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Noche de pasión en Lisboa (III): Sacando de apuros a Amália

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Estoy en mi garaje, arrodillado en el suelo con una pistola estroboscópica en mi mano izquierda, mientras con la derecha afino el avance del encendido de mi capricho más preciado. Es difícil reconocer en este MG TC migdet de 1.946 aquel patito feo en estado ruinoso que adquirí hace ya treinta años en Inglaterra, cuando pasé una temporada trabajando allí. Este cochecito que hoy es azul almirantazgo, con cubos de radios cromados y capota de lona blanca, era en aquel entonces un montón de chatarra, de un color rojo desvaído, arrinconado en la esquina de un granero en la campiña inglesa, al que descubrí de casualidad, y por el que casi me pagaron para que me lo llevase. Después de haberlo desmontado literalmente hasta el último tornillo y dedicado horas ingentes a su restauración, hoy es una pequeña joya en la que he ido trabajando con el mimo que se hacen las cosas, cuando no se hacen por dinero, sino por el gusto de devolverles el esplendor que tuvieron de nuevos.

Es el mes de julio y la próxima semana me la he tomado de vacaciones para viajar por carreteras nacionales y secundarias, conduciendo con tranquilidad y parando allí donde me apetezca, solamente disfrutando del paisaje, y estoy dándole los últimos toques a la puesta a punto, para salir mañana, domingo y volver al final de la semana, tratando de minimizar cualquier problema mecánico que se me pueda presentar.

Acabo de apagar el motor y me dispongo a poner el capó de libro en su sitio cuando suena Malena en el tono de llamada de mi móvil. Sin necesidad de ver la pantalla, sé que me está llamando Amália. Me extraña que me llame un sábado a las 4 de la tarde, pero tampoco le doy demasiada importancia. Ordeno de viva voz al manos libres la orden de descolgar y respondo a la llamada:

—Dime Amalia, buenas tardes, ¿a qué debo el gusto de tu llamada? Tengo puesto el manos libres, pero estoy solo, puedes hablar sin problemas.

—Alfredo, querido, estoy en un apuro y no sé si podrás ayudarme.

—Por favor, dime que te ocurre, que ahora me has preocupado. Ten por seguro, que si puedo, sabes que te ayudaré en lo que sea.

—Verás, para mí es un poco difícil decirte esto, no quisiera que te sintieses como “el sustituto”. Mañana se casa Magnolia, la hija de mi hermana y yo soy, además, su madrina de bautizo, así que comprenderás que mi presencia en la boda es inexcusable. El caso es que mi pareja en la ceremonia iba a ser un primo mío, pero esta mañana se levantó con un dolor agudo en el costado derecho y ha resultado ser una apendicitis. Lo han operado de urgencia hace dos horas y no corre peligro, pero obviamente, no estará en la boda y no quiero ser la tía solterona que va a la boda sin pareja. Por favor, cielo, podrías acompañarme?

—¿A qué hora es la boda?

—La ceremonia es a las 11:30 de la mañana.

Mientras estamos hablando, hago cálculos. Estoy a unos 450 Km. de Lisboa, veo en el garaje mi coche de uso habitual, un sedán alemán de gama media y en unas 4 horas podría estar sin problemas, así que saliendo de casa a las 6:00 de la madrugada podría llegar cómodamente a la ceremonia, pero se me ocurre que haciendo alguna hora más de camino y saliendo antes, podría llevarme el MG y en lugar de conducir por España, hacerlo por Portugal.

—Cielo, ¿cómo tienes la próxima semana de ocupada?

—En principio no tengo compromisos, me he tomado dos semanas de vacaciones, una antes de la boda y la otra es la semana que viene, el jueves estoy de cumpleaños y me apetecía tener días libres para mí.

—Perfecto, te voy a dar una sorpresa, alrededor de las 09:00 estoy en Lisboa y será un placer para mí ser tu pareja en la boda.

—¿En Lisboa? Ay no, perdona, que no te lo dije, la boda será en la capilla de la quinta de la familia en Cova de Iria, al lado de Fátima.

—Mejor me lo pones, lo que no sé es como llegar a la quinta.

—No te preocupes, cuando llegues a Cova de Iría, entra en la segunda calle a la derecha, verás un restaurante cafetería; allí pregunta por Paulinha, su familia lleva años trabajando en la quinta y ella tendría que estar aquí a las 08:00, pero yo le avisaré ahora, al colgar, que te espere y la traes tú, así ella te mostrará el camino.

—Mmmm así que Paulinha, ¿es guapa?

—No seas payasete que sé que ella no corre peligro contigo en el coche, el que me preocupa eres tú, jajajaja.

—Bueno, pues entonces quedamos así combinados. Mañana a las 09:00 estoy ahí.

—Gracias, cariño, eres un amor. Un beso.

—Un beso, cielo.

