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Noche de pasión en Lisboa (IV): Las tres gracias

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Cuando terminan de reírse a mi costa, Amália me comenta:

—Alfredo, querido, Ana María y yo vamos a ir esta mañana al hospital, en Nazaré, a visitar a mi primo, que como te comenté, está convaleciente de la apendicetomía. Si quieres puedes acompañarnos, o puedes quedarte aquí, en la quinta, pero en ese caso te aviso que estarás sólo hasta la hora de la comida, ya que mi cuñado ha salido esta mañana hacia Lisboa para atender sus negocios y probablemente ya no venga hasta el fin de semana.

Ana María toma entonces la palabra

—Bueno, no ha ido solamente a eso. También va a visitar a los padres de Héctor para informarles de cómo ha sido el incidente y evitar que cursen una denuncia por agresión. De cualquier manera, no estarás completamente sólo, en la casa están Paulinha y Marta, la cocinera. Si necesitas algo, no dudes en pedírselo a cualquiera de ellas. Como si estuvieses en tu casa.

—Y a ver cómo te portas, que no me den quejas —Dice Amália, cómo advirtiendo a un niño pequeño, aunque al final no puede evitar una sonrisa.

En ese momento aprovecho yo para decir:

—Ana María, me gustaría que me hicieses un servicio. De alguna manera, quisiera hacerle llegar a ese sinvergüenza un mensaje: Si le da publicidad a lo ocurrido y llega a oídos de los novios, y yo me entero, quiero que sepa que volveré a por él y entonces no tendré ningún reparo en vapulearlo a conciencia. También te agradecería que hicieses llegar a sus padres mis disculpas por el altercado. Aunque no hayan sabido educarlo convenientemente, no me gustaría que se sintiesen responsables de lo ocurrido.

—Quédate tranquilo, les haré llegar tu recado —Dice ella.

Se marchan, dejándome solo en la terraza. Enciendo un cigarrillo y veo que en el asiento de una de las sillas hay un periódico del día. Comienzo a ojearlo mientras fumo y oigo unos tacones a la carrera dirigiéndose hacia donde me encuentro. Levanto la vista y es Amália que llega corriendo con una sonrisa radiante en la cara. Cuando está delante de mí, me interpela:

—Alfredo, ese juguete que está aparcado fuera, ¿es tu coche?

—Bfffff, es verdad. Perdóname. Con todo lo que ocurrió ayer, se me fue el santo al cielo. Sí, es mi coche. ¿Recuerdas que te dije que te iba a dar una sorpresa?, pues esa era. Quería proponerte salir a hacer kilómetros tranquilamente durante la semana y parar dónde nos encontrásemos. ¿Qué me dices?

—Ahora no tenemos tiempo para hablar, mejor lo estudiamos después de comer.

Se acerca a mí, me agarra por el mentón con dos dedos, haciendo que mire hacia arriba y me estampa un beso en los labios. Cuando termina, con una sonrisa traviesa, de niña que pide un capricho me dice:

—¿Me dejas las llaves para ir al hospital con mi hermana?

—Están en la habitación, sobre la mesilla de noche. Ten cuidado, que tiene el volante a la derecha.

—Lo tendré, no temas. —Me vuelve a besar y se marcha corriendo en busca de las llaves, como una adolescente ilusionada.

Cuando me quedo nuevamente sólo, vuelvo a hojear el periódico, pero mi mente comienza a divagar y solo tengo los ojos posados sobre la hoja de papel. En realidad, en mi cabeza estoy dándole vueltas a lo que está ocurriendo en esta casa.

