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Ángel de Florencia (Primera parte)

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Desde que mis padres se divorciaron cuando yo era niña, mi familia quedó rota en dos pedazos. Fue un caso conocido, incluso se tomó de ejemplo en derecho alguna que otra vez. Mi madre ganó mi custodia y mi padre se quedó con la de Allesandro. Mi madre y yo volvimos a Italia, y el trabajo de mi padre se los llevó al extranjero. Sus problemas me separaron de mi hermano gemelo y me destrozaron la infancia. Estábamos muy unidos.

Cuando cumplí los dieciocho, era la típica adolescente fuera de control, bien pasada de rosca. Me saltaba las clases, bebía, fumaba y cambiaba de novia cada dos semanas. Nunca fui capaz de acercarme a un chico. No existían para mí desde que intentaba convencerme de que mi hermano y mi padre estaban muertos. Por supuesto que no lo estaban, pero era lo único que podía hacer para racionalizar lo que nos habían hecho. Era demasiado doloroso para mí.

Y todo cambió de golpe. Mi madre había ido a recogernos a unas amigas y a mí de una fiesta particularmente salvaje. No tuvo otro remedio, íbamos tan borrachas que ni andando hubiéramos llegado. Solo recuerdo vagamente el estar metiéndole mano a Gabriella por debajo de la falda y su risilla en mi oído en el asiento de atrás, cuando otro coche se estrelló contra nosotras a 180 km/h.

Solo yo sobreviví, dentro del amasijo de hierro al que quedaron reducidos los dos coches.

A los pocos días, mientras yacía en el hospital, sedada y desorientada, alguien vino a verme.

Desperté con el roce de una mano en la mejilla, con unos ojos verdes atravesándome hasta la misma raíz. Era la Muerte, era un fantasma.

Allesandro.

Mi ingreso se prolongó semanas, de las que solo recuerdo su sombra en el rincón. Entraba y salía de la realidad a golpe de anestésicos, sentía que esperaba mi alma para devorarla tan pronto abandonase mi cuerpo, que venía a cobrar venganza por los años de soledad. Un espectro vengativo, con el rostro de mi hermano.

Hasta que me retiraron la morfina y pude ver que de verdad estaba allí, hojeando una revista.

Fui genuinamente feliz. Esa felicidad inocente que nace del cariño sincero, de los recuerdos dulces y bonitos de la más tierna infancia.

Y mi hermano se acercó a la cama y me abrazó con cuidado, me prometió que no estaría sola, que cuidaría de mí hasta que estuviese lista para viajar con él de vuelta a casa, con él y nuestro padre, fuera del país.

Esa fue su promesa, protección y seguridad. Pero algo en la forma de apretarme contra él decía mucho más. Aun ignoraba las facetas oscuras de mi hermano, pero le bastó con acercarse a mí menos de un minuto para hacerme mojar las bragas.

Ya de vuelta en mi piso vacío empezó la locura. Me daba la sensación de que se movía con deliberada lentitud, que lo hacía todo despacio adrede. La forma en que me acariciaba el brazo al sentarme en el sofá, cómo me pasaba el cepillo por el pelo, incluso cuando me ayudaba a entrar a la ducha y me sostenía la toalla apartando la vista. Intentaba razonar desesperada que aquello era porque estaba acostumbrado a atender a gente herida, que la profesión de nuestro padre había dejado su huella en él, que quizá él también estudiaba medicina, que a mí me gustaban las mujeres. Pero tenía la planta de una bestia, me estaba cazando, yo era su juguete. No me dejaba un instante a solas, y yo me moría por masturbarme y poder pensar con claridad. Y así un día, dos, tres…

Ni sabía en qué día vivía. Comía por puro reflejo, me movía donde él me guiaba, con aquella sonrisa amable y tan condenadamente neutra. Le pedí que se quedase conmigo a ver la televisión un rato esa noche, con la cabeza saturada de preguntas, dudando de mi propia cordura.

