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Yago (II): Esa misma noche

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Sin embargo, en el cuerpo de guardia, uno de los carceleros entró en la celda de Yago, para dejarle la cena. Dejó en el suelo una cazoleta con agua, un plato con un poco de pasta amarillenta y un trozo de pan duro.

Y tras zarandearle para que despertara, le gritó

- ¡AHÍ TIENES LA CENA, PERRO!, y salió de la celda.

Yago se incorporó para beber agua; pero, solo se atrevió a dar un par de tragos. El agua tenía un sabor extraño…

También se arrastró para coger el pan, pero después de dar el primer bocado, tuvo que escupirlo; sabía a moho.

Se dio la vuelta, y se dejó caer en el suelo, abandonándose al cansancio que sentía. Estaba completamente dolorido.

Mientras tanto, en los aposentos del Marqués, se desarrollaban distintas actividades relacionadas con el propósito que les mantendría ocupados toda noche.

El capitán Salazar hizo acto de presencia.

- ¡Con su permiso, excelencia!

- ¡Pasad!, capitán…

... ¿cuándo podré ver a ese joven?

- Esta misma noche, ¡señor!...

... ¡si lo deseáis!

- ¡Por supuesto! Estoy impaciente, después de haber leído vuestro informe.

- Entonces, mandaré que lo traigan de inmediato, ¡señor!

Hizo la habitual reverencia y salió de la habitación.

Desde el cuerpo de guardia, se avisó a los carceleros para que subieran al prisionero. Y cuando el sargento vio al ejemplar... sonrío con malicia.

Lo llevó hasta la zona palaciega del castillo, y lo introdujo en el edificio, por una puerta trasera.

- ¡Gracias, sargento! ¡Ya puede volver a su puesto!…

... y procure que cese ese alboroto. No quiero quejas de señor Marqués, esta noche. ¿Entendido?

Luego, cogió del brazo a Yago, que esperaba pacientemente; y tiró de él, para seguir por el pasillo hacia adelante.

- Sabéis, que mañana iréis a juicio, ¿no?

- No lo sabía, capitán…

… pero, ¿de qué se me acusa?

- De conspirar contra la corona, dijo riéndose para sus adentros. Se dice que habéis estado en trato con un conocido conspirador.

- ¡Oh!, ¡Dios mío!… ¿quién ha dicho eso?

- Un aldeano de renombre; que, por lo visto, os vio sentado con él, en la taberna del pueblo.

- ¿Como?

- Lo que os digo, ¡señor!

Toda una artimaña, para gozarlo esa noche en compañía del Sr. Marqués; que no en vano, le pedía con frecuencia, ese tipo de cosas.

Las patrullas, como la de hoy, tenían la misión de recaudar tributos, o reclamar alguna deuda. Pero, también tenían que cumplir con el encargo del Marqués al capitán Salazar, y recorrían los diversos pueblos, granjas y caseríos de la zona, para conocer al personal masculino, y así, seleccionar a las víctimas.

Al llegar a la habitación del Marqués, el capitán golpeó dos veces con los nudillos, y empujó la puerta…

- ¡Con su permiso, excelencia!

El Marqués, que se había quedado en mangas de camisa, se incorporó para recibirlos.

Yago entró, tímidamente, detrás del capitán; que lo llevo hasta el centro de la habitación, y lo dejó allí, expuesto, para que pudiera ser admirado por ese viejo, refinado y déspota…

- ¡Ah!, pero... ¿qué me traéis, capitán? ¿Quién es esta belleza?

- ¡El nieto de Rodrigo, excelencia! Del Caserío de Valle Chico.

- Y ¿qué le ha ocurrido? ¿Por qué tiene ese desagradable aspecto?…

El Marqués se acercó para mirarlo detenidamente; y dio una vuelta a su alrededor.

- ¡Maravilloso, querido!, le dijo al capitán. Pero, hay que adecentarlo un poco, ¿no creéis?...

… ¡llamad al cabo Gabriel! Creo que está con el Duque en la torre. Pero antes, ¡encadenadlo a esa argolla!

Y señaló a una gran argolla que colgaba del techo.

