Era un jueves al mediodía; me encontraba en la zona de Lisboa, en Portugal, por motivos de trabajo, y debería estar alrededor de 3 semanas con aquel proyecto. Estaba supervisando el montaje de una serie de máquinas en una fábrica de la zona, y se me vino encima la hora de comer. No era la primera vez que me encontraba por la zona, ya que por motivos laborables viajaba hasta allí con cierta frecuencia, y sabía que en Portugal, al igual que en el resto del mundo, excepto en España, si a las 12:30 no estás en la mesa… directamente no comes, así que como ya estábamos al filo de las 12:20 y el restaurante del polígono estaba un poco alejado, salí apurado y sin cambiarme la ropa de trabajo.
Cuando llegué al restaurante, para mi desesperación, estaban todas las mesas ocupadas y sabía que no se iba a desocupar ninguna en bastante rato, pues todos los comensales tenían la misma pinta que yo, trabajadores que estaban haciendo su alto para el almuerzo, así que acababan de ocupar las mesas. Llevaba todo el día, desde las 7 de la mañana con un café con leche y un bollo, y no había tenido tiempo de tomar otra cosa, ya que el trabajo se estaba complicando un poco, y si no me sentaba a comer pasaría el día en ayunas hasta la hora de la cena. Paseé la mirada por el local a ver si veía algún conocido con el que poder compartir mesa, pero no reconocí a nadie. En una mesa de cuatro comensales estaba sentada, sola, una mujer que rondaba la cincuentena, elegantemente vestida de hombre. Pensé: “el no ya lo tienes, arriésgate y con un poco de suerte puedes comer y no hacer ayuno todo el día”. Me acerqué a la mesa y dirigiéndome a la señora con toda corrección, la interpelé:
—Discúlpeme el atrevimiento, habla Ud. Portugués?
—Si, por supuesto, qué desea?
—Verá Ud. no pretendo importunarla y si así fuese, solo tiene que decírmelo y me retiro, reiterándole mis disculpas. Tengo poco tiempo para el almuerzo, como ve, el restaurante está completamente lleno, y si no es molestia, le agradecería infinitamente me permitiese compartir mesa con Ud. para comer.
La señora me miró de arriba abajo y aunque mi atuendo no se correspondía en absoluto con el suyo, debió notar que no llevaba segundas intenciones y que realmente, solamente deseaba poder almorzar, así que viéndome a los ojos me contestó:
—Por favor, tome asiento, tendré sumo gusto en compartir la mesa con Ud.
—Créame que el placer será totalmente mío, señora. Permítame presentarme: Alfredo, a su servicio.
—Amalia, mucho gusto en conocerle.
Nos trajeron la carta y dada la peculiar forma de servir en Portugal, cuando se ordena un plato, por defecto, esa ración es siempre para dos personas, en caso de comer solo, se debe pedir “media dosis”, acordamos compartir un bacalao al estilo de la casa, con toda la parafernalia de arroz blanco, patatas y demás. Yo ordené que nos trajesen una botella de vino tinto de la región del Alentejo para acompañar la comida (en Portugal el bacalao siempre con tinto, allí como ellos dicen: “el bacalao no es pescado”).
