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Un chalet en la serranía

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"Una tarde las vio. Desnudas, madre e hija se duchaban juntas. La puerta entreabierta permitió que viera la escena. La madre enjabonaba el cuerpo de la hija, extendiendo la espuma por su cuello, sus tetas, su abdomen, su pubis. Luego, en cuclillas, con ambas manos, continuó por las piernas. Era una escena tan sensual. Lo que no esperaba fue el beso que la madre dejó en el coño de la hija antes de erguirse del todo. Y, menos aún, que la hija acercase sus labios a los pechos de la madre para lamerlos con delicadeza. Más tarde, observó sus cuerpos juntarse, sus cabezas unirse, sus labios estrujarse. Oyó sus gemidos mezclándose con el chorro de agua cuando las dos comenzaron a masturbarse entre sí, introduciendo sus dedos en sus vaginas, deslizando las palmas de sus manos sobre el rizado vello oscuro. Sus voluptuosos cuerpos se estremecieron de placer. Él entró; ellas continuaron. Él se desnudó; y ellas lo miraron. Y era tal el deseo que tuvo de poseerlas que su polla se alzó dura y vibrante. Entonces, madre e hija salieron de la ducha; empapadas, las huellas de sus pies marcaban el suelo. Tomaron toallas del gancho de una pared y comenzaron a secarse. Él no les quitó ojo. Después, una le dijo: "Sabemos lo que quieres, y no te lo daremos, pues los hombres nos dañaron el espíritu ya hace mucho tiempo, somos hembras maduras, nos queremos, si somos madre e hija no es inconveniente, la perversión está presente en cualquier faceta de la vida, debemos aceptarla, ¿o no es una perversión que nos vigiles escondido tras la puerta?, nos iremos a otro sitio y allí nos amaremos, no nos sigas, pues tu vida correrá peligro si lo haces, que aun siendo mujeres también podemos ser crueles". Al oír esto él desvió su mirada al suelo y vio su falo enhiesto. Comprendió que a él no le correspondía disfrutar de dos mujeres, que más perverso fue su apetito que el amor que espió. Y regresó a su habitación apesadumbrado. Su tía y su prima regresaron a la suya. El chalet familiar quedó en silencio, en la noche primaveral serrana"...

La luz encendida se colaba bajo la rendija de la puerta del dormitorio del hijastro. Eliana se había despertado repentinamente de madrugada con unas ganas irresistibles de mear y, de vuelta a la habitación de matrimonio, al pasar por el pasillo, se percató de ello; así que quiso entrar en la habitación con la intención de apagarla. Fue silenciosa, sí: empujó la puerta muy despacio y caminó de puntillas sobre sus almohadilladas pantuflas hasta llegar al borde de la cama. El flexo de luz fría estaba pinzado en el cabecero: allí estaba el interruptor. Vio al hijastro dormido: su rostro sereno, su tierno cuello; más allá su torso cubierto por un pijama de franela con botones, y, sobre él, el libro: "Un chalet en la serranía"; "¿De qué iría la novela?", se preguntó Eliana antes de tomarla entre sus manos para leerla por las páginas por las que estaba abierta; leyó. "Oh... vaya... va-ya", se dijo, y observó al hijastro. "Menudo salidito, estas lecturas son..., seguro que el muy bribón se hizo una paja mientras leía... jajaja, la verdad es que... a mí... a mí me ha puesto, veamos", pensó. Eliana se inclinó sobre el hijastro, apartó la manta y olfateó la entrepierna de éste; "Semen", murmuró.

El calor de sus cuerpos al juntarse venció sus voluntades. Primero, Eliana se tumbó sobre el hijastro; luego, él despertó oyendo su nombre pronunciado en un susurro: "Bruno, Bruno"; más tarde, el camisón de Eliana cayó sobre su almohada, las redondas tetas de ésta cayeron grávidas sobre sus labios y su dura polla fue llevada desde el interior de su pantalón hasta la húmeda calentura de la vagina de Eliana. Follaron sin hacer excesivo ruido, como pequeños peces deslizándose en el agua de un acuario, no fuera a ser que despertasen al padre.

