Hace pocas fechas, tuve un arrebato de coquetería y decidí comprarme un perfume bueno. Para tal fin, consulte con un amigo, que tiene decenas y decenas perfumes, que usa en todo momento y ocasión, incluso para ir al gimnasio.
Aprovechando que tiene carné de socio de una perfumería con el consiguiente descuento, le encargue uno y me lo trajo al día siguiente.Ya en casa abrí la bolsa de la perfumería y me encontré con un bote, más o menos grande, de hojalata, cilíndrico, de chapa ondulada.
Perplejo, comienzo a estudiar el bote, es hermético y no hay por donde abrirlo.
aparece mi Rubia.
— ¿Qué es eso?, —pregunta mi rubia apareciendo por la puerta de la habitación.
— Un perfume.
— ¿Para que quieres un perfume si no los usas?
— Pues no sé, por tenerlo.
— ¿Te has comprado un perfume que costara una pasta solo por tenerlo?, si cuando digo que los hombres sois básicos, ¿por lo menos el frasco será mono?
— No lo sé, está en una lata.
— ¿Qué está en una lata?
— Sí.
— A ver si es una lata de fabes, —dijo con humor— “eau de fabés”.
— ¡Ja, Ja, Ja!, me parto de lo graciosa que eres. Voy a por el abrelatas.
Consigo abrir la lata y miro en su interior. El frasco esta sujeto al interior por una especie de aro de plástico. Tiro y nada. Vuelvo a tirar y nuevamente nada.
— ¡Joder!, —exclamo mientras estudio la situación detenidamente mientras mi rubia se revuelca.
— ¡Anda!, dame que te veo hoy más espeso de lo que es habitual, —mi rubia empuja, aprieta, tira, gira, retuerce, nada, ni se mueve.
— ¡No puede ser tan difícil!, si mi colega, que sabes que no es una lumbrera, lo saca, es que seguro que está chupado.
— ¡Qué cojones!, es tu bote, sácalo tú, —exclama mientras me lo entrega muy digna.
— «¡Joder con la lista!» —digo mentalmente—. «Con lo inteligente que es para otras cosas».
Inesperadamente ocurre una de esas cosas extrañas, posiblemente esporádicas y poco habituales en mí. He tenido una idea.Cojo las tijeras, corto el plástico y por fin libero el puto frasco. ¡Estoy entusiasmado!
— Pues al final no era tan difícil, —le digo a mi rubia con retintín.
— Cariño, hay que reconocer que eres un genio, —me dice con sorna—. ¡Mi Einstein!