No soy un dechado de virtudes, pero hasta los criminales tienen unas reglas de conducta que no traspasan. Y yo tengo las mías. Ni mejores ni peores que las de los demás, pero son las que he ido acumulando y puliendo a lo largo de mi vida, y tampoco estoy dispuesto a traspasarlas. Ana María es presa fácil. En su cabeza (y solo en su cabeza) ha pasado de verme como un advenedizo a verme como un tipo duro, capaz de fajarse y reventar a un tipo más joven y más grande, defendiendo a su hermana. En contrapartida está casada con un hombre pusilánime que, para no ver afectados negativamente sus negocios, estaría dispuesto incluso a pasar por alto la ofensa a su familia. No es mi cuñada, ni tengo lazos familiares con ella. Solamente con dejarme llevar, sin hacer nada, estoy convencido que esta misma noche compartiría su cama. Pero está mi promesa a Amália, que aunque tampoco tenemos una relación oficial, es mi amiga. Y yo soy amigo de mis amigos, y mi palabra es sagrada. Además y aunque no lo había pensado conscientemente hasta hoy, mi relación con Amália se ha ido cimentando poco a poco. Sin darme cuenta he ido espaciando mi trato íntimo con otras amigas, y aunque no se lo he preguntado a ella, tengo la impresión de que ella también ha comenzado a guardarme alguna especie de ausencia. Pensándolo detenidamente, siempre que la llamo o estoy en Lisboa, está disponible para acompañarme, y cada vez con más frecuencia terminamos compartiendo la cama. El colofón ha sido este fin de semana. Es la primera vez que me hospedo en su casa. No lo había previsto, pero tal vez en unos años, cuando ninguno de los dos tengamos responsabilidades laborales, acabemos de alguna manera juntando soledades en el otoño de nuestras vidas. Es algo que, a no tardar mucho, debo aclarar con Amália. De momento he de salir de esta casa cuanto antes y dejar que se enfríen las cosas. Espero que a mi amiga le ilusione mi plan de vacaciones para esta semana.

Puestos en orden mis pensamientos y no teniendo otra cosa más interesante que hacer, se me ocurre ir hasta la cocina y preguntar que nos van a preparar para el almuerzo.

Cuando encuentro la cocina, entro y me encuentro con una mujer relativamente joven, de unos 40 años, no muy alta y con buena figura. Caderas rotundas y un pecho de tamaño mediano, tirando a grande. Sobre los hombros una cabeza coronada con una melena negra, y en la cara, de bonitos rasgos, dos ojos negros como carbones y unos labios hechos para el pecado. Por Dios… ¿es que en esta casa las menos agraciadas tienen prohibida la entrada?

—Buenos días —la saludo—m¿Es usted Marta, verdad?

—Buenos días. Sí, en efecto. Y usted es “Dom Alfredo” ¿no?

—Efectivamente. Dígame ¿Qué nos va a preparar para el almuerzo?

—Como “Dona Amália” me dijo que estaría usted a comer, en su honor voy a preparar una “paela” —Noooo, ya se yo lo que va a resultar del experimento, porque no es la primera vez que me lo hacen, así que trato de reconducir las cosas.

—Escuche, le agradezco el detalle, pero paella (le remarco la pronunciación correcta) estoy cansado de comerla en España. Yo preferiría algún plato portugués, que eso sí que no me lo saben preparar allá. ¿Podría echar un ojo al frigorífico a ver qué es lo que tiene disponible?

Un poco contrariada me abre la puerta de la nevera para que vea de qué dispone, y al primer golpe de vista veo que hay almejas y una cinta de lomo de cerdo, así que ya sé que voy a pedirle.

—¿Me cumpliría usted el capricho de preparar “carne de porco a alentejana”, con arroz blanco y patatas cocidas?

Ante mi solicitud veo que me mira ya de otra forma. Soy un español que conoce la comida portuguesa y sabe lo que pide, por lo que con un “repaso visual” me da el visto bueno y me confirma que será el plato que prepare.

Bueno, un asunto arreglado. Hoy comeré como un príncipe. Si no se me ocurre ir a la cocina, a saber que me hubiese tenido que tragar. Y no es porque en Portugal no sepan preparar el arroz, que realmente lo preparan delicioso, pero las versiones de “paela” que he comido, francamente, mejor olvidarlas.