"Pensó en dar un paseo por la montaña en cuanto hubo desayunado. De su tía y su prima no vio rastro alguno durante aquellas primeras horas del día; pensó que seguramente seguían dormidas. Salió por la puerta trasera del chalet dispuesto a tomar cualquier sendero. La tierra estaba aún mojada debido a la lluvia caída de madrugada, aunque ahora el cielo estaba limpio de nubes y el sol resplandecía. Comprobó que en uno de los senderos había huellas grabadas en el barro, y las siguió. Llevaba andando más de media hora cuando divisó un prado plagado de florecitas y decidió parar allí a descansar. Cual no fue su sorpresa al ver que se le habían adelantado. Bajo los salientes de unas rocas que flanqueban el prado contempló la desnudez de los cuerpos de su tía y su prima. Vio a la hija, de espaldas; estaba sentada sobre la madre, sobre su pubis, y, con las dos piernas flexionadas en ángulo recto apoyadas en el suelo, movía el culo de atrás hacia delante, dando ligeros contoneos con las caderas a intervalos; vio a la madre, en escorzo; tumbada bocarriba, giraba la cabeza de un lado a otro; ambas se daban ánimos dando grititos agudos, "¡más!", "¡ay!", "¡así", ¡me viene!". Al poco, ambas quedaron vencidas, la una sobre la otra, y se prodigaron sonoros besos sobre sus cuerpos. No le vieron masturbarse."...

Cuando la sirvienta se desnudó, Bruno quedó extasiado. Sus tetas eran orondas, algo caídas, provistas de unos pezones morenos; su cintura, gruesa y mullida, presagiaba un agarre perfecto; su coño peludo era un misterio. Ella se acercó a él descalza. Despacio. Se inclinó para besarle la boca y Bruno la atrajo por su nuca. Luego ella se arrodilló sobre el colchón y agarró con manos firmes su polla. Más tarde se la metió en la boca y la mamó, adaptando sus labios a los vaivenes de su sexo. Su feroz eyaculación coincidió en el tiempo con el restregar de zapatillas en el pasillo. Su padre ya se había levantado. "¡Carmen, el desayuno!", oyeron la orden. Carmen se puso el uniforme deprisa, entornó la puerta para poder mirar y salió airosa del dormitorio de Bruno.

"Oye, Roberto", dijo Eliana a su flamante marido, "¿no crees que tu hijo necesitaría un cambio de aires?, parece, no sé, aburrido... lee demasiadas novelas, no sé"; "Se parece a su padre", dijo jovial Roberto, "las mata callando, por cierto, ¿dónde está?, el café se enfría, ¡Bruno!"; "Aquí estoy, papá, perdón por el retraso, estaba ordenando apuntes", dijo Bruno; "Vale, hijo, vale."

Los tres devoraban las tostadas que les iba sirviendo Carmen en la mesa, acompañando de vez en cuando con un sorbo de café o zumo. A Bruno no le pasaban desapercibidos las caricias que Eliana dedicaba a Roberto bajo la mesa con sus pies descalzos, pues a veces ésta confundía las extremidades. Aun así, Bruno se sentía cómodo y terminó de desayunar enseguida; se levantó de la mesa arrastrando la silla y fue a dejar su vajilla y cubiertos al fregadero. Eliana lo siguió y, cuando lo tuvo cerca, le susurró una frase: "Anoche no pasó nada". No, anoche no pasó nada, sólo lo que tenía que pasar.

