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Un cuento de hadas (2 de 2)

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―Quédate quieta. Quiero verte, apreciarte. Pero no soy egoísta. Quiero que mis hombres también disfruten de este recreo visual. Debo grabar en mi mente cada rincón de tu cuerpo. Un movimiento y te castigaré por desobedecer a tu Amo y Señor. ¿Entendido?

―Si, mi Amo.

Primrose no daba crédito a lo que ella misma había dicho. Ya había caído en la trampa de este hechicero. Se encontraba completamente desnuda frente a 5 hombres extraños. Su cuerpo de marfil estaba siendo expuesto a otro por primera vez en su vida. Se sentía terriblemente apenada. Pero el espectáculo era grandioso. Lord Patton creyó nunca haber visto un cuerpo tan hermoso, angelical y a la vez lujurioso.

La palidez contrastaba enormemente con el rosado de los pezones y el pubis cubierto de un pelo en llamas. La carne no era escasa pero sí firme. El trasero era redondo y blanco. Todo el cuerpo desprendía esa fragancia a flores tan delicada y a su vez capaz de despertar los deseos más bajos en un hombre. Pasaron los minutos y empezó a tener frío. Por la puerta abierta entraba una corriente gélida que el fuego de la chimenea no alcanzaba a apagar. Primrose estaba nerviosa. Cualquiera entraría y la vería así. Era más humillación de la que podía soportar. Pero debía soportar. Quería soportar.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por unos pasos que escucho venían del pasillo. No soportaría que alguien más la viera en tal estado de pecado. Salió de su halo de fantasía en un segundo y corrió hasta la esquina, cogió la capa y se cubrió con ella. Estaba salvada, o eso creía. Vio que por la puerta entraba una de las siervas del castillo llevando una bandeja con una infusión humeante de jengibre. El olor fuerte y penetrante del potaje pareció despertar sus sentidos de golpe. Estaba muerta de frío y de hambre. Nada le caería mejor que una gran cazuela de esta infusión.

Pero la sierva, si se percato de su presencia, no lo hizo notar. Dejó la bandeja en una banqueta próxima al Señor, y con la respectiva reverencia se retiró. Primrose lo miró por primera desde que se había ido del centro de la habitación. Lord Patton tenía una expresión gélida, y la asustó el no poder entenderla. Pero el volver a la realidad la había hecho darse cuenta de lo que en realidad había aceptado hacer, y no había forma de que siguiera adelante con tan diabólico plan.

―Estáis locos. ¡Todos vosotros lo estáis! ¡Me largo de esta ciudad regida por la mano del demonio! Habéis todos perdido la razón al momento de venderle vuestra alma al diablo. ¡Y conjurar contra una cristiana pura y casta! No hay lugar tan profundo en el infierno para albergar vuestras almas.

Diciendo esto Lady Primrose, desnuda bajo la capa ocre, se dirigió hacia la puerta. No podía creer que no intentaran detenerla. Había estado más loca ella al pensar que no tenía escapatoria. Corrió por los pasillos tratando de recordar por donde había entrado. No había recorrido más de dos esquinas cuando dos escuderos le sellaron el paso. Uno de éstos, el más bajo, le tiró de la capa arrancándosela. Lady Primrose gritó ante el hecho. Quieta, ahora en voz baja, declaró.

―No sabéis con quién tratáis. Soy una noble. Tomaré vuestras cabezas por esto, las vuestras y las de vuestras familias.

Los escuderos no tardaron más de un segundo en echarse a reír estrepitosamente. El alto la tomó del hombro, la dio vuelta y la empujó hacia delante. La hicieron desandar el camino, pero esta vez la humillación era peor. Estaba desnuda de espalda a ellos caminando por los pasillos del castillo. Al menor movimiento, la empujaban hacia delante, pero Primrose pensó que igualmente tenía suerte. Éstos bárbaros no habían intentado nada con ella, ni siquiera la habían mirado o tocado de manera lasciva.

Cuando llegó a la habitación de la torre todos los hombres del Amo se retiraron y los dejaron solos. Lord Patton había vuelto a recuperar su sonrisa burlona, aunque sin perder la frialdad en la mirada.