Aún falta más de una hora para la comida, así que me dirijo a mi habitación, a fin de ordenar mi ropa y rehacer la maleta. Cuando entro veo el dormitorio ordenado, con la cama hecha, y la maleta, que debería estar sobre la butaca que utilicé ayer para el afeitado, no está a la vista. Abro el armario y me encuentro toda mi ropa colocada y la maleta dentro. Amália ha dado orden de que deshagan mi equipaje y cuelguen en el armario mi vestuario. A simple vista veo que faltan la camisa y los calzoncillos que llevé ayer. Con toda seguridad los han llevado para lavarlos. Mi amiga ha supuesto que pasaríamos aquí la semana, pero yo estoy dispuesto a irme cuanto antes, por el bien de todos.

Estoy pensando en esto, cuando oigo que se abre la puerta del dormitorio y se vuelve a cerrar sin ruido. Veo hacia allí y me encuentro a Paulinha, con tres botones de la blusa desabrochados y la falda más arriba de lo que le corresponde, que me pregunta con algo de nerviosismo si necesito alguna cosa, “lo que desee” me remarca. Otra vez el síndrome del “tipo duro”, pienso. Pero como ya dije, yo tengo mis normas.

Aunque para otros la presa sería fácil de cobrar, para mí, a estas alturas de mi vida, cualquier mujer que sea más joven de cuarenta y cinco años, es una jovencita. Con los aproximadamente veinte que cuenta esta niña, ni siquiera me despierta deseo de cualquier tipo. Haciendo acopio de todo el tacto que me es posible para no asustarla ni que se sienta ofendida, la interpelo:

—Paula (no utilizo el diminutivo a propósito), exactamente ¿qué es lo que buscas? Y puedes hablar con franqueza.

—Me da algo de vergüenza decírselo, por favor no le diga nada a “Dona Amália”.

—No te preocupes que lo que me digas quedará entre tú y yo. Dime.

—He visto como trata a la señora y como la señora está enamorada de usted. Además conozco un secreto que me hace pensar que usted, si lo desea, podría ser el primer hombre de mi vida.

—A ver, me imagino cual es el secreto, aunque no sé cómo te has enterado, pero dime ¿eres virgen aún?

—Sí, y me gustaría que me ayudase usted con eso.

—Por favor, no te disgustes, pero eso no va a ser posible, por dos motivos. El primero es que a mí una muchacha de tu edad no me excita sexualmente y además, la primera vez deberías hacerlo con un muchacho que te quiera y al que tú quieras también. Deberías hacerlo de forma que te quede un buen recuerdo.

—¿No le parezco bonita?

—Niña, eres preciosa, pero ya te digo que yo no puedo.

—Y ¿el otro motivo?

—El otro motivo es que soy tu abuelito español.

—¿Cómo sabe usted eso? —Me dice abriendo los ojos como platos.

—Cariño… yo también tengo oídos en esta casa.

Diciendo esto, le cerré los dos botones que sobraban desabrochados, y tomándole la cara con mis dos manos, le devolví el beso en la frente que ella me había dado hacía un par de horas. La abracé con ternura y le dije: “muito obrigado”.

Abrí la puerta y le franqueé el paso para que saliese, al tiempo que la tranquilizaba, diciéndole que todo quedaba entre nosotros.

A cada hora que pasa, me convenzo más de que tengo que salir de aquí a escape. Ya solo me falta que la cocinera me tire los tejos.

Desde la ventana de la habitación se ve la entrada a la finca y veo a lo lejos llegar mi coche al que le han quitado la capota. Bajo a recibir a las mujeres y al llegar veo que la pobre Ana María viene sujetando la capota con las manos y ambas tienen cara de “lo sentimos, no queríamos haber roto nada”. Ahora el que estalla en una carcajada interior, soy yo.

Hasta modelos posteriores, la capota no fue fija en el MG, cuando se suelta para plegarla hay que retirarla completamente y guardarla en un compartimento que hay detrás de los asientos, obviamente hay que hacer lo contrario para capotarlo. No les digo a ellas nada de esto y dejo que se expliquen. Tengo ganas de reírme un rato después de la mañana que llevo. La que toma la voz cantante, supongo que para suavizar todo lo posible mi probable enfado, es Amália.

