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La gitanilla Leila

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Tarde de verano de agosto de 1972.

Justino, era un joven moreno, espigado y de complexión fuerte, estaba sentado en una especie de banco de piedra que había al lado de su casa leyendo La Canción del Pirata de José de Espronceda. La gitanilla llegó con una cestilla debajo del brazo en la que traía encajes. Era alta, delgada, vestía un vestido largo, verde, con flores azules y rojas. Calzaba sandalias. Su cabello rizado, negro azabache, le llegaba a la cintura. Sus ojos eran negros y muy grandes, su boca sensual, sus dientes blancos. De los lóbulos de sus orejas colgaban dos grandes aros de cobre. Sus tetas eran grandes, su cintura de avispa, sus caderas anchas y su culo redondito. Era una preciosidad. Y la preciosidad, le preguntó a Justino:

-¿Qué eztá eztudiando, payo Juztino?

-Leo poesía.

-¿Y ezo da parné?

-Yo lo hago porque me gusta, no por ganar dinero con ello algún día.

Se sentó a su lado. La gitanilla olía a jabón Lagarto. Le dijo:

-Le un poquito a ve ci me guzta a mí también. No ce que ez la poezía. ¿Qué ez la poezía?

Justino, no leyó, la miró a los ojos y le dijo:

-¿Qués es poesía?, dices mientras clavas

tu pupila en mi pupila azul.

¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?

Pesía... eres tú.

La gitanilla se levantó como si un muelle la hubiera despedido del banco. Las rimas de Bécquer la pusieron en posición defensiva.

-Tengo novio, payo, y lo zabe.

-Yo, no.

-¿Te pienza que por que zoy fabeta me puede engañá?

-No se dice fabeta, se dice anal, analfabeta.

-¡Ja te maten! Anal, para la paya. La gitana zomo gente honrá. Me voy que tengo todo lo encaje por vende. Y tú no me va a dar de comé, payo.

Aquella gitanilla, desde niña, le gustaba a Justino más de lo que le había gustado ninguna muchacha. Era un peligro seducirla porque los gitanos por nada quitaban la navaja, y si un payo tocaba a una gitana tenía las horas contadas, pero le importó una mierda. Justino sabía que los gitanos comían los animales que murieran de alguna enfermedad. Lo sabía porque más de una vez le preguntaran a su abuela si había enterrado alguna gallina recientemente. Le dijo:

-Ya que hablas de comer... Esta mañana enterró mi abuela un cerdo.

Una sonrisa se dibujó en los labios de la gitanilla.

-¿Dónde, payo? ¿Dónde eztá enterrao er celdo?

-Para decírtelo tendrías que dejar que te magrease las tetas, y que te besase en la boca y en el chocho. ¿Qué dices?

-Que er celdo erez tú.

-¿No hay trato?

La gitanilla se ofendió.

-Mira, payo, ci me hubiece pedío un beso en la boca, por un celdo, hazta puede que te dejase dármelo y hazta puede que te dejace tocarme la teta, pero er coño, ¡Mi coño ez sagrao! Da gracia a Dioz por que no zaque la tijera y te crave.

-Pues nada. Voy a seguir leyendo.

La gitanilla se fue. Al ratito volvió, y le preguntó:

-¿Ez mu grande er celdo?

-Casi cien kilos.

-¿Zabe de un citio dónde nadie noz pueda ver?

Justino fue delante, la gitanilla lo seguía a una distancia prudencial. En el monte, Justino, se metió en su Cueva Picadero, en la que había un colchón. Al entrar la gitanilla en la cueva, Justino la cogió por los hombros, la besó en el cuello, y le dijo:

-Te voy a comer viva, Leila.

La respuesta de Leila fue otra pregunta.

-¿Y ece corchón?

-Para quien lo quiera usar.

Leila, puso la cestilla con encajes en en el suelo, se dio la vuezta, y le dijo a Justino:

-Acaba pronto que aquí hace frío.

Justino besó a Leila en los labios. Después buscó la lengua de la gitanilla y le dio un beso casi interminable. A ese beso siguió otro, y otro, y otro... Leila, con los brazos caídos se dejaba besar. Era la primera vez que la besaban y su coño se humedecía más con cada beso, pero no devolvía ni uno solo. Minutos más tarde, cuando Justino le quitó el vestido a Leila, vio que por debajo no llevaba nada, nada más que una gran tijera que colgaba de un cordel que tenía atado a la cintura. Se separó de la gitanilla, y exclamó:

-¡Dios mío!

-Ci te azusta la tijera, quítala, payo.

-No es la tijera, eres tú. Eres la perfección hecha mujer.

-Por ma palabra bonita que me diga no me va a hacé er amó. Lo acordao ez bezo en la boca, teta y bezo en er coño.

Justino no mentía. Su cuerpo moreno era el de una diosa. Sus tetas, grandes, eran casi triangulares y duras como el granito. Sus grandes pezones, sus negras areolas. Su cinturita, sus grandes caderas y el cabello rizado, y todo, todo su talle, la hacían única.

