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La locura de los cuarenta (3 de 3)

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9 de octubre

El año que viví divorciada solía salir de caza los miércoles y uno de cada dos viernes, noches que mi hijo mayor se quedaba con mi exmarido, salía de caza. Según mis cuentas, a lo largo de esos meses lo hice con 31 varones y una mujer, de los que recuerdo con verdadero gusto a media docena, sobre todo, a Franco, un colega con el que bailé toda la noche antes de irme a la cama. Coincidimos en medio de un Congreso, en Veracruz, y yo, en lugar de cogerme a un negro jarocho me cogí a mi coleguita, con el que coincidí en la pista de baile del hotel en que nos hospedábamos.

Yo había bajado con ganas de guerra, vestida con una blusa ceñida al cuerpo y una minifalda de mezclilla bajo la que se asomaban mis piernas de 30 años (mis piernas y el conjunto de mis ojos y mis cejas son las partes que más me gustan de mi cuerpo). Dejé libre mi cabellera y apenas apliqué un toque de carmín a mis labios. Bebía un daiquirí cuando Franco tocó con sus dedos mi desnudo hombro invitándome a la pista, y lo seguí.

Recuerdo a Franco bien, no lo he olvidado y el año pasado traté de encontrarlo otra vez. 28 años cabales, moreno de intensa mirada, cuerpo esbelto y elevada estatura, su mentón perfectamente afeitado y su cuerpo sin vello por ningún lado debieron hacerme sospechar, lo mismo que su maestría para el baile: es gay, pero no lo noté o no quise notarlo, no esa noche, cuando me estrechaba entre sus brazos, cuando me estrujaba, me llevaba por la pista con maestría… cuando era tan evidente su erección contra mi abdomen. Sus nalgas, durísimas y redondas bajo su jean, firmemente apretadas por mis manos, mostraban un cuerpo de gimnasio (gay), sus manos fuertes y finas, trasmitían mensajes cálidos y seguros. Jamás habría creído que era gay y hasta la fecha, agradezco haberlo agarrado en un momento de duda y ruptura, tenerlo para mi enterito aquella noche como la segunda y última mujer de su vida.

Bailamos una hora o dos, tocándonos, el calibraba mi cintura y yo sentía sus nalgas y su espalda, el suave olor de su pecho justo en mi nariz, y me iba derritiendo lentamente. Sus besos sabían a miel, su delicadeza y suavidad me erizaban cada uno de los vellos de mis brazos –ya he dicho que para algunos quisquillosos, tengo demasiado- y yo, sin dejar de bailar, me di vuelta y acomodé mis nalgas contra su verga, acariciándolo al ritmo de la música. Completamente embriagada por la lujuria, lo masturbaba con mis nalgas sin quitarnos la ropa, ofreciendo mi cuello a sus labios y sus dientes, que iban desde el hombro hasta la oreja matándome de deseo, de ansia. Y sin embargo, me contenía, seguía esperando, esperándolo, puesto que me mataba la lentitud de su ritmo y esa noche anhelaba morir.

Y entonces, aprovechando la penumbra ¡se sacó la verga! Escondida bajo mi falda, sentí su delgado miembro, muy rígido, pasear desnudo por mi carne, por mis nalgas apenas cubiertas por mínima braga de hilo dental que aposta llevaba para esa noche… y que me quité. Sí: me las quité con ágil movimiento, mientras él se tapaba la verga con ambas manos. Las deslicé en el bolsillo de mi pantalón y dando un par de pasos, seguí el ritmo del baile con las manos recargadas en la columna, l culo ligeramente en popa y las piernas apenas balanceándose sobre los tacones. Él se me acercó por detrás, beso mi oreja y casi sin ayuda, gracias a su firmeza y mi humedad, se deslizó dentro de mí.

Seguí moviéndome suavemente al ritmo del baile, sin separar los pies del suelo, apenas con la cadera, con ganas de gritar, ganas de ser rota, ganas de ser usada por los dos o tres que se daban cuenta perfecto de lo que estábamos haciendo Franco y yo y que me miraban con sonrisas lascivas. Y yo solo bailaba y bailaba mientras él, muy quieto, respiraba con ruido y me tenía firmemente tomada de la cintura.

Me vine, casi eyaculé como hombre y dándome vuelta, escurriendo fluidos, lo besé largo y le pregunté: “¿subimos?” Y subimos, y bailé sobre su verga, sobre su ancho y depilado pecho, y tuve tres o cuatro orgasmos antes de que él me llenara con un mugido vacuno y luego, como tantos otros, se fue de mí. Como a ninguno de aquella época, lo que detener. Sólo a él y a Jessica volvía buscarlos, en vano. A los demás, los dejé pasar, irse, dejar sus marcas en mi cuerpo, llevarse mi olor y mis besos.

Si, Jessica, que una noche de locura me enseñó el sabor de una vagina, lo que se siente tener un clítoris entre los dientes, las magias que sabe hacer cierto tipo de mujer para llevarte al orgasmo. Me abordó en la barra de un bar, directa y abierta.

-Te he visto desde hace rato y me encantaría llevarte a la cama.

-Pero es que yo necesito el pito de un señor.

-¿Segura?

No lo estaba, y me fui con ella y luego de que ella me hizo sexo oral yo quise hacérselo y nos soñé rodeada de dos o tres varones, p medio regimiento, con mi firme culo al aire chupando a aquella chica, chupándola, haciéndola gemir con mi lengua y con mis dedos, durmiendo muy juntitas, volverlo a hacer en la mañana y desayunar juntas y yo, salir disparada en busca de un hombre que me diera verga, que me partiera como Dios manda.

Lo encontré en el metro. Muy mal, ya se que así aliento a los perversos, a los miserables que hostigan adolescentes, pero fui yo quien recargó mis pechos en su espalda, quien se repegó innecesariamente a ese joven lector –porque leía un buen libro, porque llevaba una playera del equipo de la Universidad-. Fui yo quien lo invitó al hotel y yo quien, con ansia de doce horas, chupé su pito hasta obtener una erección satisfactoria, yo quien lo monté, yo quien lo utilicé como objeto sexual.

De ese año, de esas 31 vergas y esa única vagina me quedó el pendiente grave de hacer un trío, porque todos fueron de uno en uno… y me quedaron también varias lecciones:

Primero: es cierto que no importan lo grande ni lo grueso, sino la firmeza y la manera de usarlas. No importa tanto que el tipo sea alto o chaparro, gordo o flaco, sino que sepa usarla y que sea respetuoso y amoroso, al menos durante las horas que soy suya suyita al completo.

Segundo: todos los encuentros satisfactorios fueron con gente que me conocía de antes, o que sabía quién era yo. Todos los insatisfactorios fueron con desconocidos, por lo que comprueba la segunda parte de la conclusión anterior.

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