—Alfredo, cariño, al coger el coche de vuelta hacia aquí, hacía tan buen día, y nos veíamos tan guapas dentro de tu coche, que queríamos presumir y bajamos la capota. Pero entonces no sé qué hemos tocado, o qué habremos roto, que ha quedado totalmente suelta. Perdónanos, por favor. Por supuesto, los gastos de la reparación corren de nuestra cuenta.

Yo me estaba divirtiendo de lo lindo. Sin dar más explicaciones le rogué a Ana María que soltase la capota y terminando de plegarla correctamente, levanté la tapa del compartimento de almacenaje y la guardé. Mirando a ambas, muy serio, les dije:

—Ya está arreglado. Lo que no se es cuanto cobrar por la reparación.

—¿Ya?, ¿No hay nada roto? —me dice Amália con un suspiro de alivio.

—No, no hay nada roto. Este coche es así. Tranquilizaos, no habéis roto nada.

Ambas se bajan del coche y Amália echándome los brazos al cuello me estampa un beso en la boca como si se fuese a acabar el mundo, y aprovecha para restregar su pecho contra el mío, asegurándose de que lo noto. Cuando mi amiga me deja libre, Ana María me pone una mano en el hombro y me besa en la mejilla, pero aprovecha también para asegurarse que me doy cuenta que sus atributos no desmerecen de los de mi compañera. Esto no puede seguir así mucho tiempo. Tengo mis normas… pero uno no es de piedra, y la hermana de Amália está para hacerle un par de favores, o tres. Y la condenada no para de darse al cuchillo.

Cuando estamos entrando en la casa vemos venir hacia nosotros a Paulinha que nos informa que la mesa está preparada para el almuerzo.

Entramos al comedor y me reservan a mí la cabecera de la mesa, sentándose las dos hermanas una a cada lado de mi sitio. Nos sirven la comida, y mientras comemos, Ana María me informa que ya ha enviado mis recados a Lisboa, lo que le agradezco. Pero mientras que Amália está tranquila, comiendo, a mi derecha, por debajo de la mesa, su hermana no para de rozarme mi pierna con la suya. Comienza a ser inaguantable ya el acoso. Esta mujer hace menos de veinticuatro horas me veía como un extraño y ahora está totalmente desbocada. A otra mujer, y en otras circunstancias, a estas alturas de la comida ya la tendría tumbada sobre la mesa, dándole el postre.

Amália, que se huele algo, me dice:

—Con respecto a tu propuesta de esta mañana y dado que hoy es un poco tarde para salir, te propongo que me dejes llevarte a un lugar especial para mí, y mientras echamos la tarde, charlamos y vemos como haremos el resto de la semana. ¿Te parece?

—En principio me gusta la idea. ¿Salimos al acabar de comer?—Ruego a todos los santos que me responda afirmativamente.

—De acuerdo. No es muy lejos pero el sitio es muy agradable. ¿Podemos ir en tu coche? Me encanta ese cochecito.

—Por supuesto, pero esta vez conduzco yo y tú me guías.

Así lo hacemos, y nada más terminar de comer, cogemos el coche y ella me va indicando, por caminos rurales, hacia dónde dirigirnos.

Cuando llegamos a destino me encanta el lugar. Estamos a la orilla de un rio como de unos seis metros de ancho, en una zona sembrada de alcornoques bajo los cuales el suelo está alfombrado de una hierba corta y tupida. Más abajo, siguiendo el curso del rio, se puede ver un puente de piedra de aspecto medieval. El lugar parece una postal, o el decorado de una película romántica.

