacer a continuación, me baje el bañador.

No tuve en cuenta que mi verga, una vez liberada de su prisión, saltaría como un resorte. La punta golpeó la nalga de mi prima sin hacer ruido, pero el contacto fue lo bastante intenso como para hacer que se removiese en sueños y soltase un suave suspiro. Yo me quedé paralizado, y ni siquiera me atreví a moverme para apartarme de ella, de forma que la punta del ariete quedó clavada en su piel morena, palpitando y empujando por su cuenta como si quisiera cavar un túnel, hasta que resbaló hacia abajo debido al líquido preseminal, dejando una pequeña mancha brillante.

Al parecer, Alba tenía el sueño pesado, pues en pocos segundos su respiración se normalizó. O tal vez estaba algo anestesiada por la sangría que había bebido durante la comida. Mi madre tampoco aprobaba que su hermana Teresa permitiese a su hija beber alcohol a su edad, pero no podía hacer nada por evitarlo sin ofender a mi tía, así que a veces mi prima terminaba las comidas algo achispada o con las mejillas más rojas de lo normal.

Tras una breve pausa, retomé mis actividades y le di unos cuantos besos en el hombro, cerca del cuello, disfrutando de su olor. Bajé la mano y la introduje entre el bañador y su culito, moviéndola despacio en pequeños círculos y apretando de vez en cuando. Era muy difícil acceder a su raja en esa postura, y de todas formas no estaba tan loco como para penetrarla (era poco probable, pero cabía la posibilidad de que fuese virgen), pero llegado a ese punto no iba a conformarme con meneármela junto a ella.

Con tanto cuidado como un artificiero desactivando una bomba, levanté una de sus piernas para separarla un poco de la otra, adelanté las caderas con precaución y cuando la solté mi tranca quedó atrapada entre sus firmes muslos, todavía calientes por la luz solar recibida durante la mañana. Alargué la mano hacia el otro lado de su cuerpo y comprobé que asomaba la suficiente longitud por el otro lado como para no manchar su piel si eyaculaba. Solo tendría que preocuparme por limpiar la colcha, limpiarla a conciencia si no quería dejar evidencias, y eso no resultaría fácil, pero en ese momento lo que menos me preocupaba era la limpieza.

Comencé a moverme muy despacio, apenas unos centímetros adelante y atrás. El simple hecho de tenerla metida entre sus muslos, la maravillosa presión que ejercían en torno a mi hambrienta anaconda, bastaría para llevarme hasta la cúspide del placer. No me privé de seguir besando su cuello e incluso su rostro, de acariciar todo su cuerpo una y otra vez, de volver a tocar sus desafiantes senos, rozar sus piernas con la mía y apretar mi pecho contra su espalda. Mis cautas acometidas se volvieron más rápidas, y supe que mis ávidos dedos no deberían haber pellizcado el endurecido pezón que pedía a gritos ser pellizcado cuando Alba se removió, soltó una especie de gruñido somnoliento y echó hacia atrás uno de sus brazos para tocarme, más bien para apartarme, pero su gesto llevaba tan poca fuerza que apenas fue una caricia en mi cintura.

Dejé de moverme de inmediato. Dejé incluso de respirar al ver que parecía a punto de despertarse, pero lo que realmente me dejó de piedra fue las palabras que salieron de sus bonitos labios.

—Mmmm... para, Héctor... Aquí no —dijo con la voz espesa de una sonámbula, sin abrir los ojos.

¿Héctor? Necesité respirar hondo y dejar pasar unos segundos para asimilar el significado de esas palabras. Alba pensaba que la polla que tenía entre las piernas era la de su hermano mayor, y no parecía sorprenderla en absoluto. No le daba ninguna importancia y prácticamente no se había resistido. Mi odio (y envidia) por Héctor se incrementó hasta niveles homicidas. No solo estaba en la cama de mi madre, tal vez obligándola de nuevo a tragarse su repugnante semen, sino que al parecer tenía relaciones incestuosas con su hermana, desde sabía Dios cuanto tiempo.