Cuelgo y rehago los cálculos me he ahorrado 150 km. Cova de Iría está como a 300 km. a una media de 80 km/h me da en números gordos cuatro horas, más dos paradas de media hora para no forzar al abuelito, total 5 horas. Saliendo de casa a las 04:00 estoy a la hora convenida sin problemas.

Termino de colocar el capó en su sitio, reviso todo el coche para asegurarme que no me he dejado nada sin ajustar y le coloco la capota para dejarlo preparado para salir. Voy a mi habitación y en la maleta que ya tenía preparada meto una camisa blanca, un traje de estambre color azul marino y unos zapatos con hebilla lateral color chocolate; la cierro y la llevo al garaje amarrándola con 2 correas de cuero a la parrilla cromada que tiene el coche en la parte trasera, sobre la rueda de repuesto (este coche, entre otras cosas, no tiene maletero).

Me doy un buen baño para quitarme los olores minerales de haber estado trasteando con el motor y ceno temprano, acostándome sobre las 10:00 para estar descansado. He decidido al final salir a las 03:30.

A las tres de la madrugada me suena el despertador, me levanto y me aseo. Decido ducharme a la llegada y me visto una camisa de franela de cuadros, un pantalón kaki, en los pies unos mocasines de conducir y una cazadora de piloto, forrada de borrego, estamos en julio, pero de noche y aunque lleve la capota puesta, hará frío en el coche, ya que otra cosa de la que carece es de calefacción.

El trayecto lo cubro sin contratiempos, y he ido mejor de tiempo de lo que esperaba, así que a las 08:15 estoy delante de la puerta del restaurante, aparco y entro a preguntar por la tal Pauliha. La avisan y cuando sale veo que es una muchacha de unos veinte años, agraciada y vestida con una falda negra de tubo a la altura de la rodilla y una blusa blanca de manga corta, con puños, calzada con unos zapatos negros bajos. Supongo que es el uniforme de trabajo. Ella me pregunta si soy “Dom Alfredo”, al contestarle afirmativamente me dice que ella es Paula y que cuando quiera podemos ponernos en marcha, y que la finca está a 10 minutos en coche de donde nos encontramos.

Al salir, ve el MG aparcado en la puerta y con la vista y dada mi indumentaria busca otro automóvil, pero es el único que hay aparcado en la calle y me pregunta:

—¿Este é o seu carro? (¿este es su coche?)

—Si, ¿por qué?

—Qué lindo, eu gosto muito dele (que lindo, me encanta)

Yo me dirijo al lado izquierdo para abrirle la puerta y permitirle subir al coche y ella, creyendo que el lado derecho es el del acompañante, intenta abrir la puerta y se encuentra que en este coche todo está al revés. Con la capota puesta no ha reparado que ese es el lado del conductor ya que es un coche inglés para Gran Bretaña y además el tirador de la puerta no está hacia atrás porque la puerta abre al contrario de lo normal. Nos reimos y viene hacia mí, le abro la puerta y le doy una mano para que pueda acceder con comodidad.

Nos vamos y mientras me va mostrando el camino me va preguntando lo típico que se le pregunta a un extranjero: si me gusta Portugal… si es la primera vez que estoy en Cova de Iria… si he visitado el Santuario de Fátima…, yo le contesto que sí que me gusta Portugal, que no es la primera vez y que aparte de Fátima, he visitado otros monumentos, mientras me voy regodeando al pensar en el apuro que va a pasar para salir del coche. Este coche es una trampa para las mujeres con falda corta. Entrar es relativamente fácil, pero es tan bajito que para salir, una mujer se ve en apuros para no enseñar nada.

Llegamos a la finca y la muchacha me indica donde debo dejar aparcado el coche. Aparco y antes de que pueda ayudarla, ella ya ha abierto la puerta intentando bajarse, pero la falda no le deja abrir las piernas lo suficiente, así que, con el desparpajo que da la juventud, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, se remanga la falda hasta límites peligrosos y se baja del coche como puede, no he tenido tiempo de ayudarla. De pie, al lado de la puerta, se recompone la falda y mirándome con una sonrisa pícara, me dice:

—você não viu nada, pos não? (Vd. no vió nada, verdad?)

—No, tranquila, no he visto nada – pero porque no hice ademán de ver, pienso yo.

Me acompaña al edificio principal de la quinta, que es una casona de campo que tiene grabado en la clave del arco de la entrada anno 1.754. Entramos a una estancia que hace de distribuidor y me pide que espere un momento, que ahora avisa a la señora. Al cabo de un momento veo bajar por la escalera a Amália. Viene cubierta con una bata de raso blanco casi hasta los pies, con una especie de turbante de toalla en la cabeza y por el movimiento del pecho, deduzco que debajo está desnuda.

—Gracias Alfredo por sacarme de este compromiso. Me alegra mucho que hayas podido venir.

—Sabes que el placer es mío.

—En cuestión de placer, déjalo de mi cuenta, que sabré recompensarte el sacrificio.