-No te adulo. Eres más bella que un atardecer.

Justino le acarició las tetas, de tacto aterciopelado, como si fuese porcelana fina, suavemente, con miedo a romperlas. Lamió los pezones con dulzura, hizo lo mismo con las negras areolas, luego chupó tetas y pezones. Leila seguía con los brazos bajos. Estaba empapada pero parecía una estatua. Después de saborear aquellas deliciosas tetas, Justino, sacó la polla. No la tenía grande, unos 15 centímetros, pero a Leila le pareció enorme.

-¡Quieto con eze monztruo que cuando me cace tengo que pasá la prueba der pañuelo!

Justino, sonrió, y le dijo:

-No te preocupes. Me voy a hacer una paja.

Justino, se agachó. Vio que por el interior de los muslos de Leila bajaban dos reguerones de flujo. Meneando la polla pasó la lengua por ellos. Después le lamió el coño. Leila, la gitanilla, no pudo evitar que un gemido saliese de su garganta. Justino, al oírlo, le preguntó:

-¿Te echas en el colchón?

-¿Para qué, payo?

-Para hacer que tengas un orgasmo.

-¿Por qué?

-Por qué me da a mí que nunca tuviste uno.

-No, no tuve. ¿Ez cómo dicen la gitana casá?

-¿Qué dicen?

-Que un orgazmo ez un guzto grande como un piano.

Le volvió a lamer el coño, y después le dijo:

-¿Me lo dices después de tenerlo?

Leila se echó sobre el colchón. Justino ya era el coño número doce que comía, y sabía cómo, cuándo y dónde comer...

Leila, al correrse, soltó un chorro de flujo que le puso perdido el cuello a Justino, los otros ya puso la cara para que lo bañasen. Justino, no pudo aguantar más y se corrió en el vientre de Leila.

Leila, al acabar de correrse, le dijo a Justino:

-Er guzto er ma grande que una catedrá, ez como una montaña.

Justino limpió con un pañuelo de mano la cara y el vientre de Leila.

-Vístete que te voy a enseñar donde está enterrado el cerdo.

-Er celdo no ce va a ezcapá. Quiero hacé er amó contigo.

Justino era un cabronazo, pero no llegaba a tanto. No le quiso joder la vida a la gitanilla, y es que sentía algo por ella, aunque no sabía que era.

-¿Y la prueba del pañuelo?

-Yo zoy mujé de un zolo hombre.

-¿Y qué me dices de tu novio?

-Tiempo tendré de ezcaparme de la chabola.

-Yo no me voy a escapar contigo.

-¡¿Quién te cre que ez, er Cla Gable ece? Cometí er fallo de darte mi coño y ahora quiero que... ¿Quiere folla o no?

-¿Y qué va a ser de ti?

-¡Yo que cojone ce! Lo que ce ez que quiero que me dezvirgue tú.

Justino, que ya estaba empalmado otra vez, se echó a su lado, y le dijo:

-Si quieres, fóllame tú a mí.

-Yo no ze follá, payo.

-Aprende.

Leila, le hizo a Justino lo que le hiciera a ella. Lo besó, pero sin lengua, cogiéndole la cara con las dos manos y mirándole a los ojos antes de besarlo. En cada beso parecía que quería asegurarse de que se lo daba a él. Después le lamio y le chupó las tetas y le lamió la polla. Justino, tampoco le dijo como hacer el trabajo correctamente. Poco después, Leila le decía a Justino:

-¿Qué, me folla ya? Eztoy ardiendo.

Justino, viendo a aquella diosa morena, trabajo le costó decir:

-Sube encima de mí y fóllame tú. No quiero que después digas que te quité la virginidad.

-¿Y quién me la va a quitá, la minga del celdo?

-Es mejor que subas, bonita. Yo te podría hacer daño, pero si te la metes tú, a tu aire, te va a doler menos.

Leila, subió encima de Justino. Cogió la polla en la mano y la acercó al coño mojado, la movió entre los labios, de arriba abajo y de abajo arriba. Se tocó con el glande el clítoris. Le gustó. Siguió frotando, frotando y frotando... Sintió como Justino se corría. La leche empapaba su mano cuando comenzó a correrse. Puso la polla en la entrada de su coño. Empujó y metió la cabeza. Una mezcla de dolor y placer hizo que su cuerpo se sacudiese... Acabó metiendo la polla del todo y volvió a follar a Justino hasta que quince minutos más tarde, más o menos, se corrieron juntos. Fueron dos orgasmos espectaculares. Sus bocas se unieron y se comieron mutuamente. El placer dejo sus cuerpos exhaustos.

Al acabar, le dijo Leila a Justino:

-Te tengo que contá un cecreto. Eztoy enamorá de ti dezde que era una niña. Dezde que venía con mi mama a ver ci ce oz muriera alguna gallina.

-No sé qué decir.

Yo sí sé que decir. Hoy en día. Leila y Fustino viven en Francia y son abuelos.

Se agradecen los comentarios buenos y malos.

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