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Atado en la escalera

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Se trataba de una escalera de hierro que comunicaba el piso bajo con el alto. Ellas habían pasado varias veces por allí. En un principio creí que se burlaban de mi delgadez pero, en realidad no sabía lo que tenían planeado.

La escalera estaba bien oculta por una pared, lo cual no permitía verla desde la calle. Ellas tuvieron eso muy en cuenta. Una tarde pasaron por mi casa que estaba en la planta baja. Una de ellas, la más madurita, me pidió ayuda porque se le había zafado la correa de la sandalia. Cuando me interné en el cuarto de desahogo para buscar las herramientas imprescindibles, escuché la puerta cerrarse. Eso, en vez de atemorizarme, provocó una erección fabulosa. Encerrado con tres mujeres en mi propia casa, pensé. Con todo, ignoraba lo que venía a continuación…

Rápidamente, me desvistieron. Reían y reían. No supe si compararlas con tres brujas, engendros nacidos del odio y la venganza contra mi género o simplemente con matronas libidinosas cuyo fin era divertirse. Empezaron a jugar con el miembro. Sentí tres, cuatro, cinco, diez manos calientes en mi sexo. Auscultándolo, amasándolo, apretando. No puedo negar que era delicioso. Traté de no venirme porque era consciente de que tramaban algo más.

No me había equivocado. Me llevaron hacia la escalera. En el tejado, un viejo perro miraba sin comprender nada, ya sin fuerzas para ladrar, a causa de la vejez. Apareció una cuerda, surgida de uno de sus bolsos. Uno nunca sabe que puede salir del bolso de una mujer, incluso un arma de fuego. Esperé impasible a que me ataran las muñecas tras la espalda y luego, con mucha fuerza a uno de los estrechos peldaños de hierro. Bocarriba, con los genitales a la vista, horriblemente mostrados, al desgaire. De pronto apareció otra cuerda, esta vez de fibras plásticas muy resistentes. Lo supe de antemano porque había trabajado alguna vez con ese material. Ahora sí era consciente de lo que harían. Vas a ser castigado, macho, exclamó una de ellas. En realidad, las tres eran maduras. Acaso me llevaban como diez años. Mi sexo se endureció rápidamente. Era una sensación de calidez absoluta como si lo que tuviera entre las piernas fuera una hoguera. Una mano sobaba mis testículos. Era el preámbulo de los azotes.

Metieron un pañuelo en mi boca para ahogar los posibles gritos pero en realidad lo que soltó mi garganta fueron gemidos de placer demente. Locura total cuando vino el primer azote que golpeó justo en el glande que a medida que recibía los azotes se iba inflamando. Ya se tronaba púrpura y pasaron a castigarme los testículos.

Como se avecinaba lluvia, allí me dejaron para mayor sufrimiento. Mientras se alejaban, podía oír sus risotadas de matronas sádicas y me vino a la mente un cuento del Maestro: el Marqués de Sade.

RAFA50

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