Mientras picábamos “la ementa” que son unos bocaditos que ponen para mientras esperamos la comida, me fijé con más tranquilidad en mi compañera de mesa. Como dije, era una señora de alrededor de cincuenta años, un pelín entrada en carnes, con unos ojos verdes como dos esmeraldas y el pelo de color cobrizo, obviamente con ayuda química, en una melena ondulada peinada al estilo de los años cuarenta del siglo pasado, recordándome vagamente a Rita Hayworth. Una mujer que exudaba seguridad en sí misma. Como apunté anteriormente, iba vestida de hombre, con un terno azul marino, de raya de tiza con la chaqueta cruzada, camisa de finas listas rojas, con el cuello y los puños (de gemelos) blancos y corbata masculina de rayas grises negras y blancas alternadas, anudada con un perfecto nudo windsor. La única concesión a la femineidad podría parecer el pañuelo en el bolsillo de pecho, de un vivo color fucsia, orillado de azul marino y los zapatos con pulsera y tacón de aguja que había vislumbrado mientras me acercaba a la mesa, pero lo cierto es que estaba más femenina que si vistiese ropa de mujer. Me fijé que el traje no era un traje sastre de señora, si no que era un traje de caballero, cortado y montado por un sastre, a medida de una mujer. El armado de la pechera de la chaqueta y las hombreras, así como los martillos en las bocamangas, demostraban un trabajo de sastrería de gran calidad y de “muchos duros” y solo estaba viendo la mitad del trabajo. Yo suelo vestir así, aunque mi vestuario en ese momento era ropa de trabajo y zapatones de seguridad para poder moverme entre las máquinas. La corbata y el terno bien cortado no proceden en mi trabajo. Le comenté mis impresiones sobre su forma de vestir y me dijo el nombre de un sastre lisboeta del que yo tengo alguna americana y nos dio pie para una charla intrascendente durante la comida. Yo le dije que estaba supervisando unos montajes y ella me dijo que era auditora de no sé bien que organismo oficial que estaba examinando unos papeles en una empresa cerca de la que yo estaba trabajando.
A pesar de su aspecto tan masculino y formal, Amalia resultó ser una mujer simpática y buena conversadora, por lo cual, casi sin darme cuenta llegamos a los postres, ambos declinamos el postre y coincidimos en pedir un café.
Pedí la cuenta, y cuando hice ademán de hacerme cargo de la totalidad, ella, con una sonrisa me dijo:
—La mesa era mía, así que es Ud. mi invitado.
Me pilló de improviso la invitación y para agradecerle el detalle, o más bien los dos detalles que había tenido conmigo le hice una proposición:
—Acepto gustoso, si me permite corresponderle con una cena formal, mañana viernes, en el caso de que no tenga adquirido un compromiso anterior.
Ella, introdujo la mano por el escote de la americana y sacando un tarjetero, me dio una tarjeta con su dirección y me dijo:
—Mañana a las 20 horas en esta dirección, tenga la amabilidad de recogerme y tendré mucho gusto en compartir con Ud. mesa y mantel.
—Perfecto, la recogeré y espero que sea de su agrado el sitio donde cenaremos. Por cierto… Llevaré corbata negra.
—Lo daba por hecho, no era necesario que me lo aclarase.
Me despedí y me fui a continuar con mi trabajo. Le pedí a mi equipo que hiciésemos un par de horas más esa tarde y que por la mañana llegásemos a trabajar una hora antes. A cambio, para todos, la tarde del viernes sería libre y no volveríamos al trabajo hasta el lunes, haciendo un fin de semana más largo de lo normal, a lo que no pusieron pegas, al contrario, todos se entusiasmaron y así lo hicimos.
Al terminar la jornada, fui a comer y seguidamente me pasé por una barbería de las de antes, atendida por profesionales de la vieja escuela. Necesitaba un arreglo de pelo y un afeitado en condiciones, pues aunque no lo he dicho antes, ya tengo casi sesenta años y necesito gafas para ver, lo que para un afeitado normal, del día a día me apaño bastante bien con la navaja, pero cuando tengo un compromiso me gusta un afeitado bien apurado, vamos que me gusta tener la cara como el culito de un bebé. Una vez cumplido el trámite, subí a mi habitación en el hotel y llené la bañera poniendo bastante gel de baño y sales, el olor del aceite mineral y de los productos de maquinaria se queda pegado a la ropa y la piel, y con una simple ducha no desaparece. Cogí un libro y me metí en la bañera “a remojo” cuando salí, tenía la piel completamente arrugada del tiempo que estuve en el agua, pero mereció la pena.
