Unos meses antes, había tenido lugar la boda de Sebastián, el primo de mi mujer. A pesar del banquete algunos quedamos hambrientos (ver Celebraciones familiares 1: La boda).
Hagamos un repaso de las personas que de una forma u otra intervinieron en aquellos emocionantes días de invierno.
Carla era una chica fisgona de 18 años aplicada en sus estudios. Corría el mes de noviembre y pronto sería su cumpleaños. A pesar del frío, su padre, Rodrigo, se había empeñado en celebrarlo en una casa de campo que apenas utilizaban. Era una casa de labor que llevaba siglos en la familia pasando de generación en generación. Antaño, allí se trasladaba toda la familia cada temporada de siembra y cosecha, pero ahora su uso principal era el de hospedería para cazadores los días de montería. A causa del desuso la casa presentaba algunos desperfectos. Rodrigo era un ingeniero que nunca había empuñado un destornillador pero María Luisa, su esposa, sabía a quién debe pedir ayuda. Me llamo Roberto y soy el marido de Teresa, prima de Rodrigo y manitas oficial de la familia. Mi difunto padre siempre decía que hay que saber hacer de todo, y se esmeró en enseñarme lo básico para hacer arreglos de electricidad, fontanería, etc.
Rodrigo – María Luisa
Carla
Piedad – Paco
Sebastián – Montse
Teresa – Roberto
― Buenos tardes Rodrigo ¿Cómo vas? ―dije al pasar al salón donde Rodrigo leía entretenidamente el periódico enfrente del fuego.
― Aquí, descansando un poco. ―respondió.
A Rodrigo le gusta mucho descansar, claro está lejos de sus 4 hijos. Por lo que yo sé esa es su única afición. Por suerte para él siempre van acompañados de la nani. Espero de corazón que cuando muera Dios lo mande al cielo junto a todos los niños.
― Perdona, ¿tú sabes donde tengo que poner el enchufe? ―pregunté.
― ¡Luisa! ―gritó sin cerrar el periódico― ¡Mira a ver qué quieres del muchacho!
Enseguida apareció por la puerta que daba a la terraza. Debía estar fuera con los críos. Rodrigo y María Luisa tenían cuatro hijos y los dos chicos eran aún pequeños. Vestía de manera formal, de acuerdo a su edad y condición de madre de familia numerosa, no como otras que siguen vistiendo igual que cuando tenían veinte años. Vamos que llevaba un jersey recio, falda de algodón oscura y medias de abrigo, la verdad es que en la calle hacía un frío acorde al mes de enero en el que estábamos. Menos mal que la abuela puso la calefacción antes de morir.
― ¡Hola Roberto! No pensaba que vendrías tan pronto. ―me saludó María Luisa, con su sonrisa perfecta. La última vez que la vi llevaba aparato corrector en los dientes.
― “Al que madruga Dios le ayuda”. ¡Te han quitado el aparato! ¡Qué descanso te habrá quedado! ¿No?
― Sí, la verdad. Ya estaba hasta las narices ―dijo con gesto sincero.
― Estas muy guapa… Sin querer ser insolente delante de tu marido. ―pero Rodrigo ni se inmutó.
― Gracias por el piropo. Es un alago “viniendo de ti”… No te preocupes.―puntualizó con una franca sonrisa y gesto pícaro. Pero en lugar de tranquilizarme aquellas palabras de misterioso significado provocaron mi curiosidad. ¿Qué habría querido decir con “viniendo de ti”?
La acompañé por las diferentes estancias de la casa mientras me iba explicando las tres chapucillas que tenía que hacer. Confieso que tuve que esforzarme para atender a lo que me iba diciendo en lugar de mirarle el culo. María Luisa poseía un pandero generoso que embutido a presión en aquella tosca falda clamaba un buen par de azotes.
En total eran tres las faenas que debía realizar. Poner un enchufe en una habitación, colocar burlete en varias ventanas y sustituir la junta de goma del grifo de la cocina para que cesara de gotear.
Comencé por instalar el enchufe en la habitación de la hija mayor, Carla. La habitación ya contaba con un enchufe donde había conectada una regleta de varios enchufes. En ella se amontonaban uno tras otros los enchufes del radiador, el ordenador portátil, el cargador del móvil y la lámpara del escritorio. Aquello era un peligro, dada la antigüedad de la instalación eléctrica de la casa.
