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La violinista

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La miro fijamente mientras trastea con las clavijas del violín que descansa sobre su regazo. Puntea con sus ágiles dedos la segunda cuerda que produce un gemido disonante y desliza su mano derecha hasta la parte baja de la tabla armónica. Vuelve a ajustar el afinador de precisión y cuando cree que el tono será satisfactorio pellizca nuevamente la cuerda. Un nuevo ruido discorde surge del violín y su mano regresa a la clavija del afinador. La operación se repite una y otra vez, acercándose al sonido buscado, hasta que pellizca la segunda cuerda por última vez. Silencio sólo roto por el vibrar melodioso de una nota diáfana. Una preciosa sonrisa de triunfo aparece en su rostro mientras me mira, y espera. Asiento, el tono de la nota es correcto. Con un cabeceo la animo a continuar con el resto de las cuerdas. Sus largos dedos se mueven arriba y abajo, acariciando suavemente la pulida madera de ébano, cada vez que se dirigen a la parte superior del cordal; para girar delicadamente los afinadores en uno u otro sentido. No sé decir cuánto tiempo pasa mientras la contemplo embelesado. Un minuto, tal vez dos. El violín está afinado, dispuesto para empezar a sonar, preparado para que saque de él todo lo que esté dispuesto a dar. Vuelve a fijar sus ojos en los míos, expectante, indecisa, acaricia la labrada madera con su mano derecha mientras su izquierda reposa sobre las cuerdas.

Otro cabeceo por mi parte; otra bella sonrisa por la suya. Con extremo cuidado, con devoción, con ternura, levanta el violín sujetándolo con ambas manos y se lo apoya sobre el hombro izquierdo. Mis ojos no pueden evitar centrarse en sus piernas, sólo un instante, lo suficiente para que ella no se dé cuenta. El pantalón negro de pierna ancha no hace justicia al contorno de sus muslos, y aunque lo hiciera, estando sentada, no sería capaz de verlos como quisiera. Pero no me hace falta: los he imaginado tantas veces, he intuido en tantas ocasiones lo que se esconde bajo el tejido, que ya no me hace falta mirarla para sentirla. No se ha dado cuenta de mi mirada, nunca lo hace. Se agacha ligeramente con el violín reposando en su clavícula; y toma con su mano derecha el arco de crin de caballo que la espera en el suelo, junto a la silla. Está preparada para empezar. Yo lo sé, y ella es consciente de ello. Está orgullosa, y no es para menos. Pero decido darle una pequeña lección, un baño de humildad.

-Capricho número veinticuatro en la menor.

Frunce el ceño de forma sutil, sus labios se contraen ligeramente, pero es sólo un momento, enseguida recupera la compostura y me mira desafiante mientras sonríe de nuevo. Muy bien, que así sea. Respira hondo mientras busca la partitura en el atril que tiene frente a sí, se yergue ligeramente en la silla, apoya su mandíbula sobre el instrumento y se prepara para ejecutar la pieza. La observo con ternura mientras desliza el arco sobre las cuerdas, la interpretación del tema es perfecta, pero ésta es la parte fácil, ambos sabemos eso. No ha hecho más que comenzar. Cierro los ojos y recuesto la cabeza sobre el respaldo de la silla. No necesito verla para saber que está ahí, no necesito verla para escucharla tocar el violín, no necesito verla para contemplar su desnudez, oír es cuanto me hace falta para amarla.

Las notas nos envuelven mientras se adentra en la primera variación, el arco salta sensual sobre las cuerdas en un perfecto staccato. Trato de relajarme conforme el ritmo de la melodía se acelera en un frenesí de notas cortas. El aroma de sus cabellos es perceptible a esta distancia, el movimiento impreso al arco se transmite a través de sus brazos, recorriendo hombro y cuello, haciendo que el corto pelo negro se mueva sinuoso, permitiéndome aspirar su penetrante aroma. Huele a bosque, a melocotón, a primavera. No necesito mirar para ver el vaivén de su melena. Sin moverme ni un ápice, sin que se percate, sin que cese la melodía, extiendo mis brazos y rozo sus rizos con la yema de mis dedos. Son suaves al tacto, y delicados, o así, al menos, es como creo que deben ser. 