—Por cierto, acabo de llegar y no he tomado todavía habitación ¿podrías llamar a algún hotel del pueblo y que me reserven una para esta noche?

—De ninguna manera, te alojarás en la casa, con nosotros, faltaría más. ¿Dónde tienes el equipaje?

—En el coche. ¿Lo traigo, entonces?

—Pues claro que sí, no voy a consentir que tengas que ir a dormir a un hotel.

Voy a por la maleta y Amália me precede por la escalera y los pasillos de la casona, hasta que llegamos a una habitación y entrando me dice:

—Este es tu cuarto, puedes poner la ropa en este cuerpo del armario.

—Pero… Amália, aquí veo ropa tuya.

—Claro, también es mi habitación. No seas niño, que ya somos mayorcitos. Esta es nuestra habitación, este es nuestro baño, este es nuestro armario y esta es nuestra cama, ¿lo entiendes, o te hago un croquis?, me dice recalcando el posesivo.

—No, no, está claro como el agua. Por cierto, no tendrás por casualidad un espejo de maquillaje de aumento, lo necesito para afeitarme.

—Si quieres, te puedo afeitar yo. He afeitado a mi abuelo muchas veces cuando el pobre ya no podía hacerlo bien él solo.

—¿Con navaja?, porque es lo que he traído ya que es lo que uso.

—Pues claro, pero si no te fías, puedo hacerlo con una maquinilla desechable, pero no preguntes que he afeitado antes con ella.

—Bueno, me ducho y me afeitas tú entonces. Por favor, a ver si me pueden dar un toque de plancha en la camisa y el pantalón del traje, que vienen doblados en la maleta.

—Dúchate, que Paulinha te repasará el vestuario. Por cierto ¿Has llegado vivo con ella en el coche? Jajaja.

Entro al baño y me doy una ducha que me sienta de maravilla tras el viaje. Me seco y cuando voy a buscar los trebejos de afeitar me cruzo con Amália en la puerta, que entra al baño a coger agua en una taza para preparar la espuma, mientras me dice que me siente en una butaca baja que hay a los pies de la cama y eche la cabeza hacia atrás.

Desnudo, tal como estoy, me siento como me dice y me encuentro tan a gusto que cierro los ojos mientras noto que me pone una toalla doblada sobre el hombro izquierdo y empieza a repartirme la espuma por la cara con la brocha. Cuando tengo la cara bien enjabonada entreabro los ojos para ver con que me afeitará al final y observo que ha tomado mi navaja y la pasa plana por la palma de su mano izquierda, asentando el filo. Vuelvo a cerrar los ojos y noto como la navaja se desliza por mis mejillas afeitándome, cuando llega a la zona del cuello, como le quedo demasiado bajo, Amália se abre la parte inferior de la bata y pone una pierna a cada lado de las mías. Abro los ojos y constato que efectivamente bajo la bata está desnuda, alcanzo a ver su sexo depilado, así que cierro los ojos para no meterme en problemas, no tenemos tiempo de hacer nada, así que mejor, tranquilizarme. Ella se sienta a horcajadas sobre mis piernas para afeitar el cuello, y con el movimiento, va rozando sus muslos con los míos, así que entre eso y el recuerdo de la visión de hace un momento, mi pene se alegra, y según la erección se va consumando, por casualidad y sin buscarlo, el glande traza una trayectoria que pasa por el interior de sus labios menores y se queda apoyado, haciendo fuerza hacia arriba sobre su clítoris. Amália al notarlo, da un respingo y aparta rápidamente la navaja de mi cuello al tiempo que me dice:

—Le echas mucho valor, teniéndome con una navaja barbera en tu cuello.

—Lo siento, cielo, ha sido totalmente reflejo.

Ella se libera y deja que mi miembro siga su camino libre y continúa hasta terminar de afeitarme. En ese momento llaman a la puerta. Es Paulinha que trae mi ropa planchada. Amália la recoge entreabriendo la puerta y yo me visto, quedando preparado para la ceremonia, momento en que Amália me echa fuera de la habitación, al tiempo que me dice:

—Ahora voy a vestirme yo, así que por favor, sal de la habitación y espérame abajo. No hay tiempo de terminar lo que podamos empezar. Ten paciencia y créeme que no quedarás sin tu premio.