Tenía que sacar un cable del registro de la habitación. Llamé de nuevo a María Luisa para pedirle una escalera. Me indicó donde podría encontrarla pero entonces. ―Tienes que echarme una mano un momento. Necesito que alguien me dé lo que necesite mientras estoy en la escalera.
― Carla te ayudará, yo tengo que preparar la comida con Yeimy, ¡Carla! ¡Deja el teléfono y ayúdale a tu tío! ―gritó desde la cocina.
Carla apareció con cara de pocos amigos. Probablemente habría tenido que dejar a medio una interesante conversación por Whatsapp. Carla era una chica alta como su madre, delgada sin llegar al extremo, con el pelo largo, lacio y moreno, bastante vergonzosa y callada, formal en el vestir, muy estudiosa eso sí ya que además de sacar buenas notas hablaba cuatro idiomas. No se le conocía novio, aunque era tan reservada que quizá sí estuviese saliendo con algún chico sin que nadie lo supiera. Efectivamente, estuvo dándome las piezas y herramientas eficazmente, todo evitando mirarme. Por alguna razón se sentía incómoda en mi presencia. Yo quería solucionar el tema de una vez.
― Oye Carla. ¿Qué pasa? ¿Es qué he hecho algo para que estés mosqueada? ―pregunté.
― ¿Eh? Da igual. No importa. ― dijo evitando responder.
― Vale bien, pero ¿qué es lo que no importa?
Carla meditó unos instantes su respuesta.
― Pues que te acuestes con Tita… No te hagas el tonto ―dijo reprendiéndome, como si para ella estuviese claro el problema y mi culpabilidad
Por fin lo había soltado. Yo ya lo suponía, pues había descubierto a Carla mirando cómo su tía Piedad me la chupaba el día que se casaron Sebastián y Montse. Desde aquel momento Carla se mostró esquiva conmigo. Tita, como los críos la llamaban, no se enteró de nada ya que Carla y la otra muchacha nos observaron ocultas por la encubridora penumbra de la discoteca.
― Son cosas de mayores. Te habrán contado mil chorradas sobre el amor y el sexo, y tú misma sacarás otras mil ideas. Para mí el sexo es placer, el amor es otra cosa más profunda, más duradera. Yo amo a mi mujer y me encanta estar a su lado. No la dejaré por nada ni por nadie. Con tu tía Tita es sólo placer. ― aclaré.
― ¡Placer para ti, no te fastidia! ―replicó Carla enojada ― ¡Eres un embustero! ¡Engañas a tu mujer!
Yo no le contesté inmediatamente, quería evitar que los ánimos se caldearan y termináramos teniendo una bronca. Enseguida Carla hizo ademán de irse. Entonces traté de irritarla y avivar su curiosidad.
― Aún eres muy ingenua ―comenté sin mirarla, clavando las grapas que guiaban el cable del enchufe.
― ¡Y una mierda! ―respondió desde la puerta furiosa.
― A las mujeres les gusta dar placer a los hombres tanto como recibirlo, y lo mismo nos ocurre a los nosotros ―entonces la miré a los ojos― Pronto descubrirás que entre hombres y mujeres las cosas son complicadas.
Hice una nueva pausa. Carla se había quedado parada delante de la puerta escuchando de medio lado.
― A las mujeres maduras les gusta divertirse con hombres inteligentes y cariñosos con una buena polla ―declaré con convicción― Tus tías se sienten atraídas por mí y les voy a dar todo el placer que me pidan… Eso no es malo, siempre que no se líen las cosas. Espero que me guardes el secreto.
Se marchó sin decir nada.
Terminé con el enchufe y fui a buscar el burlete, una cinta esponjosa que evita que el frío se cuele por las juntas de las ventanas.
― ¡María Luisa! ―grité.
― ¿Sí? ―la oí responder desde la concina.
― ¡¿Qué ventanas son?! ―pregunté en voz alta.
―Espera, ya voy.
La mujer de Rodrigo apareció al instante. Sofocada por el calor de la cocina se había quitado el jersey. Gracias a Dios y al gasoil de la calefacción el calor había empezado a vencer al helor de aquel caserío.
La verdad es que habría sido mejor que María Luisa me hubiese dicho que repasara todas las ventanas, ya que ver como movía el culo delante de mí hizo que empezase a ponerme malo. Llevaba puestos unos zapatos con medio tacón que hacían resonar sus pasos sobre las baldosas. Era una mujer delgada y al llevar tacón sus piernas lucían torneadas y su culo bien respingado. Afortunadamente, María Luisa se marchó y me dejó trabajar tranquilo.