A menudo, Bruno, al volver de clase, pasaba junto a la puerta del dormitorio de su padre y Eliana. Los oía follar. Los resuellos roncos de su padre se mezclaban con los agudos gemidos de Eliana; y Bruno se refugiaba en su novela:

"Se folló a su prima una tarde serena. Los jilgueros entonaban sus últimas melodías cuando vio a su prima avanzar en dirección a la hamaca donde se había recostado junto a la piscina. Ella llevaba puesta una bata de una tela ligera y opaca atada por la cintura. "Primo", le dijo, "nunca lo he hecho con un hombre". Y en un abrir y cerrar de ojos se quitó la bata dejando su bello cuerpo a la vista y se sentó sobre el regazo de su primo; con hábiles manos le desató la cuerda del bañador y se lo bajó hasta quedar su pene libre. Después dijo: "Primo, fóllame". Fue una deliciosa follada: su prima se estremecía de placer en cada arremetida suya, gritaba contenta, pedía más, más, y él le daba, le daba"...

Bruno desvió la mirada del libro y contempló a través de las ventanas las montañas azuladas cubiertas de bosques.

Sonó el timbre.

Carmen estaba en el cuarto trastero acomodada sobre un viejo diván. Llevaba la camisa del uniforme completamente desabrochada porque Pablo, el jardinero, inclinado sobre ella, estaba saboreando sus grandes tetas; el bigote canoso de Pablo se deslizaba por los pliegues de sus exuberantes sernos blancuzcos y lo dientes amarillentos capturaban sus morenos pezones. "Pablo, para", murmuró Carmen, "la puerta"; "Ah, Carmen, qué buena estás, ¿cuándo haremos el amor?", murmuró Pablo a su vez; "¡Carmen!", se oyó la sorda llamada de Eliana; "Pablo, venga, sabes que hasta que no nos casemos no haremos el amor, soy una mujer recatada, venga, luego te hago una paja, me llaman", explicó Carmen; volvió a sonar el timbre; "¡Carmen!", gritó Eliana; "¡Voy, señora!", gritó Carmen: "Carmen, Carmen", musitó el jardinero dando besos corridos sobre las tetas de la sirvienta; "Pablo", regañó Carmen, y se levantó, se abrochó la camisa y salió del cuarto.

"Solo, sentado en el mullido sofá del saloncito del chalet, rodeado del irritante sonido de los lamentos y grititos de placer de su tía y su prima, él observaba melancólico el paisaje serrano a través de los cristales. De pronto, le pareció ver a alguien entre los árboles, a poca distancia. Sí, era una mujer joven, y parecía estar desorientada: caminaba en zig zag, tropezaba y a veces alargaba sus brazos con las palmas abiertas para apoyarse en algún tronco. Salió de la casa raudo y llegó hasta donde ella se encontraba. La mujer se percató de su aparición con antelación, pues se puso tiesa y erguida en cuanto él cerró la puerta tras de sí. Ambos se quedaron quietos, frente a frente. Ella, de fina figura, hermoso busto y cara de finos rasgos, tenía la mirada fija perdida en algún punto tras él. "He oído ruidos y he venido, soy ciega, me he extraviado", dijo con suave voz; "Ah, bien, me había parecido, te ayudaré y...", él se fijó en un cinto que circundaba su cadera, "¡llevas arma!", exclamó; "Sí, para defenderme."

Ambos estuvieron dialogando durante minutos. Ella, de hito en hito, afirmaba enérgica con la cabeza mientras él hacía aspavientos con sus manos. Después, se engancharon con sus brazos por la cintura y caminaron decididos y severos hacia el interior del chalet. El eco de los dos disparos retumbó largamente en la serranía"...

"¡Ya voy, ya voy!", vociferaba Carmen en tanto se acercaba a la puerta arrastrando sus sandalias. Abrió. Allí estaba una chica de extraña mirada, de pie, portando un fino bastón. "Hola", dijo, "perdonen que les moleste, es que... verá, soy ciega..., me he perdido"; "Ah, pobre, ¡señora Eliana, es una pobre niña perdida!", anunció Carmen en voz alta; "Dile que pase, ahora salgo yo..., dile a Bruno que salga del cuarto, que la acompañe mientras tanto", se oyó la voz velada de Eliana.

Carmen hizo pasar a la chica, la acompañó al salón y la acomodó en un sillón; luego fue en busca de Bruno.

