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Los secretos de Maribel (3).

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   Me limpié la cara y esperé unos minutos antes de salir. No quería dar pie a sospechas bajando al mismo tiempo que ella, aunque su madre la hubiese visto sola en la habitación. Una vez en las cercanías de la piscina, vi a mi madre sentada en su tumbona, poniéndose bronceador en los brazos. Estaba aún más guapa que por la mañana, con los ojos brillantes, las mejillas encendidas y el pelo algo alborotado. Incluso lucía una tenue sonrisa. Obviamente, no era la siesta lo que le había sentado tan bien, sino el polvo (o polvos) que le había echado su sobrino.

   La idea de mi madre disfrutando con Héctor, sometiéndose a sus deseos y dejándose llevar por el placer, me hubiese hecho enfurecer mucho más en otro momento, pero mi cerebro seguía escribiendo las líneas de mi propia aventura incestuosa. Alba estaba en otra de las tumbonas, recostada y ojeando una revista de moda como si nada hubiese pasado, y la tita Teresa estaba en otra, embadurnada ya en crema protectora y con el rostro medio oculto por unas enormes gafas de sol.

   —¿Dónde está Héctor? —pregunté, al notar la ausencia de mi primo.

   —Ha ido a echarle una mano a su padre con un trabajo —dijo Teresa, con la voz melodramática que ponía cuando hablaba de sus problemas—. Le han fastidiado el domingo, al pobre. Pero a ver... Tal y como está la cosa, no hay que rechazar un encargo aunque sea festivo.

   Mi tío Sancho era fontanero, y a juzgar por las constantes quejas de su esposa el negocio no le iba demasiado bien. Pero los problemas económicos de mis tíos no era lo que más me interesaba en ese momento. Héctor estaba fuera de escena, por lo que no tendría ocasión de aclarar el asunto de las cámaras ocultas. Por otra parte, que no estuviese me ponía las cosas más fáciles en lo relativo a su hermanita.

   Mamá terminó de untarse y se tumbó bocarriba, también con unas grandes gafas oscuras. Hice ademán de volverme hacia la piscina, me giré como si hubiese olvidado algo y miré a mi prima. Mi sonrisa debía resultar demasiado perversa o libidinosa, porque cuando Alba me miró se puso tensa y frunció el ceño.

   —Oye, Alba, ¿por qué no vienes al agua? —pregunté, lo bastante alto como para que lo oyesen su madre y la mía.

   —No tengo ganas —respondió.

   —Vamos, Alba. Vete a la piscina con tu primo, que luego te quejas de que no te hace caso —intervino la tía Teresa, como yo esperaba.

   —¡Mamá! ¿Cuando he dicho yo eso?

   Reparé en que mi madre levantaba un poco la cabeza y me miraba. No podía ver sus ojos, pero resultaba evidente que estaba sorprendida. Era la primera vez que invitaba a mi prima a venirse conmigo al agua, y tal vez mamá sospechaba que tramaba algo. O tal vez pensaba que me había tomado en serio sus palabras de la noche anterior sobre mi aparente indiferencia hacia Alba. En ese momento, sentía de todo por mi prima excepto indiferencia.

   Alba resopló, dejó su revista y me siguió hacia el borde de la piscina, seguramente para no levantar sospechas. Me miraba como si fuese un tigre dispuesto a morder de un momento a otro, y eso me gustó. Gracias a un supremo esfuerzo mental, había conseguido aplacar mi erección durante unos minutos, pero cuando nos metimos en el agua volvió con renovadas fuerzas. Cogí la pelota de waterpolo, que andaba flotando por allí, y se la lancé a mi prima sin mucha fuerza.

   —Venga, vamos a jugar un poco —dije, con tanta normalidad que solo ella podría haber captado una doble intención.

   No iba a perder ni un segundo más. Me devolvió la pelota y yo volví a lanzarla, esta vez por encima de su cabeza, hasta la parte más alejada de la piscina, donde yo hacía pie sin problemas y ella necesitaba ponerse de puntillas para mantener la cara fuera del agua. Tras echarme una feroz mirada nadó hacia el balón y la seguí, en absoluto silencio, sin sacar los brazos del agua para no chapotear. Me sentía como esos cocodrilos que acechan a su presa con solo los ojos fuera del agua.

   Cuando recuperó el balón y se giró para volver se topó con mi cuerpo. Dio un gritito ahogado, me insultó y me golpeó el pecho con los puños, no muy fuerte. La agarré por la cintura, la levanté un poco y apreté su cuerpo contra el mío. Los pies no le llegaban al suelo, así que lo tenía más difícil para librarse de mí, sobre todo cuando la arrinconé contra la esquina del enorme rectángulo azul.

   —Suéltame, joder. Nos van a ver, tarado.

   Me aupé un poco y giré la cabeza para comprobar lo que ya sabía. Mi tía y mi madre estaban torrándose al sol, una bocarriba y la otra bocabajo, medio adormiladas y ajenas a cuanto sucedía a su alrededor.

   —Esas dos no se enteran de nada. Y tenemos algo pendiente, por si no te acuerdas.

   A pesar de sus protestas, le bajé la parte de arriba del bikini y sobé sus pechos cuanto quise. Alba extendió los brazos para agarrarse a los bordillos y mantenerse a flote sin tener que patalear, aunque ese movimiento incesante de sus muslos alrededor de mis caderas me estaba excitando muchísimo.

   —¿Y qué esperas que haga, Julio? ¿Que te la mame debajo del agua? No soy un puto pez.

   —Lo de la mamada lo dejaremos para otra ocasión. Vamos a pasar directamente a cosas más serias.

   Y muy seria era su expresión cuando le bajé la parte de abajo del bikini y se la saqué por los pies. La pequeña prenda violeta quedó flotando a la deriva cerca de nosotros. Me bajé el bañador hasta las rodillas y mi verga tanteó con la cabeza la suave vulva.

   —¡Liberad al Kraken! —exclamé. Ella no entendió la referencia, claro está.

