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Mi adolescencia: Capítulo 3

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Como era de esperar, a pesar de la excitante y sensual experiencia de aquel sábado invernal, mi relación con Edu no cambió absolutamente nada. Los días siguientes, empezando por el mismo domingo, su actitud fue de indiferencia como si nada hubiese pasado. Aunque no le podía culpar, pues yo seguí siendo un témpano de hielo de frialdad, indiferencia y borderia con él. Cómo me gustaba eso. Ser tan sociable, simpática y guay con todo el mundo, mientras a él le demostraba un evidente desinterés.

Los primeros días, tras lo de aquel sábado, no me costó nada mostrarme así. Es más, lo disfruté, sé que mi comportamiento maquiavélico era algo cruel, pero si el no mostraba públicamente interés por mí ¿por qué iba a hacerlo yo? El problema, es que al cabo de un tiempo empecé a cansarme de este juego absurdo, y quise volver a experimentar la dependencia que sentía por mí cuando no sabía que yo me enteraba. Pero ¿cómo?17 No iba a organizar una nueva fiesta y volver a hacerme la dormida, eso rozaría muchísimo el absurdo y la inverosimilitud de la situación. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo planificarlo?

Finalmente unas tres semanas después el destino me brindó una oportunidad. Habíamos hecho un botellón genial donde todos de la pandilla bebimos mucho y disfrutamos cantidad, fue una noche demencial de mucha juerga, bailes y risas. A lo largo de la noche, alentada seguramente por todo lo que había bebido, decidí llevar a cabo una rocambolesca idea: dejaría que Edu se fuese para casa por el camino de siempre, y mientras yo daría un rodeo por toda clase de calles  y callejuelas para encontrarme espontáneamente con él por sorpresa en un punto concreto. Y a partir de ese momento, dada la espontaneidad y casualidad de dicho encuentro, hacerme la muy borracha a ver cómo reaccionaba él.

Pues bien, mi plan, a pesar de que a mis 15 años me resultó francamente ingenioso y perfecto, no fue tan infalible como pensé. Porque efectivamente a eso de las 3,30 de la madrugada cuando Edu se fue para casa, yo empecé a callejear dando un rodeo enrevesado de calles, callejuelas y rincones para desembocar en un punto concreto poco antes de que él llegara a su casa. Mal planifiqué el asunto o que yo no corrí lo suficiente pues llegué con 10 segundos de retraso y solo me dio tiempo a verlo pasar antes de entrar en su portal.

En ese momento sentí decepción, pero esa decepción enseguida se convirtió en rabia de orgullo herido porque pensé: ¿No te da vergüenza hacer semejantes tonterías por un tío? ¿No te da vergüenza siendo la chica más guapa de la pandilla de rebajarte así? ¿No te da vergüenza perder el tiempo así teniendo a todo los chicos locos por ti? Esa noche fue determinante para mí, porque me juré (con las hormonas totalmente revolucionadas) no volver a dar ni un solo paso con Edu. Aunque eso sí, mientras me fui para mi casa no pude evitar recordar el momento en que tres semanas antes había desprendido mi camisa del vaquero. Me había dejado huella, y maldita sea la hora que me dejó esa huella indeleble.

Solo una cosa me reconfortaba, y es que estaba segura de que si yo tenía esa huella dentro de mí, él la tendría mucho más profunda, pues fue mucho más perturbadora y sobrecogedora la experiencia para él. Sea como sea, lo cierto es que toda esta relación con Edu me dejaba desconcertada. Yo misma no sabía lo qué quería y qué quería obtener de él: ¿un rollo? ¿qué fuera mi novio oficial? ¿ser una pareja liberal de rolletes? Estaba confusa y me engañaba a mi misma, pues nunca supe realmente qué quería de él ni tener la suficiente madurez para recolocar mis sentimientos para descubrirlo. En este periodo de confusión y alborozamiento adolescente fue cuando tomé una de las malas decisiones que se suelen tomar cuando se tienen las hormonas revolucionadas. Fue justo el sábado antes de que cumpliera los 16 años, la famosa noche de los tequilas. Nunca antes habíamos tomado tequilas nadie de la pandilla, pero por consenso de todos decidimos irlos a probar a un bar que conocíamos. No creo que la culpa fuese de los chupitos de tequila, al fin y al cabo yo solo me tomé dos, sino por haber bebido antes unas cervezas que con la mezcla de dichos chupitos produjeron un cocktail mortal en todos.