Menos mal que había comprado en el bazar chino un montón de burlete. Las ventanas eran viejísimas, y en algunos sitios los huecos eran tan grandes que tenía que poner burlete en ambos lados para conseguir tapar los huecos.
Después de almorzar vi que mi mujer, su prima Piedad y María Luisa salían a andar por el camino que daba acceso a la casa. No parecían haber salido de paseo si no a andar a buen ritmo, se habían cambiado y todas lucían atléticas con mallas y zapatillas. Los niños seguían jugando en el patio, acompañados de la niñera que se sentó al sol a vigilarlos. Sin darme cuenta, me quedé atontado mirando a las tres señoras alejarse. El trasero de Tita se sacudía a cada paso. Piedad tenía un buen pandero, sí Señor. Mi mujer lo tenía más chiquito y firme en comparación, apenas le temblaba al caminar. En cambio, María Luisa no tenía apenas caderas y su culito era poco más ancho que su cintura. De las tres Piedad era la que tenía el culo mayor, claro que también era la más alta de todas.
― ¡No os peleéis! ―la orden de la niñera me hizo salir de mi embelesamiento. Algo se estiraba dentro de mi pantalón. Las señoras de la casa me la habían puesto dura, y hay que estar en lo que se está cuando andas subiendo y bajando de una escalera.
El problema de las casas viejas es que por cada cosa que arreglas, descubres que hay otras dos que están mal. Puertas que chirrían o rozan en el suelo, manivelas que se atascan, bombillas fundidas, etc.
Los críos jugaban en el patio, mientras yo iba pasando por orden de una habitación a la de al lado. De pronto me pareció escuchar un rumor extraño diferente al griterío de los niños. Me quedé quieto y en silencio tratando de verificar lo que creía haber escuchado. Cuando ya pensaba que mi excitación me había gastado una broma pesada… ¡ummm! Ahí estaba otra vez, un gemido sí, el débil gemido de una mujer.
Igual que un perro de presa, rastreé la procedencia de aquel murmullo atenuado. Me acerqué andando de puntillas sin hacer ni un solo ruido. Lógicamente sólo podía tratarse de Montse y Sebastián, ya que las demás habían salido a andar un rato. Quizá intentando lograr la fecundación antes de que “se les pasara el arroz”. Era mediodía, unas horas un poco raras para el sexo.
Pronto identifique la habitación de donde salían los gemidos. Ahora que estaba pegado a la puerta podía diferenciar con claridad jadeos y gruñidos que delataban a una mujer sumida en la excitación, acercándose poco a poco al éxtasis.
― ¡Ogh! ¡Ogh! ¡Ogh!
Los quejidos se aceleraban y la emoción crecía no sólo para la pareja, también para mi. Recordé una experiencia similar que viví en mi infancia, aquella noche de verano en la que salimos en pandilla a merodear por los caminos de la urbanización. En un rincón apartado descubrimos a una pareja haciendo el amor dentro de su coche con las ventanillas bajadas. Realmente a juzgar por cómo se movía el coche y los quejidos de la chica más bien estaban follando como salvajes.
En efecto, faltaba ruido. Ruido de muelles, de choques de un cuerpo contra otro, alguna exclamación involuntaria. Eran demasiado silenciosos para mí. Aquellos ¡Ah! ¡Ooogh! ¡Ummm! Casi no se oían, ni siquiera estando junto a la puerta.
Me cansé del espectáculo pero me apetecía verlos salir y reírme un poco de su desenfreno e indiscreción, así que me puse a revisar el ventanal que había al fondo del pasillo a la espera de que salieran.
De pronto oí que se abría la puerta.
Me quedé perplejo…
― Carla. Ven.
La muchacha se quedó sorprendida y tardó un poco en reaccionar. Estaba sofocada, sus mejillas lucían un intenso tono rosado. Se acerco con vergüenza, eludiendo mirarme a los ojos confirmando de esa forma mis sospechas. Acababa de masturbarse.
― Ayúdame, anda. Tú me vas dando eso de ahí y así no tengo que estar subiendo y bajando de la escalera.