La parte de mi cerebro que aún funcionaba con relativa normalidad, me convenció de que esa información podía resultarme muy útil, tanto en mi venganza contra Héctor como en ese preciso momento, ya que si Alba no se despertaba del todo y seguía pensando que yo era su hermano tal vez podría llegar más lejos de lo que nunca habría imaginado. No me entusiasmaba suplantar la identidad de mi odioso primo, pero la idea de consumar el incesto, aunque fuese con una prima medio dormida, era algo que no podía dejar escapar.

Mis siguientes movimientos fueron más osados, aunque mantuve la cabeza apartada de la suya para que, en el caso de que se girase, le resultase más difícil ver mi rostro. Metí la mano bajo las braguitas del bikini, por la parte delantera, y comprobé que iba totalmente rasurada. Sentir mi largo dedo corazón hurgando entre los pliegues de su tierno sexo hizo que separase las piernas. Seguía tumbada de lado, así que apoyó un pie en la pantorrilla de la otra pierna, y pude tantear con más comodidad en busca de su clítoris. Poco después comencé a notar la humedad en mi mano, y escuché su respiración acelerándose.

Aparté el bikini a un lado, y la idea de penetrarla ya no me pareció tan descabellada. Estaba buscando la posición más cómoda para ejecutar la gozosa profanación cuando caí en la cuenta de algo. Había visto el pene de mi primo cuando lo usó para azotar el rostro de mi madre, y no era ni por asomo tan largo como el mío. Antes dije que Héctor me superaba en casi todo, y si en algo lo superaba yo era en el tamaño del miembro viril. Cada poco tiempo me lo medía en mi habitación, henchido de orgullo, y ya había alcanzado los veinticuatro centímetros, y aunque no era tan grueso como el de Héctor tampoco era lo que se dice delgado. En definitiva, cabía la posibilidad de que Alba acusase la diferencia de tamaño y mi mayor virtud me jugase una mala pasada.

Mientras me lo pensaba, le metí dos dedos y dilaté la entrada a su cada vez más húmeda y caliente cueva del tesoro. De nuevo rebulló sobre la colcha, intentó cerrar las piernas, atrapando mi mano en medio, e intentó apartarme con un poco más de ímpetu que antes. Cuando habló, su voz sonó más clara, pero seguía sin abrir los ojos.

—Héctor, joder... para ya. Puede entrar la tita Maribel... o mamá, o el primo...

—Ssshhhh... —la mandé callar con suavidad. No sabía imitar la voz de su hermano, por lo que si hablaba me delataría.

Le separé otra vez las piernas y volví al ataque, y entonces resopló con fuerza, se revolvió y se giró de golpe. Se quedó mirándome con los ojos abiertos como platos, y su primera reacción, afortunadamente, no fue gritar sino taparse los pechos, expuestos en la plenitud de su belleza ahora que estaba tumbada bocarriba. Cuando cogió aire y abrió la boca, hice lo que mi instinto me dictó, tapársela con mi mano tan fuerte como pude, mientras forcejeábamos e intentaba agarrarle los brazos para que no empujase ni me golpease. La fuerza física no es mi mayor atributo, pero la desesperación y mi estado de celo animal me convirtieron en una bestia implacable, y la breve lucha terminó con Alba inmovilizada debajo de mí, mirándome con una mezcla de miedo y furia.

—Cálmate, Alba. Deja que te lo explique —susurré, muy cerca de su rostro.

Intentó hablar, pero mi mano apretaba con tanta fuerza su boca que solo emitió agudos sonidos con la garganta. Tendría que ser muy hábil para salir de aquella situación sin provocar un escándalo. Lejos de amedrentarse, mi verga seguía dura cual garrote, apretada contra la ingle de mi prima.

—Te quito la mano si me prometes que no vas a gritar.

Pareció pensárselo unos segundos, durante los cuales me fulminó con la mirada. El miedo estaba desapareciendo y el enfado aumentaba, cosa que me alegró. Prefería que estuviese furiosa a que tuviese miedo. Por mucho que a veces fuese una niñata insufrible, era mi prima, la quería mucho, y no habría soportado que me temiese como a un vulgar violador.

—¿Se... se puede saber que haces, pedazo de mierda? Suéltame ahora mismo o empiezo a gritar como una loca, hijoputa —dijo, escupiendo las palabras contra mi rostro, en cuanto la liberé de su mordaza.

