Nuevos relatos publicados: 16

Los secretos de Maribel (4).

  • 36
  • 36.845
  • 9,80 (10 Val.)
  • 3

Cuando me tumbé en mi cama esa noche, más que dormirme perdí el conocimiento, agotado en todos los sentidos. Dormí del tirón hasta pasado el mediodía, y me desperté con una extraña sensación de urgencia, como si esa mañana de Lunes tuviese una cita importante y me hubiese quedado dormido. Reparé en que me había acostado desnudo, me puse unos boxers y bajé a la cocina.

No había nadie. Ni en la cocina ni en el salón, donde no quedaba rastro alguno de mi perturbadora sesión de cine. Recorrí toda la enorme casa, entré en el dormitorio de mamá, también vacío, y bajé a la desierta piscina. La intranquilidad comenzó a apoderarse de mí y me aceleró el pulso. Si los acontecimientos de la noche anterior habían transtornado a mi madre hasta el punto de llevarla a hacer alguna tontería no me lo perdonaría jamás. Fui al garaje y comprobé que su todoterreno no estaba. Normalmente cuando salía me decía a dónde iba, aunque estuviese dormido.

Volví al salón, con el cerebro hirviendo de peguntas. ¿Habría ido, desesperada, a contárselo todo a mi padre? ¿Se habría decidido a denunciar a la policía el chantaje de Héctor? ¿Estaría pidiendo cita con un psiquiatra para que tratase mis supuestas desviaciones sexuales? ¿O tal vez mi primo la había obligado a ir hasta algún lugar discreto para continuar cobrándose el precio de su silencio? Más allá de que sus actos pudiesen causarme problemas, estaba muy preocupado por ella, así que la llamé al móvil.

Rechazó la llamada, lo cual me enfadó pero también me tranquilizó un poco. Al menos estaba lo bastante bien como para pulsar el botón rojo del celular. Apenas diez minutos después, respiré aliviado al ver su coche entrando por la verja del chalet. No había respondido al teléfono porque estaba conduciendo, me dije.

Me senté en el sofá, fingiendo ver un programa de deportes, y cuando entró la recibí con una amplia sonrisa. Llevaba unos pantalones cortos de color amarillo, que resaltaban al mismo tiempo la vertiginosa longitud de sus piernas y el moreno de su piel. Sus sandalias eran parecidas a las que llevaba en el video de los jardineros, pero tenían más tacón y las cintas blancas se entrelazaban hasta casi la rodilla. Remataba el conjunto una camiseta de tirantes muy ceñida, también blanca, que ponía de manifiesto la ausencia de grasa en su vientre y la firmeza de los pechos. Su melena negra le caía por la espalda en suaves ondas, negra, limpia y brillante. Ni el más estricto de los psicoterapeutas podría culparme por desear a semejante mujer.

Su expresión era seria, más reflexiva que triste, y nadie hubiese imaginado que se había pasado llorando parte de la noche anterior. Cargaba con al menos media docena de bolsas, de distintos tamaños y colores, con logotipos de sus tiendas favoritas. No se podía decir que mamá fuese una compradora compulsiva, pero cuando gastaba dinero lo hacía con la despreocupación propia de quien tiene de sobra.

—¿Has estado de compras? —pregunté, aunque fuese evidente.

—Sí. Necesitaba despejarme un poco —dijo ella. Su voz sonaba cansada, un par de escalones por debajo de su timbre habitual.

—Te entiendo —dije, al mismo tiempo que me levantaba—. Deja que te ayude con eso.

Atravesó el salón con sus largas y elegantes zancadas, dejándome plantado en el sitio. No esperaba que su actitud hacia mí fuese la de siempre, después de todo lo ocurrido, pero esa descortesía me pareció excesiva. Yo siempre había sido atento con ella, y eso no tenía por qué cambiar.

—No hace falta. Mejor ve a ponerte algo encima; ya sabes que no me gusta que andes por casa en ropa interior.

En mi mente apareció de pronto ese momento de la noche anterior, cuando ella limpiaba arrodillada y yo me había puesto en pie, completamente desnudo. Respiré hondo y obedecí; no tenía sentido hacerla enfadar hasta tener claro el punto en el que nos encontrábamos. Yo sabía que era una adúltera, que se masturbaba a diario y que su sobrino la chantajeaba para no revelar sus pecados. Ella había descubierto que mis deseos incestuosos no eran una simple fantasía juvenil, y que realmente estaba dispuesto a llevarlos hasta el final si se presentaba la ocasión. Debía estar preguntándose cuando daría el siguiente paso, si todavía la respetaba lo suficiente como para aceptar sus negativas o si caería tan bajo como Héctor y la amenazaría para conseguir mis propósitos. Decidí hacer algo para valorar su reacción.

Tras ponerme un bañador, poco más largo que los boxers, y una camiseta, fui hasta su dormitorio y abrí la puerta sin llamar. Estaba sacando el contenido de las bolsas y examinándolo. Sin que yo pudiese evitarlo, mis ojos se clavaron en varias pendas de lencería que estaban sobre la colcha, con las etiquetas aun puestas.

—¡Julio, sal de aquí ahora mismo! —exclamó. Me dolió que retrocediese y se encogiese un poco, como si me creyese capaz de lanzarme sobre ella y forzarla.

—Tranquila, mamá. ¿A que viene esa actitud? ¿De verdad piensas que sería capaz de… obligarte a hacer algo? —pregunté.

—Ya no se que pensar, hijo. —Suspiró y se relajó un poco, mirando la ropa nueva extendida sobre la cama—. Vete, por favor. Ve a darte un baño o algo. Ahora bajaré a hacer la comida.

Estaba a la defensiva, eso saltaba a la vista, y todavía abrumada por el peso de la situación. Estaba a punto de salir al pasillo y dejarla tranquila cuando tuve una idea.

—Oye, mamá, ¿por qué no vamos a comer fuera? Al club, por ejemplo.

Me miró algo extrañada. ¿Era una inocente invitación de un hijo a su madre o pretendía llevarla a una especie de cita, dónde intentaría seducirla de alguna forma? Ni siquiera yo lo tenía del todo claro. Por otra parte, estaríamos en un lugar público, donde todos nos conocían, y yo no podría hacer nada fuera de lo normal.

—¿Al club? Siempre dices que no te gusta el restaurant del club —dijo, con cierto tono de sospecha, aunque en las comisuras de sus labios percibí una leve curva que me animó.