  A pesar de ello, Alba supo que iba en serio, negó con la cabeza una y otra vez y me empujó inútilmente. Mi cuerpo le impedía cerrar las piernas, que se movían sin parar, y por un momento pensé que iba a gritar pidiendo auxilio. Intenté besarla, apartó el rostro y atrapé con la lengua una lágrima que había comenzado a resbalar por su mejilla. No esperaba que llorase, y eché mano de toda mi fuerza de voluntad para que su carita compungida no me ablandase.

   —Vamos, Alba, no es para tanto. Intenta relajarte.

   —¿Co... como me voy a relajar, joder? Están... Tu madre y la mía están ahí mismo... Si grito un poco me escucharán. —No lo dijo en tono de amenaza. Al parecer, no la atemorizaba tanto el hecho de que la penetrase como el ser descubierta por nuestras queridas mamis.

   —Pues procura no gritar.

   —Julio, por favor... Vamos al cuarto de baño y te la chupo. Te hago la mamada del siglo y si quieres me lo trago... Aquí es demasiado... demasiado, joder.

   La oferta era tentadora, pero en ese momento no estaba abierto a negociaciones. Aferré con fuerza sus firmes nalgas, la levanté hasta que su cabeza quedó un poco por encima de la mía y poco a poco empujé su manejable cuerpo hacia mí. La hambrienta serpiente marina metió al fin su hinchada cabeza entre los labios de la asustada almejita. No entró tan fácilmente como esperaba, tuve que parar en un par de ocasiones y penetrar milímetro a milímetro, de forma lenta pero inexorable. Alba estaba casi inmóvil, con cada músculo de su cuerpo en tensión. apretaba los dientes y me clavaba en los hombros la punta de los dedos (por suerte no tenía las uñas largas). En su garganta se formaban agudos gemidos que morían casi antes de nacer.

   Cuando había entrado hasta la mitad, miré un momento hacia atrás. Mamá y la tía Teresa seguían en la misma postura, ajenas a nuestra ilícita actividad. Me di cuenta de que mi prima había estirado por completo las piernas, y uno de sus pies asomaba sobre el agua. Tenía las uñas pintadas de violeta y movía los dedos de una forma muy graciosa. La miré a la cara, y esa mezcla de ira, miedo y expectación en sus bonitos ojos verdes me llevó a un nuevo nivel de excitación. Sin pensar en las consecuencias, empujé y se la metí entera de golpe.

   Me azotó la espalda con las manos, dobló de golpe las piernas, rodeándome con ellas, cerró con fuerza los parpados y apretó tanto los labios para reprimir un grito que desaparecieron. Para compensar un poco el brutal lanzazo, la besé con ternura en el cuello, los hombros, y por toda la cara.

   —Julio... Me duele. En serio, joder... me duele mucho... primo, por favor... —suplicó, tan bajito que no la hubiese escuchado de no tener el rostro pegado a su boca.

   —Si te doliese tanto... habrías gritado —dije yo. A esas alturas, también me costaba un poco hablar.

   —Para... para ya, por favor... Te haré lo que tú quieras, pero... para de una vez.

   Sus súplicas solo servían para aumentar mi deseo, y les puse fin sacando la verga de su agujero hasta la mitad y empotrándola de nuevo sin piedad. Notaba sus talones clavados en mis nalgas, los pezones duros contra mi pecho, su aliento entrecortado cerca del cuello... Repetí la operación una y otra vez, más y más rápido. A veces la sacaba casi entera para volver a ensartarla, cosa que hacía saltar sus pechos fuera del agua, y a veces no la sacaba y solo empujaba más, moviendo la pelvis á los lados o arriba y abajo. Las elásticas paredes de su vagina se habían rendido al ímpetu de mi barrena y ya no oponían tanta resistencia, pero seguían apretando de una forma sublime. Era el segundo polvo de mi vida, y estaba siendo infinitamente mejor que el primero. Ojalá pudiese recordar a Alba como la primera chica con la que estuve y borrar de mi memoria a esa universitaria ebria que apenas se enteró de que me follaba.

   Ella ya no me pedía que parase, solo intentaba seguir el ritmo de mis acometidas reprimiendo a duras penas los gritos y exclamaciones que se moría por liberar. Sin ánimo de humillarla o hacerle daño, llevado por un arrebato de pasión, agarré con ambas manos las dos coletas con las que se recogía el pelo y tiré de ellas, atrayéndola más hacia mí y forzándola a mirar hacia arriba. Sujetándola de esa forma, reuní todas las fuerzas que me quedaban y la taladré tan deprisa como pude. Por la forma en que su cuerpo se retorció, tembló y apretó los dientes, supe que estaba teniendo un largo orgasmo. La mezcla de agonía y éxtasis que vi en su precioso rostro fue la gota que colmó el vaso.

   Sin pensar siquiera en sacarla, la llené con un torrente de magma viscoso que ascendió desde mis huevos en varias y placenteras oleadas. El calor y la humedad aumentaron de tal forma dentro de su sexo que me miró con los ojos muy abiertos mientras me recreaba con los últimos espasmos de placer, tan unido a ella que solo las férreas leyes de la naturaleza nos impidieron fundirnos en un solo ser.

   Cuando nos separamos, ambos sudorosos, a pesar de estar sumergidos en agua, y exhaustos, pude ver parte de mi esperma subiendo de su entrepierna como una nube de humo blanco. Ninguno de los dos hablaba, solo nos mirábamos de tanto en tanto, comprobamos que nuestras madres no se habían movido y yo solté una estúpida risita. Acaricié un momento la mejilla de Alba con mis dedos, la observé mientras recuperaba su bikini y se lo ponía, y por fin habló, con una voz muy parecida a la de siempre, aunque un poco menos engreída.

   —Mañana tendré que tomarme una píldora del día después —dijo.

   —Lo siento.

   —Bah, no pasa nada.

   También me miraba de forma diferente. Sin duda ya no veía al mismo primo Julio, tímido y debilucho, al que le daban miedo las chicas guapas y no se apartaba de las faldas de su madre. Nadamos un rato en silencio, hasta que se acercó a mí y me puso una mano en el hombro. Su cambio de actitud era tan repentino como evidente; ahora me trataba como a un hombre.

   —Tengo que ir al baño —anunció. Me sorprendio que no dijese "Voy a mear" o algo por el estilo.