Siempre que viajo a la zona de Lisboa, llevo en mi equipaje un esmoquin, ya que aunque no me gusta jugar, me gusta ir al casino a Estoril a tomar una copa y ver como juegan los demás, o cenar en algún sitio elegante de la zona del Chiado, así que me fui vistiendo para la ocasión, me puse unos calcetines negros de hilo, el pantalón azul noche del esmoquin y una camisa de seda con la pechera tableada, unos gemelos de plana y azabache y el fajín de seda ya que era verano y no me apetecía ponerme el chaleco, tomé un cuello de pajarita almidonado y la corbata de lazo negra y me la anudé. Me calcé unos zapatos Oxford de charol y una chaqueta blanca mezcla de lino seda, con solapas de punta de flecha forradas de seda marfil. Me puse un reloj cuadrado estilo art decó que había encontrado en un anticuario, al que había que darle cuerda y pensé que lo correcto sería un reloj de bolsillo, pero ya me había cargado la ortodoxia británica con los zapatos (deberían ser unos “opera pump”) y con la chaqueta blanca, pero era verano, y yo quería estar cómodo y fresco y los defectos tampoco eran tantos. Ya eran las ocho menos cuarto y aún tenía que desplazarme a la dirección de Amalia, así que solicité un taxi a recepción y salí para ir a mi cita. Cuando iba por el pasillo vi un centro de flores con unas orquídeas de color rosa, con los pétalos rayados en un rosa más oscuro y de un tamaño discreto, así que corté una de las flores y pasándola por el ojal de la chaqueta, la aseguré en la presilla del bajo solapa. Más bonito que un San Luís, me dije para mí, y salí a cumplir con la cita que había concertado.
Llegué a las 8:20 y tomando la tarjeta que me había dado, sin bajar del taxi, le di una llamada avisándola de que estaba abajo, esperando. Me contestó que en dos minutos estaría en la puerta. Bajé del taxi y me acerqué al portal para recibirla.
Cuando salió se me desencajó la mandíbula, venía con un vestido de raso de seda de color salmón con la falda plisada en tablas de unos dos centímetros y como cuatro dedos por debajo de la rodilla, del talle hacia los hombros, el vestido estaba drapeado y llegaba a los hombros dejando el cuello cerrado sin escote, ni por delante ni por detrás, lo que constaté cuando se dirigía hacia el taxi. El vestido tenía en los hombros unos ramilletes de capullos de rosa que ocultaban los cierres del vestido. Completaba el conjunto unos zapatos de charol a juego con el vestido y un bolso de mano pequeñito, casi una cartera. Su hermosa melena la llevaba recogida en un moño italiano que le descubría las facciones y dejaba brillar con toda intensidad las dos esmeraldas que Amalia tenía por ojos. Era la primera vez que la veía en pie y su estatura sin tacones debía rondar el 1.60, ya que yo mido un poco más de 1.73 y con los tacones era un poquito más baja que yo. Cuando le abrí la puerta del taxi y me incliné para recogerle el vuelo de la falda para cerrar la puerta me llegó el aroma inconfundible del Chanel nº 5, pero tan discreto que tuve que estar prácticamente sobre ella para notarlo. Aparentemente no iba maquillada solo el carmín de los labios un rojo tipo Hollywood destacaba en su rostro, tal era la maestría con la que se había maquillado. Solo había algo que no me acababa de convencer y era la parte superior del vestido, parecía como que lo hubiesen cosido dos modistas diferentes, así como la falda se apoyaba perfectamente en las curvas propias de una mujer alrededor de la cintura y cadera, la parte superior flotaba de una manera que no era muy natural, me tenía intrigado el detalle, pero por supuesto, mi discreción me impidió el hacérselo notar a Amalia, o preguntarle el motivo.
Me dirigí a la otra puerta del taxi y entrando, le dije al taxista la dirección de un restaurante de pescadores, cerca de Estoril, yo conocía a la dueña de haber cenado en más de una ocasión y si bien no era un restaurante de 5 tenedores en la forma, si lo era en el fondo. La dueña del restaurante, Dona Fernanda, una viuda mayor cocinaba como los ángeles y sabía que al menos, en cuanto a la cena, no habría problemas y quedaría bien con Amalia. Me gustaba el local porque me sentía en él como en casa, tenía confianza y cuando había algo especial, Dona Fernanda me avisaba por si me apetecía. Yo bromeaba con ella, que si quería un novio español, yo estaba dispuesto incluso a llevarla al altar y ella me seguía la broma con la picardía propia de las mujeres que ya han dado más tiros de los que le correspondían, pero nunca pasamos a más, a pesar que era una señora todavía de buen ver, pero a veces una buena amistad, la estropea una mala relación. En aquel sitio, yo era como de la familia.
