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Los perturbadores mensajes de mi hermana (parte I)

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Faltaba menos de un kilómetro para llegar a la estación. Aquel incómodo estremecimiento que había comenzado en la mitad del viaje y que rápidamente había llegado a tomar todo mi cuerpo, ya conjeturado como manifiesto síntoma de ansiedad por el reencuentro, me hizo sentir el hombre más feliz del mundo.

Habían transcurrido dos años desde mi última visita. En ese tiempo, pocas veces habíamos consolado nuestra distancia a través de comunicaciones virtuales, un poco por culpa de nuestras demandantes actividades y otro poco por la escasa afinidad de Valeria a las cuestiones tecnológicas. Vale es acérrima defensora del contacto real: contante y sonante. Y era cuestión de minutos para que el esperado contacto se materializara.

El tren por fin se detuvo. Apenas puse un pie en el andén, levanté mi cabeza y los vi; me dirigí hacia ellos con paso urgente. Mi equipaje me persiguió dando saltos desordenados. Las ávidas rueditas de la pesada maleta rebotaban una y otra vez contra el suelo al mismo tiempo que una amplia sonrisa se iba dibujando en mi rostro. Allí estaba mi risueña hermana junto a su esposo Ernesto. Delante de la pareja, justo en medio de los dos, se encontraba el pequeño Francisco: ya todo un hombrecito de tres años y medio. Era imposible que el chiquillo pudiera recordarme. Seguramente me observaría con la gélida timidez con la que suele observar un niño a un desconocido con pretensiones de tío simpático.

Sólo había que verlos… parecían una postal de la familia perfecta. Los amé en ese momento más que nunca. La conmovedora reunión estalló al influjo de besos emocionados y abrazos interminables.

Agotada la euforia inicial, emprendimos el viaje en auto rumbo al reducto familiar. En poco más de veinte minutos llegamos al privilegiado barrio privado en donde se alza la bonita casa de dos plantas que me albergaría como huésped de honor durante una semana.

Después de desempacar y terminar de establecerme en una de las habitaciones del piso superior, me reuní con la familia en la sala principal para brindar por el reencuentro. Allí referimos historias del pasado, hablamos de nuestro presente y también de nuestro futuro –el pequeño Francisco–. Con cierto dejo de nostalgia, mi cuñado contó –como ya lo había hecho en otras oportunidades– las vicisitudes laborales que lo habían obligado a mudarse lejos de su querencia y destacó el hecho de que mi hermana lo acompañara sin objeciones, apoyándolo en todo momento como devota y abnegada esposa, incluso teniendo que abandonar la cómoda estabilidad de su trabajo para luchar contra la incertidumbre que significaba conseguir un empleo nuevo en una nueva ciudad.

Puedo decir que este hecho describe mejor que nada la naturaleza de Vale: la persona más hermosa del universo; constantemente preocupada por el bienestar de los demás; siempre con esa mirada tierna; con esa proverbial dulzura capaz de reblandecer al ser más áspero.

Como buena hermana mayor, siempre ha sido protectora y condescendiente con su único hermanito, y esa vez no fue la excepción: desde que puse un pie en su casa, en todo momento estuvo pendiente de que no me faltara nada; incluso hizo efectiva parte de su licencia vacacional para que pudiéramos estar juntos la mayor parte del tiempo.

Yo esperaba una semana de ensueño junto a mis seres más queridos; una semana de disfrute máximo, totalmente despreocupado del mundo, y no aquellos perturbadores sucesos, a los cuales me voy a referir sin más dilación.

Al día siguiente a mi arribo, estaba jugando con mi sobrino en la espaciosa sala principal de la casa cuando vi bajar a Vale con atuendo deportivo. Me enteré allí de sus flamantes sesiones de yoga. Muy dulcemente –fiel a su estilo– me preguntó si me molestaba que practicara en la sala y yo le contesté afirmativamente con una sonrisa irónica. Luego le dije que practicara tranquila, como si estuviera sola, pues con Francisquito nos encontrábamos felizmente ocupados. Pero lo cierto fue que esa primera sesión despertó en mí un demonio que había estado dormido durante años. Despertó de súbito, desenfrenado, incontenible.