   —Alba —dije yo antes de que se alejase—. No te preocupes por la foto. La borraré en cuanto suba a mi habitación.

   En lugar de hablar, mi prima me sorprendió de nuevo. Se acercó con un rápido movimiento, me rodeó el cuello con los brazos y puso sus carnosos labios sobre los míos. Nuestras lenguas danzaron durante unos maravillosos diez segundos, se separó de mi otra vez y nadó hacia el borde de la piscina, dedicándome una enigmática y cautivadora sonrisa mientras subia la escalerilla de metal y el agua chorreaba por todo su sensual cuerpo, reluciente bajo el intenso sol veraniego. 

   La experiencia con Alba produjo un notable cambio en mi personalidad. Adquirí más confianza en mí mismo y comencé a ver a las mujeres de otro forma. No eran criaturas misteriosas a las que temer, cuyas atenciones debía mendigar siendo un buen chico. Eran un desafío que se podía superar, de una forma u otra; eran presas a las que se podía dar caza, y yo había encontrado, gracias a mi prima, la faceta de cazador oculta en mi interior. Era un hombre de casi veinte años, y no iba a tolerar por más tiempo que me siguiesen tratando como a un niño.

   Cuando la tía Teresa y Alba se marcharon, poco después de anochecer, ayudé a mamá a recoger las toallas y demás pertrechos piscineros. Después de ducharnos (por separado. Mi nuevo espíritu de cazador no obraba milagros) nos sentamos en el salón a ver las noticias antes de cenar. Mi madre rara vez se perdía el informativo, y yo casi siempre lo veía con ella, más por disfrutar de su compañía que porque los sucesos del mundo me importasen un comino.

   Esa noche llevaba una especie de batín corto, de color rojo oscuro con ribetes negros. A cualquier otra mujer le hubiese tapado hasta la mitad del muslo como mínimo, pero a causa de su inusual estatura, a mi madre casi todas las prendas le quedaban cortas a no ser que las encargase a medida, cosa que rara vez hacía, pues no tenía reparos en mostrar sus larguísimas y bien formadas piernas, siempre dentro de los límites de la decencia, claro. El batín le llegaba poco más abajo de las caderas, lo justo para cubrir sus partes "pudientes", y como no era la primera vez que se lo ponía yo sabía que si se inclinaba hacia adelante estando de pie podría ver gran parte de su lindo trasero. Ella también lo sabía, y teniendo en cuenta lo que había pasado entre nosotros últimamente puso sumo cuidado en no mostrar más de lo imprescindible.

   Estaba sentada en el sofá, con las piernas cruzadas y un poco echada hacia atrás sobre los mullidos cojines. Yo me senté cerca, no tanto como para rozarla sin querer y que amenazase de nuevo con enviarme a un especialista en transtornos psicosexuales, pero lo bastante como para que diese la impresión de que éramos una madre y un hijo entre los que no ocurría nada fuera de lo común. Comenté con ella un par de noticias y me pareció que me miraba un poco sorprendida por el tono de mi voz, que sonaba más firme y masculina.

   —¿Has visto lo que he hecho esta tarde? —dije, cambiando de tema. Encontré divertido decir cosas cuyo doble sentido solo podía entender yo.

   —¿A qué te refieres? —preguntó. Giró la cabeza para mirarme a la cara, intrigada por mi pregunta. Sin duda le pasó por la cabeza lo que ella misma había hecho esa tarde.

   —Le he prestado más atención a Alba, como querías.

   No se si en ese momento esbozé una sonrisa demasiado pícara, o sí mamá recordó lo que había dicho la noche anterior del culo de mi prima, pero frunció un poco el ceño y me examinó con sus profundos y oscuros ojos, ladeando un poco la cabeza.

   --¿No te habrás... propasado con ella, verdad? —Era evidente que le incomodaba hacerme esa pregunta.

   —¡Mamá, claro que no! Lo que dije anoche fue solo para hacerte enfadar, porque estaba todavía muy molesto por todo ese asunto de las cámaras ocultas y porque hubieses hurgado en mi ordenador personal. Pero te juro que nunca pensaría en Alba de esa forma. Para mí es como una hermana pequeña.

   Una hermana pequeña a la que le he hecho lo mismo que Héctor le hace a su hermana pequeña, pensé. A mi madre pareció satisfacerle la respuesta, respiró hondo y volvió a mirar la televisión antes de seguir hablando. Iba a abordar un tema aún más incómodo y ni siquiera quería mirarme. Incluso tiró un poco de los bajos del batín con disimulo para cubrir sus caderas, que quedaban a la vista cuando se sentaba hasta casi la cintura.

   —Respecto a eso...

   —¿Respecto a qué?

   —Esos vídeos y fotos que había en tu ordenador, Julio.

   —¿Qué pasa con ellos? —dije, fingiendo una indiferencia que la sacó de sus casillas.

   Giró medio cuerpo hacia mí, y por un momento el batín se abrió un poco a la altura del escote y pude ver un breve retazo de seno. Ella se dió cuenta al instante, cerró la prenda con un gesto enérgico y su enfado aumentó al comprobar que la miraba sin disimular lo más mínimo. Sorprendido por mi propia valentía, sonreí y separé un poco las piernas. Mi lombriz gigante estaba comenzando a salir de su letargo, y cuando se irguiese en toda su gloria quería que se marcase bien. Yo solo llevaba puesto un holgado pantalón de pijama, sin nada debajo, una costumbre veraniega que había adquirido hacía varios años.

   —¿Cómo que qué pasa con ellos? —exclamó. Me pareció que se esforzaba por no gritar ni parecer demasiado enojada, aunque lo estuviese, teniendo en cuenta lo delicado del asunto —¿Es que no vamos a hablar del tema? ¿No me vas a dar ninguna explicación?

   —Creo que la explicación salta a la vista.

   Al mismo tiempo que respondía, dediqué una larga mirada a sus largas y morenas piernas. En ese momento mi verga dio un estirón y levantó un poco la tela del pijama. Me estaba pasando de la raya, de eso no cabía duda. El éxito con mi prima se me había subido a la cabeza y me estaba hundiendo en una situación que podría terminar muy mal. Al fin y al cabo, Alba era una niñata frívola y sin mucho seso, y mi madre una mujer inteligente, con mucha personalidad y, cuando se trataba de mí, acostumbrada a dominar la situación.

