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¡Que gusto me da mamá!

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El médico me había recetado una tanda de inyecciones para los nervios, ya que me estaban destrozando a mis 40 años, de los cuales llevaba 18 casada. Como mi hijo Rosendo se cuidaba del botiquín de su club, donde ponía inyecciones a sus compañeros, pensé en aprovechar esta habilidad suya. Era un chico muy responsable y sensato, a pesar de que sólo contaba 18 años.

Recuerdo que la primera me la puso estando yo de pie. Me arremangué la falda y le mostré mi nalga derecha. Rosendo se agachó, y me corrió la pernera de las bragas hacia el centro del trasero… Sentí un escalofrío bajo los efectos de este roce, que se renovó al desinfectarme con alcohol la zona donde iba a pinchar.

Cuando esperaba sentir la incisión, advertí la frotación del algodón y el frío del alcohol. Mi hijo me dio una palmada y añadió:

-Lista.

No pude por menos que comentar la habilidad de Rosendo cuando vi a mi marido por la noche. Por cierto, alternaba cada día el lugar del pinchazo, saltando de una nalga a otra. Siempre desplazando la pernera de turno. Sin sabérmelo explicar, como una especie de morbosidad, algo me corría por encima de la piel.

Un día, sabiendo que iba a estar todo el día fuera de casa, le pedí que me pusiera la inyección antes de irse. Mi marido estaba en el trabajo. Preparó todo, yo retiré las sábanas y me quedé boca abajo. Pronto noté que él subía mi camisón para descubrir mi trasero. Pero, debido que al aplicarme el algodón, se escurrió algo de líquido sobre una de mis cachas, lo secó con unas de sus manos.

-Perdóname por esta torpeza - se disculpó -. Temí que pudiera caerte en una zona del cuerpo donde escuece mucho.

A la mañana siguiente también me pinchó en la cama. Antes le di unos de mis paños para que secara el líquido que se pudiera espaciar. Se ve que lo enrolló y me la puso justo en la raya que separa las nalgas. Sin embargo, la mayor parte la colocó hacia dentro, con lo que tocó la parte inferior de mis grandes labios.

Esto me obligó a sentir algo más que el cotidiano escalofrío. Mientras desinfectaba el lugar y todo lo demás, la tela se me clavaba de tal manera que me produjo un orgasmo. Este era placer del que me había olvidado debido a la impotencia de mi marido.

En la siguiente sesión, el paño me causó un mayor efecto. Creo que lo había doblado con más fuerza. Llegó a parecerme que él me acariciaba una de las nalgas con su mano derecha. El asunto fue que obtuve dos orgasmos impresionantes. Se me escaparon unos gemidos de la boca.

-¿Te he hecho daño, mamá? - me preguntó mi hijo, alarmado.

-No. Es que me siento algo incómoda en esta postura – le mentí.

Los orgasmos se acabaron al finalizar la tanda de inyecciones. Luego, pasé una temporada muy nerviosa, por culpa a que me había acostumbrado a ese placer que sentía al lado de mi hijo. Quizá fuesen unas caricias ingenuas, pero yo las necesitaba.

Entonces se me ocurrió algo nuevo. Le dije que si me podía mirar el ano, pues creía que me habían salido hemorroides que su padre no sabía localizar.

Entramos en el dormitorio, me desnudé y sólo me dejé una cortita combinación. Luego, me despoje de las bragas. Me coloqué de rodillas en la cama, en el mismo borde, y le mostré todo el pompis. Le vi marcharse un momento, al parecer con la intención de lavarse las manos. Regresó muy pronto.

Mientras me inspeccionaba el trasero, sentí que sus dedos me separaban un poco las nalgas. Para facilitarle la visión de la zona, agaché la cabeza sobre la colcha y elevé las cachas. Repentinamente, advertí que uno de los dedos había llegado hasta la entrada de mi recto.

-Ahí es donde me duele un poco - dije, fingiendo las naturales molestias.

-Lo malo es si te escarbo un poco, quizá se te infeste.

Se marchó a la cocina en busca de unos guantes de goma. Desinfectó uno de ellos con alcohol y, luego, lo secó muy bien para que no me escociera. Se cubrió la mano derecha y volvió a hurgarme el ano. Con el dedo medio masajeó la entrada del recto; mientras, me preguntaba:

-¿Te hago daño?

