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Fantasía erótica: El obsequio

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El telón, deslizándose suave sobre aquel universo de sensaciones, puso a fin a la magia de la representación. La obra había concluido entre los bravos de un público entregado que se negaba a abandonar aquel espacio que, por dos horas, se había convertido en el crisol de sueños irrealizables. Una vez más, los dos protagonistas salieron a escena mientras las grandes cortinas, de un rojo apagado, dejaban ver a retazos el inanimado decorado de lo que había sido el marco de mil vivencias llenas de fantasía.

Nos miramos seguros de haber tomado la decisión acertada cuando elegimos aquella obra de entre las muchas que representaban en la ciudad. Sin duda había sido una buena elección.

Las sombras de la noche nos acogieron tímidas lazándonos entre sus largas manos de cuidada mujer. El otoño, pedante y decadente, había hecho presa de la ciudad y las primeras hojas comenzaban a alfombrar de ocre el largo paseo de románticos ecos. Volvimos a mirarnos una vez más dejando que los ojos delatasen intenciones surgidas del fondo de nuestros deseos. Sueños que se habían ido gestando tras largas tardes de tertulia, de secretos compartidos en complicidad, de elocuentes silencios nacidos de algo que ni nosotros mismos sabíamos definir.

Habíamos llegado a la ciudad por caminos diferentes, inseguros de nosotros mismos. Nuestro bagaje de fantasías y de deseos mal disimulados, surgidos de entre sombras y sugerentes penumbras, tan solo nos habían aproximado a un montón de sueños que queríamos vivir en comunión de sensaciones, de sentimientos. Pese a todo, tal vez fuésemos unos completos desconocidos surgidos de entre las sombras inquietantes de una noche como aquella.

Cenamos en aquel pequeño restaurante próximo al teatro y aprovechamos para recuperar las eternas conversaciones que nos habían permitido conocernos, saber de nosotros mismos, de nuestros miedos, de nuestras frustraciones, de nuestro universo de deseos embutido en una rígida formación de colegio religioso.

Te mostrabas sensual, deseable, hermosa, con ese toque de ingenuidad pueblerina que te hace ser diferente. Me habías hecho caso y venciendo tus reticencias iniciales te habías vestido con aquella falda corta y unos zapatos de tacón que resaltaban tu silueta en la que casi no se percibía el inexorable paso de los años. Sonreías, pese a todo, nerviosa, como si de un momento a otro fuese a cruzar la puerta una presencia indeseable. Creo que supe tranquilizarte.

Cenamos y nuestra conversación se desvió a un mundo de experiencias jamás contadas, vividas en secreto; un mundo de deseos irrefrenables de los que nos habíamos hecho muchas veces partícipes en nuestras largas tardes de tertulia. Sonreíste como otras veces al contarme, casi susurrando, aquella tarde en la que, en la soledad de tu casa, te desnudaste y, vestida tan solo con unos zapatos de tacón de aguja, posaste para ti delante del gran espejo de tu habitación, tu santuario erigido a lo que jamás pudo ser.

Te viste hermosa, seductora, atractiva. Sentiste que nada estaba perdido, que quedaba mucho por vivir, mucho por sentir, mucho por experimentar y te entregaste a aquella masturbación salvaje, llena de erotismo de la que fue testigo, mudo e insolente, aquel joven que te observó tras los visillos mal cerrados de la casa de enfrente. Tirada sobre la alfombra de tu cuarto, indolente, arqueaste el cuerpo sintiéndote penetrada por un invisible falo capaz de transportarte a un universo ignorado hasta entonces para ti. Al final, aquel orgasmo interminable te devolvió muchos de tus años perdidos, mientras el joven gemía de placer tras los visillos de su casa contemplando la escena.

Durante la cena dejé que mis manos acariciasen varias veces tu rostro, incluso que se deslizasen, suaves, por entre tus piernas buscando algo que sabía era mío. Noté como te retorcías de deseo esperando que aquella noche jamás tuviese final.

Salimos de aquel local seguros de que la noche daría rienda suelta a nuestros deseos más primitivos. Una ráfaga de aire fresco, venido del norte, no fue excusa suficiente para evitar que te empujase hacia una esquina mal iluminada y allí, con pasión, fundiese mis labios con los tuyos, penetrando tu boca con mi lengua. Te sentí llena de deseo, pasional, entregada.

Todavía recordaba aquella pequeña boite de mis años jóvenes y no dudé en conducirte, lazada de mis manos, a mi pequeño santuario de escarceos amatorios. Aquella iluminación tenue, sugerente, cargada de erotismo, sería el marco idóneo para saber de ti, conocer tus dudas, tus sueños, tus fantasías.

Saliste a bailar sola al medio de la pequeña pista. Te sentías como jamás lo habías hecho, libre, sensual, acaparadora de miradas. Incluso un hombre sentado en la barra se te acercó y te invitó a bailar. Te miré mientras te contorneabas para él. Me gustaste; por un instante me di cuenta de que serías capaz de todo.

Volviste a la mesa y tras beber un trago largo de tu copa me pediste que cerrase lo ojos. Después de unos segundos, me cogiste la mano y me entregaste lo que tú misma llamaste “tu regalo”. Aquella tela suave y olorosa me devolvió al universo de ensoñaciones que había vivido ya contigo en nuestras tardes de tertulia. Abrí la mano y acaricié tu tanga de pequeñas dimensiones mientras tú, sonriendo con picardía, besaste suavemente mis labios.

Acercaste tu boca a mi oído y comenzaste a susurrarme frases que jamás había escuchado. El mundo pareció llenarse de un erotismo imposible de recuperar. Me miraste y poniéndote de pie, me cogiste de la mano para salir a la pista. Aquella canción lenta, de los 60, supo hacer muy bien el resto. Nos fundimos en un beso que se nos antojó eterno, un beso como jamás habíamos dado a nadie en la vida y sin recato comenzamos a explorar nuestros cuerpos, a tocarnos, acariciarnos, desearnos.

Volviste la vista hacia tu derecha y sonreíste de forma enigmática. El cartel luminoso te dio la pista. “Servicios”. Me agarraste por el cuello y susurrando me dijiste: ¡Ven, fóllame!

Caminaste resuelta ante mí. Te seguí. Entraste en aquel espacio reservado para hombres. Tras de ti entré yo. Allí estabas, insinuante, eterna; tu falda en el suelo y tu blusa abierta mostrando el esplendor de tus pechos. Tu sexo, rasurado, se había adueñado de la noche. Me acercaste a ti y tras besarme, volviste a repetir en baja voz: ¡Ven, fóllame!

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