Bajo al piso inferior para esperarla y observo que comienzan a llegar invitados que se mantienen en el exterior hablando entre ellos. Se nota que se conocen y van de un grupo a otro charlando distendidamente. En ese momento veo a Paulinha que viene casi corriendo hacia mí y me pregunta que si quiero tomar algo mientras espero. Declino la bebida y le comento que no se preocupé por mí, que procure atender al resto de invitados. En esas estoy cuando oigo unos tacones en el pasillo superior, me vuelvo y es Amália que viene a mi encuentro, la veo bajar la escaleras y no me canso de admirarla. Trae un vestido de muselina color azul marino, casi a juego con mi traje, con falda de mucho vuelo y larga por debajo de las rodillas, en los pies unos zapatos de tacón, también azul oscuro, una carterita de mano y el pelo recogido en un moño bajo, con forma de lazo, tocada con un solideo negro del que parte una redecilla que le cubre el rostro hasta la altura de la nariz, salpicada con lentejuelas negras. En las orejas, una perla solitaria en cada lóbulo, y como únicas joyas, su reloj con pulsera de oro, además de un anillo con una esmeralda en su mano izquierda. Según baja la escalera, mira detrás de mí, controlando que no haya nadie y se levanta la falda por delante, mostrándome la braga que le conocí la primera vez que nos acostamos juntos, mientras me sonríe pícaramente. Tampoco se ha puesto uno de sus sostenes especiales, el pecho luce en todo su esplendor. Al llegar a mi altura me toma del brazo al tiempo que me comunica que debemos ir ya hacia la capilla, faltan pocos minutos para que la ceremonia religiosa comience.

La capilla es un edificio de piedra probablemente de la época de la casona, tiene una capacidad para unas treinta personas y delante, frente al altar hay unas sillas reservadas para la familia cercana. Amália me dirige hacia allí y nos sentamos en la primera fila, en uno de los extremos de la fila. Al poco tiempo, llegan la madre de la novia y el padre del novio, que se sientan hacia el centro de la primera fila.

Se oye la marcha nupcial y entra el novio, acompañado de su madre que es la madrina y la novia, acompañada de su padre, que es a su vez el padrino. Ella trae un traje de novia largo y cerrado por el escote, con un aspecto virginal. A mí me gusta que las mujeres cuando se casan, independientemente de su edad luzcan así. Los escotes y alardes de carne, mejor para otros momentos. Ya lo sé, soy un rancio. Viendo a la hermana de Amália y a la novia, me doy cuenta que el pecho generoso viene de serie en esta familia.

Cuando termina la ceremonia, me presentan a los novios y a sus padres y departimos con ellos unos momentos sin entrar mucho en detalle ni entretenernos demasiado ya que todo el mundo quiere felicitar a los novios. Yo no conozco la finca, así que me dejo llevar a donde Amália quiera dirigirse.

Llegamos a la parte trasera de la casa y entiendo que es allí donde va a celebrarse la fiesta. Debajo de un emparrado alto, hay colocada una mesa corrida con aperitivos y bebidas. A continuación y bajo una carpa, un conjunto de mesas con sillas para cuatro personas. Más allá hay una tarima con una orquesta de salón y un pinchadiscos para los jóvenes. A la derecha han montado una tarima de madera, nivelada, de unos 80 metros cuadrados que hará de pista de baile y al fondo hay una mesa que está vacía en ese momento, pero que según me dice mi acompañante, es la mesa destinada al buffet. O sea que comeremos de pie y picando. Las mesas son para sentarse a descansar durante el día. No me cuesta imaginarme en otros tiempos las bodas familiares que se habrán festejado en este lugar, con abuelos y niños corriendo, mientras los demás charlan sentados a la mesa, delante de una copiosa comida.

Continúa la celebración. Han retirado ya la barra de aperitivos y hace un par de horas que han comenzado a servir el buffet y pronto la orquesta comenzará a amenizar la tarde con música bailable. Mi compañera ha ejercido de anfitriona conmigo y hemos estado charlando con diferentes personas y grupos, después de la preceptiva presentación, ya que hasta hoy, yo no conocía absolutamente a nadie de su familia o amigos y aunque lo intuía, no sabía el status social de su familia. Hoy he constatado que pertenecen a la alta burguesía lisboeta.

Hemos ido paseando y nos encontramos en una esquina de la mesa de buffet charlando entre nosotros, cuando observo a un hombre solo, de aproximadamente 1.85 de estatura, con una apostura varonil y cuidado vestuario que se viene acercando a nosotros con paso inseguro. Si bien se muestra encantador aparentemente con las personas que va encontrando y saludando, observo que las reacciones a su presencia son correctas, pero frías. En ese momento escucho a Amália diciendo:

—Válgame Dios, apenas son las cuatro de la tarde y ya está borracho.

—¿Quién es? Me parece que es tolerado pero no muy querido.

—Se llama Héctor Queiroz, es el hijo único de un matrimonio mayor, muy respetado, pero que tardaron mucho tiempo en tenerlo. Como ves, a primera vista es un hombre atractivo, y la verdad es que cuando está sereno, su trato es exquisito. Abusa del dinero de su familia y hace vida de playboy. Lamentablemente, su estado habitual es el que estás viendo, y lo malo es que tiene muy mal beber. No tenía que estar aquí, la invitación era para sus padres, pero han declinado alegando su edad y le han enviado a él en representación de su familia. No hay manera de evitarlo, porque mi cuñado tiene negocios con sus padres, por lo tanto, es un compromiso ineludible.