Acababa de salir de la ducha, aún tenía el pelo húmedo. Con el pijama negro a medio abotonar y descalzo, se sentó a mi lado y puso un programa de comedia tonta y risa fácil. Intenté distraerme, ignorar su cuerpo, no mirarlo. Imposible. Era demasiado, tiraba de mí como un imán.

Y en un chiste del programa me despisté un segundo y sentí su lengua en el cuello.

Se me nubló la vista, no me pude ni mover. Deslizó un brazo detrás de mi espalda, alrededor de mi cintura, su mano subió hasta mi mandíbula. Con un movimiento lento y sin ejercer fuerza alguna, me hizo girar el cuello, presentarle la garganta. Se pegó completamente a mí desde atrás, con la tranquilidad del que no encuentra resistencia. Indecisa entre dejarme hacer o tocarle, sentía un calor tremendo.

“Mi pobre Bianca…” me susurró al oído.

Me mordió.

Apretó lo suficiente como para hacerme daño y se detuvo inmediatamente después. Su brazo libre me apresó del todo, su mano bajó hasta mi ropa interior. A esas alturas, estaba más que calada…

Eso le gustó.

Hizo crujir los nudillos de esa mano y me abrazó, me apretó contra él, aspirando hondo contra mi pelo, presionando su erección contra mi culo.

“Quiero follarte, Bianca…” -Musitó- “Aun te duele…?”

Me giré para mirarlo a la cara. Tenía que ser una broma, era tan surrealista como las ganas que tenía de que me arrancase la ropa allí mismo. Tenía que ser una alucinación, un efecto secundario de los calmantes…

Y allí estaban esos ojos verdes y ese pelo negro, ese rostro que reconocía en el espejo cada mañana como mío y el brillo del hambre. Sonreía ligeramente, una serpiente venenosa a punto de atacar.

Me besó, o más bien nos besamos hasta perder el aliento. Era totalmente distinto a como había sido con Gabriella, con Joane, con Lolla... Ellas se reían como niñas, eran como mariposas, como hadas. Comparado con ellas, Allesandro era más animal, tenso, vibrante, más… depredador.

Intenté desabrocharle la camisa, pero él se la arrancó de un tirón.

Tenía un cuerpo hermoso y blanco, una fuerza tremenda.

Me desnudó sin prisa, regodeándose en mi confusión, entre lengüetazos y mordiscos, evadiendo adrede los lugares más sensibles.

Se deshizo del pantalón y se inclinó sobre mí, separándome las piernas con una rodilla. Me ardía todo, pero él no se decidía, apenas me rozaba. Iba a volverme loca. Me habría tocado yo misma si él no estuviera controlando mis manos.

“Allesandro por favor…” –Le supliqué- “Hazme lo que quieras, pero no lo soporto más”

Él sonrió de forma completamente distinta esta vez, casi parecía inocente.

“Buena chica…”

Se me echó encima sin miramientos y me penetró de golpe. Sentí un aguijonazo durante un segundo, pero estaba demasiado excitada. Me perdí en sus embestidas, le clavé las uñas en la espalda, en los costados, le mordí el hombro para ahogar los gritos. Mi hermano sabía demasiado bien lo que hacía y era la primera vez que yo estaba con un hombre. Era como cabalgar una descarga eléctrica. Acabamos juntos entre jadeos, a saber cuánto tiempo después.

Y tras una breve pausa volvió a la carga.

Estábamos a mitad del segundo cuando sonó el teléfono. Me tapó la boca con una mano y contestó sin emoción alguna, aun dentro de mí.

“Bianca está dormida.” “Veo la tele.” “Aun le molesta el costado.” “El mes que viene.” “Claro, cuídate”

Parecía otra persona.

Luego arrojó el teléfono lejos de nosotros para acabar lo que había dejado a medias.

Iba a ser un mes muy largo. No podía esperar.

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