No tenía forma de defenderme. ¿Qué podía decirle? ¿Que pasaba por allí por casualidad, resbalé y me caí en la cama, con tan mala fortuna que mi polla se metió entre sus muslos? No. La única forma de aplacarla era atacar, y sin querer ella misma me había proporcionado un arma.

—¿Por qué estás tan enfadada, Alba? ¿Es que no te toco el coñito tan bien como tu hermano?

Se quedó callada, mirándome como si la hubiesen sorprendido robando dinero del bolso de su madre. La tensión de su cuerpo se relajó, dejó de forcejear, pero yo no bajé la guardia y seguí sujetándola con fuerza. Ahora que tenía la otra mano libre, me acomodé mejor sobre ella y me aseguré de que notase toda la palpitante longitud de mi rabo sobre su abdomen.

—¿No dices nada? —pregunté. A medida que hablaba me llenaba de confianza. Después de todo, quizá yo también pudiese ser un macho dominante y someterla a mi voluntad—. Dime una cosa, prima, ¿desde cuando abusa Héctor de tí?

—No abusa de mí, gilipollas. Follamos porque a los dos nos gusta —dijo, levantando la voz más de lo necesario.

—No hables tan alto. No querrás que tu madre se entere de lo que hacéis tu hermano y tú, ¿verdad?

Pasada la sorpresa inicial, Alba estaba recuperando la confianza, y me dedicó una sonrisa perversa, aunque en sus ojos persistía un atisbo de incertidumbre.

—Sabía que te morías de ganas por follarme, Julio. En la piscina se te pone dura en cuanto me acerco a ti, y me miras el culo y las tetas sin parar, ¿te crees que no me doy cuenta, eh? —Hizo una pausa para ver mi reacción, que fue sostenerle mirarla con aire desafiante, y continuó—. Lo que no esperaba es que le echases tantos huevos, primo. Intentar metérmela mientras duermo... ¿Pensabas que no me iba a despertar, tarado?

—Que yo sepa no te la he metido, niñata de mierda, porque la tengo mucho más grande que tu hermano y te habrías dado cuenta, ¿o no?

—Sí, lo que tu digas, imbécil. —Apartó un poco la mirada, molesta por el hecho de que me mostrase tan insolente y vulgar como ella. Se agitó un poco, como si quisiera hundirse más en la cama y alejarse de mi —. ¿Y ahora qué, primo? ¿Le vas a contar a mis padres lo que hacemos mi hermano y yo si no te dejo hacerme lo que quieras?

—Puede ser —afirmé, con una sonrisa triunfal.

—Entonces tendrías que contarles también cómo te has enterado, ¿no? ¿Vas a decirle al bestia de mi padre que lo supiste porque te llamé Héctor mientras me metías mano dormida? —Volvió a mirarme a la cara y soltó una cáustica carcajada —. ¡Ja, ja, ja! Te arrancaría la cabeza de una hostia antes de que pudieses terminar, capullo.

De pronto me abandonó parte de mi osadía. Alba tenía razón. Delatar a mis primos supondría confesar mi propio crimen, y en efecto el padre de ambos, mi tío Sancho, era un gigantón que no se mostraría nada comprensivo. Habíamos llegado a un punto muerto, y lo sabíamos; ninguno de los dos podía acusar al otro sin meterse también en problemas.

—Vamos, quita de encima, joder. ¿Te vas a quedar ahí mirándome toda la puta tarde?

—Ninguno de los dos va a decir nada de lo que ha pasado, ¿entendido? —dije al fin, lo más amenazador que pude. Para intimidarla un poco, aumenté la fuerza con que mis manos le sujetaban las muñecas.

Con el ceño fruncido y los labios torcidos en una mueca de asco asintió, la liberé y me senté en la cama, mirándola fijamente. Aún temía que saltase al suelo y echase a correr, pero en lugar de ello se sentó también, frotándose las muñecas.

—Joder, Julio... No sabía que tenías tanta fuerza.

—Ni yo tampoco.

—Que te quede bien claro que Héctor no me obliga a hacer nada. Lo que hago es porque a mí me apetece —dijo de repente, muy seria.

—Pues mejor para ti, prima —dije yo, sarcástico. Miré hacia mi entrepierna, donde mi verga seguía tiesa y cimbreándose como una palmera en un día de viento.