Vaya por Dios, no soporto a los borrachos, y menos cuando parece que tengo un imán para que me toquen a mí en suerte. Además, tengo un mal presentimiento.

El tal Héctor se viene acercando a nosotros y al llegar a nuestra altura, mi compañera hace las presentaciones ofreciéndole una mejilla al saludar. Él se inclina hacia adelante para besarla y hace como un traspié, pasando una mano por el exterior de un pecho de Amália, al tiempo que con todo el descaro, se lo tantea apretándolo. Mi compañera da un respingo y le aparta la mano, pero en lugar de retirarse y disculparse, el playboy intenta de nuevo sobarle el pecho a mi amiga. Entonces yo le aparto la mano de un manotazo, y le miro fijamente a la cara mientras le interpelo:

—Haga el favor de disculparse y déjenos tranquilos.

—A usted ¿quién le ha dado vela en este entierro? Me contesta con chulería.

—Señores, por favor, tengan en cuenta donde estamos y el día que es. Por favor, no den un espectáculo – Dice Amália contrariada.

Busco con la mirada y me doy cuenta que estamos ante un edificio que tiene un portón grande, de doble hoja, de madera y preguntando qué es ese edificio, mi compañera me dice que son los edificios auxiliares de la finca, cuadras y almacenes. Entonces, sin quitar la vista de la cara del tal Héctor, dejo caer:

—Tranquila, este caballero y yo entraremos ahí, charlaremos y llegaremos a un acuerdo satisfactorio para todos.

He de decir que a lo largo de 60 años, como no podía ser de otra manera, me he visto en situaciones parecidas, pero a un manco le sobran dedos para contar las veces que me he visto en la necesidad de llegar a las manos. La gran mayoría de las veces, he rehuido la pelea, no por cobardía, si no porque las más de las veces, una vez pasado el calentón, con una disculpa hemos solucionado las diferencias sin que llegue la sangre al río.

Pero hoy las campanas doblan a San Joderse, y yo he sacado la pajita corta en el sorteo. Esta confrontación no solo no puedo dejarla pasar, si no que he de ir directamente en su busca. Así que empujando el portón, hago un ademán de invitación a pasar al sinvergüenza, a lo que él con una sonrisa artera accede y penetra en el edificio seguido a continuación de mí.

Amália queda esperando, mirando hacia la puerta. Busca en su cartera la pitillera y saca un cigarrillo para tratar de calmar su ansiedad. Lo enciende y cuando le ha dado un par de caladas se sorprende viéndome salir del edificio, tan inmaculado como había entrado.

—¿Qué ha ocurrido ahí adentro?

—Nada. Hemos tenido un cambio de impresiones y se ha dado cuenta de que no está en condiciones, por lo que ha dicho que se va a echar una cabezada en un lugar tranquilo para despejarse y que luego se marchará discretamente.

Mi compañera acepta un poco extrañada mi explicación y nos dirigimos hacia la pista de baile, ya que la orquesta ha empezado a tocar una selección de boleros y queremos olvidarnos del incidente.

Lo que Amália no ha visto lo describo a continuación. Nada más entrar, me doy cuenta de que el tipo está mucho menos borracho de lo que aparenta, su andar, de repente, se vuelve seguro, al tiempo que se va quitando la chaqueta y remangando la camisa. Es un cabrón peligroso… y ventajista. Tiene unos diez años menos que yo, me gana en altura por unos quince centímetros y pesa como diez kilos más. En una pelea legal, con árbitro, no nos dejarían pelear por estar en diferentes categorías, y en una pelea normal, pero atendiendo a unas normas éticas yo soy carne de cañón en sus manos, puede reventarme la cara sin que yo pueda tocarle a él, y ambos lo sabemos.

Lo que él no sabe es que nunca he perdido una pelea, ya que todo lo que tengo de educado y caballero en mi trato cotidiano, lo tengo de marrullero inmisericorde si tengo que hacer uso de los puños.

Cuando cruzamos el portalón observo que estamos en una especie de túnel al final del cual hay un patio cerrado y hacia allí nos dirigimos. Veo que los edificios están construidos formando un cuadrado cerrado formando una plaza interior, posiblemente para las funciones agrícolas de la hacienda. Es un patio empedrado en el que, en una esquina cerca de la entrada, existe un brocal de pozo de agua con un arco metálico y una polea.

Él con una sonrisa lobuna, dejando la chaqueta en el suelo, al tiempo que compone la guardia de boxeo, me dice:

—Vamos a terminar esto por la vía rápida, que Amália está muy sola.

—Me parece bien, no es correcto hacer esperar a una señora.