—Y no me gusta. Pero si te propongo ir a otro sitio vas a pensar algo raro.

—¿Y me culparías por ello? —Puso los ojos en blanco un segundo y suspiró con resignación—. Está bien, Julio. Vamos al club.

—No hace falta que te cambies. Así estás muy guapa —dije, procurando eliminar de mi voz todo rastro de lujuria.

—Déjate de cumplidos y ve a vestirte. Y no vuelvas a entrar aquí sin llamar a la puerta. —Su tono era serio, pero parecía bastante menos tensa que antes. Me di la vuelta y me llamó justo antes de que saliese—. Julio, espera un momento.

—Dime, mamá.

—¿Has borrado esas fotos, como prometiste? —preguntó. Había cierta ansiedad en su voz.

—¿Qué fotos?

—No te hagas el tonto. Las fotos que hiciste por la ventana del garaje cuando estaba… con Héctor —explicó, incómoda, bajando la vista hacia sus nuevas prendas de marca.

—No las he borrado porque no existían. —La revelación hizo que me fulminase con la mirada. Me alegró ver salir a la superficie su carácter de siempre —. Lo vi todo, pero ni siquiera llevaba el móvil encima.

—Serás… ¿Pero cómo has podido mentirme con eso? ¿Sabes lo mal que lo he pasado pensando que tenías esas fotos?

—Solo fue una argucia; no es para tanto —dije. Se relajó un poco tras soltar un bufido y lanzar una bolsa vacía contra el espejo— No te lo esperabas, ¿eh? Parece que no soy tan tonto como piensas.

—Yo nunca he dicho que seas tonto —discrepó, con cierta tristeza.

—Poco espabilado, que es casi lo mismo.

—Al menos siempre habías sido un buen chico. —Sus ojazos oscuros destilaron tanta melancolía que tuve que apartar la vista para no embriagarme y olvidarme de mi particular cacería.

—Y lo sigo siendo, mamá.

Cerré la puerta al salir y me quedé unos segundos en el pasillo, atento a cualquier palabra o sonido que pudiese salir de sus labios. Solo hubo silencio, así que fui a vestirme. El tema de las fotos me hizo acordarme de la que aun tenía guardada en mi móvil, la de mi prima Alba agarrándome el manubrio con esa carita de hambre. Decidí que no la borraría, por si acaso. Si me apetecía desfogarme de nuevo con ella y se mostraba reacia podría volver a jugar esa carta.

Media hora después, salíamos del chalet subidos en el todoterreno. Había aceptado mi sugerencia de no cambiarse (o puede que fuese lo que pensaba hacer de todas formas) y conducía con esos pantaloncitos que, estando sentada, mostraban sus piernas casi hasta la ingle. En el asiento del copiloto, mis ojos iban de sus muslos y pantorrillas al capó del vehículo. No podía evitar verla de nuevo subida sobre la pulida superficie de metal, desnuda y jadeante, arqueando la espalda y gritando mientras la mano de mi primo se movía entre sus piernas tan rápido que parecía un borrón de carne y fluídos. Mi propia entrepierna se hizo eco de mis pensamientos y los tejanos que me había puesto comenzaron a apretarme.

También me pregunté durante unos segundos si la parte trasera del todoterreno era tan amplia como para que una mujer de su talla pudiese abrir las piernas por completo. Consciente de las pocas posibilidades de comprobarlo en un futuro cercano, volví a la realidad e intenté darle conversación a la conductora.

—¿Hoy no vienen la tita y los primos? —Era una pregunta inocente, pero la referencia a Héctor hizo que frunciese los labios.

—No, hoy no vienen. Hablé con tu tía esta mañana y le dije que no me encontraba muy bien. No se van a morir por estar un día sin usar nuestra piscina, digo yo.

Me hizo gracia el tono en que mi madre pronunció la última frase. No solía poner de manifiesto, y menos delante de mí, lo que pensaba realmente de las visitas de Teresa y sus hijos. No es que no disfrutase de la compañía de su familia, pero que nos visitasen prácticamente a diario le parecía un poco excesivo. Nunca decía nada, claro, pues mi tía era tan susceptible que podría sentirse insultada. Esa sensación, arrastrada desde la infancia, de sentirse inferior a su hermana en todos los aspectos ya era suficiente castigo para Teresa, y mamá era tan buena persona como para no querer echarle además en cara su continuo disfrute de los lujos que a ella le había negado la vida.

—¿Te encuentras mal de verdad, mamá? Si quieres volvemos a casa y preparo yo la comida —dije, volviendo por un momento a ser el buen chico de siempre.

—Ah… No, no me pasa nada. Físicamente, al menos. Pero comprenderás que esté bastante nerviosa después de todo lo que pasó ayer.

—Perdona de nuevo por haber manchado… el salón. Y no te preocupes, no le contaré a nadie lo de tus amigos los jardineros.

Esbozó una sonrisa sin un ápice de humor, y sus manos apretaron el volante con más fuerza. Le acaricié brevemente el hombro, en señal de apoyo, y no me apartó la mano ni dio muestras de desagrado, aunque tampoco me devolvió la caricia, como solía hacer antes de que nuestra relación se complicase tanto.

—Eso no volverá a pasar —prometió —. Solo espero que ellos no vayan contándolo por ahí… ¡Dios! No sé cómo pude ser tan imprudente.

—No te preocupes. Por lo que yo se los dos están casados y tienen hijos, y no creo que quieran que sus esposas se enteren. Sobre todo teniendo en cuenta el carácter que tienen las latinas.

Eso hizo que sonriese un poco, esta vez de verdad, e incluso ladeó la cabeza para que lo viese bien. Mi espíritu de cazador lo vio como un pequeño logro, y me animó a continuar desde los matorrales donde estaba escondido, con el arco al alcance de la mano por si la presa volvía a estar vulnerable y tocándose su paleolítica verga por debajo del taparrabos.

—Deberíamos empezar a pensar en cómo solucionar lo de Héctor —dije, más serio.

—Ni se te ocurra enfrentárte a tu primo, Julio. Eso solo empeoraría las cosas —dijo ella, algo alarmada.

—Supongo que quieres que eso acabe, ¿no? —pregunté. Había suficiente malicia en mis palabras como para hacer que se agitase en el asiento.