   Mi repentina actitud insolente y provocativa la llevó hasta el punto de apartarse de mí más de un metro, deslizándose por el sofá, y mirarme como si fuese un extraño. Respiró hondo, cerró los ojos y agachó la cabeza para masajearse el puente de su poderosa nariz. Siempre me sorprendía que mamá hiciese ese gesto cuando estaba exasperada, ya que es propio de las personas que llevan gafas y ella nunca las había usado (salvo las gafas de sol, claro).

    —No se que voy a hacer contigo, hijo —habló. La mezcla de tristeza y hastío en su voz casi me conmueve —. Si solo fuese el porno pensaría que algo casi normal a tu edad, tener ese tipo de fantasías, pero todo lo demás es demasiado. Lo que pasó hace unos días, cuando te... arrimaste a mí en la piscina de esa forma. Lo que hiciste el verano pasado... y esa forma de mirarme a todas horas. Nunca te he dicho nada porque pensaba que en el fondo te avergonzabas de hacer esas cosas, y he intentado comportarme como si nada ocurriese... Y aquí estás ahora, cuando por fin me decido a abordar el tema, mirándome como un maniaco sexual y...

   En lugar de terminar la frase, mamá hizo un rápido gesto con la mano hacia mi entrepierna, donde las redondeces del glande ya se marcaban por encima del nivel de mis muslos. Tras soltar la parrafada, suspiró y apoyó la cara en las manos, moviendo lentamente la cabeza hacia los lados. Tenía los codos apoyados en las rodillas, y las piernas muy juntas. Me fijé, de nuevo casi sin querer, en que iba descalza y llevaba las uñas pintadas del mismo color que el batín. A lo mejor estaba empezando a gustarme ese rollo fetichista de los pies, porque esa tarde también me había fijado en los de Alba.

   Todo lo que había dicho era cierto, pero aún así me molestó que me llamase maniaco sexual. Me irritó el tono condescendiente de sus palabras, la forma en que parecía observarme desde lo alto de su puñetero pedestal, como si ella fuese un modelo de virtud. Me cabreó su compasión, el hecho de que a pesar de todo me quisiese tanto que era incapaz de odiarme y solo quería ayudarme. Me enervaba no ser capaz de quererla un poco menos para que mi deseo no fuese tan doloroso para ambos. Un silencio espeso se adueñó del salón, a pesar de que el televisor estaba encendido, y yo rea incapaz de romperlo. Estaba confuso hasta el límite del delirio, y para colmo cada vez llegaba menos sangre a mi cerebro. Mi espíritu de cazador corría en círculos por el bosque, disparando flechas al cielo y golpeando los árboles con la polla.

   —No se que voy a hacer contigo —dijo ella, a nade en concreto, en un lánguido eco de sus anteriores palabras.

   Solo tenía tres opciones: huir, escapar de la situación y evitarla el tiempo suficiente como para que las aguas se calmasen. También podía arrastrarme, deshacerme en disculpas como el "buen chico" que siempre había sido y prometerle que no volvería a hacer nada que la molestase; quemar incluso mi computadora delante de ella si hacía falta. O podía hacer lo que hice, escoger la tercera opción, la más acorde a mi renovada personalidad de aspirante a semental: podía atacar, concentrarme solamente en el rencor que habían dejado en mí sus recientes pecados, dejar de idolatrarla y arrastrarla en mi caída.

   —Dime una cosa... mamá. —Pronuncié esa palabra como hubiese pronunciado "zorra" —. ¿De verdad creer que el incesto es algo tan malo?

   Me miró sin dar crédito a sus oídos. Por un momento no supe si iba a responder o a darme un puñetazo solo por haberme atrevido a pronunciar "la palabra". Ese era solamente el primer movimiento de mi ofensiva, captar por completo su atención, hacer que se revolviese contra mí como si ella fuese la fiera más peligrosa.

  —¿Como puedes siquiera preguntarme eso, Julio? —dijo, pasado el impacto inicial —. Es algo antinatural y repugnante, y lo sabes.

  —¿Te refieres solamente a el incesto entre una madre y su hijo? —El cazador ya no estaba loco. Tenía una flecha dispuesta en el arco y se disponía a disparar.

  —Me refiero a cualquier tipo de... incesto.

   Oirla pronunciar la palabra fue un pequeño triunfo. La ira había acelerado su respiración, haciendo que expulsase el aire por la nariz con la fuerza de un motor a vapor. Sus ojos, grandes y oscuros, tenían un brillo peligroso, y su cuerpo, su formidable y excepcional cuerpo, estaba tan tenso como la cuerda de mi imaginario arco. Sonreí un poco, sostuve su mirada y solté la primera flecha.

   —¿Incluso el de una tía con su sobrino? —disparé —. Y no me refiero a un sobrino político, sino al hijo de tu hermana, por ejemplo.

   Decir que su cara en ese momento era un poema sería insuficiente; era un poema de terror. Su mandíbula inferior se descolgó un poco, un gesto que nunca había hecho, al menos en mi presencia, su mirada pareció desenfocarse y enrojeció de tal forma que sus mejillas parecían bronce pulido. Entrelazó los largos dedos de sus manos, sin duda para que yo no advirtiese cuanto le tamblaban. Ahora la fiera estaba herida, más débil y puede que más peligrosa que antes.

   —¿Qué... qué dices? ¿A qué viene eso, Julio?

  —Ayer os vi, mamá, por la ventana del garaje. Vi lo que Héctor te hacía, y cómo tú le dejabas hacerlo. Y se que esta tarde ha estado en tu dormitorio... follándote.

   Su brazo era lo bastante largo como para que no tuviese que acercarse de nuevo a mí. Solo inclinó el torso hacia adelante y me abofeteó por primera vez en su vida. Su rostro estaba tan demudado por la rabia que hasta enseñaba un poco los dientes. Encajé el golpe sin inmutarme y solamente la miré, con la dureza del más implacable de los jueces. Se quedó inmóvil unos segundos, al borde de un ataque de ansiedad, y de pronto se derrumbó. Enterró la cara de nuevo entre las manos y se sacudió al ritmo de profundos sollozos.