De nuevo toca el tema desde el principio, pero esta vez el sonido es continuo. La alternancia entre las notas variables y estáticas es prácticamente imperceptible, y todas dejan de sonar justo en el instante en que comienza la siguiente. Inspirado por la melodía aparentemente desafinada, dejo vagar mi mente y, estremeciéndome, recorro con las manos el arco de su cuello, acariciando con ternura el lugar donde reposa el instrumento mientras mi corazón se acelera a cada nota. La melodía es cómplice de mi secreto, la madera de ébano es garante de mis intenciones, las cuerdas son artífices de mi lujuria. Mi mano izquierda reproduce sobre su cuello los rápidos movimientos necesarios para que la música fluya, y detecto el primer error. Una nota fuera de lugar, desafinada. Abro los ojos sobresaltado, y la miro. Ella continúa como si no hubiera pasado, pero noto en su postura envarada que es consciente de su fallo, siento su vergüenza. Con los ojos fijos en ella, dolido por su falta de respeto hacia mí y hacia la música, no puedo evitar fijarme en su prominente barbilla. Intento desechar la idea para volver a relajarme, pero no soy capaz de olvidar su fallo ni de apartar la mirada de su desagradable mentón.

Vuelvo a cerrar los ojos, a dejarme llevar, cuando abandona la segunda variación rumbo a la tercera. Las dos cuerdas más graves vibran en el intervalo de una octava, consiguiendo que vuelva a relajarme, permitiéndome que me concentre en la música, en el violín, en la violinista. Su cuello a perdido interés para mí, recuerdo la nota discordante, y su barbilla, así que decido seguir avanzando… Conteniendo un suspiro, rodeo sus hombros con manos firmes mientras la música me envuelve. Deslizo mis dedos por su espalda, sin sentir la camisa, sólo noto el tacto de su piel. Tersa, firme, agradable. Ella está concentrada en el suave deslizar del arco sobre las cuerdas, no me presta atención, así que puedo dar rienda suelta a mi deseo. Noto como el calor empieza a hacer mella en mí, ascendiéndome por la espalda, e intento controlarlo. Mis manos tiemblan ligeramente y las obligo a centrarse, a no olvidar cuál es su objetivo.

Cuando el tema vuelve a comenzar, esta vez en un cromático agudo, hago un esfuerzo para no abrir los ojos, saltar de mi silla y abalanzarme sobre ella. Eso lo estropearía todo… El anhelo es fuerte, el apetito arduamente controlable, pero si me levanto, si intento acercarme aunque sólo sea un paso, la música cesará. Y no puedo permitirlo. La amo, la adoro, pero amo más la música que nace entre sus dedos, necesito la armonía que es capaz de extraer del bendito instrumento que maneja virtuosamente. Respiro hondo, me humedezco los labios con la lengua y continúo acariciando su espalda sin que se percate. Rodeo su cintura y la atraigo hacia mí. Su dorso reposa en mi pecho durante los segundos que aún faltan para finalizar los cromatismos. La siento respirar, la siento vibrar al compás de la melodía que desgrana nota a nota. Nuestros corazones parecen bailar a la par, impelidos por el ritmo que emana del instrumento.

La quinta variación, con sus octavas rotas, con esos saltos de arco dialogados entre graves y agudos me hace abandonar todo reparo y consiguen que acaricie su cuerpo hasta posar mis manos en sus pechos, rozándolos con las puntas de los dedos, estremeciéndome. Sus senos son pequeños, turgentes, firmes y tersos. ¡No sé qué daría por poder masajearlos! Pero he de conformarme con acariciarlos sin que ella se entere, sin que me lo permita. No deseo que me repudie, no podría soportar su mirada de desprecio, necesito su admiración, he de conformarme con ser su maestro, he de trasmitirle todo lo que sé, para que la música no se detenga nunca, para que no deje de tocar, para que el arco nunca se pare en su recorrido por las cuerdas. No funcionaría de otra forma, ella es joven y bonita, yo… Sólo la música importa, sólo lo que es capaz de hacer con el violín entre sus manos.