—Por supesto que sí. Lo que viste… Lo que me pasó no significa nada. Fue una reacción involuntaria de mi cuerpo a sus… en fin, no me hagas hablar del tema, sabes que me pone enferma. Pero desde luego que quiero dejar de ser su… juguete.

—Su puta. Ayer dijiste que eras su puta.

La corrección no le gustó nada, pero no puso fin a la conversación, así que continué. Parecía estar más receptiva y más dispuesta a hablar del tema.

—Yo te ayudaré, mamá. Aunque últimamente me haya comportado como un obseso, puedes confiar en mí. —Abrió la boca para protestar de nuevo, pero no la dejé—. No pienses que voy a quedarme de brazos cruzados mientras un sinvergüenza te chantajea y abusa de ti. Te quiero y te voy a ayudar, te guste o no.

Por un momento pensé que iba a negarse de nuevo, pero no dijo nada. Ya habíamos llegado al aparcamiento del club, y en cuanto el coche se detuvo en nuestra plaza se giró hacia mí. Su sonrisa, un poco triste pero amplia, y su cariñosa mirada fue lo más bonito que había visto en días. Me acarició la cara con una mano y me dio una palmada en la pierna antes de quitarse el cinturón y abrir la puerta.

—Pensaremos algo, Julio. Pero no hagas nada por tu cuenta, por favor.

—Descuida.

Entramos en el club, uno de esos lugares con campo de golf, pistas de tenis, piscina, spa, y todo lo necesario para que cualquier millonario pudiese relajarse del estrés que le provocase tener más dinero que el común de los mortales. Mi padre era socio de toda la vida, igual que lo había sido mi abuelo, así que éramos algo así como socios VIP, en un lugar donde todo el mundo era VIP. No es que a mí no me agradase ser rico, pero el ambiente del club nunca me había gustado demasiado, siempre lleno de cotilleos, habladurías y miradas de soslayo. Si se hiciesen públicos los secretos de mi madre, me dije, no podría volver a acercarse a aquel lugar el resto de su vida.

A medida que recorríamos los cuidados jardines y las galerías de aire decimonónico mi pecho se hinchaba de orgullo. Socios o empleados, todos la miraban al pasar; los hombres con mejor o peor disimulado deseo, y las mujeres con envidia o admiración. Yo no sabia desde cuando mamá le era infiel a mi padre, y cabía la posibilidad de que alguno de aquellos tipos que le dedicaban galantes saludos y sonrisas libidinosas se la hubiesen beneficiado en algún momento. Preferí no pensar en eso, y como siempre sonreí con disimulo cuando se detuvo junto al maitre del restaurant. Era un tipo muy bajito y rollizo, y parecía un gnomo trajeado al lado de mi madre, quien con los tacones que llevaba rozaba los dos metros de altura.

—¿La mesa de siempre, doña Maribel? —preguntó el empleado, con el empalagoso servilismo propio de aquel lugar.

—Eh… no, la de siempre no, Manuel. Nos sentaremos cerca del jardín. Hace un día precioso, y hay que disfrutarlo —dijo mamá. Evidentemente, quería que nos sentásemos en la parte más discreta de la enorme sala, sin duda para evitar oídos indiscretos cerca de nuestra conversación.

—¡Oh, desde luego! Tiene usted toda la razón. Síganme, por favor.

Nos acomodamos en una mesita para dos, cerca de las impolutas cristaleras que separaban el comedor de los jardines. Siendo Lunes, y tan temprano, apenas había comensales en el restaurant. Casi en el otro extremo, en una de las mesas con sofás de cuero, tres tipos trajeados mantenían una animada conversación, probablemente sobre negocios. Debía ser muy interesante, porque apenas miraron a mi madre de reojo cuando pasamos cerca de ellos. Quien sí la miró, recreándose con el descaro propio de la tercera edad, fue Gerardo Herrero, quien estaba sentado solo en otra mesa, y a quien saludamos de pasada con forzadas sonrisas.

Además de ser uno de los miembros más ricos y poderosos del club, Herrero era un viejo verde. A sus más de setenta años, aprovechaba la mínima oportunidad para rozar con el codo las nalgas o los pechos de las camareras, o cuando se acercaban mucho a la mesa les acariciaba la parte interior del muslo con la sutileza de un carterista. Si alguna de las chicas se quejaba a sus superiores, ellos le decían que cerrase el pico, y si insistían en sus protestas terminaban en el paro. A mí me repugnaba la forma en que el vejestorio miraba a mi madre, con esa sonrisilla de sátiro y la lengua rosada que aparecía de vez en cuando para humedecer sus reptilianos labios.

—Herrero no le quita ojo a tus piernas, el muy salido —dije, en cuanto nos sentamos.

—¡Sssh! Habla más bajo, que te va a oir.

—Está demasiado lejos, mamá. Y además está medio sordo.

—No te creas —dijo mamá, inclinándose un poco hacia adelante en actitud conspirativa—. Yo creo que se hace el sordo para que las camareras se agachen un poco cuando le hablan y mirarles bien el escote.

Me reí con disimulo y ella también. Todavía no estaba tan relajada como si aquella fuese cualquier otra de nuestras comidas en el club, y era poco probable que llegase a estarlo, pero al menos bromeaba e intentaba aparentar normalidad. Me disponía a replicar con un comentario ingenioso cuando, al bajar un poco la vista, vi algo balancearse cerca de mi muslo. Mamá estaba sentada con las piernas cruzadas, frente a mí, y debido a su longitud y al tamaño de la mesa, su pie derecho quedaba muy cerca de mi silla. Tanto que solo hubiese tenido que bajar la mano para acariciar el empeine, subir por el tobillo hacia la suave piel de la pantorrilla…

—¡Julio! ¿Me escuchas? ¿Qué quieres para beber?

La voz imperiosa de mi madre me sacó de golpe de la ensoñación. Di un pequeño respingo al ver junto a nuestra mesa a una joven mesera que me miraba, expectante, con su libreta en las manos y una radiante sonrisa. Sin duda agradecía que le hubiese tocado atender nuestra mesa y no la del viejo Herrero.

—Eh… Té helado, por favor.

—Lo mismo para mí. Gracias.

Cuando la camarera se alejó apenas tuve tiempo de fijarme en el bonito trasero que se apretaba bajo la tela negra de sus pantalones. Mamá me dio una discreta patada con el mismo pie causante de mi distracción y me taladró con su mirada oscura.