Debería haber ya unos 20 grados de temperatura en la casa. Carla llevaba puesta la misma falda colegial, las mismas medias de algodón y la misma sudadera azul marino que unas horas antes. No era un trabajo de sudar pero con la calefacción y tanta ropa estaba sudando, de modo que pronto se quitó la sudadera. Me dirigió una sonrisa, ya que debajo llevaba una fina blusa de marca con un generoso escote.
Llevábamos media hora o más colocando burlete, y Carla se iba poniendo descarada. Se acercaba poniéndose justo debajo para enseñarme las tetas haciéndose la despistada. ― Condenada cría―pensé. Yo seguía a lo mío tratando de ignorarla, reclamando lo que me iba haciendo falta: lija, cinta, tijeras, etc. Los rollos de burlete estaban en el suelo y al agacharse Carla no doblaba las rodillas, así que se le subía la falda por detrás. Lo hacía aposta, obscena y juvenil, se daba perfecta cuenta de que me mostraba medio muslo. Me percaté de que se me estaba poniendo dura de nuevo. La cosa se estaba poniendo fea, así que decidí alejar el peligro.
― Gracias Carla, ya puedes irte, yo termino.
―No, me quedo. ―respondió con seguridad.
― No seas mala. ―la reprendí.
― No soy mala. Es que me aburro. ―Carla se sentía atractiva y poderosa. Le divertía provocarme.
Involuntariamente me la imaginé desnuda sobre la cama, con las piernas bien separadas frotándose intensamente el coñito, con un pezón entre sus dedos y gimiendo con la boca abierta. No pude evitar mostrar mi sorpresa por su decisión de quedarse allí, pero yo no estaba dispuesto a permitir que una cría de riera de mí. Hasta ahí podíamos llegar. Aunque yo nunca he sido de esos a quienes les gustan las jovencitas, como se suele decir, “A nadie le amarga un dulce”. En realidad no era justo que se divirtiera sólo ella. Por eso reté a la muchacha para saber hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Carla me estaba mirando complacida e insolente, la verdad es que tenía unas tetas bonitas… como corresponde a una muchacha joven.
― ¿Es que tienes calor, Carla?
― Sí, un poco.
― Pues quítate las bragas ―la desafié burlón mirándola a los ojos.
― ¡Puff! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ―se rió sorprendida.
― Veras que fresquita. Además, nadie se dará cuenta. ―bromeé.
Entonces ocurrió. Yo no esperaba que Carla hiciera lo que yo le había pedido. Pero tras mirar al final del pasillo, Carla metió las manos bajo su falda y se bajó las bragas.
― Ten―me dijo sostenido en mis narices sus braguitas, que colgaban de su dedo índice.
Se las arrebaté rápidamente y tras un intercambio de miradas desafiantes le di un trapo y le ordené que se subiese a la escalera. Carla se había pasado de la raya.
― Limpia los cristales. Que tú madre se lleve una sorpresa.
Enseguida comencé a acariciar el interior de sus muslos mientras la muchacha pulverizaba limpiacristales. No había tiempo que perder, así que pase dos dedos por su chochito y como estaba bien mojado le introduje a Carla un dedo.
― ¡Aaah! ―gimió. Afortunadamente no debía ser virgen a pesar de ir a un colegio religioso. Las rodillas se le doblaron y hubo de agarrarse a la escalera para no caer.
Comencé un lento mete-saca y no tardó en empezar a jadear como una perrita al tiempo que secaba en círculos la ventana. Decidí acelerar, aumentar también la profundidad. Vi una gota de líquido transparente deslizarse entre sus muslos. Apenas hicieron falta dos minutos para que el orgasmo la sacudiera. No hay nada como la juventud y Carla debía estar en plena efervescencia. Tuve que sujetarla en brazos para que no cayera al suelo.
― Tranquila… ―le dije al oído dejando que se fuera escurriendo hasta quedar sentada en el suelo. Aproveché esos instantes de aturdimiento para bajarme la cremallera del pantalón.
― Limpias muy bien Carla, ahora limpia esto.
Obviamente mi refería a los catorce o quince centímetros de polla que saltaron a través de la abertura de mi pantalón. No tuve que insistir, Carla la agarró y sacudiéndola horizontalmente me miró un instante tratando de recuperar el aliento, y después, con gran ardor pasó la lengua desde la base a la punta. Con ternura se metió la punta del obús en la boca. Dio unas cuantas mamadas arriba y abajo mirándome a los ojos. Después me lamió los huevos, para volver a mamar tras una fugaz sonrisa.