-No

Al escuchar mi negativa, inició un movimiento de rotación, iba penetrando lentamente. Produciéndome un placer jamás conocido. Debido a que volvió a escucharme gemir, me preguntó:

-¿Te está doliendo?

-No… ¡Pero, sigue, sigue… Si supieras el alivio que me estás proporcionando!

En el momento que me di cuenta de su dedo había entrado por completo, le supliqué:

-¡Muévelo de afuera hacia dentro! ¡Ese masaje me va perfectamente!

De esta manera me estuvo ayudando; al mismo tiempo, con mi mano derecha, sin que se diera cuenta, me iba masajeando los labios del sexo y el clítoris. No me detuve hasta que obtuve varios orgasmos.

-Ya está bien por hoy, Rosendo.

Días más tarde, aprovechando que volvíamos a encontrarnos solos, le dije con un tono algo dolorido:

-Hijo, me está doliendo en el mismo sitio.

-Creo que debes ir a un médico, mamá.

-Si se me pasa en seguida con un masaje en el recto. ¿No recuerdas lo bien me fue la otra vez?

Sin quererme contrariar, aunque repitió lo del médico, se puso el guante de goma, después de desinfectarlo. Luego, yo me apliqué un poco de pomada lubricante. Mi hijo tuvo que apuntar, para que ya le entrase hasta el fondo.

Aquellos masajes, unido a las caricias que yo misma me estaba aplicando, me proporcionaron tales orgasmos, que terminaron por despertar en mí un desaforado apetito sexual. Y con mi marido no podía pensar en conseguir satisfacerme.

Una tarde veraniega, antes de irme a dormir la siesta, le pedí a Rosendo que me dedicara una de sus fricciones, ya que me dolía mucho. Mi habitación se encontraba con las ventanas echadas, para impedir el castigo de los rayos del sol.

Y en medio de aquella semioscuridad, le dije que comenzara a masajearme. En seguida empecé a sentir cómo su dedo hurgaba en la entrada de mi ano. Pero, me pareció que se entretenía demasiado en acariciarme. Esto aumentó mi placer.

Estaba notando que su mano izquierda, sin dejar de jugar en la entrada del culo en la otra. De pronto, advertí que no entraba con tanta facilidad, a pesar de mantenerlo en la misma puerta. Le costaba bastantes esfuerzos. Volví a gemir de placer, y él repitió su consabida pregunta:

-¿Te hago daño, mamá?

-No… Métemelo hasta el fondo, por favor…

Poco a poco fui advirtiendo que aquel dedo tenía una longitud casi tres veces mayor que lo que yo atribuía a uno normal. Claro que no dejaba de desencadenarme una sucesión de orgasmos… Cuando entró en su totalidad, hasta el tope, creí que me ahogaba. Pero todavía me quedaron fuerzas para recomendarle:

-Haz el masaje de dentro hacia fuera…

Nunca imaginé que el "pajarito", como yo llamaba a su pene cuando era niño, hubiese aumentado de tal manera, hasta el punto de brindarme un mayor placer que todo el conseguido en mis 18 años de matrimonio. Fue tal la cantidad de orgasmos que me llegaron por medio de aquello que no era un dedo, que conté hasta cuatro antes de que él se decidiera a sacarlo de la "jaula".

Finalmente, Rosendo rego hasta el fondo de mi recto, Y tras sacarlo, se quedó dormido en mi cama, pegado a mi cuerpo. Aquellos masajes picoteando en mi culo con su "pajarito", que en pleno alcanzaba los veinte centímetros de longitud, duraron hasta que una tarde nos sorprendió mi marido, precisamente el momento que mi hijo me depositaba su leche en mis entrañas.

Cuando pensábamos que se iba a originar un gran escándalo, todo acabó con una permuta de camas; mi marido se pasó al dormitorio de Rosendo, y esté se trasladó al mío.

El milagroso dedo o "pajarito" de gran tamaño, ya me ha masajeado por todo el cuerpo y ha visitado la totalidad de mis orificios. Dándonos un placer mutuo desde hace diez años. Seguro que continuaremos durante muchos más.

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