De debajo del asiento de mi compañera saco una manta de viaje que siempre llevo enrollada y la extiendo sobre el suelo al lado de un alcornoque. Amália se sienta sobre ella, apoyando la espalda en el árbol y yo me tumbo boca arriba, apoyando mi cabeza en el regazo de mi compañera. Ella con una sonrisa pícara se desabrocha el sostén y se sube las copas, con lo que me cae uno de sus pechos sobre la frente. Del otro me ocupo con la mano que me queda más cerca, jugando con él por encima de la tela de su camisa. Mientras, ella me acaricia la cabeza y juega con mi pelo. Estamos solos en este lugar y no es probable que aparezca nadie a molestarnos. Nos relajamos y comenzamos a charlar:

—Alfredo, he estado pensando en tu propuesta y podríamos hacer base en la quinta, saliendo cada día en una dirección, con tranquilidad, y volviendo sin prisas por la noche. Tu coche no tiene maletero y necesitamos ropa para toda la semana si seguimos tu plan de viaje. Además el jueves estoy de cumpleaños, y me gustaría celebrarlo contigo y con mi hermana, que estará sola en la casona.

—En otras circunstancias me parecería el plan perfecto, pero es que tengo que salir de esa casa cuanto antes, por el bien de todos. Tu hermana está desbocada, ha perdido la noción de la realidad, y no para de insinuárseme. Si tengo que compartir techo con ella, en el plan en que está, vas a tener que compensarme mucho el sacrificio. Amália que tu hermana está de muy buen ver, mejorando lo presente y sabes que si el cántaro va mucho a la fuente… y no quiero tener problemas, ni con ella, ni sobre todo, contigo.

—Y eso que no le has visto las tetas. Son aún más grandes que las mías. —Me dice soltando una carcajada.

—Eso, tú encima echa sal en la herida —le contesto yo, con un mohín.

—Mira, ya me he dado cuenta, que desde la escena con mi cuñado, mi hermana se comporta contigo como una adolescente. Esta mañana mientras estábamos a solas se lo he hecho saber y también le he dicho que me consta que no estás interesado en ella. Entonces me ha confesado que su matrimonio hace un par de años que va a peor, cosa que ya sabía. Pero lo que no sabía es que hace más de un año que no tienen relaciones sexuales, y que se teme que mi cuñado tenga una amante. Así que no sabe el por qué, pero cada vez que te ve delante, le entra el calentón y pierde los papeles. Quiero que sepas que si ocurre cualquier cosa, no te culparé de nada, pues me doy cuenta de que ella te está buscando. De todas formas piensa que vas a dormir conmigo, y si salimos por la mañana y volvemos por la noche, poco tiempo tendréis para que la cosa cuaje.

—Visto así no parece tan grave la cosa. Probamos un par de días y si veo que el peligro es mucho, me voy y nos veremos otra vez en Lisboa. A no ser que entonces quieras venirte conmigo.

—Vale, haz lo que te resulte menos violento. Por mí estará bien.

—Tengo un mal presentimiento, y no me gusta. Veremos cómo anda todo.

Aclaradas las cosas y como tanto el lugar, como el momento y la compañía se prestaban a ello, y dado que yo estaba tumbado atravesado a mi compañera, con la mano contraria al lado que tenía su cuerpo, fui acariciando sus piernas metiéndola por entre ellas, y como quien no quiere la cosa, fui subiendo hacia la confluencia de los muslos. Cuando llegué a tocar la braga, la noté húmeda y me entretuve un rato en mover los dedos a lo largo de lo que intuía era la entrada a su sexo, mientras con la otra jugaba con un pecho, al tiempo que le besaba el que tenía sobre mi cabeza, por encima de la tela de la blusa. Amália tenía su cabeza echada atrás, apoyada sobre el tronco del árbol y gemía y suspiraba con mis maniobras. Yo notaba la braga cada vez más mojada, y mi amiga levantó las rodillas dejando separados los pies en el suelo. En esa postura mi acceso a su vulva era total. Siempre por encima de la braga, localicé el clítoris y comencé a acariciarlo con el pulgar, presionando lenta y suavemente, al tiempo que con mis otros dedos recorría la zona del exterior de sus genitales. De repente, Amália me agarró el mentón con una mano y el pelo con la otra, tirando de mi cabeza y apretándome contra su pecho. Arqueó su espalda y lanzó un alarido salvaje, al tiempo que yo notaba en mi mano la fuerza de su orgasmo.

—Para, para, paraaa. Sácame la mano que no lo soporto.

—¿Qué te ha ocurrido? ¿Te hice daño?