Salazar la bajó, y lo enganchó de las muñecas. Luego, tiró del cordón que la subía y bajaba; y lo dejó con los brazos en alto, a su disposición. Y luego, salió en busca del cabo.

- ¿Cómo te llamas, muchacho?, le preguntó el Marqués, cogiéndole de la barbilla

- Yago, ¡excelencia!...

- Eres muy hermoso, Yago; y le echó mano al rabo

- ¡Por favor!, señor.

Volvió a cogerle de la barbilla; y le obligó a subir la cara

- ¡Mírame!, muchacho

Y empezó acariciarle el rostro, con absoluta devoción...

- ¡Sois hermosísimo!, querido; y continuó acariciándole los labios...

- Voy a lavarte un poco ¿de acuerdo?…

... ¿me lo permitís?

Y se dio la vuelta, para acercar uno de los cubos de agua templada que tenía sobre el arcón, un cesto con paños y una pastilla de jabón.

Después, mojó uno de los paños por una esquina, que restregó en la pastilla de jabón; y se acercó al prisionero, para limpiarle las manchas de sangre, y algo más, que tenía en la cara.

- ¡Así, estás mucho mejor!

Y acercó sus labios para besarle, con verdadera ternura.

Pero, el capitán, que ya había llegado a la torre, pudo escuchar desde la escalera los jadeos de Gabriel; que, sin duda, ya estaba haciendo de las suyas con el Sr. Duque.

- ¡Ah!, ¡este muchacho!, se dijo a sí mismo; y recordó el día en que llegó al acuartelamiento, pidiendo formar parte del regimiento.

Le pareció una verdadera golosina. Sobre todo, porque sabía que el muchacho salía huyendo del padre, que no le dejaba vivir, desde que se enteró de que algunos se lo follaban, con demasiada frecuencia.

Y la paliza que le dio, cuando lo pilló follando con unos viajantes de comercio, en el granero, mientras les cambiaban los caballos de la carreta en la herrería.

Ahora, ya tenía 19 años, y era cabo del regimiento de alabarderos del Sr. Marqués; que lo tenía a disposición de sus invitados más exigentes, para que no les faltara de nada. El chico lo valía.

No sabía, si entrar, y participar del festín que se estaba dando el Sr. Duque, o regresar, y decirle al Marqués que no lograba encontrarle.

Y eligió regresar con el Marqués.

- Lo siento, ¡excelencia!, pero nadie en el castillo los ha visto... y en la torre no hay nadie, ¡señor!

- Entonces, lo haremos nosotros mismos, capitán.

Yago, ya solo con su amplia camisa cubriéndole las partes más íntimas, no podía evitar dejar translucir la fortaleza de su cuerpo, en el que se apreciaba un sugerente y prieto culo.

Y, por supuesto, la sola visión de esas piernas desnudas, enardecía el ánimo de los dos hombres; que se miraban mutuamente para aumentar el placer que les proporcionaba tener a un macho así, a su disposición.

- Tumbémosle sobre la mesa, ¡excelencia!; y así, podremos lavarlo más cómodamente... y también, inspeccionar su cuerpo, convenientemente.

- ¡Una gran idea!, capitán…

Dejaron que la argolla bajara; y le desengancharon…

Luego, el Marqués, sacó un frasquito de su mesilla de noche y lo acercó a la nariz de Yago.

- Había olvidado que tenía esto aquí, capitán. Ya no hará falta ningún artilugio para contener al prisionero. A partir de ahora, esta preciosidad, dijo, dándole una palmadita en la cara, estará a nuestra entera disposición.

Le quitaron los grilletes, y el cordel que llevaba atado a los pies…

Y el Marqués se atrevió a levantarle la camisa.

- ¡Mirad!, que hermosura, dijo.

Dejando a la vista todos sus encantos…

- ¡Mmmmm!, ¡qué maravilla!, exclamó; agarrándole el rabo con una mano, y metiéndole la otra debajo de los huevos...

El capitán, sin embargo, lleno de regocijo, solo subió con su mano hasta llegar al pecho… lo acaricio, y sintió el deseo de chuparle los pezones; y así lo hizo, lleno de una gran excitación...

