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Tambores y cornetas

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Mi marido y yo, íbamos a desfilar en una procesión de Semana Santa un jueves por la noche de luna llena, cuando, sin esperarlo, Dios quiso que nos entregáramos a otros quehaceres.

Él se había puesto ya el traje negro de hombre de trono; yo, por mi parte, me había vestido con la túnica de nazareno de color verde, color distintivo de la cofradía a la que los dos pertenecíamos desde hacía años, pagando religiosamente sus cuotas o diezmos.

"Qué bien te queda la túnica, Mamen", me dijo; "Y a ti el traje, Carlos", le dije; "Ponte el capirote", me pidió; y me lo puse. "Misteriosa, Mamen", opinó; "¿Tú crees?", repliqué; "Apuesto a que no llevas nada debajo", indagó; "No, pensaba follarme hasta al hermano mayor de la cofradía durante la procesión", bromeé; "¡A ese vejestorio!", exclamó; "¡Quién sabe, quizá se le ponga todavía dura!", exclamé. Me quité el capirote.

Tomamos llaves, móviles y algún accesorio más, y nos dispusimos a salir del piso; justo en ese momento sonó el timbrazo del domo.

"Sí", contesté, "la lluvia... ¿llueve?... llueve, Carlos", dije en sordina tapando el micrófono con la palma de mi mano, "bueno... en ese caso... claro, claro, lo entendemos... sí, nos llegaremos por la casa hermandad de todos modos... gracias... gracias por avisar."

Así, con la túnica puesta tenía más morbo. Carlos no tardó en arrodillarse y meter su cabeza bajo los faldones de mi túnica para lamer mi coño; yo se la sujetaba con mis finos dedos tensos, por encima de la tela, para que no parase. Luego de hacer que me corriera, me izó con sus fuertes brazos y me llevó al dormitorio; me depositó en la cama, se sacó su empinada polla de la portañica de su pantalón, apartó de nuevo los faldones, subiéndomelos hasta el ombligo, dejando al descubierto la trémula blancura de mis muslos, la negrura de mi pubis, y me poseyó. "Así, Carlos, ah-ah-así, fuer-te, Carlos, ah", gimoteé al sentir su dureza en mi interior. La boca de Carlos mordía mis tetas a través del terciopelo de la túnica, y yo notaba la humedad de su saliva traspasando el grueso tejido. Oí los primeros jadeos de Carlos, los que anunciaban su orgasmo cercano. Oí mi nombre, sonoro entre sus labios: "Mamen, Mamen"; "¡Carlos!", grité, y su chorro caliente se vertió en mi carne. Oí tambores y cornetas en la calle. Oí el trueno que los silenció.

(9,20)