—Nooo, pero he tenido un orgasmo que no puedo moverme. Me tiemblan las piernas y no puedo controlarlas. Nunca me habían masturbado completamente vestida y ha sido una sensación impresionante.

Al decirme esto, con toda la mala leche le di un golpecito con un dedo donde sabía que estaba el clítoris. Amália dio un grito y me dijo claramente:

—Paraaa cabronazooo que me corro otra vez. Y cumplió su palabra.

Nos fuimos de allí y durante los 3 días siguientes, no tuve problemas con Ana María. El martes salimos de mañana y cuando volvimos ya eran más de las 12:00 de la madrugada y ella estaba acostada. El miércoles repetimos y tampoco tuvimos oportunidad de estar juntos. El jueves, dado que era el cumpleaños de Amália, desayunamos todos juntos y acordamos que llegaríamos a cenar.

Las mujeres se reunieron con Marta, la cocinera y acordaron como preparar la celebración. Salimos a cubrir nuestra ruta de costumbre y como a las 06:00 de la tarde, estábamos de vuelta en la quinta.

Hasta la hora de la cena, faltaban un par de horas, así que Amália me dijo que se iba a dar un baño y a prepararse para la celebración. A mi vez, y dado que el coche llevaba un buen número de kilómetros recorridos y no lo había lavado desde que salí de España, lo acerqué a la zona de los garajes y me puse a lavarlo con una manguera.

Estaba echado sobre el capó, enjabonándolo, cuando a mi espalda escucho una vocecita:

—Abuelo, ¿quieres que te ayude? —No necesito volverme para saber que es Paulinha.

—¿No tienes nada que hacer en la casa?

—Ahora no, y me gusta tanto ese coche que si me dejas, me gustaría ayudarte a lavarlo.

—Bueno, está bien, pero escúchame: Solo puedes tutearme cuando estemos solos. No quiero que te llamen la atención los señores por tomarte confianzas ¿entendido?

—Entendido.

Y nos pusimos a lavar el coche. Y no, no hubo nada más.

Subí a la habitación y entré justo cuando Amália se estaba secando. Me desnudé y me fui a la ducha. Cuando salí mi amiga estaba completamente desnuda y comenzaba a vestirse. Lo primero que se puso fue una falda, demasiado corta para lo que suele llevar normalmente, le quedaba justo por encima de la rodilla y tomando una blusa azul marino, con lunares blancos, se la puso así, tal y como estaba. Se calzó un par de sandalias con piso de esparto y cuña y empezó a peinar su melena ante el espejo. Mientras, yo terminé de vestirme de forma informal, con un pantalón y una camisa remangada un par de vueltas. Cuando me vió vestido me dijo:

—¿Bajamos a cenar?

—Sí, bajemos que ya es la hora.

En la mesa, durante la cena, estuvimos charlando con Ana María de todo lo que habíamos visto durante estos días. La conversación fue de lo más intrascendente. La hermana de mi amiga estaba vestida con un pantalón tejano y una blusa de cuadros, abrochada hasta el cuello y durante la cena se comportó correctamente.

La que estaba guerrera hoy era mi amiga. Por debajo de la mesa no hacía más que meterme mano, y cuando bajaba la mía para apartarla, me la cogía y la llevaba a entre sus piernas. Yo sabía que estaba completamente desnuda, la había visto vestirse y el morbo de la situación estaba consiguiendo que tuviese una erección que era totalmente evidente a pesar del pantalón. Pero ella no cejaba en su empeño, me metía la mano entre sus piernas, intentado que la acariciase el sexo y me arrimaba el pecho, sabiendo que yo sabía que lo llevaba completamente suelto debajo de la blusa.

A las 09:30 se presentaron en el comedor Marta y Paulinha, avisando que se iban a sus casas y preguntando si necesitábamos alguna cosa más, diciendo que quedaba una cafetera llena en la cocina. Amália les dijo que no necesitábamos nada y que podían irse. Le felicitaron de nuevo el cumpleaños y se marcharon. Nos quedamos los tres solos en la casona. Yo creía que alguna de ellas pernoctaría en la casa, pero al parecer, el servicio se ceñía a las horas diurnas.