—Julio, haz el favor de comportarte. Esa no es forma de mirarme en un lugar público —dijo, casi en susurros, y desviando los ojos en todas direcciones.

—Lo siento. Esos zapatos son muy bonitos.

—Sí, claro.

Entonces me di cuenta de que era la primera vez que nos sentábamos en una de esas mesitas para dos personas. Eran mesas que normalmente ocupaban parejas, matrimonios o novios que hacían manitas por debajo del mantel o se inclinaban sobre los platos para besarse. En su afán por mantener nuestros secretos alejados de los desconocidos, se había colocado en una situación donde la proximidad física era casi inevitable, y al caer en la cuenta pude ver una sutil mueca de incomodidad en su rostro. Si estuviésemos en cualquier otro lugar, donde no supiesen de nuestro parentesco, quien nos viese podría pensar que éramos una atractiva mujer madura y su joven amante. La idea puso en mis labios una sonrisa que despertó la curiosidad de mamá, aunque no acertó al adivinar su origen.

—¿Y esa sonrisa? ¿Es por la camarera?

—¿Qué? ¿Qué dices? Ni me he fijado en ella —me defendí, bastante sorprendido por la repentina actitud burlona de mi madre.

—Pues deberías haberlo hecho —dijo, volviendo a ponerse seria—. Tienes que fijarte en las chicas de tu edad… O al menos en otras mujeres, sean de la edad que sean, y olvidarte de esas fantasías enfermizas que tienes.

—¿Fantasías enfermizas? Joder, mamá, qué exagerada eres —dije yo, saltándome la norma de no usar palabras vulgares en su presencia, cosa que acusó con un breve resoplido—. Lo que pasa es que tenemos puntos de vista distintos. Tú piensas que el incesto es algo horrible y yo creo que no es para tanto. ¿De verdad te parecería peor acostarte conmigo que hacerlo con dos desconocidos?

Oirme pronuciar “la palabra” hizo que se envarase y empalideciese un poco, y el dilema que le planteé provocó que bajase la mirada hacia la mesa y respirase hondo. Dudo mucho que esperase un ataque tan directo por mi parte, y de no haber estado en un lugar público su reacción no habría sido tan contenida. Por primera vez, había verbalizado el hecho de que quería tener relaciones sexuales con ella. Si, incluso después de lo ocurrido la noche anterior en el salón, donde me masturbé prácticamente en su presencia con una sesión de porno protagonizada por ella, seguía teniendo esperanzas de que todo fuesen fantasías y una especie de deseo platónico, se esfumaron al escuchar mi pregunta.

—Dime. ¿Sería de verdad tan “enfermizo” verme como un hombre, que es lo que soy? —continué, presionándola un poco.

—Mejor cambiamos de tema, Julio. Por favor —dijo ella, con voz algo estrangulada. No quería que llorase o perdiese los nervios allí, pero no pude evitar apretar un poco más.

—Has sido tú quien ha sacado el tema, que yo sepa. ¿Por qué no puedes aceptar que eres capaz de despertar el deseo de cualquier hombre, aunque sea tu propio hijo?

—Vaya, ese debe ser el cumplido más bonito que me hayan hecho nunca —dijo, con evidente sarcasmo.

Guardé silencio y pensé en mi siguiente movimiento cuando vi acercarse a la camarera con nuestras bebidas. La verdad es que mamá no tenía mal gusto. Era una chica más o menos de mi edad, con un agradable rostro redondeado, labios carnosos y una lustrosa cabellera negra recogida en una trenza. Como la mayoría de los empleados del club, era latina; su piel tenía un tono natural café con leche y su cuerpo, compacto y curvilíneo, habría hecho al viejo Herrero dudar sobre qué parte sobar primero, el culo o las grandes tetas que escondía bajo la camisa blanca.

Mientras depositaba los vasos frente a nosotros, sin dejar de sonreír, yo no le quitaba ojo, pero mi mente y mi mano tenían otros planes. Alargué el brazo bajo la mesa como si fuese a rascame la rodilla y acaricié la pierna de mi madre, un poco por encima del tobillo. Como esperaba, intentó disimular en presencia de la empleada, se limitó a fruncir el ceño y mirarme fijamente. Intentó librarse de mi contacto con una discreta sacudida, agarré su pie con fuerza y la obligué a mantenerlo pegado a mi pierna hasta que la camarera se marchó. Mi verga se endurecío tanto y tan deprisa que la sentí crecer en apenas segundos, sobrepasó el límite de mis boxers y se marcó contra mi muslo en la tela de los tejanos.

En cuanto la solté cambió de postura, sentándose con las piernas juntas y los codos apoyados en la mesa, inclinada hacia adelante como si de repente nuestra conversación se hubiese vuelto más interesante. O eso era lo que pensaría alguien que nos viese desde lejos. Ya no tenía su formidable pierna al alcance de la mano, pero me daba igual. Había ganado una pequeña batalla y estaba tan excitado que me obligué a mí mismo a calmarme un poco.

—Si llego a saber que te vas a comportar como un… maniaco, no hubiese venido —dijo. Me sorprendió el tono de su voz; estaba muy molesta, pero no tan furiosa como esperaba.

—Tenías razón, la camarera está muy bien.

El cambio brusco de tema hizo que levantase una ceja, pero también sirvió para atenuar su tensión. Incluso sonrió y volvió un poco la cabeza para mirar a la chica, quien ya estaba lo bastante lejos como para no escucharnos.

—Sí, es muy mona.

—Dime, mamá, ¿has estado alguna vez con otra mujer?

El tono despreocupado de mi regunta, antes de dar un sorbo a mi bebida, hizo que soltase una suave carcajada. Me miró con esa sonrisa sardónica que tanto me molestaba a veces y dio unos golpecitos con la uña a su vaso.

—¿Ahora te propones que te hable de mi vida sexual? Dios santo… ¿Es que no tuviste suficiente con los vídeos de ayer?

—¿Y por qué no podemos hablar de eso? —Esta vez fui yo quien la miró de forma un tanto condescendiente, como si fuese una mojigata a quien le diese miedo tratar temas de adultos—. ¿Sabes qué? Si siempre hubiésemos hablado de sexo más abiertamente quizá ahora yo no tendría esas “fantasías enfermizas”, como tú las llamas.