Mi hermanita lucía radiante. La musculosa ajustada y las apretadas calzas deportivas hacían patente su exquisita figura: inmejorablemente estilizada. Casi me había olvidado de que estaba tan buena. El amor fraternal, que se había exacerbado con la distancia, había desdibujado en mi mente esas tetas turgentes y ese culazo descomunal, al que mis buenas pajas le había dedicado durante mi adolescencia y por el que tanto hostigamiento había recibido por parte de mis lúbricos amigos.

La actividad lúdica con mi sobrino pasó a un segundo plano. La hipnótica cadencia de los sensuales movimientos de mi hermana logró acaparar toda mi atención al instante. Súbitamente, mis ojos abandonaron el candor de hermano y se convirtieron en los de una bestia rabiosa de deseo; en un solo pestañeo hicieron desaparecer la figura inocua de mi dulce Vale para revelar a la otra Vale: la hembra increíblemente voluptuosa, el minón de contundentes y duras carnes, la mujer con carita de ángel, espíritu inocente y cuerpazo de puta. En un claro gesto de represión, mis dientes mordieron mis labios al punto de casi hacerlos sangrar.

Los siguientes días sólo empeoraron mi apetito prohibido. En cada oportunidad que tenía examinaba el culo de mi hermana en forma rigurosa: concluí que era perfecto. Sin importar cuál fuera el vestuario escogido, sus férreas nalgas sobresalían ostensiblemente hacia atrás y se bamboleaban a cada paso como convidando: daban ganas de morderlas. Pronto me di cuenta de que no podía dejar de mirarle el orto, y pronto advertí que no podía dejar de masturbarme pensando en ella.

Me calentaba en extremo fantasear con que detrás de aquella angelical fachada se escondía una verdadera ninfómana. Imaginaba una escena en donde mi cuñado no daba la talla y era yo el que debía intervenir para calmar la fiebre de su mujer a puro pijazo. Mis visitas al baño se hicieron más frecuentes y mis descargas de semen cada vez más abundantes.

Al quinto día ya podía declararme adicto al ojete de Vale. Me era imposible no mirárselo. Cada vez que ella se paseaba delante de mí, mis ojos se clavaban en sus nalgas de manera automática, aun en presencia de mi cuñado.

Para no despertar sospechas, mi cerebro mantenía activado todo un sistema de alertas que me proporcionaban el decoro necesario para que mi obsesivo acecho no quedara en evidencia. El morbo que me provocaba calentarme tanto con el culo de mi hermana se sumaba al de hacerlo ante los ojos de su marido, y al secreto orgullo que me producía la discreción de mis observaciones. Estaba convencido de que éstas eran indetectables. Quizá fue por esto que esa tarde, al despertar de mi siesta, aquellos primeros mensajes encendieron en la pantalla de mi teléfono una luz de terror que casi me provoca un desmayo:

“¿Te gusta mi cola, pendejo?”

“Me la vas a gastar de tanto mirármela”

Mis ojos se desorbitaron frente a la pantalla de mi celular. Una sudoración fría brotó de los poros de mi piel y aquel temblequeo que me había invadido en el tren volvió más fuerte y despiadado. Completamente envuelto por una vertiginosa cerrazón, volví a leer los mensajes. Y a releerlos. Pero mi asombro no cesaba. Mi corazón galopaba como potro desbocado. ¿Sería posible que me hubiera descubierto mirándole el orto?

Revisé varias veces mi teléfono: pensé que podía tratarse de una broma o un error. El estilo de putita soberbia que imperaba en los mensajes me dio la esperanza de haberme equivocado al agendar el contacto: quizá le había asignado el nombre de Vale al número de algún amigo bromista o de alguna vulgar compañía de ocasión. Para mi desazón, comprobé que el número era el correcto –o quizá deba decir el incorrecto–: no había duda de que los mensajes provenían del celular de mi hermana.