El hecho es que en ese estado de embriaguez etílica me sentí profundamente sentimental y necesitada, incluso se podría decir que melancólica. La confusión acumulada durante esas semanas no hizo más que agravarse y actué de forma impulsiva e irracional (algo nada habitual en mí). ¿Tan grave fue todo lo que pasó? Pues realmente no. Pero había llevado, hasta ese momento, tan bien todo mi juego de indiferencia, desinterés y frialdad, que lo tiré todo por la borda en solo un instante. Aprovechando que Edu había salido a orinar fuera del bar, yo le seguí discretamente para forzar así un encuentro casual y privado cuando él volviese. Y si fue casual el encuentro, pero no tan satisfactorio todo lo que ocurrió después.

La situación no podía ser más propicia, pues estábamos muy alejados del grupo, ajenos a las miradas o cotilleos de terceros, disponiendo de toda la privacidad del mundo. El problema fue, agudizado por los malditos tequilas y mi bajón emocional, que yo prácticamente me tiré en sus brazos. Francamente soy incapaz de recordar las cosas que le dije pero sí que sirvieron para engrandecerle el ego pues breves segundos después nos estábamos enrollando. Es decir, tantísimo tiempo planificando y disfrutando de este juego cruel de la indiferencia para acabar sucumbiendo en una tonta noche etílica.De todos modos no fue algo que me preocupase en exceso, pues siempre lo pude achacar al exceso de alcohol y a que estaba semiinconsciente. Lo que si fue frustrante fue como se desarrolló todo. Aunque casi tenía 16 años yo nunca había tenido ningún rollo serio ni estado con ningún chaval, por lo que era una experiencia apasionante y nueva para mí. Dicha experiencia se caracterizó por no ser nada memorable. Ese chico con el que me estaba enrollando no era Edu, al menos el Edu que yo conocía, o creía conocer.

Fue brusco, directo, acelerado, ansioso y sin el menor tacto ni delicadeza. Todo se basó en besarme ásperamente sin sentimiento y solo llevado por el deseo, mientras que con sus manos me tocó el culo por encima del pantalón. ¿Dónde estaba el chico tierno, sensible, adorable y tímido que con gran sensibilidad y ductilidad jugó con mi ropa aquellas dos veces? ¿Dónde estaba esa inocencia e ingenuidad de caricias delicadas y esa inseguridad tan adorable? ¿Dónde estaba ese proceder lento, pausado y con elegancia de sus caricias sobre mi ropa? Era otra persona, no era Edu, es más, ni siquiera jugó con mi ropa. No me lo podía creer.

¿Y para eso me había entregado a sus brazos? Para que él se diese un vulgar y rápido morreo insustancial y nada personalizado. Fue como si se morrease con una total desconocida, me trató como a una tía más y sin la menor chispa, pasión y deseo en sus actos, es más, me pareció todo muy mecánico y desapasionado. ¿Es que no era consciente de que tenía a su disposición a la chica que había anhelado con tanto deseo esas dos veces en la cama mientras dormía? Esta traumática experiencia me dejó totalmente traumatizada y desconcertada. Y lo que es peor, me sentí como una verdadera estúpida.Tarde días en darme cuenta de la realidad, o de la posible realidad, ¿no habría sido su comportamiento así de tibio y simplón conmigo para darme a entender que yo no le importaba nada y que le soy indiferente a más no poder? ¿No habría querido seguir así potenciando el juego de la indiferencia mutua y del desinterés visible del uno por el otro? ¿No era todo esto nada más que una vuelta de tuerca a ver quién tenía más orgullo? La respuesta a todas estas preguntas era afirmativa, pero lo que más rabia me dio que fuese yo, y no él, la agraviada. De todos modos, en mi fuero interno, me sentí complacida, porque él me había metido un gol, pero yo ya antes le había metido dos goles. Y esta guerra psicológica y de orgullos heridos no acababa más que empezar.