Salimos y despedí el taxi, entrando en el restaurante. Ya había hablado con la dueña y tenía reservada una mesa, con mantel de tela y servilletas a juego (no comprendo cómo hay quien llama llevar a cenar a una señora a llevarla a comer fast food) en un patio interior al aire libre. La noche era cálida después de una cena agradable, con el café, me gusta poder fumar sin levantarme de la mesa. Esperaba que a mi acompañante no le molestase que fumara.
Le aparté la silla para que se sentase, y le pregunté su opinión sobre el local, que no iba mucho con los “tiros largos” que nos habíamos vestido, pero le aseguré que la comida no la iba a defraudar y el trato, menos.
El camarero me trajo la carta de vinos, ya que la comida estaba encargada y apareció Dona Fernanda en la mesa “a cumprimentar” lo que era algo que no hacía casi nunca, solamente con clientes muy particulares de la casa. Me levanté e hice las presentaciones formales, presentando a Dona Fernanda como una querida amiga y a Amalia como una amiga recién conocida. Se saludaron entre ellas y cuando se iba, Dona Fernanda por encima de la cabeza de Amalia me guiñó un ojo y me puso una cara como diciendo “esta noche te has esmerado, cabrito” a lo que no hice caso porque la verdad es que no tenía ninguna doble intención, solamente quería agradecer a mi acompañante su amabilidad del día anterior y pasar una velada agradable en compañía de una bella mujer, sin ir más allá.
Nos trajeron la cena: Arroz de Langosta y una ensalada con piña y fruta tropical para refrescar el paladar, de la que dimos cuenta mientras hablábamos de lo divino y de lo humano, como harían una pareja muy establecida que no necesita conversar con dobles intenciones, o lo que realmente éramos, una pareja de conocidos que disfrutaban de una cena.
Cuando nos preguntaron por el postre, igual que el día anterior, ambos declinamos y pedimos café, yo pedí que me trajesen una copa de “aguardente velhissima” en copa caliente, y para mi sorpresa, Amalia pidió otra para ella. Nos sirvieron el café y los cordiales y le pregunté a mi acompañante si le molestaba que fumase, a lo que ella me respondió que estaba loca por encender también un cigarrillo. Saqué mi pitillera forrada de piel de avestruz y para mi sorpresa, ella sacó otra igual, solo que en versión de señora, más estrecha y con menos capacidad. Nos reímos de la coincidencia, y le ofrecí uno de mis cigarrillos, ella lo tomó y se lo puso entre los labios y yo le arrimé fuego con mi encendedor y a continuación encendí el mío.
Estábamos fumando y charlando cuando vino la dueña del restaurante a interesarse por cómo había ido la cena, yo la elogié y Amalia le pidió la receta, supongo que en un juego femenino de halagos y entonces Dona Fernanda me dijo que nos tenía reservada una sorpresa.
Su nieta y unos amigos tenían formado un cuarteto de fados y tocaban entre ellos para divertirse, pero dado que hoy yo había llevado una invitada, la chica había traído a sus amigos y nos iba a cantar unos fados para rematar la noche. A mí me encantan los fados y a Amalia al parecer también le hizo ilusión la sorpresa.
Vinieron los chicos con la formación típica de fado, dos guitarras portuguesas, la guitarra española y la muchacha cantando y nos deleitaron por una media hora, la verdad que a un nivel más que aceptable. Se despidieron y se fueron. Yo pedí la cuenta, y cuando me la trajeron, pagué la cena y dejé una generosa propina para los fadistas.