   Verla sufrir tanto me conmovió hasta tal punto que estuve a punto de desistir en mi empeño. Una parte de mí quería consolarla, mostrarle el cariño inocente de un hijo hacia su madre. Pero ahora que estaba débil, atrapada en la red de su propia culpa, no podía dejarla escapar. Mientras planeaba el siguiente movimiento me acerqué un poco e intenté ponerle la mano en el hombro, en un gesto de simple compasión. Ella la apartó de un zarpazo y me miró con ojos febriles, el rostro húmedo por las lágrimas y los labios temblorosos.

   —¿Qué es lo que pasó, mamá? ¿Si realmente fue él quien colocó esas cámaras por qué te comportabas de esa manera? Creo que merezco una explicación, después de que casi cargo yo con la culpa.

   Se limpió el rostro con la mano y sorbió por la nariz. Incluso en esa situación estaba arrebatadora, tan grande y a la vez tan vulnerable. Se quedó mirando al vacío, y respiró hondo varias veces hasta que fue capaz de hablar. Solo recordaba haberla visto llorar una vez, cuando murió mi abuelo siendo yo un niño, y me sorprendió el cambio en su voz, nasal y temblorosa.

   —Fue él... Cómo tu me dijiste. Fue el... degenerado de Héctor quien puso esas cámaras. Para verme, dice. Para verme desnuda porque siempre me ha deseado, siempre... ha soñado con...

   —Follarte.

   —¡Julio, basta ya! —exclamó. A pesar de todo, seguía molestándole que utilizase palabras vulgares —. Pero... sí, eso es lo que quería. Yo le dije lo mucho que me repugnaba la idea, que no podía hacer esas cosas con mi propio sobrino, a quien he visto crecer y...

   —Eso te lo puedes saltar. Escuché todo lo que le decías en el garaje —dije. "También escuché tus gritos de placer mientras te corrías a chorros", pensé, pero decidí callarme y no ser tan agresivo por el momento.

   No hizo falta que lo dijese, porque ella lo sabía. Asintió con lentitud, incapaz ya de mirarme a la cara. Su vergüenza era tan intensa que parecía querer meterse dentro de su corto batín como una tortuga en su concha.

   —No me pude negar, Julio... No pude. Me amenazó con enseñar esos vídeos, con colgarlos en Internet para que todo el mundo los viese. Me chantajeó, hijo, mi propio sobrino... a quien siempre he tratado tan bien... Me trató como a una... cualquiera.

   Continué mirándola sin pestañear. Chantaje, eso tenía sentido, pero no lo suficiente. Todavía no encajaban las piezas y yo estaba dispuesto a resolver el rompecabezas esa noche, aunque a mi madre le provocase una crisis nerviosa.

   —No lo entiendo, mamá. No entiendo que aceptases ese chantaje solo por unos vídeos donde se te ve desnuda. ¿Tan terrible hubiese sido que alguien los viese como para dejarle meter su polla en tu boca hasta el gaznate? Sí, eso también lo vi, deja de sorprenderte. Lo vi todo.

   —No eran solo desnudos —explicó, tras una pausa —. Grabó... grabó otras cosas. Me grabó haciendo cosas que no puedo permitir que vea nadie, sobre todo tu padre. Y si no hago lo que me dice, Héctor le enseñará los vídeos. Esa es la razón, Julio... Todo lo que viste, todo lo que ha pasado esta tarde en mi dormitorio, lo hago para proteger a esta familia... Lo creas o no, y si en algún momento me has visto disfrutar es porque... después de todo soy una mujer, no soy de piedra... pero después me siento tan mal que me dan ganas de... de...

   El llanto le impidió continuar. Yo tenía mi respuesta, pero solo a medias. ¿Qué era lo que habían grabado esas cámaras exactamente? Al menos había reconocido que ella también disfrutaba, que era una hembra tan ardiente como para no poder evitar sentir placer incluso en una situación que la asqueaba. El cofre de la verdad ya estaba abierto, ahora solo era cuestión de continuar hurgando.

   —¿Cuánto tiempo vas a permitir que te humille y te utilice, eh? ¿Te ha dado ya esos vídeos o todavía no está satisfecho con el precio que has pagado?

   —Me ha... me ha dado una copia en un pendrive —reconoció, entre hipidos —. Para que sepa que es lo que ha grabado, pero él tiene los originales, claro. Y no los va a borrar nunca. Eso ha dicho. Me tiene atrapada hasta que se canse de... hacerme lo que me hace.

   —Dame ese pendrive, mamá. Tengo que saber qué es de lo que estamos hablando.

   Apretó los párpados y negó con la cabeza una y otra vez. Saltaba a la vista que la sola idea de compartir conmigo ese secreto la superaba. Quizá con un hijo normal lo hubiese hecho, pero no con uno que soñaba con meterse entre sus piernas.

   —Ni hablar. Ni hablar, Julio. Esos vídeos no los verá nadie, aunque tenga que ser la... puta de Héctor durante años.

   Tuve una idea, y por segunda vez en ese día me sentí orgulloso de mi rapidez mental. Mi cazador no solo manejaba bien el arco, sino que era un trampero astuto. Me aclaré la garganta, me incliné un poco para que mi cabeza quedase frente a la suya (era la primera vez que me sentía más alto que mi madre), y me dispuse a mentir como un bellaco.

   —¿Y qué te parece si hacemos un trato? —pregunté.

   —¿Qué dices ahora? ¿Qué clase de trato, Julio? —dijo ella, de nuevo en guardia, temiendo ya alguna jugarreta por mi parte.

   —Tú me traes ese pendrive, y yo borro de mi móvil las fotos que hice por la ventanita del garaje.

   Era lo bastante creíble como para que mamá se pusiese pálida. Yo no era un adicto al móvil como mi prima Alba, pero solía llevarlo encima, o al menos tenerlo al alcance de la mano. Aunque hasta ahora pueda haber dado la impresión de ser un chico solitario, tenía bastantes amigos y me comunicaba con ellos a lo largo del día a través de las redes sociales. En verano apenas los veía en persona, eso es cierto, pero porque pasábamos las vacaciones en lugares alejados. 