Mientras digo esto, saco la mano derecha del bolsillo del pantalón, escondiendo dentro del puño mi encendedor de plata, y compongo a mi vez la guardia, observando que ambos somos diestros, así que tenemos el pie izquierdo adelantado, cargando el peso en él. No pierdo de vista sus ojos ya que es ahí donde se ve el peligro y no en los puños. Cuando veo que va a atacar sé que su movimiento va a ser un directo de izquierda, ante lo que la tendencia natural es bloquear el golpe con la mano derecha y desplazarse hacia la izquierda, con lo que uno va con la cara al encuentro de su puño derecho que saldrá con décimas de segundo de diferencia con el izquierdo. En lugar de eso, me venzo hacia mi derecha al tiempo que le suelto una patada con todas mis fuerzas a la canilla de su pie de apoyo y levanto mi mano izquierda agarrando la suya, tirando de ella hacia mí. Al sentir el dolor por la patada y el tirón de su mano, se desequilibra cayendo hacia adelante y pasando por mi izquierda. Al paso de su cabeza a la altura de mi cintura, le empalmo un puñetazo en el pómulo con mi puño derecho, cargado con el mechero. Es como si le golpease con una bola de madera sólida. En menos de media hora va a tener ese ojo cerrado y un hematoma que le va a cubrir media cara. Cae a cuatro patas y aún no ha tocado el suelo cuando yo giro sobre mi pie izquierdo y por detrás con toda la energía del giro, le atizo una patada en la entrepierna. Abre la boca en un grito mudo y comienza a vomitar en el suelo. Tengo la adrenalina por las nubes y el cuerpo me pide que le patee la cabeza, pero me puede la razón y dado que ambas familias tienen tratos comerciales, dejo correr el asunto para no agravar más la cosa. En ese momento no puedo resistirme a terminar de humillarlo y agachándome, le desabrocho y le quito los pantalones y el calzoncillo, al tiempo que le saco los zapatos, saco la cartera de su bolsillo trasero y la tiro su lado, hago un hatillo con la ropa y los zapatos y lo guindo sin pensarlo por el brocal de pozo. No puede salir de aquí sin cruzar la celebración. A ver como justifica su estado. Busco en su chaqueta y le quito el móvil, metiéndomelo en el bolsillo y salgo a reunirme con Amália. Todo ha ocurrido en poco más de 30 segundos.

Mientras nos dirigimos a la pista de baile, con disimulo, dejo caer su móvil cerca de la mesa del buffet y le doy una patada, dejándolo oculto a la vista debajo de la mesa.

Sobre las siete de la tarde aparecen los novios cambiados con ropa de calle, y comienzan a despedirse de los invitados ya que se dirigen a Lisboa a tomar un avión para comenzar el viaje de Luna de Miel. Cuando se acercan a nosotros me parece estar contemplando una copia de Amália un cuarto de siglo más joven. Más parece hija de mi amiga, que su sobrina.

—Tía, perdonadnos que no hayamos podido estar más con vosotros, pero ya sabes como es esto – Dice Magnolia dirigiéndose a su tía y dirigiéndose a mí con una sonrisa pícara me espeta:

—Así que es usted el español que hace que mi tía levante adoquines suspirando.

—Niñaaa – dice Amália.

—No sabía que le producía ese efecto a tu tía, pero me alegro, ya que la tengo en mucho aprecio

—No seas creído, que hasta mañana por la mañana, la estancia puede hacérsete muy solitaria – dice de nuevo mi compañera.

—Volte sempre (vuelva siempre) – me dice con simpatía el novio, en esa fórmula que los portugueses utilizan para despedirse de los amigos.

Con los novios fuera de la celebración, se van relajando las cosas y es posible charlar más tranquilamente entre los invitados y en un momento determinado nos encontramos con la hermana de Amália a la que observo con una cierta tranquilidad por primera vez en el día. Es una mujer atractiva, un poco más joven que mi acompañante, tal vez un par de años. Con una bonita figura y con un parecido notable con Amália. Es una de esas mujeres a las que les queda bien el pelo completamente blanco y lo luce corto en un peinado asimétrico. El pecho indudablemente es patrimonio de la familia. Con disimulo observo que aparentemente tiene el mismo tamaño que mi amiga, aunque posiblemente por el embarazo parece un poco más caído. Ella mientras charlamos me trata con corrección, pero con distancia, supongo que a causa de ser el amigo que se acuesta con su hermana y a no conocernos suficientemente.

En ese momento suena su móvil, y disculpándose, se hace a un lado y contesta la llamada. Aunque se ha retirado un tanto, no podemos dejar de escuchar su parte de la conversación:

—Pero… no es posible… que vergüenza… ¿y ya está solucionado?... ok, yo se lo digo y ahora vamos.

—¿Qué ha ocurrido? – pregunta Amália

—Era Joao, mi marido. El servicio ha encontrado a Héctor en el patio de las cuadras, encima de un charco de vómitos, completamente desnudo de cintura para abajo y con la cara destrozada. Lo han sacado discretamente por la puerta de atrás y lo han llevado a su casa en Lisboa. Dice que le ha atacado un español. El único español que hay aquí hoy es usted, Alfredo. Mi marido quisiera tener una conversación aclaratoria con usted, si no tiene inconveniente. – Encima de ventajista, chivato, pienso yo. Bien podía haberse callado y decir que no se acordaba de nada.