Con disimulo vi el reloj y me asombró que ya fuesen las 11:30 de la noche, entre conversación y espectáculo habíamos pasado más de dos horas allí sentados, así que le pregunté a Amalia si le apetecía ir a algún local a tomar una copa o que plan le apetecía, y para mi sorpresa, me pidió que la llevase a casa, a lo que accedí sin darle más importancia, la noche era joven todavía, pero yo no esperaba nada especial, mi intención había sido salir a cenar con mi acompañante. Desde la barra, me pidieron un taxi, y cuando llegó nos despedimos de Dona Fernanda, con la promesa de Amalia de volver más veces. Cuando salíamos, Amalia me tomó del brazo hasta el coche, y al acercarse a mí, noté que en el pecho bajo el vestido tenía una especie de armadura, algo que se apoyaba en mi brazo con una rigidez fuera de lo normal. Seguí sin darme por enterado, ya que la confianza, aunque mucha más que el día anterior no daba para preguntas íntimas, por el momento.
Llegamos a su casa, y me bajé para acompañarla al portal del edificio, y cuando le pedí la llave para abrirlo, me la dio diciéndome:
—Por favor, despide el taxi, y sube conmigo, más tarde puedes pedir otro desde casa.
Me descolocó bastante la petición, ya que en todo el tiempo que llevábamos juntos, no había habido ninguna insinuación sexual por parte de ninguno de nosotros, es más, yo, aunque ella no llevaba alianza no sabía si era soltera, casada o divorciada, pensé para mí que había sido un atrevido ya que ni siquiera le había preguntado su estado civil, pero bueno, cumpliendo su deseo, despedí el taxi y subí con ella a su apartamento.
Cuando entramos en su apartamento ella me dijo que estuviese tranquilo, que vivía sola y no debía rendir cuentas a nadie de lo que hacía o dejaba de hacer. Entramos en el salón y me dijo que me sirviese una copa si me apetecía, que ella tenía que retocarse el maquillaje y vendría enseguida. Como su maquillaje estaba perfecto, no habíamos hecho nada durante la noche que pudiese estropear aquella obra artística, asumí que era el eufemismo propio de “tengo que empolvarme la nariz” para indicar que necesitaba utilizar el aseo, y no le di más importancia.
Mientras esperaba su vuelta, me desanudé la corbata, que ya me empezaba a estorbar, la noche realmente era calurosa y necesitaba abrir el cuello de la camisa. Alzando la voz, le pregunté si podía fumar y ella me contestó de la misma manera diciendo que me sintiese como en mi casa. Me quité el fajín y la chaqueta, colocándolo todo sobre el respaldo de una otomana y mientras fumaba un cigarrillo, di un repaso al salón y vi que había varios cuadros, entre ellos un Klimt, dos Renoir y un detalle de la crucifixión hipercúbica de Dalí. Obviamente eran reproducciones, o había asaltado los museos donde estaban los originales y los había sustituido por falsos. Luego me dijo que los había pintado ella, que de joven había estudiado Bellas Artes en París y le traían recuerdos de juventud al mirarlos.
La oí venir por el pasillo y me volví hacia la puerta para recibirla. Entonces ocurrió algo extraño para mi entender. El vestido que traía era el que había lucido toda la noche, pero aquello que me era discordante cuando la vi por primera vez, había desaparecido. El vestido tenía un movimiento y una caída espectacular, como realmente tenía que ser, al verlo, supuse que era la luz del salón lo que producía aquel efecto, pero el caso es que estaba arrebatadora, y aparentemente, no había cambiado nada de su vestuario. Se quedó mirándome y le pedí disculpas por haber tenido el atrevimiento que quitarme la chaqueta y quedarme en mangas de camisa, pero el calor me estaba agobiando y esperaba que no la incomodase por haberme puesto cómodo. Ella en lugar de enfadarse se acercó a mí y me dijo:
—Yo también prefiero estar cómoda en casa, me ayudas soltándome los cierres del vestido?
Se puso de espaldas a mí y yo solícitamente le solté los broches de los hombros. Ella dejó caer el vestido y moviendo la cintura permitió que el vestido cayese al suelo, salió del ruedo del vestido y se dio la vuelta, viendo hacia mí.