   —No... no, no, hijo, tú no... No es posible que me estés haciendo lo mismo... tú no, por favor.

   —No te pongas tan dramática, mamá. y no compares una cosa con la otra. Yo nunca te obligaría a hacer esas cosas a la fuerza. Solo quiero ver los vídeos, nada más.

   No se movió del sitio, negando una y otra vez con la cabeza y gimoteando. Le perdía el respeto a pasos agigantados, y tuve que recordarme a mí mismo que esa mujer acorralada entre la lujuria de dos jóvenes pervertidos era la misma que preparaba chocolate caliente la mañana de Navidad, o que me acariciaba el pelo cuando estaba triste, sin necesidad de decirle nada. Volvería a subirla a su pedestal, me dije, pero antes aprovecharía cada segundo que estuviese tirada en el barro.

   —No me hagas pasar por eso, hijo mío. Por favor, no soportaría que me vieses... de esa forma —continuó suplicando.

   —¿De esa forma? Te he visto correrte como una loca encima de un coche, te he visto tragarte el semen de tu sobrino y besarle después —le espeté. Lo del beso seguía molestándome más que cualquier otra cosa. Ella me miraba aterrada, como si cada una de mis palabras se le clavase en el vientre —. Y ya sabes que la cámara de mi móvil es estupenda. Conseguí incluso una imagen muy nítida de tu cara, con la boca abierta y la polla de Héctor metida hasta los huevos, y otra de...

   —¡Basta ya! —explotó mi madre.

   Se puso en pie, temblando, y se alejó del sofá hacia la escalera con pasos rápidos y vacilantes. No se acordó de bajarse el batín al levantarse y me mostró la mitad inferior de su magnífico trasero. Llevaba unas braguitas blancas con encajes. Escuché los pasos de sus pies desnudos subiendo los escalones, y pensé que iría a encerrarse en su dormitorio. Bajé el volumen del televisor y dejé pasar unos minutos, dispuesto a seguirla y continuar la cacería cuando se hubiese desahogado llorando contra su almohada.

   Entonces los pasos sonaron de nuevo, esta vez acercándose. Mamá apareció en el salón, se paró a un metro del sofá y arrojó un pequeño objeto a mi regazo. Un pendrive de color negro.

   —Borra esas fotos. Te lo advierto —dijo, con la voz ronca y espesa.

   Después de la amenaza, tan poco enérgica que no la tuve en cuenta, se giró y desapareció de nuevo escaleras arriba. Sentí el impulso de retenerla, de obligarla a ver conmigo lo que había provocado su descenso a los infiernos del incesto, pero no estaba seguro de que, estando tan alterada, pudiese soportar semejante humillación. Así que inserté el pendrive en el puerto correspondiente de nuestro televisor de plasma y apreté los botones del mando a distancia hasta dar con lo que buscaba.

   Solo había una carpeta, llena con unos cuarenta vídeos. No me esperaba que fuesen tantos, así que controlé por unos segundos las tremendas ganas que tenía de verlos, fui a la cocina a por un refresco y me puse cómodo en el sofá, sentado justo enfrente de la pantalla. Los primeros que reproducí no contenían nada fuera de lo normal, lo que no significa que no me excitasen, tanto que mi pijama se vio al instante puesto a prueba por una monolítica erección.

   En ellos aparecía mi madre duchándose, dándose loción hidratante por todo el cuerpo (debía gastar mucho en loción, teniendo en cuenta su metro noventa de interminable belleza), depilándose o secándose el pelo. Los vídeos no tenían sonido, pero por la forma en que movía los labios supuse que a veces cantaba en la ducha. También descubrí algunos momentos divertidos y curiosos; en una de las secuencias bailó durante unos minutos de forma muy sugerente, en otra cantaba usando un cepillo como micrófono y en otra parecía ensayar posturas sensuales frente al espejo.

   Los vídeos del vestidor no eran menos interesantes. La cámara estaba colocada de forma que podía verse también parte del dormitorio, incluyendo casi toda la cama, y a veces se la veía totalmente desnuda caminando, de frente o de espaldas, vistiéndose o desnudándose, poniéndose medias, ropa deportiva o un bikini. La vi sentada en el bode de la cama hablando por teléfono; la vi esa noche en la que salió con sus amigas, probándose media docena de modelitos antes de escoger uno; La vi retirar una a una varias cajas de zapatos y sacar un pequeño maletín negro oculto tras ellas...

   Al parecer, mi primo había ordenado los vídeos por la intensidad y el contenido sexual de las escenas, y cuando el maletín hizo su aparición la cosa comenzó a ponerse realmente interesante, ya que su contenido era una variada colección de juguetes sexuales. El ángulo de la cámara no permitía ver todo su contenido, pero distinguí unas bolas chinas de color blanco, un huevo vibrador, uno de esos consoladores que parecen la polla de un alienígena y que estimulan vagina y ano al mismo tiempo y otro de los que llaman "taco anal", cuya forma me recordaba a un peón de ajedrez. Pero el que más destacaba era una monstruosidad de color negro cuyas medidas descartaban que los fabricantes se hubiesen inspirado en un pene real (en un pene humano, al menos). Debía medir medio metro y era tan grueso como una lata de refresco.

   Durante la siguiente hora y media, vi a mamá masturbarse en todas las posturas posibles, usando uno de sus juguetes, varios a la vez, o solo las manos. La combinación huevo vibrador-polla gigante parecía su favorita, y su cuerpo casi levitaba de placer minutos después de habérselos introducido. El pequeño huevo desaparecía dentro de su ano como un supositorio unido a un cable, presionaba un botón, y tras meterse un rato los dedos, escupía en la punta del trasto negro y se le introducía en la raja poco a poco. Cuando el túnel se había ensanchado lo suficiente, lo movía adentro y afuera usando ambas manos. Se corría de tal forma que pataleaba, estiraba las piernas como si le diesen espasmos, movía la cabeza con fuerza a un lado y a otro, arqueaba la espalda y, en un par de ocasiones, vi salpicar ese chorro de fluidos tan espectacular.

