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El bosque

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Desde hace un tiempo, por el trabajo de mi padre, nos hemos mudado a un lugar muy poco habitado en las afueras de una ciudad de provincia.

Nuestra casa queda a pocos metros del comienzo de un espeso y amplio bosque que de entrada despertó mi interés. A espaldas de la vivienda, a unos cincuenta metros, está la ruta por donde pasa el bus que mi padre toma para ir a trabajar.

Mis padres se van a eso de las once de la mañana a sus trabajos y regresan alrededor de las ocho de la noche. Yo cumplí dieciocho años la semana pasada y estoy terminando la preparatoria.

Desde hace un tiempo escondo en mi placard una ropa que me encanta: una camiseta blanca sin mangas, bien ceñida y un short de jean celeste, ajustado también y que descubre la parte inferior de mis nalgas. ¡Me encanta cómo luzco con esa ropa!

Y mientras tanto, el bosque ejerce en mí una atracción cada vez más intensa y morbosa.

Es muy tupido y no se alcanza a ver nada detrás de la primera línea de árboles, salvo, a la derecha, una senda de tierra por la cual cada tanto, con poca frecuencia, veo ingresar automóviles, motos y bicicletas.

Cuando me desnudo, después de mirarme durante un rato y deslizar mis manos por mi pecho, mis caderas, mis muslos y mis nalgas, voy a la ventana del dormitorio de mis padres y a través de ella contemplo el bosque casi en trance, presa de ese influjo misterioso que ejerce en mí.

De pronto tomé una decisión: ir al bosque, meterme en él, recorrerlo y correr los riesgos que esa incursión implica, al menos para mí, que soy tímido y asustadizo. Y lo recorrí vestido con esa ropa que les comenté.

Espero que ustedes me den permiso para que les cuente lo que pasó.

Eran las cinco de la tarde cuando entre al bosque y anduve solo, como un animalito. Respirando fuerte y profundo, por esa mezcla de ansiedad y temor que sentía. De pronto oí ruido de cascos de caballos y segundos después tuve ante a mí a dos jinetes de unos setenta años, esa clase de hombres que me excitan.

Me cercaron con sus cabalgaduras y uno le dijo al otro:

-Mirá que linda presa, Rolando.

-Sí, Gervasio, muy buen ejemplar.

-¿Qué te parece? ¿Lo llevamos?

-Claro, bajate y sujétalo.

El cazador se bajó y me rodeó el cuello con una cuerda que sacó de una de las alforjas, tomó el otro extremo, volvió a montar y los dos se pusieron en marcha conmigo andando detrás.

-Por favor, ¿adónde me llevan? –pregunté tontamente, porque lo que importaba no era adónde me llevaban sino qué iban a hacerme.

-A casa, lindo… -se dignó contestarme uno de ellos.

-Pero, ¿qué… qué quieren?

Los dos se echaron a reí y el llamado Rolando dijo:

-Gozarte, precioso…

-No, señor, por favor, déjenme ir… -supliqué aunque en mi interior sentía el deseo de que siguieran adelante. Y siguieron.

La casa donde me llevaron estaba en un claro del bosque y era una cabaña de madera. Tenía dos ambientes, un living y el dormitorio, además del baño y la cocina, y al dormitorio me llevaron sin pérdida de tiempo.

El tal Gervasio se sentó en el borde de la cama y me ordenó desnudarme.

-Vamos, lindo, obedecé. –agregó el otro a mis espaldeas mientras me masajeaba las nalgas a dos manos y esos masajes me tenían ardiendo.

El corazón me latía rápido y fuerte mientras me sacaba la ropa y ellos hacían comentarios sobre cada parte de mi cuerpo que iba quedando a la vista.

-Qué manjar, ¿eh, Rolando?

-Nunca vi nada igual…

-Hay que darle hasta por las orejas…

Yo estaba a las puertas de mi primera vez y me sentía tan excitado y a la vez con tanto miedo que me costaba respirar.

(continuará)

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