—No tengo ningún inconveniente, si me guía, tendré mucho gusto en dar las explicaciones pertinentes.

Así lo hace, y nos dirigimos los tres hacia la casona, en una de cuyas estancias particulares, nos espera el cuñado de Amália. Mientras nos dirigimos hacia allí, mi amiga intenta por todos los medios que le diga que ha ocurrido, pero la dejo con la duda. En cambio su hermana, si antes me miraba con recelo, ahora me ve con incomodidad manifiesta. Cuando estamos los cuatro juntos, el padre de la novia me saluda con frialdad, y me comunica que me han acusado de agredir sin motivo aparente al playboy de guardarropía. Entonces Amália, irritada, les describe la escena del exterior, que es la que ella conoce. Su cuñado me mira y me dice azorado:

—Veo que no es lo que Héctor ha contado. No sé cómo lo ha conseguido usted, pero le agradezco la defensa de mi cuñada. De cualquier manera, comprenderá que mi situación es delicada – otro membrillo, pienso yo.

—Lo entiendo perfectamente, y probablemente la defensa de una mujer de la familia no sea la situación más adecuada para que yo pase la noche en esta casa. De todas maneras tenga en cuenta que me he contenido, precisamente por ser una mujer de la familia y los tratos que usted tiene con la familia de ese indeseable. Si en lugar de hacérselo a Amália, se lo hace a Paulinha y lo pillo, lo envío dos meses al hospital.

—De ninguna manera vas a salir de esta casa hoy, faltaría más – dice la esposa, mirando a su marido con una mirada de furia y tuteándome por primera vez. También observo que me mira a mí con una mirada que solo he visto en su hermana, en ocasiones, digamos especiales. Amália se da cuenta y le lanza a su hermana una mirada con la que le dice claramente “no se te ocurra ni pensarlo”.

Acordamos mantener el secreto de lo sucedido y dar orden al servicio que no lo comenten para que los novios no lleguen nunca a enterarse y tengan un bello recuerdo del día más feliz de su vida. Yo no las tengo todas conmigo y supongo que el tal Héctor encontrará la manera de manchar el recuerdo de los novios.

Pasan las horas y cenamos en compañía de los padres de la novia. Cuando nos vamos a retirar a la habitación, Ana María me pone la mano en la nuca, igual que hace su hermana y me pongo en guardia esperando un “beso asesino”, pero me besa en el pómulo, eso sí, manteniendo el contacto de sus labios un tiempo más prolongado de lo normal.

Mientras nos dirigimos al dormitorio Amália me va comentando

—Alfredo, como has visto, mi cuñado es un tipo que antepone el dinero a su familia, pero en este caso el dinero es de nuestra familia. Su matrimonio no va bien y han acordado no resolverlo hasta que la niña no se hubiese casado, probablemente se divorcien en poco tiempo. He visto cómo te ha mirado mi hermana y solo te pido que no le hagas daño. Haced lo que queráis u os apetezca, pero por favor, no la dañes. Sé que no necesitas mi permiso, pero me gustaría que no te aprovechases del momento por el que pasa.

—Tranquila, cielo, sabes que de esta casa, la única mujer que me interesa, eres tú.

—Gracias. Y ahora pasa, que tenemos una cuenta pendiente, tenemos que revisar la factura del coste de este viaje de improviso. Y te advierto que llevo casi dos días ahorrando para el pago.

Entramos en el dormitorio y colocándose de espaldas a mí, me pidió que le bajase la cremallera del vestido, y así lo hice. Ella dejó caer el vestido al suelo y se apoyó en mi pecho. Solamente llevaba un sostén transparente y las bragas tipo calzón que ya conocía. La abracé acariciándole los pechos sobre el sostén y noté como sus pezones se endurecían. Echó la cabeza atrás sobre mi hombro y aproveché para besarla en el cuello mientras continuaba jugando con su pecho. Mientras tanto bajó su mano y acariciaba mi miembro por encima del pantalón. Yo estaba ya dispuesto para hacerle el amor. Se separó de mí, saliendo del ruedo del vestido y mientras yo me quitaba la chaqueta y la corbata, ella se dedicó a mi ropa de la parte inferior. Me quitó, como era su costumbre el pantalón y el calzoncillo de un solo movimiento, mientras que yo me quitaba la camisa. Introdujo su miembro en su boca y el espectáculo del que yo estaba disfrutando era para derretirse. Solo veía su cabeza cubierta con su tocado y la red que le cubría media cara en una imagen sumamente sensual. La aparté para sacarme los zapatos y quedar completamente desnudo y ella aprovechó para sacarse el sostén, dejando a mi total disposición aquel par de tetas que eran mi perdición. A continuación, y como el día que la conocí, soltó los botones de la braga, y con un movimiento de cadera, las dejó caer al suelo. Cuando sacó los pies, alcancé a ver la humedad que se marcaba en la entrepierna de dicha prenda. Avancé mi mano e introduciéndola entre sus piernas constaté que estaba totalmente excitada. Nos metimos en la cama y ella se puso de rodillas sobre mí, se inclinó, pegando su pecho al mío y poniéndome su mano en la nuca, me besó donde me había besado su hermana hacia un rato, diciéndome:

—Tranquilo que hoy no hay “beso asesino”, estoy cansada del ajetreo del día y quiero que lo hagamos solo una vez, y dormirme a continuación. Por la mañana te pago el segundo plazo de la factura.