Mi argumento tuvo más éxito del que esperaba. Quizá ella había leído algún artículo al respecto de algún psiquiatra, pedagogo, o cualquier majadero de ese estilo que afirmaba algo parecido y sin proponérmelo había dado en el clavo. Entrelazó los largos dedos de sus manos, se relajó con un largo suspiro y me miró con la cabeza algo ladeada y una mueca de aparente simpatía que no ocultaba del todo su reticencia.

—¿Ahora el problema es que no hablamos de sexo? Pues bien, hablemos. ¿Qué es lo que quieres saber? Y cuidado con decir guarradas.

—Ya te lo he dicho. ¿Has estado alguna vez con otra mujer?

—Sí, en mi primer año de facultad. Mi compañera de habitación y yo nos tomamos una copa de más y decidimos experimentar un poco —Expilcó, de corrido y en el mismo tono en el que explicaría cómo programar una lavadora.

—¿En serio? Qué tópico, mamá. Me esperaba algo más original de tí —dije, aunque imaginármela en esa situación llevó mi erección a niveles dolorosos. Me arrepentí de no haberme puesto una prenda más holgada.

—Lamento decepcionarte, hijo, pero fue así.

—¿Hicistéis la tijera?

—¿Que si hicimos qué? —preguntó. No estaba seguro de si fingía no saber en que consistía la postura lésbica más famosa del mundo o si realmente no conocía el término.

En lugar de explicárselo hice el gesto con las manos. Ella abríó los ojos como platos, se inclinó hacia adelante y atrapó mis manos entre las suyas, sujetándolas contra el mantel.

—¡No hagas ese tipo de gestos, idiota! Te puede ver alguien —susurró, muy cerca de mi cara.

—Lo que alguien podría ver es que parece que estemos haciendo manitas y a punto de besarnos —observé, con una sonrisa malévola.

Se apartó de inmediato, dio un largo trago a su bebida y respiró hondo antes de volver a mirarme. Sostuve su mirada, impasible, para que fuese consciente de lo mucho que había cambiado su tímido hijo en los últimos días. Ella siempre había sido la que llevaba la voz cantante, y ahora que yo comenzaba a dominar la situación estaba desconcertada, frustrada por su gradual pérdida de poder y algo asustada por no saber hasta que extremos podría llevarme mi antinatural lujuria. A pesar del aire acondicionado la piel morena de su escote comenzaba a brillar a causa del sudor, y el movimiento de los pechos atrapados bajo la tela de su camiseta era cada vez más rápido debido a su agitada respiración.

No era descabellado pensar que una pequeña parte de su estado podía deberse a la excitación sexual. Que era una mujer fogosa ya lo sabía, y hablar de sus experiencias lésbicas con su propio hijo y en público era una situación con un morbo innegable, lo bastante como para tener en cuenta la posibilidad de que estuviese un poco cachonda. También sabía, pues lo había visto y me lo había confesado, que a veces su hambre de placer carnal era más fuerte que ella y la obligaba a dejarse llevar en momentos en los que debería hacer justo lo contrario. Sin lugar a dudas, esa era la principal debilidad que debía explotar si quería conseguir mi objetivo.

—No me has respondido a la pregunta, mamá. ¿lo hicistéis o no?

—No, no hicimos... eso. Solo nos besamos y nos tocamos —contestó al fin.

—Vale. No te voy a pedir más detalles porque pareces algo acalorada —dije, con sorna.

Torció el gesto, se secó el brillo del pecho con un pañuelo que sacó de su bolso y, tras mirarme con aire de sospecha, se agachó y echó un rápido vistazo bajo la mesa. Lo hizo con tanto disimulo que hasta yo pensé que se le había caído algo y se agachaba a recogerlo, pero lo que hacía era comprobar si yo también estaba "acalorado". Lo estaba, y mucho.

—¡Julio, por Dios! No se te ocurra levantarte de la mesa hasta que no se te baje... eso.

—Lo dices como si fuese culpa mía. Eres tú quien se ha puesto a contarme con todo lujo de detalles sus jueguecitos lésbicos de juventud.

Me reí, consciente de que a ella no le hacía ninguna gracia. Cogió la carta del restaurant y se ocultó tras ella murmurando. Era buena señal: cuando estaba realmente enfadada no murmuraba, sino que se quedaba en absoluto silencio; esa clase de silencio que puede cortarse con una navaja. Ahora solo podía ver sus ojos, oscuros y misteriosos como la noche en la jungla. La camarera vino a tomar nota de nuestra comida y volvió a marcharse. Por un momento, me las imaginé a ella y a mamá desnudas en la habitación de una residencia de estudiantes, demostrando con sus manos y sus lenguas que un pene no es en absoluto imprescindible para que una mujer grite de gusto. Cuando estuvo la bastante lejos de nuestra mesa, reanudé la conversación que habíamos dejado a medias.

—Voy a hacerte otra pregunta, ¿de acuerdo? —Fingí pensar durante unos segundos, acariciándome la barbilla con un dedo. El gesto debió recordarle a cuando yo era pequeño, pues por un momento detecté cierta ternura en su semblante, que se esfumó por completo cuando realicé mi pregunta—. ¿Te gusta el sexo anal, mamá?

Puso los ojos en blanco, soltó otro de sus bufidos de contrariedad y cruzó los brazos, al tiempo que se echaba hacia atrás. Su nueva indignación le hizo olvidar nuestra peligrosa proximidad y volvió a cruzar las piernas, de modo que su pie derecho volvió a estar al alcance de mi mano. Percibí por el rabillo del ojo que el viejo Herrero miraba hacia nuestra mesa, pero lo que llamó su atención no fue el gesto contrariado de mi madre sino ver sus muslos de nuevo en movimiento. Ella se quedó mirando el jardín con las mandíbulas tensas, puso de nuevo las manos en la mesa y sus uñas repiquetearon contra el mantel.

—¿Es que no vas a contestar? —insistí.

—¿Esto era lo que te proponías al sugerir que "hablásemos abiertamente" de sexo? Tú no quieres librarte de tus fantasias, sino escucharme hablar de lo que hago y no hago en la cama para fantasear todavía más, ¿no es así? —Clavó sus ojos en los míos, intentando recuperar ese aire de diosa implacable que tanto me intimidaba antes. Pero las cosas habían cambiado; yo no perdí un ápice de mi confianza y la suya se desinfló un poco—. Además... no entiendo por qué me haces esa pregunta. ya viste lo que pasaba en ese video, ¿no?