Y el detonante de esta orgullosa guerra psicológica se iba a producir antes de lo previsto, pues de forma totalmente inesperada por todos, y en particular por mí, Edu le pidió salir a mi amiga Sara y ella aceptó. Desde cierto punto de vista tampoco era tan incoherente, pues llevábamos años ya saliendo todos en pandilla y a esas edades empezaban a formarse las primeras parejas, aunque solo fuera para tontear sin pasar a mucho más. Mi reacción no pudo ser más inmediata, Sara y Edu empezaron a salir un sábado y el sábado siguiente yo empecé a salir con Dani.

Dani llevaba desde tiempo inmemoriales rondándome, siempre había estado enamorado de mí y varias veces intentó que fuésemos algo más que amigos. Huelga decir que siempre le di calabazas, y no porque fuese mal chaval, al contrario es posiblemente la mejor persona que he conocido en mi vida, pero eso es su principal defecto, que era tan buenito, correcto, honesto, educado, íntegro, generoso y complaciente que me exasperaba. Se podría decir que es el yerno perfecto, pero el novio más imperfecto, al menos para esas edades de los 16 años donde la rebeldía era nuestra forma de expresarnos.Controlar y manipular a Dani, aunque suene cruel decirlo, fue facilísimo. Ahora me arrepiento y avergüenzo de mi comportamiento de entonces, pero por aquella época me parecía de lo más natural como reacción a que Edu saliese con Sara. Debo reconocer que mis artes para manipular tanto a Sara como a Dani rozaban lo maquiavélico. Por una parte, al ser Sara una de mis mejores amigas, la convencí de que no debía dejara meter mano por Edu, que se hiciese de rogar, que sino sería una chica fácil y eso mata la reputación. Hábilmente la conciencié de que seguíamos siendo unas crías (y en parte era verdad) y que lo de las relaciones en pareja era solo un juego pasajero que no debía ir a más.

En cuanto a Dani, era tan respetuoso, caballeroso y buena persona que nunca tuve que pararle los pies a pesar de estar saliendo juntos. Él me respetó continuamente, y aunque se moría de ganas por pasar de los simples besos yo nunca le permití ir más allá. Sé que sufrió mucho, pues yo notaba su deseo y sus ganas. De hecho fue la primera vez en mi vida que pude notar la erección en un chico. En un principio me impactó ver semejante bulto en el vaquero, pero me hice la despistada e indiferente ante tal situación. Él me siguió respetando siempre. Jamás me toco el culo ni muchos menos las tetas, ni siquiera por encima de la ropa. Fue una sumisión total, pero a él le hacía feliz solo con estar conmigo y a mí me hacía feliz el dar celos a Edu.