―No debo repetirte que serás castigada inmediatamente por tal falta. Me has desobedecido en público, frente a mis siervos, y esa es una de las faltas más graves. Sin mencionar, claro, las formas en las que te has dirigido a mi persona.

―Lo siento, mi Señor. – Primrose reconocía ahora que su primera impresión había sido correcta: no tenía escapatoria.

―No. No lo sientes todavía, pero ya lo harás.

Diciendo esto la tomó del cabello y la arrojó al suelo. Nada podía mejorar esa noche, pensó. Su dama tirada en el piso, la humillación se leía en todo su cuerpo. Era glorioso. Lord Patton fue hasta una de las paredes cubiertas por muebles, abrió una puertecilla y extrajo de ella unos pañuelos de seda negra.

―Ahora te comportarás como una buena sierva y me obedecerás. –Dijo dulcemente a su oído mientras le ataba el cabello rojizo en una alta cola de caballo con el pañuelo. A continuación tomó el segundo pañuelo y le vendó los ojos. – ¡Ah! Sí, me olvidaba. No tienes permitido hablarme si no te lo pido.

Y como por arte de magia Lady Primrose volvió a caer bajo su hechizo y regreso a ese mundo de fantasía. Un mundo cuyas únicas puertas eran, a partir de ahora, su piel, su oído, su olfato... quería grabar cada impresión en su memoria, temía que nunca volvería a sentirse así. Sintió un tirón en el cuero cabelludo tan fuerte que la obligó a pararse. El gélido aire le recorría el cuerpo como cien manos susurrantes. Sintió algo húmedo en su pezón izquierdo, se lo estaba besando... ¿pero no era esto lo que hacían los niños? ¿Qué placer podría proporcionar este gesto a un adulto? No encontró respuesta a ésta pregunta, pero sí descubrió el placer que le proporcionaba a ella misma. Era una sensación extraña pero muy agradable. Sentía su pezón hincharse, agrandarse, y endurecerse más que con el frío. Y dolor. La había mordido como si su pecho fuera un bollo de pan. Dos veces, tres. El dolor aumentaba. Quería pedirle que se detenga pero no pudo. Su voz nunca salió de su garganta. La doncella se encontraba extática. Su Amo pasó al otro pezón y repitió estas operaciones. Estaba deleitado.

―¡Oh, por Dios, Rose! ¡Tus tetas son magníficas! No creo que una vaca tuviera mejores ubres. – Y Lady Primrose se sintió morir. No entendía por qué tenía que ser tan cruel, nunca se le hubiera ocurrido comprar tan vilmente los senos de una mujer con las ubres de una vaca. – ¡Tus tetas solas bastarían para alimentar a media ciudad! Y se te ponen duras. Me encanta.

El lord los agarró entre sus manos y los estrujó. Agarró los pezones y los estiró para afuera, para arriba, para abajo. Rose pensó que dejaría de hacerlo si supiera que ella lo estaba disfrutando y trató de ocultar este sentimiento. Ahora lo hacía más fuerte, más rápido, más violento. Sintió sus pechos estirarse hasta donde la piel ya no daba más, y luego volvían a su forma habitual. Era delicioso, pensó Primrose. El leve dolor o molestia que sentía valía la pena el gozo. Y su Señor parecía un niño con juguete nuevo. Sentía sus ojos clavados en sus pechos.

―No Rose, no te confundas. No son "tus pechos". A partir de ahora son "mis tetas".

Ella no lo creía. Le había leído el pensamiento. Y entonces un gritó lleno el vacío de la habitación de la torre. Su propio grito. Le había golpeado uno de sus senos con la mano como si fuera una bofetada. Lord Patton le tapo la boca con su mano y le dijo que si gritaba habría más de los que le correspondían. Rose cerró la boca, tragó saliva al tiempo que sentía como su otro seno era abofeteado. Y así empezaron los golpes alternados, una vez cada teta. Le dolía el golpe en sí y le dolían los movimientos pendulares de sus pechos. No los contó, pero cuando terminaron los sentía afiebrados, y aunque no pudiera verlos, sabía que estaban rojos como sus mejillas.