   Dediqué un par de minutos a hacer cálculos. Llegamos al chalet hacía seis días. Héctor nos había visitado por primera vez al día siguiente con su familia, y sin duda mientras estábamos todos en la piscina aprovechó para entrar en casa y colocar las cámaras, lo cual significaba que llevaban grabando como máximo cinco días. En los vídeos, pude ver a mi madre masturbándose hasta en ocho ocasiones, lo cual significaba que lo hacía a diario, y en ocasiones más de una vez.

   Descubrir que mamá se tocaba casi tanto como yo me complació y enojó a partes iguales. Que aplacase su ardiente entrepierna con juguetes grotescos mientras yo, a pocos metros, le daba al manubrio fantaseando con ella no tenía ningún sentido. No lo tenía para mí, alguien que consideraba los prejuicios y prohibiciones en torno al incesto algo anacrónico y carente de lógica.

   Eran casi las tres de la mañana cuando la vi masturbarse por última vez, y me percaté de que debido a mi continua erección el líquido preseminal había manchado mi pijama, dejando una mancha redonda en la fina tela. Me lo quité, quedando completamente desnudo, y me senté sobre él. En cuanto me entregó el pendrive, sin duda mi madre se había hecho a la idea de que me masturbaría viendo su contenido, así que no me inquietaba la posibilidad de que bajase y me sorprendiese haciéndolo. Me escupí en la mano y comencé a acariciarme despacio, disfrutando del momento.

   Hasta ese momento no había visto nada que justificase el miedo de mi madre a la divulgación de esas imágenes. Que tuviese un arsenal de artillería erótica y lo utilizase a diario era propio de una mujer con unos apetitos que quizá superaban la media de lo habitual en otras señoras de cuarenta y seis años, pero no era nada malo, y desde luego no era algo que pudiese destruir nuestra familia, como ella había insinuado. Me dispuse a ver el último vídeo, cuya duración era muy superior a la de los demás, y di por hecho que en él estaba la respuesta. No me equivocaba.

   Durante los primeros minutos solo se veía el vestidor, las perchas con los caros vestidos de mamá a un lado y las hileras de no menos caros zapatos al otro. Varios metros más adelante estaba la cama de matrimonio, cubierta por su inmaculada colcha color marfil, con dos grandes cojines sobre la almohada. Pulsé la tecla de avance rápido, como ya había hecho en otros vídeos cuando no ocurría nada, hasta que apareció mi madre.

   Llevaba unas sandalias con un poco de tacón, con cintas entrelazadas hasta la mitad de la pantorrilla, un vestido veraniego de tonos claros, sin mangas y de falda corta, por encima de la mitad del muslo, y el pelo recogido en una gruesa coleta. Recordaba haberla visto vestida así, tres días atrás. Esa mañana yo había ido al club a jugar al tenis con el hijo de una amiga suya, un chaval un par de años menor que yo al que no soportaba, pero acepté por hacerle un favor a mamá, como de costumbre. Recordé que al irme me había sorprendido verla vestida así, más arreglada de lo habitual para andar por casa, ya que me había dicho que no saldría. No le pregunté nada, y si lo hubiese hecho no me habría dicho la verdad, teniendo en cuenta lo que vi en la pantalla a continuación.

   Mamá no entraba sola en la habitación. Siguiéndola muy de cerca, apareció un hombre vestido con un mono de trabajo verde. Ella le hablaba con una sonrisa de oreja a oreja, y el tipo asentía, respondía de vez en cuando y sonreía aún más. Era lo bastante alto como para que su cabeza llegase al hombro de mi madre, y tenía la espalda ancha, los brazos fuertes y el aspecto tosco de alguien que se gana la vida con trabajos físicos. En un momento dado volvió un poco la cabeza y lo reconocí al instante: era Juan, el jardinero que venía un par de veces por semana a cuidar nuestras plantas. 

   Juan era un tipo simpático, de unos treinta años y evidente origen latino. Era la clase de trabajador que canta mientras realiza sus labores, como si no desease estar en otra parte ni haciendo otra cosa. Pronto iba a descubrir que su alegría no se debía únicamente a que le gustase su trabajo. Dado que nuestro jardín era bastante grande, Juan a veces traía ayuda: un cuñado, hermano de su esposa, algo más joven que él y también más serio, aunque igualmente educado y diligente. Se llamaba Melchor. ¿Y dónde estaba Melchor esa mañana? En efecto, también entró al dormitorio detrás de mi madre y su cuñado.

   Por más que me enfureciese verla a punto de mancillar su lecho conyugal con dos hombres (ninguno de los cuales era yo, para colmo), debía reconocer que tenía su lógica. Nuestro jardín era tan grande que necesitaba dos trabajadores; ella era tan alta, y su savia estaba tan caliente, que necesitaba dos hombres para cometer adulterio. Aparqué mi indignación por el momento y me dispuse a disfrutar del espectáculo, que comenzó sin mucho preámbulo.

   Los tres sabían a lo que habían subido al dormitorio, y se pusieron manos a la obra de inmediato. Mamá se sacó el vestido por la cabeza, quedándose en bragas, pues como de costumbre no llevaba sostén. Sus invitados se quitaron las botas, los monos y la ropa interior, sin prisa excesiva pero sin pausa. Tuve que reconocer que Juan era un buen ejemplar, sin un gramo de grasa en su moreno y bien proporcionado cuerpo. A Melchor le sobraban algunos quilos, pero tenía una constitución incluso más robusta que la de su cuñado, y debía medir más de metro ochenta, ya que apenas necesitaba levantar la cabeza para mirar a mi madre a la cara.

   Siempre había pensado que las escenas de tríos en las películas porno eran algo exageradas y fantasiosas, pero lo cierto es que la que vi esa noche en la pantalla de plasma no se diferenciaba gran cosa de la ficción. Comenzó con la clásica doble mamada, con ella sentada en el borde de la cama, inclinada hacia adelante, chupando una verga mientras atendía a la otra con la mano. Las herramientas de aquellos tipos no eran tan grandes como la mía o la de Héctor, pero se podía decir que iban bien servidos, más por encima de la media que por debajo. Melchor la tenía más venosa y cabezona, y un poco torcida hacia un lado, lo que hacía a mi madre mover el cuello de forma distinta cuando se la metía en la boca. La de Juan era más recta y lisa, y ambos tenían una buena mata de vello negro y crespo.

