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Yago (Introducción)

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Se despertó aterida de frío, entre matorrales y envuelta en esa manta que había conseguido robarles a los campesinos; y empezó a recordar lo sucedido...

La tarde anterior, habían entrado en el pueblo para comprarle algo a Celeste, que acababa de dar a luz.

- Solo serán unos minutos, le dijo a Tinet.

Y bajó de la carreta para entrar en la casa del alcalde.

Sara, su mujer, solía traer sedas de oriente para venderlas entre las mujeres más adineradas del pueblo, además de telas, que estaban de moda en París, y otras cosillas, de interés, para cualquier mujer.

Pero, a Yago (su esposo), no le hacía mucha gracia que hubiera entrado en el pueblo con ellos.

Compró algunas piezas de tela y un montón de chucherías. Pero, como no se fiaba de la criada de la casa; al salir, comprobó que todo estuviera bien empaquetado…

Y cuando se disponía a avisarles para que la ayudaran con los bultos, pudo ver como los alabarderos del Marqués se los llevaba detenidos.

¿Qué estaba pasando?...

Los soldados habían empezado a hostigarlos, con la clara intención de tener una excusa para poder meterlos en el calabozo; le dijo una joven que estaba cerca de ella mirando como los metían en la jaula.

- Y su reacción, ¡claro está!, ha sido que han empezado a pelearse, continuó diciendo la joven…

- ¡Algunos soldados han salido mal heridos!, pero un grandullón ha empujado al más joven y ha caído contra el empedrado. Ya no he podido ver mas, ¡Señora!

Laurie, solo veía como los metían en la jaula... y se los llevaban; y sintió una gran desesperación.

- Pero ¿por qué?, se preguntaba una y otra vez…

... y con ese único pensamiento en la cabeza, oyó el ruido producido por los cascos de un caballo que se le echaba encima.

- ¡ELLA ES LA CAUSANTE!, oyó gritar al capitán.

Y, enseguida, sintió sus fuertes manos, que la agarraban por la cintura y la elevaban hasta colocarla entre sus piernas, sobre su precioso alazán.

Los paquetes se quedaron en el barro, y las chucherías rodaron hasta el arroyo que bordeaba esa parte del pueblo.

- ¿Porque nos detenéis?, preguntó Laurie, sin dejar de patalear, mientras cabalgaban.

- ¡Calla, ramera!

El capitán Salazar, llegó hasta la primera línea de la formación y continuó dirigiendo su regimiento en dirección al castillo en el que tenían su acuartelamiento.

Y el alboroto producido por el paso de los soldados y la detención de Yago y sus amigos, se fue convirtiendo en un ir y venir de la gente del lugar; muy parecido al que se producía al final de un día de fiesta.

Pero, el avance de la tropa se iba desarrollando entre risotadas e insultos a los detenidos; a los que se les acusaba de traición…

Los insultos iban en aumento... y comenzaban a sonar con una vulgaridad irritante, en opinión del capitán, que de repente, pegó un tirón del bocado y obligó a su corcel a girar violentamente. Avanzó, en dirección contraria a la de la tropa, y les amenazó con un fuerte arresto, si oía una palabra más.

Luego, siguió rodeando la formación... miró atentamente a esos soldados, que apestaban a mierda de caballo y después de oír un agudo relincho, sintió que caía al suelo junto a Laurie.

Algo había asustado a su corcel.

-¡SE ESCAPA!, gritó un soldado de aspecto rechoncho, cuando vio a Laurie adentrarse en la maleza de ese frondoso bosque...

- ¡Aparta, gordinflón!, dijo Salazar, lleno de furia. Y se acercó al borde del camino, para ver si lograba divisar a la prisionera.

Pero, Laurie corría entre la maleza, horrorizada y pavorosa. Sin atreverse a nada, mas que a seguir corriendo... y solo pendiente del ruido que hacían los soldados al pisar las hojas…

Con una agilidad inusitada, tal vez por el miedo que sentía, saltaba entre los matorrales y corría... y corría, en dirección al río. Hasta que, de repente, tropezó, y rodó por una empinada pendiente, que la escupiría en los rápidos enloquecidos del alto Ebro…

Y entre sus aguas, desapareció...