Mientras Ana María fue a por la cafetera, yo me dirigí al mueble bar y les pregunté que querían tomar. Ambas me contestaron que whisky. A mi vez, me serví una copa de coñac y desprecinté una botella de una marca conocida con varios años de envejecido, para ellas.

Estuvimos riendo y tomando copas durante un buen rato y en un aparte momentáneo, Amália se acercó a mi oído, apretando sus pechos contra mí con toda la intención y me susurró:

—Esta noche te voy a reventar, me vas a pagar la paja de la orilla del río.

Cuando se retiró, vi su cara y vi la lujuria como no la había visto nunca en el rostro de una mujer.

Al desviar la vista me doy cuenta de que entre las dos hermanas se han vendimiado casi la totalidad de la botella de whisky. Dirijo mis ojos hacia Ana María y veo que se está mordiendo el labio inferior mientras juega con el pelo de la nuca. Esto va mal. Va muy mal.

Como ya es casi media noche, les propongo que nos vayamos a dormir, y con un mohín de disgusto, ambas aceptan, con lo que nos dirigimos a nuestras habitaciones.

Ana María se dirige a la suya y Amália y yo, a la nuestra. Nada más entrar, Amália se me cuelga del cuello y comienza a besarme con furia. A trompicones y casi peleándonos nos desnudamos uno al otro. Me empuja sobre la cama y cuando va a subirse encima, oímos golpear la puerta, llamando con los nudillos. Mi amiga se dirige a la puerta y abre, solo puede ser Ana María. Ambas salen al pasillo y las oigo discutir en voz baja.

Al cabo de un rato, Amália vuelve a entrar en la habitación y me dice:

—Alfredo, es mi hermana (quien si no podría ser, pienso yo) quiere que te comparta con ella esta noche, que ya no soporta el calentón que lleva desde el domingo.

—Pero, querida, es tu hermana. No estoy interesado y no quiero líos, sobre todo contigo.

—Lo sé. Pero es mi hermana, como bien dices y no quiero que sufra. Además sé que no te estás aprovechando tú de la situación. Y ella me ha dado un par de argumentos que a lo mejor nos convencen a ambos. Dice que da el paso precisamente porque eres tú y sabe que no transcenderá de estas cuatro paredes (ese argumento es para convencerme a mí) para convencerte a ti me ha dicho que pienses que es el sueño de todo hombre, hacer un trío con dos mujeres y encima hermanas.

—Cariño ¿tú estás de acuerdo?

—Yo sí, pero solamente si tú quieres.

Al diablo con todo, sabía que tenía que haberme ido hace días.

—Vale entonces, dile que pase.

Amália va a buscar a su hermana, que está ya completamente desnuda y la introduce en la habitación, dejando la puerta abierta. Constato que efectivamente, su pecho es mayor que el de mi amiga. Me levanto y voy hacia la puerta y…

Aquí amable lector me vas a permitir que cierre la puerta y deje a tu imaginación lo que ocurra hasta la mañana siguiente. En mi habitación hay dos mujeres que cada una podría agotar a tres hombres ella sola, pero una de ellas es casada y probablemente, en breve comience un proceso de divorcio, así que es mejor que no haya testigos. Solo te pido que en tu imaginación tengas indulgencia con un hombre que ya no está en edad de acrobacias sexuales y que tratará de cubrir el expediente lo mejor que pueda… aunque lo más probable es que falle. Buenas noches.

El domingo, cuando ya estoy despidiéndome de Amália junto a mi coche, para regresar a España, después de los arrumacos correspondientes, me dice:

—Cariño, llevamos toda la semana buscando las pertenencias de Héctor y solo hemos conseguido recuperar su móvil. ¿Dónde diablos has metido la ropa y los zapatos, que no los damos encontrado?

—Mira en el fondo del pozo, igual están allí.

—¿En el pozo del agua? Jajajaja.

CONTINUARÁ, si les ha gustado.

Agradeceré sus comentarios, tanto a favor, como en contra.

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