Conseguí lo que me proponía, que ella también la mirase. Sus ojos verdes se abrieron un poco más, aunque seguía bastante enfadada.

—Mi hermano está muy bueno. A todas mis amigas les gustaría follárselo, ¿sabes?

—¿Y a mí que me cuentas? —protesté, molesto por escuchar cumplidos hacia mi engreído primo. Reparé en que no había ningún motivo para que continuásemos allí, sentados desnudos sobre la colcha, pero ninguno hizo ademán de marcharse.

—Te lo digo porque... No es que me parezcas feo ni nada de eso, pero no eres mi tipo.

No pude evitar reírme. Después de que casi la hubiese violado mientras dormía la siesta, parecía estar disculpándose por no querer follar conmigo. Sin embargo, no dejaba de mirar mi hinchada virilidad. Estaba sentada con las piernas abiertas y los pies cruzados, igual que yo, y las manos apoyadas en la cama detrás de su cuerpo. O se había olvidado de que sus deliciosos pechos estaban a la vista o ya no le importaba que los viese. Me fijé también en que la tela de su bañador seguía apartada a un lado, dejando a la vista la rosada rajita. Todavía parecía un poco húmeda, y la colcha estaba absorbiendo los fluidos.

—Al menos podrías... dejarme terminar, Alba. No volveré a molestarte nunca y no hablaremos del tema jamás —dije entonces, en un tono más suplicante del que me hubiese gustado.

—¿Cómo que dejarte terminar? —exclamó. Levantó de nuevo la voz, pero esta vez se dio cuenta y la bajó a la mitad de la frase —. Joder, primo, creí que había quedado claro que no quiero follar contigo.

—No digo follar, sino terminar... en fin, ya me entiendes. Hacerme una paja aquí, a tu lado.

Me miró durante unos segundos con una expresión entre el asco y la sospecha. Los ojos se le iban hacia mi tranca cada dos segundos, por mucho que intentase disimular, y yo no perdía la esperanza de que sintiese al menos el impulso de tocarla.

—¿Cascártela mientras me miras? Joder, qué rarito eres.

—Mira quien fue a hablar, la que folla con su hermano.

—Vale, vale... No te hagas el listo. —Permaneció pensativa unos instantes, mordiéndose una de sus uñas pintadas con esmalte violeta —. De acuerdo, hazlo, pero sin tocarme. Y como me salpique tu lefa te doy una patada en los huevos, ¿vale?

Con eso me bastaba. Me puse cómodo, tumbado con la cabeza en la almohada, lo bastante erguida como para verla bien, y me agarré el manubrio con la mano derecha. Ella se puso de rodillas sobre la colcha y vi la mancha oscura producida por su humedad. Me recreé la vista primero con sus senos, todo un canto a la belleza mamaria, con esos pezoncitos enmarcados por las marcas triangulares del bronceado. En cuanto comencé a masturbarme en serio, Alba me pareció cohibida por primera vez en toda la tarde.

—Si te sientes incómoda, puedes darte la vuelta. Me vale con mirarte el culo.

—¡Ja! Sí, claro, para que saltes y me la empotres a traición. No te doy la espalda ni de coña.

—Pero qué desconfiada eres —dije, burlándome un poco. Tenía motivos para no fiarse teniendo en cuenta lo que había intentado hacerle.

—¿Por qué no te quitas del todo el bañador, eh? —le sugerí, y le di ejemplo quitándome yo el mío, que llevaba a la altura de las rodillas. Lo dejé sobre la cama, no muy lejos, por si acaso entraba alguien y tenía que huir a toda prisa.

—¿Es que no me has visto ya bastante el coño? —se quejó ella.

—Pues la verdad es que no. Te lo he tocado, eso sí, pero apenas lo he visto.

Para mi sorpresa, después de suspirar y poner los ojos en blanco, se bajo la prenda violeta hasta las rodillas y se sentó de lado para sacárselo por los pies. Esa sola imagen, tan sencilla pero de una sensualidad brutal, hubiese bastado para echar leña a mi caldera masturbatoria durante meses. Volvió a arrodillarse, sentada sobre sus talones y con los muslos separados, echó la pelvis hacia adelante, arqueando un poco la espalda, llevó la mano derecha a su entrepierna y separó los labios de su vagina con los dedos índice y corazón. La facilidad con la que mi joven prima podía pasar de la aparente timidez a la más pornográfica desvergüenza me dejaba pasmado.