Su Amo le expuso que casi había pasado azarosa la primera etapa del castigo, pero no había sabido agradecer el candor de su Señor al impartírselo, por lo que tendría que repetirlo. Y volvió a azotar sus tetas con las manos, pero esta vez con más ímpetu y contándolos en voz alta. Unas lagrimas silenciosas se resbalaron por el rostro de la virgen. Al llegar al número veinticinco los azotes cesaron y Rose no esperó para agradecer a su Amo por el castigo que estaba recibiendo.

―Veo que no solo eres una puta sino que aprendes rápido. Me gusta eso de una ramera: que sea zorra e inteligente.

―Sí, mi Amo.

―Piensa Rose, ¿se te ocurre una manera mejor de contestarme? ¿Alguna frase que pueda disminuir tu castigo?

―Mi Señor, su puta aguarda recibir lo que falta del castigo.

―Lo dices en voz demasiado baja todavía. ¿Y por qué te estoy castigando, ramera?

―Por haberlo desobedecido frente a sus siervos, mi Amo, por no haber cumplido con la voluntad de mi Señor.

Primrose esperaba escuchar otro reclamo de parte de su Amo, pero en lugar de eso su boca se vio invadida por la lengua de su Señor. Era un beso apasionado. Y era verdad, Rose aprendía muy rápido, ya había aprendido como hablar ante su Amo y Señor.

Para la segunda etapa del castigo el pañuelo que le cubría los ojos le fue removido. Lord Patton quería que Rose se viera a sí misma humillada. Aplaudió dos veces y en menos de un minuto una doncella entró en la habitación.

―Tráeme un espejo de pie. ¡Rápido!

―Sí, milord.

La doncella volvió tras sus pasos y regresó con un pesado espejo enmarcado en madera de abedul torneada. Era una pieza exquisita. El Señor lo colocó mirando la espada de su silla, a unos escasos metros. Le ordenó a Rose que se parará frene a la silla y que se agarrara de los apoyabrazos, inclinando ligeramente su cuerpo hacia delante. Ésta obedeció.

―Ahora mirarás el espejo y por cada golpe que recibas me agradecerás. Quiero que seas espectadora de primera fila. Quiero que observes como una dama de la nobleza tan distinguida pasa a ser no más una sierva para su nuevo Amo y Señor. Quiero que veas como se desarrolla tu degradación.

Rose asintió mirando al suelo, pero enseguida fijó sus ojos en el espejo. La escena que vio era dantesca. Su cara estaba casi irreconocible de tan roja que estaba. Sus pechos colgaban hacia abajo como dos grandes bollos de masa de pan. Detrás de ella, observando su trasero, estaba su Amo. La expresión de su rostro era de éxtasis. Lo vio arremangarse la camisa y dirigir la palma de su mano de pleno a su trasero. El primer golpe le dejó picando la piel, y lo agradeció. El dolor, aunque inexistente al principio había pasado de ser leve a moderado. Mientras Rose seguía agradeciendo nuevas lágrimas rodaban por sus mejillas. Lloraba porque le daba pena la persona en la que se había convertido. Su Amo tenía razón: no era más que una simple sierva aceptando un castigo de su Señor. Los últimos azotes le dolieron realmente y sus últimas lágrimas ya eran de dolor.

―Mi Señor, esta sierva le esta agradecida por el castigo que le ha propinado y espera no volver a desobedecerlo en el futuro.

―No, mi querida Rosa. El castigo aún no terminó.

―Gracias, mi Amo.

La dulzura de la voz con la que le hablaba no le permitía resentirse. Lord Patton estaba conmovido. No había esperado semejante respuesta por parte de Lady Primrose. Rose, se corrigió. Parecía que en una hora había olvidado donde había nacido y como la habían criado.

―No sé qué es lo que haces en mi, pero lograste que te condone la última parte del castigo. En lugar de ello, te premiaré. Te presentará ante el castillo entero como mi nueva sierva personal. Quiero que sientas este honor que te concedo muy dentro de tu corazón, Rose. Es la primera vez que nombro a una sierva mujer "personal".