Por otro lado, Sara me seguía contando en confidencialidad todo acerca de su relación con Edu y yo la seguí parando siempre que había indicios de que las cosas fuesen a más. Por lo que me contó tampoco Edu consiguió nada excepcional con ella, lo que aumentaría considerablemente su frustración. Al fin y al cabo, estaba convencida de que estaba saliendo con una chica con la que realmente no quería salir, por tanto, era justo esa frustración. Este juego de dobles parejas duró 3 meses, en cierto modo fue agotador, pero muy gratificante al estar debidamente informada por Sara de todo.El único momento que se me fue de las manos este asunto (absurdo, pueril e inmaduro asunto, habría que decir). Fue en una acampada que hicimos en una casa rural aquel Verano. Todos comidos y bebimos mucho aquella noche, fuimos casi toda la pandilla y según fue avanzando la noche nos fuimos quedando dormidos todos ante la chispeante chimenea. Pude ver perfectamente como Edu y Sara se acurrucaban juntos bajo un mismo saco y mi fértil imaginación ya hizo el resto. En semejante ambiente bucólico, romántico y sensual sería imposible que no se metieran mano bajo el saco. Era inevitable. Y eso me llenó de tal frustración que le acabé dando al pobre Dani la única compensación de nuestra breve relación.

La compensación no es que fuese algo desmadrado pero dada la contención al que estaba sometido el pobre le debió saber a gloria. Dejé que me tocase los pechos por encima de la camiseta de tirantes que llevaba. Por segunda vez volví a saber lo que era una erección en un chico. Finalmente le retiré las manos de mis pechos y nos quedamos dormidos. No sé si lograría que Edu se percatase de que yo también estaba teniendo mi propia fiesta particular bajo el saco. Solo sé que esa noche soñé que se enteró de todo y eso le carcomió el alma. Nunca lo supe con certeza, pero soñar cuesta tan poco.

De un modo, también bastante imprevisible e inesperado, Edu y Sara acabaron rompiendo al cabo de unas semanas. Y yo no tuve nada que ver al respecto. Cuando intenté sonsacar a Sara las causas de la ruptura no me dio ninguna explicación concreta, simplemente cortamos, se limitó a decir. Fuese cual fuese el motivo lo cierto es que cortaron. Mi teatrillo con Dani solo duró un par de semanas más (aunque yo desde ese mismo día quise dar por finiquitada nuestra relación también, pero no quise que pareciera tan descarado). Una vez de vuelta a la soltería predije que volvería a mi guerra psicológica con Edu, pero estaba muy equivocada, porque otra persona iba a interferir entre ambos de forma contundente y radical.Rafa era el primo de Enrique. Solo salía con nosotros los sábados pues los viernes salía con otros amigos. Era uno ó dos años mayor que la mayoría de nosotros, debería tener unos 18 años cuando le conocimos. Al principio apenas hablaba con las chicas de la pandilla, pues se limitaba a hablar solo con los chicos de temas triviales como el fútbol, películas, informática o música. Yo particularmente durante las primeras semanas no tuve ningún contacto con él y apenas le conocía. Esto iba a cambiar radicalmente a lo largo de tres sábados consecutivos que, sin poder explicármelo incluso hoy en día, captó mi absoluta atención.

El primer sábado que paso algo fue como un suspiro de rápido. Ni siquiera me dio tiempo a sopesar lo que había pasado, pues todo pasó tan veloz y rápidamente que no me dio tiempo a asimilarlo. Acabamos de comprar las cosas para el botellón e íbamos todos en pandilla a buscar un hueco donde celebrar dicho botellón. En un instante mientras andábamos, justo cuando nadie miraba, se acercó a mi oído y me susurró: “me encantas, eres preciosa, estás guapísima hoy con esa camisa rosa y esa chupa de cuero”. Ni siquiera me dio tiempo a reaccionar. Antes de que me diera cuenta había seguido ya andando y se había alejado totalmente de mí, como si no me hubiese dicho eso y sin esperar una respuesta o reacción.