Las escalas en tercera son sencillas, pero la sexta variación también está compuesta por escalas ligadas en décima. Siento cómo se tensa al comenzar, pues teme equivocarse. La rapidez con la que ha de enfrentarse al amplio recorrido de su mano para no fallar, la aterra. Sin esperar un instante, tan asustado como ella, lanzo mi boca a la búsqueda de sus pezones. Son pequeños y delicados, y sólo podré saborearlos entre mis labios si no comete ningún error en la melodía. Detestaría tener que abandonarlos, como hice con su cuello. Por favor, ruego, no te equivoques. Mientras repaso sus senos con mi lengua, mi oído está expectante. Casi ha acabado la variación cuando ocurre. Una sola nota, sólo una, tal vez imperceptible para la mayoría, seguro que indetectable para vosotros, pero yo la oigo. El corazón se me encoge, la boca se me amarga, aprieto los dientes con fuerza y muerdo el pezón para castigarla, pero no se inmuta, y me veo forzado a volver a abrir los ojos para mirarla asqueado, y al observarla con detenimiento, me da la sensación de que últimamente ha engordado. Sigue sentada frente a mí, con el violín sobre el hombro, pero no me mira. La examino con detenimiento… Sí, definitivamente ha engordado, no mucho, pero... Está concentrada en lo que hace. Ha fallado dos veces, y teme mi reacción. La adoro, pero actuaré como ha de actuar un maestro.

Al comenzar la séptima variación suspira y se relaja. Aún no ha pasado lo más duro, y ya ha cometido dos fallos. Pero ahora es el momento de descansar, de prepararse para lo que ha de venir. Dolido, hastiado por tener que abandonar sus pechos, vuelvo a cerrar los ojos, y a dejarme llevar. El diálogo entre graves y agudos en sucesión perfecta vuelve a acercarme a ella, vuelve a ser deliciosa para mí. Esta vez es su boca lo que centra mi atención. Es pequeña, sensual, enmarcada por labios estilizados, con el superior ligeramente prominente. Sus dientes son blancos y perfectos, y cuando sonríe hasta el día más oscuro se despeja. Mi corazón se acelera, su sonrisa… Recorro con mi lengua el contorno de sus labios prietos, apretujando los puños con fuerza para contenerme, y finalmente consigo abrirme paso entre ellos cuando abre su boca para recibirme. Su sabor es exquisito, es hierba fresca, es agua de manantial, es alegría, es vida. Quiero parte de esa felicidad para mí, así que busco su lengua con la mía, y la recorro con deleite. Siento como un calor infernal empieza a concentrarse en mi entrepierna, y debo reprimirme con ahínco para no acariciarme, para no delatarme ante ella.

La siguiente repetición está compuesta por ásperos acordes que contrastan con la suavidad de la anterior. Sus manos recorren velozmente las cuerdas mientras el arco desata la melodía. Es el momento perfecto para el beso. Junto mis labios con los suyos, aspiro su fragancia, y abandono toda prudencia. Dejándome trasportar por cada una de las notas.  Me gustaría oírla jadear, me gustaría que demostrara lo mismo que yo siento, desearía que el beso fuera prueba de nuestro amor, pero no es posible, sólo música, y en verdad eso lo es todo. Sin melodía, sólo sería un beso, pero entretejido entre las notas, es armonía, a pesar de que ella no lo sepa. Ya participa a su manera, deslizando el arco a diestra y siniestra, atrapando los acordes entre las yemas de sus dedos para dejarlos libres. Pero el tema llega a su fin, al igual que mi pasional beso. Hay otras partes que debo explorar.