La buscaron sin descanso, casi hasta el anochecer; pero, el capitán sabía que no podía entretenerse mucho más.

Ordenó el regreso al castillo, e incitó a la tropa a aumentar el ritmo de la marcha.

No quería que el Marqués lo echara en falta.

Efectivamente, tal y como lo había pensado, mando encerrar a los prisioneros en los calabozos del castillo.

Pero cuando, al bajar del caballo, vio a Yago inconsciente en la jaula, permaneció quieto y mirándolo durante unos minutos, hasta que reaccionó y llamó a los soldados del puesto guardia.

- ¡A este, lo quiero con vosotros!, en la celda que tenéis ahí adentro. Y ¡llamad a la curandera!, que venga a atenderlo, ¡inmediatamente!

Cecilia, no tardó en llegar.

- ¡Sra!... os ruego que atendáis, lo mejor posible, al prisionero del puesto de guardia. Necesito que este bien despierto, para el interrogatorio del Sr. Marqués. Podría darnos una información, que sería muy valiosa.

- ¡Delo por hecho!, capitán…

La curandera atravesó el control de entrada, sin ningún problema. Preguntó por el prisionero, y después de bajar hasta el final de esa sucia escalera, pidió que se le abriera la puerta de la celda en la que estaba.

Tenía que atender al prisionero, inmediatamente. Esa era la orden del capitán.

Al entrar, tirado en el suelo, e inconsciente, había un caballero con la cabeza ensangrentada, de una belleza extraordinaria. Recio, pero de hermosas facciones y un evidente atractivo.

Cecilia enseguida pensó en los rumores que corrían, acerca del Marqués.

Y, también, en que eso explicaría la debilidad que tenía por algunos de sus hombres. En especial, el capitán Salazar.

Se acercó a él, y le acarició la cara… era muy guapo.

Luego sacó un frasco de su bolsa; y lo acercó a su nariz. Enseguida, el joven abrió los ojos y pareció salir de un largo letargo, e intentó levantarse.

- ¡Quieto!, ¡quieto!…

Primero tengo que curar esta herida. Ya has perdido bastante sangre.

Sacó las vendas perfumadas que llevaba en el morral... y después de coserle esa profunda brecha, cuidadosamente, y aplicarle un ungüento que llevaba en una pequeña cazoleta de cerámica, empezó a enrollarle una de las vendas a la cabeza.

La enrolló, cubriéndole la nuca y la parte superior de la frente… y luego, le miró a los ojos

- ¿Cómo te llamas, muchacho?

- ¡Yago!…

... ¿y tú?…

... ¿quién eres?. ¡No pareces una criada!

- ¡Soy la curandera del castillo!… pero, por el momento, es mejor que todo se quede así, muchacho. ¡Procura descansar!

Se levantó y llamó al carcelero.

Mientras tanto, en los calabozos mas profundos del castillo, algunos prisioneros hacían chanzas con la falta de interés mostrada por el capitán Salazar, esa noche.

- ¿Hoy no te quiere ver el Marqués?, le preguntaba en tono burlón, un flaco y encorvado, de la celda de al lado, a Pedro; un joven agraciado que estaba sentado junto a Tinet en ese momento.

Y varios prisioneros; no solo de su celda, si no de las celdas colindantes, se rieron dando grandes risotadas y haciendo aspavientos amanerados... (Dando a entender, que el Marqués lo usaba por las noches, para disfrutar de su cuerpo, casi a diario).

Y así, estuvieron durante un buen rato, diciendo todo tipo de cosas para reírse… al tiempo que, excitando sus propios ánimos; ya que sabían, que el chico hubiera perdido la vida si no hubiera transigido con los deseos del puto Marqués.

Pedro, también se reía... y respiraba tranquilo las noches que no venían a por él. Aunque, cada vez estaba más demacrado.

Nicolás y Tinet, que también estaban heridos, empezaban a sentir la mosca que tenían detrás de la oreja, pensando en su amigo y protegido, Yago.

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