El vuelco que el corazón de ella había dado quedo apagado al instante. No solo no le estaba perdonando el castigo sino que lo estaba haciendo peor. Hasta ahora había podido soportarlo porque quedaba entre ellos dos. Pero la humillación pública le dolía más que mil azotes. No podría resistirlo, prefería morir.

―No, por favor mi Señor – dijo Rose con nuevas lágrimas en sus ojos -, haré lo que sea, pero por favor no me humille públicamente. ¡Le juró que haré cualquier cosa que le plazca, pero no me haga hacerlo en presencia de otros, se lo ruego!

―¡Por todos los santos, Rose! Creí que nos estábamos entendiendo. ¿No ves que esta humillación es un placer para mi, tu Amo y Señor? Nunca había concedido este honor a ninguna de las putas de la ciudad, y tú te atreves a despreciarlo. Deberías estar besando mis pies ahora mismo en señal de gratitud.

―¡Se lo suplico, por favor! – Ahora era un llanto casi inentendible.

―No quiero perder la alegría que tengo por haberte encontrado. Vas a disculparte conmigo inmediatamente, pensarás en algo que me agrade. Aceptaras lo que te ofrezco como el honor que es y luego volveré a castigarte. Me has decepcionado, Rose. Van a ser unos días agitados.

―Si, mi Señor, lo siento. Haré lo que usted ordene. Pero no puede obligarme a sentir orgullo por algo que solo me llena de humillación. Pero vuelvo a disculparme ante Usted, mi Amo y Señor, y humildemente me ofrezco a besarle sus manos que tan hábilmente han sabido castigarme por mi desobediencia hacia Usted.

Diciendo esto, Rose soltó los brazos del sillón y se volvió, sumisa, frente a su Señor. Se arrodillo y beso las manos con ternura. Se estaba dando cuenta que no soportaba verlo disgustado. Más que enfurecerla le hacía sentir un dolor en su interior peor que cualquier humillación que pudiera sufrir.

Todos los habitantes del castillo formaban un gran círculo en el salón de fiestas. Barones, caballeros, escuderos, siervos y siervas. Todos estaban presentes. La mayoría no sabía por qué había sido citado y los murmullos rondaban distintas teorías sobre los posibles nuevos ataques del Señor. Un paje golpeó sus manos dos veces y todos se callaron. Se abrió una fila desde la puerta por la que ingresaba Lord Patton. Seguido de él iba una muchacha hermosa, la más bella que jamás haya entrado en el castillo. Y su belleza podía ser apreciada por todos, y en todo su esplendor. La muchacha estaba desnuda y trataba de ocultar el pudor que sentía. No parecía ser una ramera por la forma de caminar ni por aromas que emanaba. ¿Pero que otra cosa podría ser?

La muchacha llegó al centro del salón y sin despegar los ojos de suelo se arrodilló ante su Señor y agachó la cabeza aún más. El Lord la presentó como "Rose, la nueva rosa de mi jardín". Les informó que a partir de ese momento Rose pasaba a ser de su propiedad exclusiva, que gozaría del título de sierva personal. Estaba prohibida a toda persona, so pena de muerte, a menos que él mismo lo autorizara. No le estaba permitido usar ningún tipo de vestimenta. Si alguien la veía más no sea con una manta para el frío debían informárselo al momento.

―Mi nueva sierva puede deambular libremente tanto dentro como fuera del castillo en los momentos en que no me esté sirviendo. Indicaré a diario cómo deben alimentarla y cuando, así como cualquier otro cuidado que requiera. Recordad, podéis verla pero no tocarla. Tampoco podéis dirigirle la palabra, y si ella habla sin autorización deberán informármelo al momento para que reciba su justo castigo. Ahora retírense.

Todos abandonaron la gran sala, que en minutos recuperó el frio invernal que reinaba tanto dentro como fuera del castillo. Rose seguía postrada a los pies de su Señor. Era definitivo. Hoy era el primer día del resto de su vida.

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