   Me di cuenta de inmediato de que era ella quien tenía el control de la situación. Ellos se limitaban a mirar hacia abajo con deleite y acariciarle la cabeza de vez en cuando. A pesar de que la distancia de la cámara me impedía ver bien la expresión de sus rostros, me dio la impresión de que evitaban mirarse entre ellos. Seguramente era la primera vez que hacían un trío, y sin duda agradecían que fuese la señora Maribel quien llevase la iniciativa. Tras una prolongada sesión de sexo oral que llevó mi envidia a niveles ponzoñosos, mamá se quitó las braguitas, que debían estar ya empapadas, y pude ver de nuevo la incitante disposición geométrica de su pubis, con el pequeño triángulo oscuro de vello rodeado por el triángulo claro que formaba la marca del bronceado.

   A continuación se tumbó en la cama, abrió las piernas y su rostro adoptó las formas inequívocas de un suspiro o gemido de placer cuando Juan se tumbó sobre ella y la penetró. Melchor se quedó de pie junto al lecho, sin saber muy bien que hacer, hasta que mamá le hizo un gesto y el grandullón se arrodilló sobre la colcha de forma que su escroto quedaba sobre la frente de la señora, quien estiró la cabeza hacia atrás para obsequiar al jardinero con una soberbia mamada invertida. Al cabo de un rato cambiaron los puestos, Melchor la embistió con su corpachón y Juan, más ágil, se agachó en una postura que hinchó todos los músculos de su cuerpo para metérsela en la boca. Entonces entendí por qué mamá no había llegado a vomitar cuando su sobrino se la metió hasta la campanilla. Juan le estaba follando la boca igual que había hecho con su otro orificio, y ella se la tragaba entera sin dar muestras de agobio. Estaba claro que mi madre era una tragasables de primera categoría.

   Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, probaron casi todas las posturas y combinaciones que permite la unión de dos machos y una hembra, siempre sin abandonar el plano estrictamente heterosexual. Cuando se montó a horcajadas sobre Melchor y Juan la invadió analmente supuse que se había preparado antes de que ellos llegasen, como hacen las actrices porno, ya que la ensartó de inmediato y comenzó a bombear sin que ella mostrase signos de sentir dolor o incomodidad. La doble penetración parecía enloquecer a mi madre, que se sacudía, cabeceaba agitando su larga coleta en todas direcciones y apretaba los dientes o abría la boca sacudida por espasmos de puro éxtasis. También se dejó sodomizar a cuatro patas por uno mientras complacía al otro con la boca. De cuando en cuando uno descansaba y se tocaba para mantener el tronco bien erguido, mirando el formidable cuerpo de su jefa en plena acción, algo que habría hecho erguirse hasta el tronco de un árbol de verdad, si tuviesen ojos.

    Yo, por mi parte, me debatía entre la furia contenida y la desatada excitación que me obligaba a masturbarme con los ojos fijos en el plasma. Debió ser la paja más larga de mi vida, pues no pulsé una sola vez el botón de avance rápido y no me corrí hasta que ellos lo hicieron, Juan en el vientre de mamá y Melchor en la cara. Ver como se acariciaba la barriga, extendiendo la viscosa crema alrededor de su ombligo, y como se relamía y sacaba la lengua para atrapar los goterones que habían caído cerca de su boca, me catapultó a una clase de orgasmo cuya existencia desconocía. El placer recorrió mi cuerpo en oleadas ardientes y heladas que lo arrastraban todo a su paso, como una marabunta de hormigas eléctricas. No estoy seguro de si grité, pero mi boca se abrió al máximo, dejé de sentir mi verga en la mano y el universo entero giró a mi alrededor.

   Mareado y jadeante, no se cuanto tiempo pasó hasta que abrí de nuevo los ojos. Puede que incluso sufriese un pequeño desmayo. Lo primero que vi fue el televisor, donde ya no había nadie, solo la imagen del vestidor, el dormitorio vacío y la colcha arrugada, con algunas manchas de humedad difíciles de percibir en la imagen sin color. Tardé unos segundos en darme cuenta en que parte de mi semen había llegado a la pantalla, un par de gruesas líneas que resbalaban lentamente. La peor parte se la había llevado la mesa de cristal que había frente al sofá, una de esas mesitas de té muy bajas. Mi descarga, de la que apenas había sido consciente, había dibujado irregulares trazos en la superficie transparente, y sin duda también había manchado la alfombra y el propio sofá.

   Pero lo que más me impactó, lo que hizo aumentar la sensación de irrealidad al punto de pensar que estaba soñando, fue ver a mi madre, arrodillada junto a la mesa con un rollo de papel de cocina en una mano y un bote de limpiacristales en la otra. Me pregunté si había aparecido al final, justo a tiempo para limpiar el desaguisado, o si me había estado observando a escondidas durante toda o parte de la sesión.

   —Podrías haber tenido un poco de cuidado —dijo. Su voz sonaba grave y ronca. Debía haber estado llorando bastante rato después de marcharse.

   —Lo siento, mamá. Dame eso, yo lo limpiaré.

   Me levanté, ignorando mi mareo, y reparé en que evitaba mirarme. Sus labios se fruncieron y movió la cabeza, apesadumbrada. Me di cuenta entonces de que estaba desnudo, empapado en sudor  con algunas gotas de mi propia semilla esparcidas por la piel. Mi erección había remitido, pero aunque colgase mirando hacia la alfombra, mi vil garrote no había perdido toda su presencia, y mostraba un tamaño que habría impresionado a cualquier mujer.

   —Ve a ducharte, Julio.

   El tono desolado de su voz me obligó a obedecer. Cogí mi pijama, manchado también, y caminé hacia las escaleras. Tenía mucho en lo que pensar, y una larga ducha de agua tibia me ayudaría a planear la siguiente jugada. El cazador aun no se había cobrado, ni mucho menos, a su más codiciada presa.

CONTINUARÁ...

(9,23)