Levantó las caderas y con la mano dirigió mi miembro hacia la entrada de su sexo, bajando e introduciéndoselo lentamente en un solo viaje. Sus pechos estaban a la disposición de mi boca, así que comencé a besarlos y chuparlos mientras los acariciaba, tomándoles el peso. Ella bombeó tres o cuatro veces e inmediatamente tuvo un orgasmo fortísimo. Continuó moviéndose arriba y abajo y yo me iba acercando rápidamente a mi final. Se dio cuenta y ralentizó aún más su ritmo y cuando sintió que estaba a punto de su segundo orgasmo aceleró el ritmo, mientras me besaba en los labios. Le avisé que iba a correrme y ella se clavó aún más profundamente. Nos corrimos ambos gimiendo como jovencitos mientras nos besábamos en la boca. Quedamos abrazados tal como estábamos y al perder mi erección y salirme de su interior, se descabalgó de mí y poniendo mi brazo bajo su cuello se acostó dándome la espalda, y llevando mis manos a sus pechos se dispuso a dormirse hasta la mañana siguiente, mientras me decía entre agotada y melosa:

—Buenas noches, mi caballero andante. Nunca un hombre se había peleado por mí.

—Buenas noches cielo, que descanses.

Así nos quedamos dormidos, abrazados uno al otro.

Por la mañana me desperté sintiendo unas manos en mi escroto, al tiempo que una boca abrazaba mi pene. Amália, interrumpiendo la felación me dio los buenos días, y a continuación se aplicó a continuar con lo que estaba haciendo, me encontraba tan a gusto que en muy poco tiempo sentí que me corría, le avisé y ella, manteniendo la felación, recogió todo mi esperma con su boca, tragándoselo a continuación. Me levanté al baño, y cuando volví a la cama, ella me estaba esperando y durante una hora nos dedicamos a conocernos más a fondo de lo que ya nos conocíamos. Ella tuvo cuatro o cinco orgasmos y yo pude culminar otro más.

Se levantó y entró en la ducha y al salir, mientras se vestía me dijo:

—Dúchate y levántate que es media mañana y tengo hambre. Desayunamos abajo en la terraza bajo el emparrado.

—Vale, mientras me ducho, por favor, pide que me hagan un café doble, cargado y un vaso grande de zumo de naranja.

—No te demores, te espero.

Me duché y me vestí con un pantalón de lino blanco, remangándolo un par de vueltas, y una camisa de algodón sin cuello, por fuera de los pantalones. Me calcé con los mocasines de conducir que había traído en el viaje y bajé a desayunar.

Cuando llegué estaban en la mesa Amália y su hermana charlando, las saludé con un beso a ambas y noté que su hermana me trataba con mucha más familiaridad que el día anterior, además sus miradas tenían una carga sexual manifiesta. Amália se cocía sola en su silla. No hice nada por alentar a la hermana y agradecí que me hubiesen invitado a la boda y la estancia en la casona.

Entonces aparece Paulinha que trae en una mano mi café y en la otra el zumo de naranja. Los pone delante de mí en la mesa y viendo hacia Amália dice:

—Com licença, dona Amália (Con su permiso, doña Amália) —e inclinándose sobre mí, me abraza, me coge la cara con las dos manos, y me estampa un beso en la frente, mientras me dice: Muito Obrigada (muchas gracias). Y como si no hubiese sucedido nada, se yergue de nuevo y se va a sus quehaceres.

Me quedo estupefacto ante lo ocurrido y pregunto:

—¿Qué ha pasado? ¿Es alguna costumbre portuguesa que desconozco?

—Fue Paulinha la que encontró a Héctor ayer, y no sé cómo, se ha enterado de lo que le dijiste a mi marido – dijo la hermana de Amália.

—Yo no he sido, que conste – dice Amália.

—Pues no queráis saber cómo ha empezado a llamarte desde que lo sabe.

—La verdad, no sé si quiero saberlo – digo yo.

—Te llama “mi abuelito español” —dice Ana María.

Ambas estallan en una carcajada mientras yo pienso que tengo que salir rápidamente de esta casa, hay demasiadas mujeres pendientes de mí y comienza a ser peligroso.

CONTINUARÁ.

Agradeceré sus comentarios tanto a favor, como en contra.

(9,50)