"Bruno", llamó abriendo la puerta del dormitorio; "Ahora no, Carmen, no tengo ganas", dijo Bruno; "Ay, Bruno, mi machote, no vengo por eso", dijo Carmen con una amplia sonrisa, "¿no oíste el timbre?, ha venido una señorita que se ha perdido en la sierra, y me ha dicho Eliana que le hagas compañía mientras ella termina de... de ya sabes qué"; "¡Joder, no paran esos dos! ya voy, Carmen."

Bruno salió de su dormitorio. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio el característico bastón que sujetaba la muchacha. "¡Eres... eres ciega!", exclamó Bruno; "Sí, y tú muy maleducado, primero hay que presentarse", dijo ella juguetona; "Ay, perdona, es que... en... la novela..., bueno, ¿cómo te llamas?, yo soy Bruno"; "Sonia, encantada", dijo ella extendiendo una mano al vacío que Bruno estrechó al momento. Quedaron en silencio. Bruno observó con detenimiento la oscura melena rizada de ella, sus delicados hombros, sus protuberantes pechos marcados bajo la camiseta, su liso abdomen, sus formados muslos apretados bajo los pantalones de lona, sus sandalias de tiras. Los ojos de Sonia, sin iris, eran negros como pozos profundos llenos de misterio. "¿Cómo te has perdido, Sonia?"; "Mi perro guía, no sé qué pasó, se me soltó, supongo que olería a una hembra en celo y no se pudo resistir", dijo Sonia sonrojándose; "Sí, entiendo, los perros, admirables, jamás piensan en el qué dirán", rio Bruno; "Sí", rio Sonia; "Oye, Sonia, ¿llevas, no sé, una pistola?"; "¡Una pistola!, soy ciega, Bruno, ¿cómo voy a apuntar?"; "Claro"; "¿Qué pasa, Bruno, hay alguien que te irrita y quieres acabar con él?"; "Sí, supongo que los oirás, dicen que los ciegos tenéis un fino oído"; "¿Cómo crees si no que he podido orientarme hasta llegar aquí?". Ambos sonrieron.

"¿Vendrán a buscarte, Sonia?; "Di aviso, vendrán en una hora, Bruno"; "No hay tiempo que perder."

Sonia se desnudó y se acostó en la cama de Bruno con las extremidades estiradas. Éste ató sus muñecas al cabecero y sus tobillos a las patas bajeras; después sacó un preservativo usado que contenía semen de su padre y lo vació sobre el ombligo de Sonia. Dijo: "Quizá te haga daño, pero debo penetrarte duro para que parezca..."; "Hazlo, Bruno". Bruno se sacó el pene que ya se empinaba ante la visión del majestuoso cuerpo desnudo de Sonia, y montó sobre ella. Las tetas estiradas de Sonia se bambolearon a causa de la embestida de Bruno; "¡Ah!", gritó al principio, más tarde se deleitó con la simulación: "Ah, ah, Bru-no, ah, me encanta tu polla, ah". Bruno se detuvo: no debía correrse o el plan se iría al traste. "Voy a hablar con Carmen y Pablo, Sonia, deséame suerte, te quiero, cariño", se despidió Bruno soplando un beso desde la palma de su mano.

Años después vieron a Bruno y Sonia sentados en ropa de baño a la orilla del río helado que brotaba de las cumbres contemplando los juegos de sus hijos en el agua. Vieron también a Carmen y Pablo follando como posesos, desnudos en la pradera, bajo el radiante sol de la serranía. Mientras:

"¡Eliana, ven, el alcaide te quiere ver!" Eliana era la reina de las mamadas: por supuesto, la preferida del alcaide, que cada tarde vaciaba el semen en su boca.

"¡Roberto, qué pasa, vamos, alza un poco el culo, apoya las manos en las rejas!" Roberto era el alivio del jefe de los matones. Y gruñía, si, no crean que le gustaba, gruñía; entre dientes decía: "Maldito Bruno, maldito chalet en la serranía."

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