Recoge el arco en su mano derecha mientras pellizca las cuerdas con la izquierda. El ritmo de la melodía cambia por completo, pues ahora las notas suenan marcadas, separadas entre sí mientras las cuerdas son apresadas y soltadas de forma individual. El arco ya prácticamente no juega su papel en esta variación, sólo los dedos. Al igual que nuestros labios, que se separan con un suspiro silencioso, para dejar paso a las caricias. Recorro el contorno de sus caderas con mis manos, recreándome en la tersura de su piel, contorneando sus curvas hasta alcanzar los muslos. Poco a poco palpo sus glúteos con regocijo. Sus nalgas son suaves al tacto, delicadas, deliciosas. Juego a pellizcarlas al igual que hace ella con las cuerdas, sigo el ritmo de sus dedos con los míos, casi desearía que se percatara, que me mirase, que sonriese, que parara de tocar y me cogiera entre sus brazos… No… Que no pare de tocar. Si para de tocar se detiene el mundo, nuestro mundo.

El arco vuelve a estar sobre las cuerdas cuando comienza la décima variación. Esta vez el tema se reproduce en un registro extremadamente agudo, pero lo acomete sin intimidarse. La melodía me transmite el valor que necesito para llevar mis caricias un paso más allá, y abandono todo temor de ser descubierto. Al estar sentada, la cara interna de los muslos no me es fácil de alcanzar, pero con delicadeza apoyo la palma de mis manos en sus rodillas y empujo con suavidad, obligándola a abrir sus largas piernas. No se ha dado cuenta, sigue encandilada con su tarea, así que aprovecho mi oportunidad. Recorro palmo a palmo el interior de sus muslos, deteniéndome a cada oportunidad, sintiendo cada milímetro de tersa piel. Poco a poco, sin que se percate, acerco mis labios a sus piernas y extiendo mi lengua para acariciarlas con ella.

La última variación, compuesta por acordes y arpegios contrasta con el registro de la anterior. Casi puedo ver con los ojos cerrados cómo recorre las cuerdas con la mano izquierda imprimiendo la fuerza y velocidad necesaria para la melodía. Sé que el final está cerca, por lo que decido aprovechar el poco tiempo que me queda. Ya no sólo me limito a lamer sus muslos, sino que intento alcanzar con mis manos su entrepierna. No puedo acceder a su intimidad, deseo llegar hasta ella, acariciarla, pero está sentada, con las piernas demasiado juntas, casi no puedo ni mantenerme entre ellas. Me aparto y empujo de nuevo sus rodillas, esta vez sin contemplaciones. No me negará lo que deseo.

Los nuevos arpegios se suceden a mayor velocidad cuando comienza la coda, el cierre, el capricho se termina, y la música cesará. Pero ya no me preocupa, ya no me importa, por lo menos no ahora. Está abierta ante mí, vulnerable. Acerco mi cara a su ingle y comienzo a recorrerla con la lengua. Está caliente, está húmeda. No puedo más y comienzo a besar sus labios vaginales. Los acaricio con mi lengua, los mordisqueo con mis dientes. Mi respiración se acelera, mi pulso se desboca. Introduzco la lengua en su húmedo agujero y lo saboreo mientras me inundo de su aroma.

El éxtasis termina tan súbitamente como ha comenzado cuando toca la última nota. El capricho ha terminado y apenas han transcurrido seis minutos. Oigo cómo separa el arco de las cuerdas, y siento cómo se envara.  Abro los ojos y la miro. Allí sigue, sentada frente a mí con esos pantalones negros de tejido sintético, con la camisa blanca perfectamente abotonada, los rizos negros enmarcándole el rostro y una tímida sonrisa en sus finos labios. Frunzo el entrecejo y su sonrisa parece desaparecer. Ha cometido dos errores, y sabe que no estoy contento. Me observa indecisa un instante y después baja la cabeza, avergonzada. No voy a castigarla, pero lo repetirá una y otra vez hasta que no yerre.

-Otra vez, desde el principio. Pero esta vez, ponte de pie.

Suspira, se levanta, y comienza de nuevo la melodía mientras cierro los ojos.

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