—¿Ves esto, primo? ¿Ves este agujero? —preguntó, con voz cantarina —. Pues por aquí no la vas a meter.

Yo seguía a lo mío. me escupí en la mano y la deslicé con renovado ímpetu arriba y abajo a lo largo del carnoso tronco. Cuando Alba sacó los dedos de su raja, pude distinguir un par de hilillos de fluidos. Me miró directamente a los ojos, en un vano intento por hacerme sentir incómodo, y después contempló con creciente interés mi concierto de zambomba.

—Si las chicas supiesen el pedazo de polla que tienes seguro que ligabas más —dijo, medio en serio medio en broma.

—Pues a ti no te gusta, por lo que parece.

—Quien no me gusta eres tú.

Eso debería haberme dolido, pero la conversación estaba tomando un rumbo que podía llegar a buen puerto si la manejaba bien. Me animé al ver que Alba movía un poco las rodillas y se acercaba unos centímetros a mí, no supe si de forma consciente o si comenzaba a estar hipnotizada por los cabeceos de mi báculo mágico. De repente lo solté, dejando que se balancease un poco hacia los lados. Estaba tan tieso que de inmediato se quedó parado en un casi perfecto ángulo de noventa grados con respecto a mi abdomen.

—Ella no tiene la culpa de que yo no te guste —dije, señalando a mi verga.

—¿Pero qué dices? Estás como una puta cabra.

—Vamos, Alba... No te vas a morir por tocarla un poco.

—Te dije que...

—Que no te tocase. Pero no dijimos nada de que tú me tocases a mí —la interrumpí. Resultaba una conversación bastante pueril teniendo en cuenta la situación. Parecía que discutiésemos sobre las normas de un juego.

Miró hacia la puerta de la habitación, preocupada de repente de que alguien pudiese entrar. Se mordió el labio, se frotó las manos en un gesto de nerviosismo y dio un saltito sobre la cama para acercarse más. Ahora su rodilla rozaba mi cadera, y tuve que contenerme para no alargar la mano y acariciarle los muslos y las nalgas, de formas tan sensuales en esa postura. Eso iba contra las normas, y no iba a saltármelas ahora que la partida se ponía a mi favor. Resopló y negó con la cabeza, como si la estuviese obligando a hacer los deberes de matemáticas (asignatura que odiaba y suspendía siempre), y por fin me la agarró.

Había escuchado o leído en alguna parte que los directores de cine porno prefieren a las actrices con las manos pequeñas, porque así hacen que las pollas de los actores parezcan más grandes. Gracias a mi prima comprobé que era cierto. En contraste con su curvilíneo cuerpo, tenía unas adorables manitas, y hubiese necesitado al menos tener dos más para abarcar toda la longitud de mi herramienta. Las movía muy despacio, como si tuviese miedo de que fuese a soltarle un chorro de semen en plena cara.

Me relajé, respiré hondo y me abandoné al placer que me proporcionaba el lento masaje, intuyendo que cuando llegase el orgasmo sería el más intenso que había tenido en mi vida. Estiré los brazos hacia mi cabeza, buscando la postura más cómoda posible, y por casualidad una de mis manos se metió bajo la almohada y tocó un objeto plano y duro. Era el celular de Alba. Un teléfono móvil de última generación, no muy diferente del mío; casi una computadora en miniatura de la que no se separaba nunca. Un artilugio que además de muchas otras cosas hacía fotos. Fotos.

La idea tomó forma en mi mente tan deprisa que me sentí un puñetero genio. Ella continuaba masturbándome sin demasiado entusiasmo, pero sin mostrar ya ni un ápice de desagrado o incomodidad. Llevaba un buen rato sin mirarme a la cara, se humedecía los labios de tanto en tanto y dejaba escapar algún leve suspiro, concentrada en su labor. Cuando escuchó el sonido característico de su móvil al hacer una fotografía, giró la cabeza y se quedó mirando el aparato con los ojos desorbitados.

—¿Pero... pero qué coño haces, subnormal?