- ¡Tumbémosle en la mesa, si! Hay que lavarle bien, dijo el Marqués.

Le colocaron sobre la mesa, y absolutamente entregado, Yago sentía ese agradable manoseo, mientras lo lavaban; en especial, esa parada en el rabo en la que ambos pusieron tanto empeño.

Se turnaron para chupárselo y acariciarle el ojete, sin percatarse del tiempo que llevaban haciéndolo; y así, debió de pasar más de media hora... en la que Yago, ya se había corrido dos veces.

Sin embargo, todavía seguían amorrados, chupándosela.

- ¿Por qué no le llevamos a la salita roja? Creo que sería lo mejor, dijo el Marqués.

Y lo bajaron de la mesa, para entrar por una puerta, camuflada en la pared, que daba a una pequeña habitación, preparada a propósito, para llevar a cabo sus orgías; y en la que todo era de color rojo, excepto las palancas que salían de la pared, muy cerca del rincón de la derecha, y a las que el Marqués se acercó, para controlar la silla.

Tiró de la del centro, y se oyeron las cadenas, que descendiendo bajaban una silla de cuero negro. La situaron en su sitio, y cuando la tuvieron a la altura idónea, colocaron a Yago sobre ella, y levantaron sus piernas hasta ajustarle las tobilleras.

No querían que el muchacho sufriera ninguna rozadura.

Y después de que su cuerpo quedara maravillosamente expuesto, volvieron a lavarlo; y a jugar con su cuerpo desnudo, dando rienda suelta, a todo tipo de ocurrencias.

Luego, lo embadurnaron con aceite de rosas y sintieron el deseo de empezar a follárselo,

Con gran excitación, y tras bajarse el calzón hasta las rodillas, el Marqués fue metiéndosela... y, poco a poco, empezó a pegarle fuertes zambombazos, que hacían que el muchacho diera algunos grititos. Pero el capitán sabía amortiguarlos; comiéndole la boca, y acariciándole adecuadamente.

No tardaría mucho en correrse, ya que la visión de Yago tumbado en la silla, mientras sentía la estrechura de su culo, y mirar al capitán disfrutándolo, le producía un placer inmenso. Y así, cuando Yago dejó de hacer ruido y el capitán decidió meterse su rabo en la boca, sintió temblar las piernas, y se dejó ir.

Sin duda, la corrida fue más grande de lo habitual. Ese muchacho era especial.

Por su parte, el capitán no podía evitar desear morder esos pezones; y antes de entrar a matar, se dio su gran banquete.

En esas, el Marqués se acercaba a mirar entre sus piernas, esperando que saliera la leche derramada, pero tuvo que esperar más de lo que era capaz de hacerlo; y salió a refrescarse un poco, según dijo.

Cuando, por fin, el capitán se decidió; y se colocó entre sus piernas para follárselo. Se inclinó para comerle la polla, que era una verdadera provocación; y sin dejar de hacerlo, empezó a meterle, poco a poco, la puntita… hasta que la tuvo toda dentro.

Y oyó los gemidos de Yago, que sonaban muy placenteros; y le miró a la cara.

- ¡Te voy a destrozar el culo, muchacho!… ¡lo voy a hacer!

Y empezó a pegarle fuerte.

- ¡Toma, perro!… ¡toma!

Yago sentía ese rabo entrando hasta el fondo... y cada vez era mayor el placer que sentía… y se relajó…

... y disfrutó de las brutales embestidas del capitán, hasta que no pudo evitar gritarle.

- ¡Fóllame, cabrón!… ¡dame fuerte!... ¡mucho más fuerte!

La silla se movía violentamente, y las cadenas empezaban a sonar, produciendo un sonido muy particular. Y el Marqués, que se había echado en la cama para descansar, lleno de curiosidad, por ver que producía ese sonido, entró de nuevo en la salita.

La cara de Yago le delataba... y cuando el Marqués la vio, se quedó maravillado.

Miró a Salazar; y, mientras el capitán le atizaba, dándole zambombazos espectaculares, exclamó:

- ¡Le gusta!, Salazar. ¡A este muchacho, le gusta que te lo folles!

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