Debo reconocer que me quedé perpleja y sin saber que hacer o decir. Me quedó desconcertada esa forma de soltarme susurrando eso al oído y alejándose tan campante y natural. Supo captar sin duda mi atención y, sobre todo, mostrarse indiferente todo el resto de la noche conmigo como si no me hubiese dicho eso. Para él esa noche fue como si yo fuese invisible, no me miró ni una sola vez, ni tan siquiera de reojo. Demostró una indiferencia absoluta y me quedé muy contrariada. Hasta ese momento mi mundo se limitada a mis indiferencias y juegos con Edu. Que otra persona jugase a esto también me pilló desprevenida.Él debió percatarse de que captó mi atención pues, a pesar de que disimulando soy muy buena, no pude evitar que me pillase mirándole de reojo alguna vez. Normalmente soy yo la que juega con estas cosas pero esta vez él tomo la delantera. Debió sentirse muy seguro conmigo, pues nuevamente el siguiente sábado volvió a repetir la misma jugada y me cogió otra vez inadvertida y con las defensas bajadas. Volvió a susurrarme al oído, cuando justo nadie miraba: “Estás preciosa con ese jersey negro, me gustas muchísimo”. Y, de nuevo, no supe reaccionar a tiempo porque él ya se alejaba tranquilamente como si no hubiese dicho nada.

El desencadenante fue el tercer sábado. Aunque de lunes a viernes francamente no pensaba en esto, he de reconocer que ese tercer sábado estuve muy desconcertada y nerviosa por si lo volvía a repetir. Venía concienciada que esta vez sí que le iba a responder y a plantarle cara. No iba a tolerar más tonterías de susurros e indiferencias. Y probablemente lo hubiera hecho si no me hubiese soltado algo tan inesperado y brutal que me quedó totalmente bloqueada y aturdida. Fue tan rápido como las demás veces, se acercó y me susurró: “Estás buenísima con esa camisa a rayas y ese chaleco negro, me encantaría desabrocharte ese chaleco y acariciarte hasta conseguir que tus pezones se empitonen como nunca los habrás tenido en tu vida”.

No sé porque no reaccioné ante semejante barbaridad. Me quedé paralizada, absorta y como atontada. No me esperaba algo tan brutal y que me dijera esas cosas tan fuertes. Se me bloqueó la mente y, no solo no le dije nada, sino que estuve todo el resto de la noche atolondrada y muy distraída. Esa era justo la palabra: distraída. Estaba sumamente distraída hundida en mis pensamientos y no me quitaba de la cabeza esa frase que tanto me conmocionó. Esa noche no fui yo en ningún momento. No conseguí centrarme en ninguna conversación ni disfrutar la noche. Me dejó totalmente fuera de combate y solo con los malditos y dichosos susurros de esos tres sábados.Pero ese sábado aún habría de proporcionarme muchas más sorpresas y un comportamiento inaudito en mí. Todo empezó cuando salí fuera de la discoteca a tomar el aire. Antes de que me diera cuenta Rafa me agarró, como si fuese mi novio formal, de la mano y me llevó a su lado. Me dijo: “vámonos, estoy solo en casa esta noche”. Y empezamos a andar. En cualquier otro momento le hubiera mandado a tomar por saco y hubiera pasado de él volviendo a la discoteca. ¿Por qué empecé a andar a su lado? Yo que sé, juro que no lo sé. No lo sabía entonces y tampoco lo sé ahora.

Solo sé que iba callada, aturdida y distraída a su lado mientras él me llevaba de la mano hacía su casa. No comprendía porque yo lo consentía. No me cuadraba en absoluto. Eso no era típico de mí y si me llegasen a contar esto de alguien hubiera dicho que era propio de una puta o de una fulana que se va a la casa con un tío. Y, sin embargo, ahí estaba yo junto a su lado, como drogada e hipnotizada, acompañándole a casa. Era algo irreal. Algo increíble. Algo realmente indigno y, sin embargo, en ese momento me parecía lo más natural del mundo.

Podría excusarme diciendo que las hormonas adolescentes a veces no te permiten razonar con claridad, pero se mire por donde se mire no tenía excusa ni pretexto, al menos una excusa racional. Por tanto ahí estaba yo, como una niña pequeña que acompaña obedientemente a su padre con la salvedad de que a mis 16 años ya no era ninguna niña y no era precisamente a mi padre a quien acompañaba.

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