Se abalanzó sobre mí para intentar quitarme el aparato. Yo moví los pulgares a toda velocidad y conseguí enviar la imagen a mi propio celular antes de que me lo arrebatase. Se quitó de encima y se sentó de nuevo en la cama, miró la pequeña pantalla y se quedó boquiabierta. Enrojeció y noté que las manos le temblaban un poco. Yo me tumbé de nuevo en la misma postura, con una sonrisa de satisfacción y mi erección intacta, más vigorosa incluso gracias al breve forcejeo.

—La has... Te las mandado. Serás cabronazo —dijo. Le temblaba un poco la voz, cosa que me entusiasmó.

—Ahora llevo ventaja, pequeña —afirmé, poniendo voz de pistolero de western.

—¿Cómo que ventaja? ¿Qué coño dices?

—Pues digo que si ahora le dijeses a alguien que intenté abusar de ti mientras dormías, solo tengo que enseñar esa foto para que no te crean.    Resulta bastante obvio por la expresión de tu cara que me la estabas meneando por voluntad propia, e incluso parece que disfrutes un poco.

Alba dejó caer el teléfono sobre la colcha y me miró con el rostro desencajado. En ese momento me dio bastante pena, y estaba seguro de que tendría remordimientos por lo que le estaba haciendo, pero ya no podía detenerme hasta llegar al final. La pobre tenía los ojos húmedos, y si no llegó a llorar fue por puro orgullo.

—Eres un tramposo hijoputa. Te la estaba cascando porque... porque tu dijiste...

—Yo no te obligué a hacerlo, solamente te lo sugerí, y no dudaste demasiado en agarrarte al mango, putita —dije. No le gustó nada que la llamase putita, porque apretó la mandíbula y me fulminó con sus brillantes ojos verdes.

—¿Qué vas a hacer con esa foto?

—De momento guardármela, pero eso es asunto mío. Y aquí las preguntas las hago yo, ¿de acuerdo? —Me sentía de nuevo el amo de la situación; incluso más que antes, y no iba a privarme de pisotear un poco, sin ensañarme demasiado, su orgullo de niñata malcriada—. Dime una cosa, Alba, ¿se la sueles chupar a tu hermano?

—¿Y eso... a que viene?

—Bueno, alguna vez me ha comentado que le encanta que se la mamen, y meterle a las chicas el rabo hasta la garganta, hasta que se atragantan y dan arcadas, ¿te ha hecho a ti eso alguna vez?

La verdad era que Héctor nunca me había comentado nada al respecto. Lo sabía porque había visto como se lo hacía a mi madre.

—A mi nunca me haría esas guarradas. Es muy bueno conmigo y...

—¿Pero se la chupas o no?

—Sí, joder. Qué pesado. Le hago unas mamadas de la hostia, ¿vale?, pero sin arcadas ni mierdas de esas.

—Vale, pues ya estás tardando en hacerme a mí una. Venga, que se hace tarde, prima.

Apretó sus lindos labios en una fina línea, como si quisiera hacer desaparecer la abertura de su boca y dejar claro que nada entraría por ella. Si se resistía demasiado, pensé, siempre podía usar el truco que había aprendido de Héctor y taparle la nariz, pero no fue necesario. Se colocó entre mis piernas, con las rodillas flexionadas y el cuerpo doblado hacia adelante. Casi suelto un grito de júbilo cuando su ovalado rostro se acercó a mi glande y agarró de nuevo el tronco con las manos.

—Pero no seas cabrón y avisa, ¿eh? No te me corras en la boca.

—No lo haré. Te lo prometo.

En cuanto su lengua entró en contacto con la punta del cipote, supe que me costaría horrores mantener mi promesa. Al principio solo utilizó la punta de la lengua y las manos, que movía con más brío que antes. Sin duda pretendía que me corriese cuanto antes para no tener que chupar demasiado.

—Suéltala. Hazlo solo con la boca —ordené.