Nunca me habría imaginado que Carla, una chica aplicada y con buenas notas, tuviese tiempo o interés en habilidades propias de mujeres adultas. A sus 18 años la chica era toda una especialista. Evidentemente a la muchacha le hacía gracia mi cara de sorpresa.
― ¿Dónde has aprendido a chuparla así? ¿Quién…?
― Mi profe ―sonrió.
― ¡Se la chupas a tu profesor!
― Es un profesor privado de Alemán ―Carla no pudo aguantarse la risa― Viene a casa los martes. Papá le paga 12 euros la hora.
― ¡Y tú le das un buen repaso! ¡Qué cabrón! ―exclamé.
Tan pronto pasaba su pequeña y puntiaguda lengua arriba y abajo por ambos lados de mi rabo, como se absorbía con cuidado cada uno de mis huevos sin dejar de menearme la polla con su mano derecha. Una nueva sonrisa antes de volver a mamar haciendo mi porra chocar contra su mejilla, que se combaba hacia afuera por la presión. Otra nueva sonrisa mordiendo suavemente con sus dientes perfectos mi inflamadísimo glande, y vuelta a mamar con ganas al tiempo que me masajea los huevos. Quién lo hubiera dicho, con lo estirada y repelente que parecía.
― ¿Te gusta…? ¿Está rica mi polla…? ―le pregunté.
Carla me miró y respondió de forma afirmativa con la cabeza. Tenía la polla para reventar y entonces sacó la lengua y me pajeo con brío con la boca abierta como un pajarillo esperando alimento.
―Todavía no, guapa. Sigue, sigue, que lo haces muy bien. ―le dije de inmediato.
Al mamar arriba y abajo a la pobre muchacha se le iban todos los pelos a la cara, y el instinto me pudo. Agarré su lisa y morena melena y la penetré oralmente de forma autoritaria sin dejarla tomar aire durante unos segundos. Agradecida, Carla me regaló todo tipo de lametones, besitos y mordisquitos en el amoratado capullo. Entonces me incliné y le metí la mano en la blusa.
― Enséñamelas ―dije, entre orden y petición.
Carla no se lo pensó dos veces y aprovechando que su blusa era de cuello amplio me mostró dos peras bien duras con sus correspondientes pezones apuntando al techo.
Por su intensa forma de mamarme y menearme la polla me di cuenta de que Carla comenzada a impacientarse.
― ¿Quieres mi leche, verdad?
― Sí, dámela.
― Así no se piden las cosas ―protesté― ¡Con educación!
Carla se quedó pillada.
― “Por favor” ―dijo con énfasis.
― Así sí, la educación ante todo. Por supuesto que te la voy a dar. Te la has ganado muchacha…―la tranquilicé― Deja que te folle otro poco.
Carla no pudo responder, sujetándomela con una mano y reteniendo su cabeza con la otra le ensarté mi polla hasta la campanilla.
Aún gocé su boca un par de minutos, con delicadeza al principio permitiéndole sorber y saborear mi rabo, y con brutalidad al final ignorando sus quejas, sus arcadas, sus lágrimas. Sí, utilicé su boca a placer, la follé y follé igual que habría hecho con su coño o su culo. En ese momento sólo me importaba mi propio placer, y al notar que iba a eyacular saque de su boca para rociarla bien.
― ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Diooos! ―exclamé al compás que mi polla escupía en su cara.
Carla sonreía orgullosa de haberme dejado K.O. y dio a mi polla cuatro o cinco fuertes succiones para apurar hasta la última gota de semen. Del mismo semen que adornaba su pequeña nariz, su sonrosada mejilla derecha y su pelo lacio.
– Joder, eres toda una mujer ―la felicité.
Carla seguía de rodillas. Antes de guardarme la polla, recogí con un dedo el grueso chorretón de esperma que había sobre su nariz y se lo di a chupar.
– ¡Ummm! ―la oí relamiendo mi dedo con lujuria.
Mientras se masturbaba le di más, todo lo que pude recoger. Después Carla recogió sus braguitas y entró de nuevo en su habitación.
A duras penas retomé la faena. Debía dejarlo todo terminado para no tener que volver aposta otro día. Por la tarde se celebraría la fiesta de cumpleaños, así que sólo tenía esa mañana para hacer los arreglos que me había encargado la madre de Carla, y no me gusta decepcionar a una mujer.
CONTINUARÁ.