No respondí. Me quedé encerrado en mi habitación, inmóvil, aterrorizado. Pasaron horas. Se hizo de noche y yo sólo pensaba en cómo pedir disculpas. En esa tesitura, logré esbozar un breve discurso que ensayé más de diez veces. Cerca de las 21 recibí otro mensaje de Vale; éste era más largo y aún más perturbador que los anteriores:

“Bajá a cenar, pendejo. Me puse una calcita que me marca bien la cola, parece que me va a explotar, jajaja. Quiero que me la mires todita. No sabés cómo me pone que me recontra mires la cola delante de Ernesto. Me hace sentir bien yegua”

Esta vez mi estupor fue más grande; tan grande cómo la erección que experimenté de inmediato. Mientras mi verga casi desgarraba la tela de mis pantalones, mi desconcierto casi le provocó un cortocircuito a mi cerebro. Esa no era la Vale que yo conocía. No parecía mi dulce y circunspecta hermana la que escribía esos mensajes. Ella no usaría ese lenguaje tan soez. La que escribía esos mensajes tenía que ser una verdadera zorra, igual a la que imaginaba en mis más recientes fantasías.

La mórbida excitación que me causó descubrir a la trola escondida dentro de mi cándida hermana hizo que me hiciera una paja gigante, durante la cual me olvidé por completo de la preocupación por haber sido descubierto. Al terminar, sin embargo, mientras limpiaba el gran caudal de semen que había derramado, la preocupación volvió, acompañada de todos los pruritos morales posibles.

Bajé la escalera lentamente y me apersoné en la cocina con actitud temerosa. Ernesto y el pequeño Francisco estaban sentados en uno de los lados de la mesa. Mi cuñado me recibió con un caluroso gesto de bienvenida y me invitó a sentarme junto a ellos. Este hecho me causó cierto alivio. Mientras me sentaba con amedrentada disposición –propio de quien se siente culpable– pude ver el teléfono de mi hermana sobre un mueble a unos pocos metros de la mesa. Me aterrorizó pensar que mi cuñado podía llegar a leer los improcedentes mensajes.

Luego mis ojos se detuvieron en Vale. Estaba parada de espaldas a nosotros –de frente a la mesada– dándole el toque final a su actividad culinaria. Llevaba puesta una calza que le quedaba reventando. Su tremendo culo se erguía bajo la forma de dos grandes bolas macizas, perfectamente redondas, que desafiaban la resistencia del material de confección de la prenda. Nunca le había visto una calza tan ajustada. Realmente parecía que le iba a explotar el orto, como bien me había anunciado ella misma en su atrevido mensaje. Un trabajo de reojo intermitente me permitió contemplarle ese tremendo pedazo de ojete –como ella quería– sin dejar de escudriñar a mi cuñado.

Durante la cena me mantuve en silencio: absorto. Por suerte mi cuñado se encargó de animar la velada con múltiples anécdotas que disimularon mi letargo. Hoy no podría repetir yo ni media historia referida por Ernesto durante esa cena; recuerdo que le sonreía de vez en cuando y asentía con mi cabeza para que no se notara que ésta estaba en otro lugar. En algún momento me pareció que Vale me miraba con gesto cómplice, pero no estaba seguro que no fuera producto de mi predispuesta imaginación.

Luego de la cena acusé cansancio y me retiré a mi habitación lo más rápido que pude. Cerca de la medianoche la pantalla de mi celular volvió a iluminarse:

“Te gustó mi nueva calza?”

Quedé congelado nuevamente. Mi respiración se agitó durante unos segundos y luego se interrumpió otros tantos. Dos minutos después llegó un nuevo mensaje:

“No me vas a contestar, hermanito?”

¿Qué debía hacer? ¿Seguirle el juego? Ganas no me faltaban, sin embargo opté por la evasión:

“Hola Vale, perdón que no te contesté, la verdad es que tus mensajes me tomaron por sorpresa”

Ella me respondió rápidamente –y sin vueltas– antes de que yo pudiera pergeñar mi segundo mensaje de fuga:

“Te puse la pija como caballo, verdad pendejo?”