—Es cierto, esa pregunta sobraba. No parecías disgustada cuando los jardineros te daban por detrás.

—¡Sshhh! ¡Por favor, Julio! No los nombres aquí —siseó, clavando casi las uñas en el mantel.

—Nadie nos escucha, mamá. No te alteres tanto.

Era cierto. Los tres tipos trajeados ya se habían marchado. Un grupo de cuatro personas había llegado unos minutos atrás, pero estaban sentados lejos de nosotros y de forma que nos daban la espalda. Gerardo Herrero, por su parte, estaba ocupado haciendo que la camarera se inclinase más de lo necesario o pulsando las teclas de su moderna agenda electrónica. Siempre me sorprendía que un hombre de su edad manejase con tanta soltura la tecnología actual.

—Mejor cambiamos de tema, ¿eh? Ya me he hartado de tus preguntas.

—Está bien. —No quería que nos quedásemos en silencio, así que abordé un tema distinto, aunque no precisamente alejado de su vida sexual—. ¿Qué vamos a hacer con el asunto de mi primo? ¿Has pensado cómo librarnos de él?

—No lo digas de esa forma. Parece que quisiéramos matarlo —protestó.

—Es verdad, matarlo sería un poco excesivo —dije, aunque hubiese deseado que se ahogase en la piscina el día anterior—. Pero hay que darle un buen escarmiento y hacer que te deje en paz.

—Y sin que nadie se entere de nada —añadió al instante mi madre.

—De eso se trata, de que nadie se entere de nada. —Guardé silencio unos segundos, y como no se me ocurría ninguna idea válida expuse una que había descartado en un primer momento. Procuré usar un tono en el que fuese difícil discernir si lo decía en serio o en broma—. ¿Sabes cual sería una buena venganza? Que yo me tirase a su madre y lo grabase todo.

Esperaba que mamá se indignase, gruñiese y apretase los labios de nuevo, pero en lugar de ello soltó unas cuantas carcajadas y movió la cabeza a los lados, como si hubiese dicho el mayor disparate del mundo.

—¿A la tía Teresa? Por favor, Julio —dijo, con la voz todavía alterada por la risa.

—¿Qué pasa? ¿No estarás celosa, no? —pregunté, solo por ver su reacción.

—¿Yo? ¿De Teresa? No me hagas reir, hijo.

Por un momento, realmente parecíamos una pareja hablando sobre otra mujer. Por lo visto, el orgullo de mi madre estaba por encima de sus reparos morales, y que su hijo desease a una mujer menos atractiva que ella le resultaba ridículo.

—No seas tan presuntuosa, mamá. ¿Te crees que eres la única con la que fantaseo? —Me miró con las cejas levantadas, todavía sonriendo—. Es cierto que la tita no está a tu nivel, pero reconocerás que tiene sus encantos.

—¿En serio te acostarías con la tía Teresa? —preguntó, un poco más seria.

—Desde luego que sí. Me encantan esas tetas enormes que tiene. Las tuyas son mas bonitas, desde luego, pero las suyas son enormes... dan ganas de meter la cara entre ellas. Y no solo la cara. —Le guiñé un ojo, dejando claro el sentido de mi última frase. Imaginarse a su hijo con la verga embutida entre los pechos de su hermana mayor no debió hacerle ninguna gracia, pues su sonrisa se esfumó por completo—. No pongas esa cara, mamá. A la tita le haría guarradas, pero contigo haría el amor.

—Vaya, otro cumplido encantador de mi querido hijo —dijo, con tanto sarcasmo como le fue posible.

En ese momento llegó nuestra comida, y nos dedicamos a llenar el estómago sin demasiado entusiasmo. Yo tenía la imaginación disparada, pintando con extremo realismo escenas en las que hacía un trío con mi madre y otra mujer. Al principio era la camarera, y después mi tía Teresa, a quien sodomizaba sin piedad, azotando su tembloroso culazo, mientras ella le hacía un cunnilingus a su hermana, abierta de piernas en el asiento trasero de nuestro todoterreno. Mi erección era de nuevo tan monumental que quise compartirla.

Tras comprobar que nadie miraba hacia nosotros, me puse en pie, fingiendo que buscaba algo en el bolsillo trasero de mis pantalones, en un arrebato exhibicionista del que no me hubiese creído capaz tan solo dos días atrás. Mi madre casi se atraganta con su ensalada, y me hizo gestos para que volviese a sentarme. Por un momento pensé que iba a clavar el tenedor en el alargado bulto qe palpitaba contra mi muslo. Me senté, con una sonrisa que no contribuyó a calmarla.

—¡Compórtate, por favor! Y procura que eso desaparezca cuando hayamos terminado de comer, porque no vamos a estar aquí toda la tarde —dijo, mirando hacia las otras mesas.

—¿Qué tiene de malo? No creo que sea un crimen tener la polla grande y estar empalmado —afirmé.

—¿Es que quieres ponerte en evidencia aquí, donde todos nos conocen? Te recuerdo que es tu madre con quien estás comiendo, y dudo que a alguien le pareciese normal ver que te levantas con semejante... bulto.

Obviamente mamá estaba exagerando, pero era comprensible cierta paranoia teniendo en cuenta sus circunstancias: un sobrino que amenazaba con hacer pública su nada respetable vida sexual y un hijo que se empeñaba en formar parte de ella. Entonces tomó forma en mi recalentado cerebro una idea que hizo cabecear a mi inquieto cipote. Sería lo más arriesgado que había hecho en mi vida, y la confirmación de que el respeto hacia mi madre había sido sepultado por una avalancha de lujuria. A pesar de todo, solo me llevó diez segundos decidirme a hacerlo.

—No te preocupes, voy a hacer algo para que desaparezca —dije, mirándola como un auténtico depredador—. Dame tu pañuelo.

—¿Mi pañuelo?

—Si, ese con el que te has secado antes el sudor. Dámelo.

La sospecha de lo que me proponía hacer puso en su atractivo rostro un rictus cercano al pánico, y eso que ni siquiera adivinaba lo que en realidad tenía en mente. Comprobó por enésima vez que nadie nos miraba y me habló, con el tono forzado de quien se contiene para no gritar.