Si en ese momento me dan una patada en la entrepierna, el shock no hubiese sido mayor. Entendí de repente todo lo que no me cuadraba en su vestuario. Llevaba un corsé sin copas, por debajo del pecho, de seda, con liguero incorporado, unas medias hasta el muslo, una braga sin elásticos, de piel de ángel color champagne, tipo calzón de boxeo, que se cerraba en la cintura con 3 botones de perla de cada lado y rematadas en la bocamanga de la braga con una puntilla de 10 cm de encaje de bolillos en seda, a todas luces tejida a la medida de la braga. Aquella braga costaba más que mi camisa y pantalones juntos. Pero el gran secreto desvelado era su pecho dos mamas con un tamaño E de copa, en mi vida había tenido cerca un pecho de semejante tamaño. Por supuesto no se podía pedir que se cayesen hacia arriba, la gravedad hacía su trabajo, pero era tal el volumen de la mama que la impresión es que estaban hacia adelante. Cuando vio mi cara bajando los ojos me preguntó:
—No te gusta lo que ves?
—Que dices? Me encanta, pero jamás había visto un pecho tan grande. No quieras saber cómo tengo la entrepierna solo de verte.
—Tengo problemas con el tamaño, aparte que no le gusta a todos los hombres, tengo que utilizar sostenes especiales ortopédicos, porque si no termino el día con las cervicales y la espalda destrozados, me han dicho para operarlas, pero tengo miedo al bisturí y la verdad es que con los sostenes, me voy apañando bastante bien, de momento.
—Así que era por eso el armado de la americana del traje y que el vestido te sentase raro durante la cena? Y supongo que también la armadura que noté cuando me tomaste del brazo era el sostén.
—Sí, porque además el sostén me las disimula, no sabes que espectáculo cuando salgo con un sostén normal. No puedo dar dos pasos sin que se vuelvan a mirarme.
—Pues mira, a mí me encantan y estoy contento de que no te hayas operado.
—Acompáñame a mi dormitorio, ven.
Me tomó de la mano, y me llevó a su dormitorio. Al llegar, me dio un beso en la boca mientras me desabrochaba la camisa, yo mientras solté los gemelos de los puños, y ella, deslizándomela por la espalda, la dejó caer al suelo. A continuación, soltó los botones de la bragueta y en un solo movimiento, me bajó el pantalón y los calzoncillos. Al llegar a los calcetines los empujó hacia abajo al tiempo que me quitaba los zapatos y quedé completamente desnudo, con una erección que no tenía hacía años.
Le solté los botones de la braga y ella sacudió las caderas dejándolas caer al suelo, y se quedó con el corsé y las medias sujetas con el liguero de éste. Tenía el sexo completamente depilado y me pareció precioso, parecía un pequeño monedero con los cachetes gorditos. Mi erección ya era épica. Me empujó sobre la cama y me hizo sentarme con la espalda apoyada en el cabecero y las piernas extendidas. Para mí era una posición incómoda, así que crucé las piernas como sentándome a lo moro. Ella se subió a la cama, pasó una pierna sobre las mías y se encajó en la especie de cuna que formaban mis piernas cruzadas. Arrimó su sexo al mío, me arrimó el pecho, yo apoyé mis manos en la curva de sus caderas, ella me abrazó la cintura con su mano izquierda y llevando la derecha a mi nuca, me estampó un beso en la boca, sin lengua, pero de una sensualidad que yo, al momento, sentí un latigazo eléctrico en los riñones y eyaculé como un quinceañero principiante. Llevé rápidamente mi mano al glande para intentar tapar la eyaculación y no pringarle el corsé, pero fue todo lo que pude hacer. Me moría de vergüenza, aún no habíamos empezado y ya había echado la noche al traste. Ella viendo mi azoramiento, con voz grave y susurrante me dijo:
—Tranquilo meu bem, a noite apenas começa (Tranquilízate cielo, la noche acaba de empezar).