“Jajaja”

¡Uff!... Así la tenía en ese momento. Si el culo de mi hermana me ponía a mil, y sus mensajes de puta me habían puesto a cien mil, leerla refiriéndose a mi “pija” me puso a un millón. Hirviendo de calentura, mis trémulos pulgares se rebelaron contra mi mente evasiva y se atrevieron a mandar el siguiente texto:

“Tenés una cola impresionante, Vale”

Cuando tomé consciencia de lo que había hecho ya no había vuelta atrás. Así que, con suma ansiedad y tiritando de calentura, esperé su respuesta; ésta llegó enseguida y con tono altivo:

“Ya lo sé, jajaja”

Inmediatamente después me llegó la siguiente ráfaga de mensajes:

“En el baño te deje colgada la tanguita que tenía puesta. Quiero que te la imagines toda metidita en mi cola y te mates a pajas”

“Te la podés quedar: es mi regalito para vos”

“Andá ya, antes de que la vea Ernesto”

¡Qué pedazo de puta! Sin perder un segundo salí corriendo de mi habitación y me dirigí hacia el baño. Al llegar advertí con horror que mi cuñado me había ganado de mano. Estaba a punto de entrar: ¡Iba a ver lo que no debía ver! Le lancé un grito desesperado. Él se detuvo, volvió su rostro y me miró perplejo. Entonces le improvisé un breve discurso acerca de alguna urgencia fisiológica que me aquejaba –no era del todo mentira– y le pedí por favor que me cediera su turno. Él, como buen anfitrión, accedió gustoso y yo entré al baño casi corriendo mientras le agradecía el gesto de solidaridad. Una vez que estuve adentro, tranqué la puerta y comencé la inspección.

Y allí estaba, colgando del grifo de la ducha. Era una diminuta tanga lila de encaje. Por delante estaba adornada con sensuales detalles sobre fondo transparente; por detrás era tan sólo un exiguo triangulito que se unía con la parte delantera con un hilo casi imperceptible. Lentamente la tomé entre mis manos al mismo tiempo que me la imaginaba enterrada en el terrible ojete de Vale.

Después la acerqué a mi nariz: tenía un aroma delicioso. A continuación, la hice colgar de mi pija y allí quedó… izada en símbolo de la paja memorable que me estaba a punto de clavar. Y fue tan memorable como breve: estaba tan caliente que sólo necesité de cinco jaladas a mi enhiesta verga para que ésta comenzara a disparar unos chorros de espeso y blanco semen que hicieron que mi deseo prohibido quedara esparcido por todo el piso y salpicara paredes, lavabo, inodoro, cortina... ¡Uff!

Confirmar que mi hermana era tan puta, además de estar tan buena, casi me vuelve loco.

Cuando salí del baño volví a encontrarme con Ernesto, que esperaba su turno dando un impaciente paseo por el amplio corredor que comunicaba las habitaciones. Me preguntó si me encontraba bien; le respondí con mi pulgar hacia arriba y seguí el camino hacia mi habitación. Una vez allí, me tiré en la cama y metí mi mano por debajo de mi pantalón para rescatar la tanga que todavía se encontraba enroscada en mi verga. La observé nuevamente, la estudié en forma minuciosa, volví a olerla, la restregué por mi rostro, la atesoré como jamás lo había hecho antes con ningún otro objeto material.

Instantes después reaparecieron los mensajes:

“Te gustó mi tanguita, pendejo?”

“Es bien chiquitita, viste?”

“Te gustaría ver cómo me queda?”

Respondí rápido y confiado, mitad por la tranquilidad de saber que mi cuñado no estaba en ese momento en su habitación y mitad porque ya me había abandonado enteramente a los designios de la incestuosa lujuria:

“Me encantó, Vale, me gustaría mucho vértela puesta. Qué paja que me hice… ufff”

Su repuesta llegó al instante:

“Mmm… me la llenaste de lechita?”

Todavía me costaba creer que mi hermana fuera tan zorra; pero cómo me gustaba. Mi pija ya estaba nuevamente erguida como mástil de hierro y la pequeña tanga ya había vuelto a flamear en él.

Justo cuando iba a responder en el mismo tono indecente en el cual estaba inmersa la conversación, oí en chirriante sonido de la puerta del baño. Entonces decidí cambiar el mensaje que tenía previsto por otro de advertencia:

“Cuidado, Ernesto va para ahí!”

Recibí un lacónico “Ok” y ya no volvimos a intercambiar mensajes esa noche.

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