—Julio, te lo advierto... Si te atreves a tocarte aquí... —Hizo una pausa para coger aire. Le estaba costando mucho mantener la compostura—. Debería llevarte al psiquiatra solo por tener semejante idea.

Ignorando sus palabras, y esa amenaza que ya no tenía ningún efecto sobre mí, me deslicé un poco hacia adelante en la silla y me aseguré de que el mantel me tapase hasta la cintura. Desabroché el botón de mis tejanos, bajé la cremallera, y liberé a la bestia a través de la abertura de los boxers, cosa que no fue fácil debido a su tamaño y a su férreo estado. Ella no necesitó mirar bajo la mesa para saber lo que había hecho. Estaba tan nerviosa que cuando cogió su vaso de té helado para dar un trago tuvo que volver a soltarlo de inmediato, debido al temblor de su mano.

—Dame el pañuelo, mamá. Si me limpio en el mantel será peor, ¿no crees?

Mi argumento hizo efecto en unos pocos segundos. Una mancha de semen en la mesa donde doña Maribel y su hijo habían comido juntos era algo que se comentaría en el club durante meses, años tal vez. A regañadientes, pero con movimientos rápidos, sacó de su bolso su pañuelo blanco con las iniciales bordadas y me lo pasó con disimulo, como si fuese una mercancía ilegal. Lo cogí y lo puse en mi muslo, al alcance de la mano.

—Por favor... Si vas a hacerlo hazlo deprisa y no llames la atención, por lo que más quieras, Julio —suplicó, resignada ya a el hecho de que no podía evitarlo.

Pero mis intenciones iban más allá de un simple tocamiento furtivo. Ella todavía tenía las piernas cruzadas, y no pudo evitar que le agarrase con fuerza el tobillo, tan de repente que dio un respingo en la silla y casi vuelca su bebida. Con un hábil movimiento, antes de que pudiese reaccionar, coloqué su pie entre mis muslos y lo sujeté también con ellos. Primero empalideció y después se puso roja de rabia, con los labios tan apretados que le costaba separarlos lo suficiente para hablar.

—Julio, suéltame ahora mismo —ordenó.

A pesar de lo fuerte que era, la postura y el hecho de no poder llamar la atención realizando movimientos demasiado bruscos impidieron que pudiese librarse del cepo. El mantel cubría nuestra extraña lucha, de forma que un observador casual solo hubiese visto a una mujer tensa e incómoda por algún motivo y a un joven que la miraba con expresión desafiante. Nada que pudiese revelar lo que en verdad ocurría.

—Deja de tirar, mamá. Si te suelto de golpe volcarás la mesa de un rodillazo, y eso sí que llamará la atención.

Hizo un último intento y finalmente siguió mi consejo. Se mordía el labio inferior, no sabía qué hacer con sus manos y sus ojos parecían aún más grandes de lo habitual, bizqueando casi en su afán de vigilar toda la enorme sala del restaurant. Me llevó más tiempo del que esperaba encontrar la forma de desatar esas cintas que se entrelazaban por toda su pantorrilla; al fin lo conseguí, le quité el zapato y lo dejé caer al suelo. El golpe del tacón contra las losas de mármol apenas se escuchó, pero para mi madre resonó como un trueno.

—Por el amor de Dios... ¿Es que también eres fetichista?

—No mucho, pero también me gusta experimentar.

Separé los muslos, sin soltar su tobillo, y con la otra mano le acaricié el pie de arriba a abajo, tanto el empeine como los dedos y la planta, cosa que le provocó cosquillas e hizo que se removiese un poco en el asiento. Era tan suave como si nunca hubiese caminado, incluso las redondeces de los talones. Se resistió un poco más cuando tiré para acercarlo a mi entrepierna, y contuvo la respiración cuando sus dedos tocaron la parte inferior de mi verga erecta. Justo en ese momento la camarera se acercó a nuestra mesa.

Saqué las manos de bajo el mantel y puse los cubiertos sobre el plato. Mi rostro no denotaba nada fuera de lo común, y la joven latina me sonrió amablemente mientras retiraba mi plato. Mamá estaba paralizada. Podría haber retirado la pierna y poner fin a mi aventura, pero con la camarera junto a la mesa no se atrevió a mover ni un músculo, y su tembloroso pie seguía donde yo lo había colocado. La chica debió notar algo raro en el rostro de mi madre, pues se la quedó mirando un momento, dudando si retirarle también el plato.

—¿Estaba todo a su gusto, doña Maribel?

—¿Eh? Ah... sí, todo muy bueno, gracias —respondió mamá tras aclararse la garganta. Miró la comida, casi intacta, como si fuese la primera vez que la veía, y le indicó con un gesto que se la llevase—. No tengo mucho apetito hoy. Será por... el calor.

—Y que lo diga. Este año el verano han entrado fuerte —comentó la mesera. Si se ponía a parlotear en lugar de marcharse, a mi madre le daría un síncope—. ¿Van a tomar postre?

—No, pero nos quedaremos aquí un rato disfrutando de las vistas —me apresuré a decir, haciendo un gesto hacia el colorido jardín—. Y del aire acondicionado.

—¡Ja, ja! Como deseen —dijo la camarera, antes de alejarse de nuevo de la mesa.

Cargarían la comida directamente en nuestra cuenta del club, así que no tenía que preocuparme de que ningún empleado nos molestase a no ser que lo llamásemos. Mamá respiró hondo, aliviada, y precibí en su rostro cómo caía en la cuenta de que no la estaba sujetando. Pero antes de que pudiese retirar el pie hice gala de mis reflejos de cazador y lo agarré de nuevo. Sujetándolo con firmeza por el talón y el empeine, lo apreté y lo deslicé arriba y abajo a lo largo de mi tranca.

—Para, por Dios... ¿Te das cuenta siquiera de lo... obsceno que es lo que estás haciendo?

—Deja de quejarte y pon un poco de tu parte, así terminaremos antes.

—¿Pero qué es lo que pretendes que haga? No esperarás en serio que te haga... ¿Con el pie? ¿Te has vuelto loco?

—Vamos, mamá, lo he visto hacer en videos. Seguro que eres lo bastante hábil. Y tal y como estoy no te va a resultar difícil conseguir que me corra.