Gruñó un poco pero obedeció. Puso las manos en mis muslos y continuó dibujando líneas con la lengua, como si quisiera tallar relieves en una columna de mármol. Un placentero escalofrío me recorrió todo el cuerpo cuando humedeció toda la longitud del fuste con un largo y lento lametón. La niñata sabía lo que hacía, y al parecer comenzaba a animarse. Por fin rodeó la cabeza rosada con sus labios y chupó, alternando la succión con ágiles lenguetazos circulares dentro de su boquita. Levantó la cabeza un momento, dejó caer un grueso goterón de saliva que yo mismo extendí con la mano para lubricar, y la bajó de nuevo con la boca muy abierta, dispuesta a tragarse aquella enormidad. Solo encajó, respirando muy fuerte por la nariz, menos de la mitad. Deslizó los labios arriba y abajo varias veces, estirados al máximo para abarcar el grosor de la pieza. La de su hermano era incluso más gorda, así que no tuvo tantas dificultades como cualquiera hubiese podido esperar comparando el tamaño de mi verga con el de su boca.

Aceleró el ritmo, y en la silenciosa habitación solo se escuchaba mi fuerte respiración y el húmedo sonido de sus chupetones. Y de pronto ocurrió algo que casi hace que se me pare el corazón de golpe. Alba se incorporó en la cama, muy tiesa, mirando hacia la puerta con expresión de terror y el cuello estirado. Yo también escuché el inconfundible "clap, clap" de unos pies calzados con chanclas acercándose por el pasillo. Esa habitación se encontraba en una parte del chalet que apenas usábamos, y no había ningún motivo para que mi madre, mi tía o Héctor, fuesen hasta allí si no era para buscar a Alba.

Mi prima y yo nos miramos un instante, sin decir nada, y con perfecta sincronización ella saltó hacia un lado de la cama, quedando tumbada de lado, y yo me arrojé por el otro lado hasta el suelo. Por suerte la alfombra amortiguó el golpe, y antes de que el picaporte de la puerta girase alargué el brazo y cogí mi bañador, que estaba sobre la colcha. Me encogí en el suelo, inmóvil y conteniendo la respiración. Entrase quien entrase, no podría verme a no ser que cruzase toda la habitación y rodease la cama. La puerta se abrió y escuché la voz de mi tía Teresa.

—Alba, hija, ya está bien de dormir, que son más de las cinco —escuché decir a su madre.

No tenía ni idea de que fuese tan tarde. Había perdido por completo la noción del tiempo a causa del enfado y la posterior calentura. Mi prima dejó escapar un leve gemido, como el de alguien que acaba de despertar y se despereza. Desde luego sabía disimular.

—Mmm... ya voy mamá.

—¿Y qué haces en pelotas, si se puede saber?

—Tenía calor, joder. Y no me pongas esa cara, que no me ha visto nadie.

—¡Solo faltaba eso! Se entera tu tía Maribel de que andas por su casa como Dios te trajo al mundo y no te deja venir a bañarte el resto del verano.

—No he andado por la casa, he estado aquí con la puerta cerrada toda la puta tarde ¡Cagoendiós, qué pesada eres!

—Menos humos, niña, a ver si te voy a dar una hostia. Ponte el bañador de una vez y tira para abajo, anda.

Cuando la puerta se cerró de nuevo, solté de golpe todo el aire que tenía en los pulmones y me dio un pequeño mareo. Si esa tarde no sufrí un infarto, no creo que lo sufra nunca. Me asomé con precaución por el borde de la cama y pude ver que Alba ya estaba poniéndose su bikini violeta, y me miró de una forma que me hubiese causado pavor en otras circunstancias.

—Si no llego a escucharla venir... ¡Joder, si nos llega a pillar se monta una del copón!

Siguió quejándose y farfullando mientras yo me ponía mi bañador y me acercaba a ella. Antes de que saliese por la puerta, la agarré del brazo y la obligué a girarse. Pasado el susto por la intrusión de mi tía, recuperé mi autoridad, le sujeté la cabeza agarrando una de sus coletas y la besé en los labios con fuerza. No abrió la boca, e intentó apartarme de un empujón. Deslicé la mano dentro del bikini y sentí la abundante humedad de su sexo. No podía negar que se había puesto cachonda mientras me la chupaba.

—No creas que hemos terminado, Alba —dije, sin soltarla—. Baja y pórtate bien. Ya encontraremos el momento para seguir.

Pero la orgullosa Alba no estaba dispuesta a admitir que, por mucho que yo no le gustase, estaba excitada, así que me escupió en la cara y salió al pasillo después de llamarme "hijoputa" y varias lindezas más que no entendí bien porque su voz era un iracundo murmullo.

CONTINUARÁ...

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