Me sentía pringoso y sucio, y le pedí que me permitiese ir al baño a limpiarme, y así de paso me calmaba, porque la verdad es que había triunfado, si quería hacerlo peor, ni a propósito lo hubiera conseguido. Me lavé y volví a la habitación. Ella estaba reclinada sobre el cabecero, tal y como yo estaba hacia un momento. Me subí a la cama, la atraje hacia mí y le devolví el beso que me había dado hace un momento, ella volvió a poner su mano en mi nuca, y volví a sentir algo sumamente erótico, pero esta vez me pilló descargado y el efecto no fue tan fulminante como la primera vez, aunque mi erección volvió a ser importante, no me había pasado jamás una recuperación tan rápida. Bajé mis manos hacia sus pechos, que paradójicamente, aún no había acariciado, y los sopesé en mis manos, comprendiendo el suplicio que debía sentir cargando ese peso día tras día. La empujé de lado suavemente, dejándola atravesada en la cama y la giré hasta dejarla con el pecho pegado a la sabana y su espalda, nalgas y parte trasera de las piernas a mi disposición. Ella estiró los brazos por encima de su cabeza y sus pechos quedaron aplastados, saliendo por los laterales de su torso. Estaba divina. Comencé mordisqueándole la nuca y besándole los hombros, cuando le mordisqueaba la nuca, ella agitaba las caderas y abría un poco las piernas, saqué mi lengua, la puse en punta y descendí por su columna acariciándola con la lubricación de mi saliva. Al llegar a la cintura tuvo una sacudida y gritando diossss, arqueó la espalda hacia atrás. Mientras le besaba la zona de los hoyuelos de la cintura, aproveché para ir bajando las manos a lo largo del interior de sus muslos. Al llegar a la parte interna de la rodilla, me entretuve acariciando esa zona. Ella al notar las caricias comenzó a mover su cadera de arriba abajo remedando los movimientos del coito, al tiempo que abría más las piernas en compás. Le di la vuelta poniéndola mirando al techo y encogí sus piernas sobre la cama, metiéndome en el medio de ambas. Fui besando sus muslos por el interior, desde la rodilla hasta la ingle, evitando todo contacto con su sexo. Alcé la cabeza y la vi con los ojos cerrados, tenía un pecho agarrado con las dos manos y trataba de lamer el pezón sin conseguirlo. Sin previo aviso, baje mi boca hasta la entrada de su vulva, y le metí la lengua entre los labios menores, al tiempo que succionaba el clítoris y lo sujetaba con los dientes. Ella dio un respingo y comenzó a agitarse y a pedirme que la penetrase ya. Hice oídos sordos a sus súplicas y mientras le lamia y mordisqueaba el clítoris, introduje mi dedo medio con la palma hacia arriba en su sexo, localicé la zona tumefacta del punto g y lo masajee con delicadeza mientras seguía comiéndole el clítoris. Amalia era un concierto de gemidos y de ayes. Estaba gozando del tratamiento y yo a fuerza de darle placer a ella estaba también a punto de un segundo orgasmo.
Sin moverla de posición, me fui aupando hasta tener mis labios a la altura de su boca. Ella me miraba con ojos arrobados, la besé en los labios lo más tiernamente que sabia y al mismo tiempo, me introduje en ella. Al sentir la penetración, ella comenzó a moverse lentamente, y yo le seguí el ritmo, estuvimos así un rato y noté que me venía un segundo orgasmo así que le avisé, ella comenzó a moverse un poco más rápido, su respiración comenzó a agitarse y cuando sentí que llegaba e intenté retirarme, ella me abrazó con las piernas por la cintura impidiendo mi salida. Me vacié dentro de ella, y ella al mismo tiempo, se arqueó, y emitiendo un alarido tuvo un orgasmo al unísono conmigo.
Caí sobre ella rendido y mientras recuperaba el resuello, notaba como ella me acariciaba la cabeza y la nuca, diciendo bajito “meu bem, meu bem” (mi bien mi bien).
Necesitaba un trago de algo, así que le pregunté si quería beber y me pidió que le trajese una tónica de la nevera. Preparé las bebidas y fui de vuelta a la cama. Las tomamos tranquilos, y una vez recuperados, volvimos a entablar otro combate sexual.
A las dos de la mañana, cuando iba a vestirme y despedirme de Amália, me abrazó y me dijo:
—No te vayas, Alfredo, duerme conmigo esta noche.
Le di la vuelta poniéndola de espaldas a mí, le pase un brazo por debajo del cuello y agarrándome a su pecho, me quedé dormido. Al despertar por la mañana, seguíamos abrazados en la misma posición que nos habíamos quedado dormidos.
CONTINUARA… espero sus comentarios, tanto favorables como en contra.