Mientras discutíamos, yo no dejaba de frotar su pie contra mi verga, tan erguida que la punta casi tocaba la parte inferior de la mesa. Le di más libertad, agarrando solo su tobillo, y tras unos momentos de duda, murmullos y miradas nerviosas en todas direcciones, comenzó a moverlo un poco, como si pisase el acelerador de un coche. Nos mirábamos a los ojos, en un silencio donde nuestras alteradas respiraciones parecían ráfagas de viento. Asentí, sonriendo, para indicarle que iba por buen camino. En respuesta, hizo una mueca de asco y volvió la cabeza, pero continuó tocándome.

Me atreví a soltarle el tobillo, y mi placer se vio acrecentado por la sensación de alivio al ver que no retiraba la pierna. Sin duda prefería terminar, darme aquel perverso capricho y no arriesgarse a que hiciese algo peor. Su masaje aumentó en velocidad e intensidad. Puede que fuese la primera vez que masturbaba a un hombre de esa forma, pero estaba aprendiendo muy deprisa. Todo el movimiento lo realizaba de rodilla para abajo, así que nadie podía suponer que pasaba algo bajo el mantel si nos miraba. Ni siquiera el viejo Herrero, que de vez en cuando le miraba los muslos, podría darse cuenta.

Entonces mamá hizo algo que me sorprendió. Noté como separaba el dedo gordo y el segundo dedo del pie, intentando atrapar entre ellos el grueso contorno de mi rabo, a la altura del frenillo. Le costó varios intentos, pero lo consiguió, y la forma en que comenzó a mover el pie arriba y abajo, haciéndome una paja en toda regla, me produjo tal placer que casi no tengo tiempo de coger el pañuelo y envolver con él mi glande para atrapar el torrente de semen que brotó en varias oleadas. El orgasmo fue tan largo que por un momento temí que me estallasen el cerebro y el corazón de puro placer, y el no poder gritar ni hacer gesto alguno que revelase mi estado fue enloquecedor. Tuve que limitarme a respirar como si fuese una parturienta, agarrando con mi mano libre el borde de la mesa.

En el rostro de mi madre pude ver que se debatía entre el disgusto que le provocaba la situación, el miedo a que alguien pudiese interpretar mis contenidas muecas de éxtasis y la curiosidad hacia la nueva experiencia. Puede que incluso estuviese un poco orgullosa por haber sido capaz de provocar semejante placer en un hombre usando solamente su pie derecho, aunque en ese momento no lo reconocería por nada del mundo. Cuando al fin me relajé, cerró los ojos y suspiró aliviada, mientras yo devolvía mi dragón a su cueva, mucho más dócil después de haber escupido su blanco fuego.

—¡Uuf! Qué pasada... Ha sido alucinante —dije, cuando recuperé un poco el aliento—. En serio, mamá, muchas gracias.

Ella no dijo nada, ni siquiera cuando me incliné para meter en su bolso el pañuelo con las pruebas del delito y le di un rápido beso en la mejilla. En silencio, seria y evitando mirarme, recuperó su zapato y se sentó hacia el lado de las cristaleras, para que nadie viese como se lo ponía. Me disgustó ver que sus manos temblaban un poco mientras ataba las cintas a lo largo de su hermosa pantorrilla.

—Mamá, ¿estás bien?

—Sí, estoy bien. Asegúrate de que te has subido la bragueta y vámonos de aquí de una maldita vez. —Su voz sonaba fría y cortante.

Durante el camino de vuelta hasta el aparcamiento evitó mirar a nadie directamente a la cara, como si todo el mundo supiese lo que habíamos hecho. Eso me llevó a preguntarme si mamá estaría realmente preparada para hacer lo que yo quería que hiciéramos. Si ese juego bajo el mantel la había alterado tanto, quizá no podría asimilar los niveles más avanzados del incesto. En adelante tendría que tener más tacto, y no volver a ponerla en una situación tan peligrosa.

Una vez en el coche, se puso el cinturón de seguridad y metió las llaves en el contacto, pero no arrancó. Se quedó mirando al vacío durante casi un minuto, con las manos en el volante, y de pronto se echó a llorar, con profundos sollozos que agitaron todo su monumental cuerpo. Verla así me partió el corazón, y no pude hacer otra cosa que rodear sus hombros con el brazo y atraerla hacia mí. Se desahogó contra mi pecho, con una mano en mi hombro y otra rodeándome la cintura. Tal vez porque acababa de descargar o porque todavía quedaba en mí algo del buen chico que siempre había sido, no se me ocurrió aprovecharme de ella al verla tan vulnerable. Que, después de todo, aceptase mis abrazos y los tiernos besos que le di en la cabeza, fue suficiente recompensa.

—Lo siento, mamá. No pensé que lo pasarías tan mal.

—No vuelvas... a obligarme a... hacer algo así, por favor —dijo, entre hipidos—. Ya tengo bastante con... Héctor. No me hagas... lo mismo que él, por favor, tú no, hijo...

—Yo no soy como ese bestia. Te quiero de verdad y no te humillaría de esa forma. Jamás —dije. Le acaricié el pelo y sus sollozos se hicieron más débiles—. Reconozco que me he pasado de la raya, pero no volveré a hacerte algo así, lo juro.

Pasados unos minutos, durante los cuales permanecimos abrazados en silencio, se incorporó, me dio un beso en la mejilla y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Me avergonzó un poco pensar que no podía usar su pañuelo porque estaba empapado con mi semen. Sorbió por la nariz y arrancó el motor. Me alegró ver una tenue sonrisa en sus labios.

—Dios... Ha sido un milagro que nadie haya notado nada —comentó, lo bastante calmada como para poder hablar del tema—. Ni siquiera el viejo Herrero, que no le quitaba ojo a mis piernas.

De repente la luz se hizo en mi cerebro. Una idea se abrió paso a través de la jungla donde mi espíritu de cazador domía la siesta y asomó a la superficie.

—¡Eso es, mamá! ¡Herrero! —exclamé, sobresaltándola un poco.

—¿Qué dices, Julio?

—Teníamos la solución al problema con Héctor delante de las narices todo el tiempo: Gerardo Herrero.

Mi madre me miró en un principio como si mi reciente orgasmo me hubiese cocido las neuronas, pero entendió lo que quería decir y su gesto se volvió pensativo, sopesando la idea. De camino a casa no paramos de hablar, concretando los detalles de la venganza contra mi odiado primo.

CONTINUARÁ...

(9,80)